CAPÍTULO VII
DOC le dio al arranque eléctrico de su coche; pero el motor no se puso en marcha. Se apeó y lo examinó. Vio enseguida lo que le pasaba. Habían sido arrancados los alambres y hechas cisco las bujías.
Era evidente que Jans Berguan había machacado el motor con una llave inglesa antes de entrar en la casa.
Habían cesado los disparos ya en el interior; pero no tardaron en oírse fuera.
Empezaron a rebotar proyectiles sobre el coche. Se oyeron gritos roncos.
Doc Savage salió por el otro lado del coche como una centella y se perdió en la niebla. Las balas le persiguieron. Se agachó y cambió de dirección, desembocando, por fin, en la carretera real.
Pasó una camioneta en dirección a Nueva York, el hombre de bronce dio un salto prodigioso, agarrándose a la parte de atrás del vehículo. Se arrastró hasta la parte delantera.
Sus enemigos le habían visto. Le fueron dirigidos varios disparos de ametralladora, que pasaron de largo al doblar la camioneta una curva.
Doc llegó junto al conductor.
—¡Más aprisa! —ordenó.
El conductor le echó una mirada de sobresalto y metió el acelerador a fondo.
La camioneta alcanzó una velocidad de cincuenta y cinco millas, haciendo eses sobre la húmeda carretera. Recorrieron una milla o dos.
Cincuenta y cinco millas por hora no era lo bastante aprisa. A esa velocidad podrían ser alcanzados por Jans Berguan. Un coche tipo sedán venía detrás de la camioneta, yendo un poco más aprisa que ella.
No era Berguan. Se trataba de un simple motorista. Al torcer éste a la izquierda para adelantarse a la camioneta, oyó un fuerte golpe que le sobresaltó.
Su sobresalto aun fue mayor un momento después cuando se abrió la portezuela.
Doc Savage había abandonado la camioneta de un brinco, aterrizando sobre el sedán.
—Déjeme usted el volante —ordenó.
El conductor miró al gigante de bronce con ojos desorbitados y obedeció.
Doc se sentó al volante. El coche llegó a ochenta millas por hora... ochenta y cinco... noventa.
Habían salido de la niebla ya. Un coche les seguía. Doc le reconoció. Era el de Jans Berguan. El coche aquel se iba acercando rápidamente.
Doc no quería exponer a los peatones ni al dueño del coche al peligro de que les alcanzara alguna bala de ametralladora.
Le dijo al dueño del sedán:
—Voy a parar aquí y meterme en el metropolitano. Le dejo.
—Está bien, Doc Savage —contestó el otro.
Había reconocido al hombre de bronce. Se jactaría de aquella aventura mientras viviese. Igual haría el conductor de la camioneta.
Los frenos chirriaron, resbalaron los neumáticos y el sedán se aproximó al bordillo.
—Gracias —dijo Doc.
Y bajó corriendo la escalera del “metro”.
Un segundo después, el coche de Jans Berguan se detuvo junto a la acera.
Berguan se quedó en el automóvil; pero tres de sus hombres corrieron tras Doc.
Las puertas automáticas de un tren que se dirigía a Manhattan se estaban cerrando cuando el hombre de bronce entró en la estación. Un instante antes de que quedaran cerradas, la mano de Doc asió el borde y volvió a abrirlas a viva fuerza. Se metió en el coche y dejó que las puertas se cerraran tras él.
Las puertas de los coches del metropolitano de Nueva York están conectadas por un mecanismo de seguridad al interruptor manejado por el conductor.
Cuando Doc impidió que se cerrara una puerta impidió que arrancara el tren.
Esto dio tiempo a los hombres de Berguan a meterse por las ventanas de otro coche.
El tren se puso en marcha. Estaba lleno de gente. Había viajeros en los pasillos incluso.
La población cosmopolita de Nueva York tal vez sea menos observadora que los ciudadanos de ningún otro lugar de Norteamérica.
La gente llena las calles, los trenes metropolitanos y los rascacielos con cara sin expresión, ensimismada, pensando sólo en sus asuntos particulares.
Es muy probable que pese a su personalidad, Doc Savage hubiese pasado inadvertido de no haber sido porque su cabeza sobresalía por encima de la del viajero más alto.
Empezaba a oírse un rumor y la gente señalaba y exhalaba exclamaciones de asombro al reconocerle cuando, de pronto, se oyó un ruido horrendo y una sábana de luz verde azulada envolvió el tren.
Con ensordecedor chirrido de frenos, el tren se paró en seco, haciendo que cayeran al suelo muchos pasajeros.
Después del deslumbrador resplandor, reinó una obscuridad profunda.
Nubes de humo empezaron a entrar por las ventanillas rotas haciendo que los pasajeros, llenos de pánico, gritaran y lucharan, frenéticos, entre sí.
Un empleado de uniforme encendió una lámpara de bolsillo, y dijo, a vez en grito.
—¡No hay peligro! ¡No se alarmen! ¡No pasa nada!
