CAPÍTULO VI

EL PAQUETE DE PLATINO

LO que hizo Doc al oírse aquella voz contrastó marcadamente con lo que había hecho el ruso. El hombre de bronce se quedó completamente inmóvil.

En el silencio que siguió, sonó su voz.

—Salga a tomar el té con nosotros —propuso.

Siguió otro momento de silencio a lo que tan tranquilamente había propuesto Doc. Luego se abrió la puerta de un cuarto ropero y salió un hombre con un fusil ametralladora.

Era el mismo hombre que había pasado por Boris Ramadanoff en la calle Redbeach.

Mientras apuntaba a Doc, el hombre daba órdenes con voz gutural. Entraron dos hombres procedentes de la habitación contigua armados de pistolas y otros dos con fusiles ametralladoras por la ventana que daba a la escalera de escape.

Las cinco armas apuntaron a Doc y a Ramadanoff.

La cara del hombre de pelo rapado estaba encendida de triunfo. Sus ojos azules miraban con malignidad al clavarse en Doc.

—Le prometí a usted —dijo—, que la próxima vez usaríamos algo más que los puños. Y le prometo ahora que a la menor señal de resistencia usted el plomo de cinco armas de fuego.

—Todo eso es muy interesante —repuso Doc, sin moverse—. ¿Qué desea usted de mí?

El otro frunció el entrecejo.

—Aquí, quien hará las preguntas seré yo. Si se figuraba usted que estábamos aquí para contestar a sus preguntas está equivocado. No se creía encontrarnos, ¿verdad?

Doc afirmó con la cabeza.

—Hicieron ustedes algo de ruido. Además, un olfato fino no podía dejar de percibir el olor de su cuerpo.

El otro soltó un rugido.

—¿Por qué no hizo algo si sabía que había caído en una trampa?

Doc empezó a estirar perezosamente los brazos.

—Tengo la intención de hacer algo —aseguró.

—¡Demonio! ¡Rats! ¡Las esposas! ¡Pónselas a este grande primero!

Un hombre delgado de ojuelos de rata, uno de los que llevaban pistola, sacó unas esposas del bolsillo y se aproximó a Doc.

Iba con cautela y en su moreno rostro se reflejaba la aprensión.

Doc, sentado en su silla, siguió estirándose hasta tener las manos extendidas en forma de cruz. El hombre de las esposas le miró con impotencia y algo de pánico al encontrarse tan cerca de aquellas manos musculosas.

—No te sientas gallina, Rats —rugió el jefe—. Podemos meterle plomo suficiente en el cuerpo para que se hunda en el suelo.

Y a Doc le ordenó:

—Junte las muñecas para que le pongan las esposas.

—Bueno y cuando lo haga, fíjese en lo que ocurre —dijo Doc.

Lentamente, como águila que pliega las alas, Doc juntó las manos delante de él. Todas las miradas estaban clavadas en sus brazos.

Eso era lo que había querido Doc. Todo aquello lo hacía con su cuenta y razón.

Mientras todos estaban pendientes del movimiento de sus brazos, la puntera de su zapato derecho estaba desalojando un paquete de metal de la doblez de la pernera izquierda de su pantalón.

Era un paquete calculado científicamente para resistir el máximo de presión interior, fabricado de una aleación más fuerte que ningún otro metal conocido.

En cuanto Doc logró desalojar el paquete de la doblez, lo alejó de su lado de un puntapié. El jefe, que se temía algo y estaba vigilando, vio el movimiento por el rabillo del ojo.

—¡Cuidado con sus pies! —rugió.

Era demasiado tarde ya para que se fijara nadie en nada. Se oyó una explosión aguda y un ruido semejante al del agua al caer sobre algo encendido.

Casi inmediatamente, el cuarto se llenó de un humo amarillento tan espeso que parecía negro.

Durante una fracción de segundo hubo silencio. Luego se armó un griterío infernal, se oyeron maldiciones, ruido de madera al astillarse y de cristal al romperse. Empezaron a disparar las pistolas y los fusiles ametralladores.

En el pánico que les había infundido la maniobra de Doc, los hombres corrieron de un lado para otro. Los fogonazos de sus armas pintaban con resplandores rojizos el espeso humo.

Doc Savage estaba a salvo. En el mismo instante en que sonara la explosión, había saltado hacia adelante de su silla, agachándose y teniendo un brazo hacia el lugar en que sabía que se hallaba Ramadanoff y el otro hacia el cuello del jefe.

El paquete había contenido una substancia química orgánica bajo presión, al reventar el paquete, la substancia se había convertido en gas.

La humedad de aire había producido la combustión parcial, generando instantáneamente el humo.

Entonces ocurrió lo inesperado. Boris Ramadanoff no se encontraba donde debiera haber estado y el jefe había cambiado de posición.

—Abrid las ventanas para que salga todo este humo —dijo el jefe—. Que nadie se mueva para que podamos oír a ese hombre de bronce.

Aquellos hombres sabían pensar aprisa. Habían escogido el único camino que pudiera resultar desastroso para Doc. Éste cambió de posición usando extraordinaria cautela. Ni su mirada era capaz de penetrar aquel humo.

