CAPÍTULO II
LOS atacantes, veinte o más en número, salieron de la espesura en sólida oleada. Ham y Monk metieron a Pat detrás de ellos e hicieron frente al ataque.
Monk con sus puños como el granito; Ham, con el estoque que contenía el bastón.
Ham derribó a dos de los hombres de dos pinchazos. Tuvo cuidado de que no recibiera ningún golpe el acero embadurnado con la substancia química que hacía perder el conocimiento.
Tenía más cuidado del estoque que de su propia persona.
Inesperadamente, se oyó un golpe sonoro y Ham se tambaleó, aturdido. Vio alzarse nuevamente una maza.
Pero no cayó. Sonó el golpe de unos nudillos contra una mandíbula al alargar Monk el brazo y derribar al que amenazaba a Ham.
Éste recobró el equilibrio y volvió a poner en juego el estoque.
—¡Carguemos contra ellos! —aulló Monk.
—De acuerdo —asintió Ham—; procuraremos abrirnos paso hasta la espesura.
Avanzaron uno al lado del otro. Los puños de Monk parecían los cilindros de un motor. El estoque de Ham se movía como una serpiente.
Pat, que avanzaba detrás de ellos, iba cogiendo pedazos de roca del suelo y tirándolos contra los atacantes.
Hasta el propio Habeas Corpus hizo su parte, saltando, gruñendo y clavando los colmillos en todas las piernas que se ponían a su alcance.
Este ataque fue demasiado para los desconocidos. Creyeron que el estoque de Ham estaba sembrando la muerte y acabaron por huir dando alaridos terribles.
Monk cogió a Habeas Corpus y le meció agarrado por las orejas, con gran alegría del cerdo. Monk sonrió y aquella sonrisa iluminó su rostro increíblemente feo, dándole un aspecto muy agradable.
Las estrellas proyectaban ya un poco de luz. Ham estaba examinando a las víctimas de su estoque.
Eran distintas razas y colores y todos llevaban taparrabos. Rodeaban sus cuellos collares con ribetes de cobre, fabricados, al parecer, de piel de lagarto.
Llamó la atención de Ham un ruido estrepitoso: era Monk que se reía.
—¿Qué ocurre, gorila? —inquirió el abogado con desconfianza.
—Estaba tratando de imaginarme el aspecto que tendrías vestido con el traje típico de la isla: taparrabos y collar de perro.
Ham se enfureció y asió con más fuerza el estoque.
—¡Macaco indecente...! —empezó a decir.
Pat le impuso silencio con las siguientes palabras:
—Si tenéis más ganas de pelear, ahorrad vuestras fuerzas. Esos hombres vuelven.
Sonó un golpe en la arena seca a los pies de Ham. Un segundo después, el aire estaba poblado de proyectiles. Habeas Corpus soltó un gruñido de dolor.
—¡Están tirando piedras! —gritó Ham.
—Pueden tirar más piedras que nosotros —gruñó Monk—. Larguémonos de aquí.
Se metió una de las mazas debajo del brazo, cogió al cerdo por las orejas y corrió hacia la espesura, Pat y Ham le siguieron de cerca.
Una vez atravesada la faja de vegetación, llegaron a un terreno elevado de aspecto singular a más no poder. Roca volcánica, lava negra y cortante como cristal roto, formaban fantásticas colinas y gargantas.
La mayor parte del cristal formaba hojas delgadas, inclinadas, que resbalaban a veces y se rompían bajo el peso de una pisada. Cactos gigantes crecían en las hendeduras y sus espinosas hojas parecían cabezas de serpientes dispuestas a atacar.
Se apagó todo sonido de persecución.
Se despejó el firmamento y avanzaron bajo la pálida luz de estrellas tropicales.
—Dios quiera que lleguemos pronto a alguna parte —murmuró Pat.
—Al archipiélago de Galápagos lo llaman el fin del mundo —observó Ham.
—Pues no se equivocan mucho —gruñó Monk—. No sé cómo vamos a encontrar a Johnny en este montón de desperdicios volcánicos.
—¿Se dio cuenta alguno de vosotros —inquirió Pat—, de que nuestros atacantes parecían tener buen cuidado de no matarnos?
—Sí —reconoció Monk—; ni siquiera tiraron aquellas piedras con mucha fuerza.
—Seguramente querrían cogernos vivos —asintió Ham.
—Eso creo yo también. Pero... ¿por qué?
—Nos está haciendo una falta Doc Savage en estos momentos.
Al ascender por la vítrea ladera, pasaron una zona de cráteres apagados en los que, siglos antes, debían de haber burbujones de lava.
