CAPÍTULO IV

LA TRAMPA

EN aquellos momentos estaban a punto de ocurrirle a Doc Savage muchas cosas interesantes.

En el barrio de rascacielos del centro de Nueva York, un hombre tan delgado que a primera vista parecía estar andando de lado y que tenía una piel tan blanca que rivalizaba con la palidez que estaba muy poco es consonancia con la fragilidad de su aspecto.

El hombre en cuestión —Long Tom, o e comandante Tomás J. Roberts, mago de la electricidad— era otro de los ayudantes de Doc. La especialidad de Long Tom era la electricidad de la cual, como queda dicho, era un verdadero mago.

Parecía a punto de morirse; pero nunca engañaron más las apariencias que en su caso. Su pálida faz no denotaba mala salud.

Era uno de esos individuos que, por mucho que se expongan al sol, no se atezan nunca. Su cuerpo, de aspecto frágil, tenía una fuerza increíble.

Long Tom se metió en un edificio que tenía cerca de cien pisos. El piso ochenta y seis íntegro era el cuartel general de Doc Savage en Nueva York.

Long Tom pasó de largo por delante de una hilera de ascensores y se paró junto al ascensor particular de Doc Savage, sacando una llave del bolsillo.

Este ascensor había sido ideado por el propio Doc Savage. En él se podía subir a la velocidad de un rayo desde el vestíbulo hasta el piso ochenta y seis y bajar hasta los sótanos donde, en un garaje subterráneo, se encontraban los automóviles de Doc, todos ellos maravillosamente equipados.

Metiendo la extraña llave en un agujero, Long Tom abrió la puerta y entró en el ascensor.

Dio un brinco antes de hacerlo. Se vio un movimiento rápido y algo que parecía un ratón alargado se escurrió por entre sus pies y salió al vestíbulo.

El ayudante de Doc sacó la cabeza del ascensor para ver mejor. No vio más que otro movimiento muy rápido.

El bicho aquel, cosa rara, no parecía correr con pies. Tampoco se arrastraba como una serpiente. Más bien parecía avanzar por una serie de ondulaciones.

Como un rayo gris azulado llegó al lado de uno de los encargados de los ascensores y desapareció por la pierna de su uniforme.

El joven empezó a dar saltos como un loco. Long Tom le miró al principio, riendo. Pero, de pronto, dejó de reír y corrió hacia él. Había visto las facciones del empleado. Las tenía contraídas en mueca de horror.

Un grito agudo salió de sus labios. Se le doblaron las piernas. Cayó, agitando locamente los brazos.

Long Tom le cogió antes de que pegara contra el suelo y se inclinó sobre él, dando palmadas a lo largo del pantalón de joven para aplastar al animal responsable de su trágico estado.

—No se acerquen —avisó, al arrimarse un grupo de curiosos.

No les hicieron caso. Se quedaron mirando y haciendo preguntas tontas como siempre ocurre en semejantes casos.

—Llamen a un médico —aconsejó alguien.

—Aléjense —volvió a decir Long Tom con brusquedad—. Le mordió algo. Hay una serpiente venenosa o algo suelto por aquí. ¡Todos ustedes están en peligro!

Ni siquiera eso les conmovió. La gente se aproximó más, empujada por los curiosos que iban llegando. La curiosidad podía más que el temor.

Entonces ocurrió algo que sí les movió. Se dieron cuenta de que se acercaba un hombre. No habló ni empujó; pero su rostro tenía una expresión tal que, al mirarle, se apartaron, con respeto, para que pudiera pasar.

El hombre era un gigante. Sus facciones fuertes, curtidas por el sol de los trópicos y los fríos polares, parecían moldeadas en bronce. Medía un buen palmo más que el más alto de cuantos allí había.

Y, sin embargo, estaba tan bien proporcionado, que sólo se veía que era un gigante por el contraste con los demás.

Su cabello parecía hecho de bronce un poquito más oscuro que su piel. Los grandes músculos de su cuello, casi tan duros como el metal, resaltaban claramente.

Lo más singular del hombre de bronce eran sus ojos. Eran ojos extraños, hipnóticos, dominadores, como lagos de oro líquido agitados por una vida inquieta, como si minúsculos torbellinos mantuvieran continuamente en suspensión los copos de oro.

