CAPÍTULO IX

LLAMEANTE FURIA

MIENTRAS hablaba Ramadanoff en el pasillo, Doc se volvió. Llegó a la ventana en tres zancadas. Se oyó un sonido áspero que hubiera puesto los nervios de punta a cualquiera.

Lo producían las uñas de Doc al raspar el metal. El mismo mecanismo que había echado la barrera metálica delante de la puerta había echado otra delante de la ventana.

Puesto que puerta y ventana resultaban infranqueables, Doc soltó un puñetazo a la pared.

Fue una pérdida de tiempo. Descubrió que debajo del yeso, la pared estaba recubierta de metal.

Sin respirar aún, para no caer bajo los efectos de su propio gas, Doc cruzó el cuarto. Le quedaba una esperanza: el lado movible del “buró”.

No había tiempo para buscar el botón que lo hacía funcionar. Sólo tenía tiempo para destrozarlo.

Descargó una serie de puñetazos sobre él, pero no bastaron. Cargó con el hombro. Se apoyó contra la pared e hizo uso de las piernas y los pies.

Cogió una pesada silla y la esgrimió. Esta se rompió en una docena de pedazos sin que la madera se hubiera movido. ¡Estaba acorralado!

No por el gas, sin embargo, porque éste quedaría neutralizado a los pocos segundos de mezclarse con el aire.

Débilmente se oyeron voces procedentes de algún sitio indefinido. No se distinguían las palabras; pero Doc reconoció el tono. Eran Renny y Long Tom que gritaban desde alguna parte del edificio.

Habían oído el ruido y, comprendiendo que Doc se hallaba en la casa, gritaban frenéticamente en la esperanza de que les oyera y fuera a ponerles en libertad.

No podían saber que el hombre de bronce se hallaba en situación tan desesperada como la suya.

Doc podía respirar ya. La fuerza del gas se había disipado.

Se abalanzó contra el “buró”. Calculó su ataque de forma que entraran en juego todos los músculos de su cuerpo.

Los músculos se le apelotonaron y temblaron y de pronto, las piernas, que tenía dobladas, se enderezaron.

Se oyó ruido de metal roto al deshacerse el “buró”. Acabó su obra con las manos, haciendo un agujero lo bastante grande para poder meterse por él.

Descubrió que el lado movible del mueble daba a un pasadizo secreto ascendente, que en otros tiempos había formado parte del pozo de un montacargas pequeño.

Antes de meterse por él, Doc salió al cuarto y examinó los cuerpos yacentes de los dos asiáticos.

Descubrió, como había esperado, que los dos hombres se hallaban sin conocimiento como consecuencia de haber respirado el gas, y que permanecerían así bastante tiempo.

Se metió por el pasadizo. Agarró los travesaños de una escalera de mano y subió por ella con la agilidad de un mono.

En el piso siguiente se encontró con que había sido cubierto el antiguo pozo con un techo. En la pared, a su lado, los dedos de Doc dieron con una puerta de madera.

Sus puños la golpearon, encontrándola tan fuerte como el “buró”. No cedió.

Pero sus golpes ocasionaron un tumulto al otro lado de la puerta. Se oyeron voces.

—Doc, ¿eres tú? —inquirió la voz de Long Tom.

—¡Por el toro sagrado! —se le oyó decir a Renny.

—Alejaos de esta puerta —ordenó Doc.

Dobló las piernas y se colocó con la espalda contra la pared del pozo, haciendo palanca. Al enderezarse las piernas la puerta se rompió estrepitosamente, y Doc entró en el cuarto como disparado por una catapulta.

El sol se había puesto ya. Broadway empezaba a iluminarse con otro sol de propia creación. Un billón de bombillas eléctricas suministraban luz al resto de la población.

Pero el cuarto en el que Doc había vuelto a reunirse con Long Tom y Renny se hallaba a obscuras. Hacía tiempo que les habían cortado los cables eléctricos por el exterior.

Renny bramó:

—El tipo ese que tiene un matorral en la cara nos gritó un poco antes de que llegaras tú. Dijo...

—¡Va a incendiar el edificio y dejarnos aquí para que nos abrasemos vivos! —le interrumpió Long Tom.

—Este edificio arderá como un depósito de gasolina, Doc.

Long Tom agregó:

—Hemos estado intentando echar abajo la puerta...

Renny se golpeó los enormes puños y gimió:

—Casi me los he desgastado por completo contra esa puerta, Doc. Casi se rompe; pero no del todo.

Era evidente que Renny consideraba que no sólo su vida, sino su fama, estaban en juego. Hacía tiempo que se jactaba —y con razón— de que era capaz de reventar con los puños cualquier puerta de madera.

—¡Huelo humo! —exclamó Long Tom.

Doc ya se había dado cuenta de ello.

—El edificio ha sido incendiado —reconoció.

—¡Escuchad! —susurró Long Tom.

Llegó débilmente hasta ellos ruido de chisporroteo de fuego.

—¡Truenos, tenemos que salir de aquí! —exclamó Renny.

—En efecto —asintió Long Tom.

—Vamos, Renny —dijo Doc—. Probaremos la puerta.

Bajo el asalto combinado de Doc y Renny, la puerta se estremeció, chirrió y acabó por hundirse. Entró una nube de humo en el cuarto al salir los tres hombres. Había un poquito más de luz en el pasillo a pesar del humo.

—Seguidme —ordenó Doc, corriendo hacia la escalera.

Renny bramó:

—¡Por el toro sagrado! ¡Te equivocas de dirección!

Doc, subiendo los escalones de tres en tres, no se paró a dar explicaciones.