Llegaron a una extensa meseta en la que nada crecía, ni siquiera cactos, y donde los cráteres eran más pequeños, llenos de tierra y tan juntos unos a otros que era necesario aquella faja de terreno.
Monk se detuvo de pronto.
—Todos estos cráteres se encuentran en orden geométrico. No son cráteres volcánicos como los que vimos abajo. Son obra del hombre.
Ham miró. En lugar de vítrea roca, había por allí una especie de barro rojizo, o ceniza volcánica prensada.
—Tienes razón —dijo—. Los agujeros estos se están hundiendo ya y están medio llenos de tierra. Es difícil asegurarlo; pero cuando se hicieron, debían de estar colocados igual que las células de un panal de miel.
A medida que fueron avanzando se hizo más aparente la forma de panal.
Encontraron agujeros en mejor estado.
—Estos se hicieron más tarde —observó Ham.
—Sí —asintió Monk—; cuando más lejos vamos, más recientes parecen los agujeros.
—Pero... ¿para qué serán? —exclamó Pat—. Esto se hace más y más raro. ¿Qué significará?
—Escuchad —interrumpió Ham.
En las alas de la brisa llegaron hasta ellos unos ruidos agudos, que parecían chasquidos salidos del mismísimo aire.
—¿Qué es? —inquirió Pat, con inquietud.
—Ningún animal hace un ruido semejante —dijo Monk.
De pronto, por encima de los chasquidos, sonó un gemido prolongado que expresaba una angustia tan horrible que los tres sintieron como si les hubieran echado un chorro de agua helada por la espina dorsal.
Pat exclamó:
—¡En mi vida he oído grito semejante! ¡Es terrible!
—Debe de tratarse de un animal moribundo —dijo Ham.
—¡De un hombre moribundo, querrás decir! —observó Monk.
—Vamos —dijo Ham, asiendo con fuerza su estoque.
Al proseguir su camino, fueron observando más agujeros, bien marcados, como las células de un panal, de un panal gigantesco.
Tenían muchos tres metros de diámetro y otro tanto de profundidad. Éstos no habían vuelto a llenarse de tierra suelta.
Los misteriosos chasquidos empezaron a oírse con más claridad.
—¡Ahí delante! —exclamó Ham—. ¡Mirad!
—¡Sombras! —dijo Pat—. ¡Cómo hombres en movimiento!
Se acercaron más, manteniéndose ocultos tras de la maleza. Espinas de punta blanca les rasgaban la ropa y las carnes. Pero lograron llegar hasta un punto situado frente al lugar en que se movían las sombras.
Allí la planicie continuaba; pero se acababa la línea de agujeros.
Se agazaparon, vigilando. De pronto, una alta montaña cercana emitió un resplandor rojizo que tiñó el firmamento con su color. Bañados en la luz de fuegos volcánicos, unos hombres enormes, de fuerte musculatura, se movían sin cesar a lo largo de la línea de agujeros.
Iban vestidos como los otros que vieron: con taparrabo y collar. Llevaban largos látigos que alzaban por encima de la cabeza y hacían restallar dentro de los agujeros.
Gemidos horribles salían del fondo de los agujeros. Los del látigo, brillando el sudor que les cubría por el cuerpo bajo el rojizo resplandor, parecían apariciones satánicas venidas al mundo.
—Allá en el yate dije que tal vez estaríamos viajando con rumbo al Infierno —dijo Monk—. Ahora veo que no me equivocaba.
—Los chasquidos que oíamos eran los que hacían los látigos —observó Ham.
Monk estaba avanzando ya, arrastrándose por el suelo.
—Coge a Habeas Corpus —susurró—. Investigaré.
—Maldito sea tu cerdo —se quejó Ham; pero lo sujetó.
Al colocarse de forma que le fuera posible mirar hacia el interior de los agujeros, Monk ahogó una exclamación de sorpresa. Dentro de cada uno de los que pudo ver, había clavada una estaca, a la que había un hombre amarrado por medio de una cadena.
Los hombres que había dentro de cada agujero trabajaban con una pala.
Éstos sólo llevaban taparrabos, por lo que Monk supuso que el collar de cuero era un emblema de autoridad.
Cada uno de los prisioneros estaba cavando un hoyo de la circunferencia que le permitía el largo de la cadena. Los agujeros, que se extendían por la planicie en línea recta, medían unos tres metros de diámetro todos ellos.
Bajo la tralla de los látigos, en el rojizo resplandor del volcán, aquellos hombres iban cavando el camino de su muerte.
De pronto sonó detrás de Monk un rápido tabaleo. Algo le empujó con fuerza en la espalda cuando se volvió. Se oyó un gruñido agudo.