Durante un instante después de haber sido descubierto el gigante allí, reinó el silencio en el vestíbulo.

—¡Doc Savage! —dijo alguien.

Otros repitieron el nombre. El murmullo corrió de boca a boca:

—¡Doc Savage!

—¡Doc Savage!

Doc Savage se había inclinado sobre el empleado, que había perdido el conocimiento. Unos dedos muy fuertes que sin exageración podían retorcer una herradura remangaron el pantalón del hombre con cuidado y destreza.

En la pantorrilla se veía una doble hilera de agujeritos azules. No había inflamación alguna: nada más que la doble hilera de agujeros.

De pronto sonó en el vestíbulo un extraño sonido, una especie de trino musical que recorría la escala suave, fantásticamente, como si el sonido emanara del propio aire.

Sugería el sibilante murmullo de la brisa vespertina por entre frondas de palmeras o la llamada de algún pájaro de alas doradas de un cuento de “Las Mil y Una Noches”.

Era el propio Doc Savage quien emitía este ruido. Era cosa que hacía inconscientemente en momentos de gran tensión o de enorme sorpresa.

Habló a su ayudante Long Tom. La voz del hombre de bronce era profunda y agradablemente sonora.

Dijo, con impresionante sencillez: —Le llevaremos arriba.

Alzó al hombre sin dificultad. La muchedumbre les abrió paso hasta el ascensor.

Al llegar al piso ochenta y seis, Doc Savage y Long Tom entraron en el vestíbulo de su cuartel general. El cuarto, con sus grandes y cómodos sillones, alfombra oriental gruesa, mesa sólida incrustada de marfil, reflejaba el poder y la sólida dignidad de Doc Savage.

Doc examinó más de cerca de su paciente y le dio una inyección.

—¿Saldrá con bien de esto, Doc? —inquirió Long Tom.

—Sí —respondió el hombre de bronce.

Luego escuchó atentamente el relato de su ayudante acerca de lo que había sucedido.

—¿Reconociste lo que le atacó?

Long Tom movió negativamente la cabeza.

Sólo lo vi un instante. Parecía ondular por el suelo tan aprisa que sólo vi como un borrón. No volvió a verse después de atacar a este muchacho. Yo creo que la muchedumbre debió pisotearlo sin darse cuenta.

Doc señaló las hileras paralelas de laceraciones que tenía el empleado en la pantorrilla.

—Sólo una cosa puede haber dejado señales semejantes.

—¿Un ciempiés?

—Justo. A juzgar por el ángulo en que las patas anteriores se han clavado en la carne y el espacio que hay entre cada laceración y el efecto inmediato de las mordeduras, yo diría que se trata de un ciempiés gigante, de la especie indígena de Galápagos.

—¡Las Galápagos! ¡Allí es donde fueron Ham, Pat y Monk a buscar a Johnny!

—Llegaron a ellas —observó Doc—, y se metieron en un atolladero.

Long Tom se le quedó mirando.

—¿Cómo lo sabes?

—He recibido este mensaje por el receptor de onda corta hace unos minutos.

Le entregó una copia del mensaje de Monk y Ham que decía:

PRISIONEROS EN ISLA FANTÁSTICA DEL GRUPO DE GALÁPAGOS PUNTO PONTE CONTACTO CON BORIS RAMADANOFF, TREINTA Y TRES CALLE REDBEACH LONG ISLAND PUNTO PELIGRO GRAVE...

Long Tom emitió un silbido.

—¡Empiezo a comprender! Largo es el brazo que alcanza desde las Islas Galápagos hasta Nueva York. Ese ciempiés iba para ti, Doc. Fue introducido en tu ascensor para matarte.

—Tal vez; aun cuando la intención primera era dejarme sin conocimiento como primer paso para secuestrarme.

—¿Por qué crees eso?

—La mordedura de un ciempiés rara vez es mortal. Pero todos parecemos hallarnos bajo la amenaza de los ciempiés. Fíjate si no: Johnny fue apresado primero; ahora les ha tocado la vez a Ham, Monk y Pat. Y casi al mismo tiempo que recibamos su mensaje angustiado llega esta tarjeta de visita de Galápagos en forma de un ciempiés.