El metropolitano de Nueva York es tan seguro como cualquier otro ferrocarril del mundo. Los pasajeros lo sabían.
Poco a poco fue desapareciendo el pánico a medida que las palabras del empleado fueron penetrando en la conciencia de los pasajeros.
Para una persona del coche, sin embargo, existía peligro. Aquél no había sido un cortocircuito corriente.
Había sido obra de uno de los hombres de Jans Berguan. Al detenerse el tren, Doc cayó al suelo como muchos otros pero no fue la sacudida del tren lo único que le hizo caer.
En la obscuridad, había recibido dos fuertes golpes en la cabeza con unas porras.
Antes de que se encendieran las luces, bajo cubierta de la confusión, los secuaces de Berguan pudieron sacar con relativa facilidad el cuerpo inanimado de Doc por la ventanilla y llevárselo túnel arriba. Maldijeron por lo pesado que resultaba y dieron muchos traspiés.
Llegaron a un punto en que brillaba una luz encarnada. Esta señalaba una salida excusada. Condujeron a Doc escalera arriba con trabajo.
Al salir a la calle con el cuerpo de Doc, que seguía sin conocimiento, tropezaron de manos a boca con un guardia.
Uno de los hombres masculló una maldición y se llevó la mano al bolsillo.
Antes de que pudiera sacar la pistola, su compañero, que era más ingenioso, le apartó la mano de un empujón y exclamó:
—¡Un accidente en el “metro”!... ¡El tren está parado!... ¡A este hombre que sacamos le ha dejado sin conocimiento el gas! ¡Hay muchos más allí abajo en el mismo estado! ¡Es terrible! ¡Más vale que dé usted cuenta de lo ocurrido!
Engañado, dándose cuenta de la importancia que le daba el ser el primero en notificar un accidente que ocuparía la primera plana de los periódicos, el policía corrió a telefonear.
Los secuaces de Berguan corrieron a un taxi y metieron a Doc dentro.
Uno de ellos le dijo al conductor:
—¡Al hospital más cercano!
Lo dijo en voz muy alta, para que lo oyera la gente que empezaba a congregarse.
No fue en el cuarto de un hospital donde Doc abrió los ojos. Yacía de bruces sobre un suelo de ladrillo, con las muñecas esposadas a la espalda.
Se movió de lado, logró doblar las piernas y se puso en pie. Entraba un poco de luz por un enrejado, alumbrando débilmente el cuarto vacío, de paredes de ladrillo.
Estaba húmedo y olía a enmohecido. La única salida era una puerta de acero, fuertemente cerrada.
Cargó contra ella, para probarla. El choque de su hombro hizo que se estremeciera. Con tiempo, tal vez lograra derribarla.
De pronto oyó voces fuera y se paró a escuchar. No lograba distinguir las voces al principio.
Mientras éstas se iban acercando, Doc probó su fuerza en las esposas que le sujetaban. Más de una vez en su vida había logrado romperlas.
Probó una sola vez con todas sus fuerzas. Ello le bastó para que se diera cuenta de la verdad. Le habían sujetado con esposas de cromo templado, del tipo más moderno.
No hubieran bastado un martillo de herrería y un cortafrío para quitárselas.
Sólo hubiera podido conseguir eso un soplete.
Otra de las características de aquellas esposas era que se contraían cuando se ejercía presión contra ellas, apretando un borde común de sierra contra las muñecas. Le salía sangre de la piel donde habían mordido los dientes de acero.
Dobló los dedos hasta poder tocarse el puño de la chaqueta. Deshizo con ellos un hilo. De un bolsillo oculto en la manga, logró sacar un pequeño sobre de metal, tan flexible como el papel de estaño.
Abrió una extremidad del sobre con la uña y movió cuidadosamente las manos para derramar su contenido —unas gotas tan sólo— sobre los eslabones de las esposas.
Los hombres que hablaban fuera se habían aproximado ya lo bastante a la puerta para que Doc pudiera oír lo que decían. Reconoció una de las voces.
Era la de Jans Berguan. Este acababa de llegar al parecer.
Doc le oyó decir: —¿Le dejasteis la ropa puesta? ¡Imbéciles!
Una voz hosca contestó:
—Le registramos y le quitamos todo lo que llevaba.
—¡No le habréis quitado ni la mitad! Savage tiene un millar de bolsillos secretos. Podríais extraerle los dientes, afeitarle la cabeza, arrancarle las uñas y aun le quedarían encima productos químicos suficientes para volar un crucero.
El otro murmuró, nervioso:
—No me gusta... No me gusta andar con bromas con este hombre de bronce.
—Ya cobras tu parte por hacerlo.
—¿De qué me sirve cobrar mucho dinero si me muero antes de poder gastarlo?
Hubo un silencio pesado, opresivo.
Luego preguntó Berguan:
—¿Ha recobrado el conocimiento?