Desapareció entre el humo y la obscuridad del piso superior y subió el siguiente tramo de escalera. Sus pies corrían, y sus ojos dorados, siempre alerta, habían visto algo que se les había pasado por alto a sus ayudantes: a Boris Ramadanoff en el descansillo de arriba.

El hombre de bronce fue acortando la distancia que le separaba del asesino.

Al llegar a la parte superior del tramo que conducía al tejado, Doc se hallaba casi pisándole los talones.

Ramadanoff salió al tejado y pudo cerrar la puerta tras él, de golpe.

Después de probar su fuerza en la puerta una vez, Doc no perdió más tiempo.

Desde el tejado, la voz de Boris gritó:

—¡Quédense ahí dentro y ardan!

Doc no le oyó. Había saltado al pasamanos, aterrizando en el piso de abajo.

Se encontró con sus ayudantes, que subían.

—¡Abajo! —ordenó—. Volved al cuarto de donde acabamos de salir.

—No podemos, Doc —contestó Renny.

—El incendio nos ha cortado ya el paso —agregó Long Tom.

Las llamas lamían la escalera a sus pies. Unos cuantos pisos más abajo, se oyó gran estrépito al hundirse algo.

—¡Abajo! —ordenó Doc.

Y dio el ejemplo.

Los dos hombres le siguieron sin protestar, protegiéndose los ojos con las manos y apagándose a manotazos las llamas que prendían en su ropa.

—Esta era nuestra única probabilidad de salvación —observó Doc, cuando llegaron al cuarto.

—¿Dónde estás, Doc? —inquirió Tom, a quien el humo apenas permitía abrir los ojos.

—¡Por aquí!

Siguieron su voz, metiéndose en el pozo, pasadizo por el que Doc entrara pocos minutos antes de ayudarles. Llovieron astillas sobre sus cabezas.

—¡El edificio se está hundiendo! —exclamó Renny.

Pero no era más que una parte del edificio, la techumbre del pasadizo. Doc la había arrancado.

—Seguidme hacia arriba —dijo—. No hay escalera. Tendremos que apoyarnos con hombros y pies en los lados del pozo e ir subiendo poco a poco. Sólo estamos a dos pisos del tejado.

—¿Está abierto este pozo por arriba? —inquirió Long Tom.

—Si no lo está, tendremos que abrirlo nosotros —contestó Doc.

—¿Qué vamos a hacer con salir al tejado? —inquirió Renny roncamente.

—Ahorra el aliento —le aconsejó Doc— y sube.

El pozo no estaba abierto por la parte de arriba. Mientras el fuego rugía tras ellos y el humo les rodeaba por completo, Doc pegó y empujó contra la techumbre del pozo.

Los músculos del hombre de bronce tenían más resistencia que las planchas de aquella madera. Sus prodigiosas manos practicaron un agujero lo bastante grande para dar paso a su cuerpo.

Del tejado llegó a sus oídos una especie de zumbido. Era el autogiro de Boris Ramadanoff. Había tardado unos minutos en quitarle la cubierta de seda impermeabilizada al aparato.

Pero las aspas del mismo habían empezado a girar ya y estaba tirando de él la catapulta para hacerlo despegar.

El autogiro se ladeó peligrosamente al salir de la catapulta; pero la hélice superior hizo que el aparato recobrara el equilibrio con gran alivio del ruso, que había creído que iba a estrellarse.

No tenía la menor idea de qué era lo que había hecho que le autogiro se ladeara.

Muchos de los curiosos que se habían apiñado en la calle para ver el fuego le hubieran podido decir el motivo. Muchos soltaron exclamaciones de estupor, al ver algo que les parecía increíble.

Vieron el autogiro alzarse del tejado, brillando, rojizo, en el resplandor de las llamas. Esto, en sí, ya era bastante emocionante.

¡El huir, por medio de un aeroplano, de un edificio en llamas!

Las exclamaciones de la multitud, sin embargo, no eran provocadas por este espectáculo tan sólo.

Lo que más emocionó fue el ver a la figura de un hombre colgar de la cola del aparato, haciendo que el autogiro se bamboleara en forma alarmante y que el hombre que de él colgaba parecía un péndulo.

El espectáculo fue visible un instante tan sólo. Luego autogiro y hombre quedaron envueltos en el humo.

Si los espectadores hubieran podido ver lo que ocurrió después, se hubieran emocionado más aún. Encaramándose con toda la agilidad que le permitía su desarrollada musculatura, Doc se subió al fuselaje y avanzó hacia la carlinga.

Boris Ramadanoff emitió un grito corto cuando, advertido por los vaivenes que daba el aparato, volvió la cabeza y vio aparecer al hombre de bronce.

La presencia de Doc en al autogiro, después de haberle sido cerrada una puerta de acero en las narices, olía a cosa sobrenatural momentáneamente, por lo menos para el ruso.

Como si le hubieran atacado todos los demonios del infierno, se alzó en la carlinga y se precipitó en el vacío por el lado opuesto a aquel por el que había aparecido Doc.

Llevaba paracaídas, sin embargo, y éste se abrió, amortiguando su caída.

Doc se metió en la carlinga y cogió los mandos. Se dirigió de nuevo al edificio en llamas.

La muchedumbre que se hallaba en la calle experimentó graves momentos de emoción. Vieron surgir nuevamente al autogiro del humo y posarse sobre el tejado.

La excitación del pueblo no era, ni con mucho, tan grande como lo fue la de Renny y la de Long Tom.

La muchedumbre gritó hasta enronquecer al volver a despegar el aparato.

La mayoría creía estar presenciando la salvación de unos hombres mediante un procedimiento moderno adoptado por el cuerpo de los bomberos.

Los demás opinaban, y así lo decían, que se trataba de un sistema nuevo de publicidad.