Long Tom guardó silencio un instante. Como resultado de su incesante lucha contra los criminales, Doc y sus ayudantes vivían en continuo peligro.

Pero, en aquel momento, no se hallaban investigando ningún asunto. Lo ocurrido últimamente había sido algo totalmente imprevisto.

—¿Qué sacas tú en limpio de todo esto, Doc? —inquirió Long Tom inquieto.

—Con franqueza, nada. Es un misterio completo.

—Deberíamos de poder hallar una pista en las señas que nos da el radiograma.

Doc movió la afirmativamente la cabeza:

—Me dirigía a la calle Redbeach cuando me encontré con todo ese jaleo abajo. Encárgate tú de que este joven sea trasladado a su domicilio. Luego coge un coche y ven a reunirte conmigo a estas señas.

Doc bajó en su ascensor particular al garaje subterráneo, cuya existencia era conocida de muy poca gente aparte de sus ayudantes.

De entre el número de vehículos especialmente construidos, Doc escogió un coupé le línea aerodinámica.

El coche era, en realidad, una fortaleza rodante, con cristal irrompible, carrocería brindada, guardabarros de acero cromado y neumáticos a prueba de bala, construidos de caucho celular.

Las puertas del garaje, accionadas por células fotoeléctricas, se abrieron al aproximarse el coche; luego se cerraron tras él cuando subió la rampa que conducía a la calle. Se dirigió al Puente de Queensboro y Long Island.

El potente motor hacía que avanzara a gran velocidad, pero silenciosamente.

Buscando el número treinta y tres de la calle Redbeach, Doc llegó a una llanura semidesierta de Long Island Sound. Se metió por una avenida.

Había mucha niebla. A través de ella apareció, de pronto, una casa antigua de ladrillo con porche medio hundido y tuberías de desagüe oxidadas.

Era evidente que aquello había sido en otros tiempos una hermosa finca; pero parecía haber estado desierta años enteros.

Dejó el coche debajo de un olmo de largas ramas que se arrastraban y goteaban humedad. Se apeó por el lado contrario y desapareció por un bosquecillo de húmedos fresnos.

No tenía por qué dudar de la autenticidad del radiograma que había recibido.

No esperaba jaleo. Pero tenía por costumbre no correr riesgos innecesarios.

Después de reconocer el terreno unos minutos, se acercó a una puerta lateral y llamó. Hubo silencio. Volvió a llamar. Nadie contestó.

Doc Savage, a fuerza de entrenarse durante muchos años, tenía un oído finísimo. Percibía sonidos que un ser humano corriente era incapaz de oír.

Dentro de aquella casa, que parecía desierta, oía movimientos rápidos y cautelosos.

Sus facciones permanecieron inescrutables. Se limitó a guardar junto a la puerta y, al cabo de un rato, se abrió. Un hombre de cabello rapado y aspecto extranjero apareció y le invitó a entrar.

—¿Usted es Doc Savage? —preguntó en mal inglés—. Le he estado esperando. Soy Boris Ramadanoff.

Doc entró; pero como desconfiaba, lo que ocurrió a continuación no fue una sorpresa para él. Con todos los sentidos alerta, oyó rechinar cuero contra el alfombrado suelo y percibió un levísimo movimiento detrás de una cortina.

El gigante de bronce se agazapó y giró sobre los talones al abalanzarse unos hombres sobre él por los cuatro costados.

Sus manos se extendieron y asieron con fuerza por el hombro a dos de sus atacantes. Los levantó a los dos en vilo, les pegó uno contra otro y los dejó caer.

Cayeron aturdidos y revueltos. Soltó un puñetazo a otros dos de sus atacantes.

Un solo golpe le bastó a cada uno. Rodó uno por el suelo gimiendo, con la cara deformada. El otro, sin conocimiento, cayó también y no se enteró hasta una hora más tarde, de que tenía la mandíbula rota.

Doc se echó a un lado al ver brillar un revólver en la mano del que había dicho ser Boris Ramadanoff.

Con un salto semejante al de un tigre de Bengala, cruzó la habitación. El hombre se estrelló contra el suelo y Doc se quedó con su revólver en la mano.

Era dueño absoluto de la situación. Había diez hombres en el cuarto.