—Asómate y míralo tú mismo —exclamó el otro—. Yo no tengo ganas de mirarle. Es como una serpiente venenosa para mí.
Se oyó un ruido metálico al abrir Berguan una ventanilla pequeña y atisbar por ella.
Vio a Doc boca arriba, fingiendo estar sin conocimiento.
—Sigue sin sentido —dijo el jefe.
—No me extraña. Los dos le dimos un golpe capaz de romper uno de los cables del puente de Brooklyn.
Hubo otro silencio más ominoso que el anterior. Cuando Berguan volvió a hablar, lo hizo con voz ronca.
—Tenemos que matarle —dijo.
—Tal vez tengas razón —murmuró el otro—. Pero... ¿cómo lo harás? Si haces un disparo, se nos echará encima uno de esos bichos de mil patas.
—Se hace muy poco ruido cuando se le corta a uno el gaznate.
—¿Acercarse lo bastante a ese hombre para cortarle el cuello? ¡No seré yo quien lo haga!
—Está esposado.
—¿Y si se quitara las esposas?
—¿Cómo va a poder hacerlo?
—¿Cómo puede hacer muchas de las cosas que hace?
—Bueno; vamos a suponer que se escape de las esposas. No puede hacerlo; pero si lo hiciera... ¡fíjate en los cuchillos! No tendremos que acercarnos a él tanto como tú dices.
Berguan se apartó de puntillas. De debajo de unos cajones vacíos sacó dos enormes cuchillos, con mango de hierro. Las hojas tenían cerca de quince centímetros de anchura y un metro de longitud.
Llegaron a los oídos de Doc las palabras susurradas:
—Son machetes de cortar cañas de azúcar, ¿verdad?
—Eso son. Voy a cortarle la cabeza a Savage.
Se abrió la pesada puerta con muchos chirridos, y Jans Berguan, seguido de cerca por su compañero, cruzó los húmedos ladrillos en dirección al cuerpo tendido de Doc. Los asesinos llevaban alzados los machetes.
Una vez al alcance de Doc, se detuvieron.
—Si no le secciono la cabeza del primer tajo —dijo Berguan—, usa tu cuchillo para rematarle. Luego, sígueme fuera a toda prisa.
Al otro le empezaron a castañetear los dientes. Le tembló el enorme machete y tuvo que sujetarlo con las dos manos.
Berguan alzó aun más el suyo y descargó un golpe.
Este no bastó. Ni siquiera sirvió para empezar. Al acercarse la hoja, Doc, que había estado aguardando con todos los músculos en tensión, echó hacia delante cabeza y hombros.
Jans Berguan no tuvo tiempo de cambiar la dirección del tajo. La hoja del machete pasó rozando la cabeza y se clavó en el suelo.
Antes de que pudiera volverla a arrancar, antes de que su compañero pudiera usar su cuchillo, Doc les dio una sorpresa aun mayor aun.
Su brazo, libre de las esposas, dio un golpe hacia fuera y hacia abajo, arrancándole a Berguan de la mano el machete incrustado en el suelo.
Al mismo tiempo, extendió la otra mano y asió la empuñadura.
—¡No lleva esposas! —aulló el otro hombre, aterrado, descargando a su vez un golpe con el machete asido con las dos manos.
Doc paró el golpe con el arma que le había quitado a Berguan. Chocó acero contra acero y el cuchillo del contrincante de Doc describió un arco en el aire y fue a caer al suelo al otro lado del cuerpo.
—¡No lleva esposas! —exclamó Berguan.
Y el terror que le inspiraba el ver el hombre de bronce esgrimiendo aquel afilado machete le estiraba tanto la piel sobre los pómulos que éstos parecían a punto de perforarla.
La forma en que Doc se había escapado de las esposas era muy sencilla.
El líquido que contenía el sobre metálico era un ácido que disolvía el metal semejante al empleado en la fabricación de los eslabones de aquellas esposas.
Fuera del cuarto se oían voces excitadas y pasos que se aproximaban.
Doc corrió a la puerta agitando su terrible arma en las narices de los que se acercaban y poniendo un gesto terrible.
Doc no les atacó. Andaba en busca de algo más importante. Subió los peldaños de la escalera del sótano de cuatro en cuatro.
Desde arriba, tiró el pesado machete, porque prefería fiarse de sus propias armas científicas.
Cerrando la fuerte puerta del pasillo de arriba echándole el cerrojo para que no pudieran salir los que estaban en el sótano, salió en busca del jefe supremo de aquella cuadrilla, al que estaba seguro que podría encontrar en alguna parte de aquella casa, y a buscar también a Renny y a Long Tom, a quienes suponía prisioneros.
Esto último era lo que había hecho que Doc fuese al edificio. Porque los golpes que había recibido en el metropolitano no le habían dejado sin sentido.
Fingió perder el conocimiento, porque pensó que la mejor manera de dar con el paradero de sus ayudantes, si aun estaban vivos, era arreglárselas de forma que le llevaran a él donde los tuvieran encerrados.