Monk tapó con su enorme mano el hocico de Habeas Corpus para ahogar sus cariñosos gruñidos. El cerdo se había escapado de Ham y corría hacia su amo.
Ahogó los gruñidos, pero ya era demasiado tarde. El mal estaba hecho. Los capataces armados de látigos hablaron agudamente, entre sí y acudieron a investigar.
Monk se alzó, esgrimiendo la maza y corrió hacia el hombre más cercano.
Pero, antes de que pudiera llegar a su lado, sonó un chasquido. Aun se hallaba a unos seis u ocho pasos de su enemigo, pero sintió que le agarraban por las rodillas como unas manos de hierro que tiraban de él, haciéndole caer al suelo con una fuerza que le dejó aturdido.
Sabía lo que le había tirado y bajó la mano para arrancar la tralla del látigo que se le había arrollado a las piernas.
Antes de que pudiera libertarse, su enemigo se hallaba junto a él, con el pesado mazo alzado, para descargarle un golpe en la cabeza.
En aquel instante centelleó el estoque de Ham, que derribó al capataz, salvando así a Monk del golpe. Pero otro látigo se enroscó a las piernas de Ham y le tiró al suelo por encima de Monk.
Les dejaron sin conocimiento a mazazos antes de que pudieran deshacerse de las trallas.
Cuando volvieron en sí unos momentos después, se encontraron atados y tumbados en el suelo a la orilla de la línea de agujeros.
Ham miró al prisionero más cercano. El hombre había cavado ya hasta una profundidad de metro y medio de forma que su rostro estaba casi al nivel del suelo.
La cara, contraída de dolor, se hallaba al alcance de la mano de Ham.
El abogado sufrió un brusco sobresalto. Al resplandor del volcán reconoció al hombre. Era uno de los que habían formado parte de la expedición de Johnny.
—¡Tony! —susurró Ham bruscamente.
El hombre se estremeció y sus extraviados ojos se clavaron en Ham.
Abrió la boca con sobresalto al reconocerle; pero nada dijo y siguió cavando.
Ham se echó una rápida mirada a su alrededor. El capataz más cercano estaba ocupado interrogando a Pat. Se arrastró hasta la orilla del agujero, de forma que sus labios se hallaron muy cerca del oído del prisionero.
—¿Dónde está el resto de la tripulación de barco... y Johnny? —preguntó.
—La tripulación está en agujeros, cavando —contestó el hombre con una especie de sollozo.
—¿Dónde está Johnny? ¿Está vivo?
—Está vivo; pero no seguirá estándolo mucho tiempo.
—¿Dónde está?
—Un hombre alto, de barba negra, se lo llevó. No sé dónde. Sólo sé que van a matar a Johnny. ¡Van a matarnos a todos!
La voz del desdichado se tornó nerviosa.
—No hable usted tan alto —le dijo Ham, con ferocidad—. ¿En qué nos hemos metido aquí? ¡Dígame lo que sepa! ¡Pronto! ¡Mientras haya ocasión!
—No puedo decírselo; pero puedo...
Alzó la voz en penetrante grito perdiendo ya todo dominio sobre sí. Era el grito de un loco.
Evidentemente, el prolongado suplicio había sido superior a sus fuerzas.
Fuera lo que fuese lo que pensaba decir o no decir, ya no lo diría jamás. El capataz acudió mascullando maldiciones. Alzó y bajó el brazo. El mango, relleno de plomo, del látigo, cayó con fuerza sobre la cabeza del loco.
Era un golpe lo bastante fuerte para haber matado a cualquier ser viviente.
Pero el hombre del agujero no era exactamente un ser viviente. Era un loco furioso y no se daba cuenta del dolor.
Le giraron los ojos en las órbitas; una espuma rojiza burbujeó en sus labios.
El mango del látigo volvió a descender. Esta vez el hombre cayó al fondo de agujero. Estaba muerto antes de haber tocado el suelo.
El capataz —que era un tipo asiático inidentificable— empezó a bramar órdenes en idioma desconocido. Se adelantaron dos guardianes.
Uno de ellos era gigantesco y de piel cobriza; el otro un hombre panzudo, caucásico, de raza indeterminada. Éste saltó dentro del agujero, quitó el grillete que acababa de quitar al muerto.
Cogió la pala y se la metió a Ham en la mano, el capataz hizo sonar el látigo.
Apareció una señal encarnada en el rostro del abogado. Se puso a cavar.
Unos capataces condujeron a Monk a otro agujero un poco más debajo de la línea y le metieron a trabajar también.