La mayoría yacían sin conocimiento como resultado de los tratos que le había dado. Los demás estaban acobardados, sin atreverse a hacer nada ya.

Del exterior de la casa, procedente del camino, sonó una ametralladora.

Luego se oyó otro ruido terrible que Doc reconoció: el bramido de una de las super ametralladoras que usaban sus ayudantes.

Las super ametralladoras aquella era una invención de Doc. Parecía una pistola gigantesca y disparaba ráfagas de las llamadas “balas de misericordia”, proyectiles huecos rellenos de una droga que hacía perder instantáneamente, el conocimiento.

Doc tenía por norma no matar si le era humanamente posible evitarlo.

Tras los ecos de la super ametralladora, se oyó la voz de un hombre que gritaba apremiante: —¡Doc! ¡Doc!

El hombre de bronce reconoció la voz de Long Tom. Suponía lo ocurrido.

Long Tom, obedeciendo sus órdenes, había acudido al punto de cita, cayendo en una emboscada al apearse del coche. Con lo luchador que era, no hubiese pedido nunca auxilio a menos que su situación fuese desesperada.

La seguridad de sus hombres era una cosa que Doc ponía por encima de todo. Inmediatamente renunció a la ventaja adquirida sobre los hombres que había en el cuarto.

Giró sobre los talones, abrió la puerta y salió a la niebla, corriendo en ayuda de Long Tom.

Aun llevaba en la mano el revólver.

No llevaba ninguna arma de fuego suya. Era su opinión que el llevar semejante arma hacía que un hombre confiara demasiado en ella y perdiera su ingenio, cosa que le dejaba impotente en el caso en que se viera desprovisto de su arma acostumbrada. Por consiguiente, Doc confiaba exclusivamente en su fuerza y en su ingenio para salir de las situaciones desesperadas.

Donde no bastaba la fuerza, recurría a alguna estratagema química o mecánica que, por regla general, resultaba eficaz y dejaba aturdidos a sus contrincantes.

Doc no despreciaba la pistola, naturalmente, cuando el azar le colocaba una en la mano. La empleó ahora.

Al pasar por entre los fresnos se encontró con Long Tom, que oculto tras una pequeña roca se veía acorralado por el fuego cruzado de varios fusiles ametralladoras.

Al girar uno de ellos para dispararle una ráfaga a Long Tom, el revólver de Doc disparó. Aquel proyectil hirió la mano del emboscado, que lanzó un grito y dejó caer el arma al suelo. El segundo fusilero enfocó a Doc.

Pero el fusil ametralladora dejó de disparar antes de haberle alcanzado. Otra bala de Doc se encargó de ello. El hombre profirió una maldición, soltó el arma y se cogió la mano herida.

De detrás de la casa, oculta por la niebla, surgió el ruido de dos motores. Se oyó el chirrido de embragues y el sonido de los motores se perdió en la lejanía.

—Vigila a esta pareja —dijo Doc a su ayudante.

Corrió a la casa. Como temía, sus diez atacantes habían desaparecido.

Registró la casa: estaba vacía. Los hombres sanos habían metido a los otros en los coches y desaparecido.

Pero sí encontró una cosa: una nota escrita aprisa y corriendo y firmada “Boris Ramadanoff”. Decía:

La próxima vez será distinto.

Usaremos algo más que los puños.

Long Tom se acercó con los dos prisioneros.

—Quédate aquí a vigilar la casa —le ordenó Doc—. Acerca tu coche al edificio, para que podamos estar en contacto el uno con el otro por medio del aparato de onda corta. Voy a ver si sigo a esos coches.

Pero no llegó a hacerlo. El coupé del hombre de bronce, cada uno de los coches usados por sus ayudantes y su cuartel general del piso ochenta y seis del rascacielos también, tenían instalados aparatos trasmisores y receptores de onda corta.

Al subir Doc a su coche, dio a un interruptor escondido debajo del tablero.

Sonó una descarga de estática y luego la voz excitada del coronel Juan Renwick, famoso ingeniero y quinto ayudante de Doc.

Era evidente que Renny estaba hablando desde el piso.

Doc descolgó un micrófono de un gancho escondido.

—A la escucha —dijo.

—¡Más vale que vuelvas inmediatamente a casa! —bramó la voz de Renny—. ¡Valiente jaleo hay aquí!