Transcurrieron unos momentos en completo silencio. Luego, fuera, empezaron a sonar las sirenas de la policía. Los vecinos debían de haber oído los disparos y llamaron a Jefatura.

—¡La policía! —exclamó el jefe—. ¡Tenemos que largarnos!

Todos corrieron hacia la puerta. Doc se movió deprisa; pero acertó a rozarle a alguien. Se vio un fogonazo y sonó un tiro cerca de su oreja.

Extendió las manos, arrancándole al hombre la pistola y asiéndole por el cuello.

Sonaron más disparos en el cuarto, hechos a tontas y a loca.

—¡Fuera! —aulló el jefe—. ¡Viene la policía!

Luego todos salieron ruidosamente, cerrando la puerta tras sí. Se hicieron algunos disparos a través de ella, para desanimar a quien pudiera intentar perseguirles.

Con el hombre que había capturado metido debajo del brazo, Doc registró apresuradamente las habitaciones.

¡Boris Ramadanoff había desaparecido!

Doc Savage condujo a su prisionero hacia la escalera de escape y bajó precipitadamente. Su intención era vigilar la parte de atrás del edificio.

La policía se hallaba delante y se preocuparía de aquella puerta.

Viendo que desde el lugar en que tenía parado el automóvil podía vigilar el patio a que daba la puerta de atrás de la casa, llevó a su prisionero al coche.

Era mejor esconder al hombre para que no le viera la policía, evitándose así la necesidad de dar explicaciones y perder el tiempo.

Al aparato de radio aun estaba encendido en el automóvil. Se oían por el altavoz descargas estáticas y, mezcladas con ellas, una serie de palabras frenéticas.

Doc reconoció la voz. Era Long Tom, que estaría hablado seguramente por el trasmisor de su coche en la calle Redbeach.

La voz hablaba a borbotones, resultando casi ininteligible.

—Doc... ciempiés... matándome...

Las palabras cesaron de pronto.

Esto hizo que Doc cambiara de plan por completo. El peligro que pudiera correr Long Tom era más importante que el saber qué había sido de Boris Ramadanoff. Doc puso el motor en marcha y partió. El coche salió disparado como un cohete, con la sirena a toda marcha. El departamento de policía había autorizado a Doc para que usase sirena; pero éste no la usaba más que en momentos de verdadero apuro.

Por el camino, Doc llamó por radio intentando restablecer la comunicación con Long Tom; pero en vano.

Optó por llamar a Renny, que se hallaba en el cuartel general. Renny estaba escuchando, en espera de recibir instrucciones.

Doc dijo:

—Más vale que te acerques a la calle Noventa y Siete y permanezcas a la expectativa. Procurando no tener jaleo con la policía. Deja encendido el aparato en tu coche para que sigamos en contacto.

—De acuerdo, Doc.

El hombre de bronce volvió a colgar el micrófono y miró al cautivo. Era Rats Hanley, el individuo de ojos de rata que había ido a ponerle las esposas.

Doc le aplicó algo de presión y supo que el jefe de aquellos hombres se llamaba Jans Berguan y que obedecía órdenes de otra persona. Una vez sabido esto, Doc durmió a Rats oprimiéndole en un centro nervioso.

Más tarde, el hombre sería enviado a la “Universidad” que tenía el hombre de bronce en el Estado de Nueva York. Allí, mediante una operación quirúrgica, el hombre quedaría curado de sus tendencias criminales.

El coche de Doc cruzó el Puente de Queensboro sobre el Río Este y continuó a lo largo del Sound. Aun flotaba la niebla sobre la calle Redbeach cuando se metió por la avenida.

No se veía a Long Tom por parte alguna.

El hombre de bronce no perdió tiempo explorando el terreno. Estando amenazada la vida de su ayudante, hasta los segundos eran preciosos.

Saltó del coche y corrió a la casa. Probó la puerta. Estaba cerrada con llave.

Empleó el método favorito de Renny y uno de sus puños, impulsado por los prodigiosos músculos del brazo y del hombro, atravesó la puerta.

Asió la madera de los bordes tiró, astillándola. Echó media puerta abajo y pasó por ella.

Miró en torno suyo en la penumbra del interior. Sus pisadas repercutían con sonido hueco, en el cuarto. La casa parecía desierta. Sacó una lámpara de bolsillo y examinó el suelo y las paredes.

En un cuarto encontró señales de una lucha furiosa. Los muebles estaban tumbados. Había manchas encarnadas, húmedas aun, en la alfombra.

Las manchas encarnadas no eran lo más alarmante. Dispersado por el suelo se veían los cuerpos despachurrados de una docena de ciempiés. Las hirsutas patas de algunos de los fragmentos aun se movían.

Mientras Doc examinaba el cuarto, se oyó rechinar una tabla en el pasillo.

Doc dio media vuelta, agazapándose un poco y apagando la luz.

Se deslizó hacia la pared y aguardó. Creció en volumen el ruido en el pasillo. Se detuvo. Volvió a sonar. Doc pudo oír la cautelosa respiración de una persona.

El desconocido dio una zancada larga para cruzar la parte sin alfombra y pisar la alfombra del otro lado.

Logró poner los pies en ella, luego todo su cuerpo se alzó del suelo. Con los pies tan altos como la cabeza, cayó pesadamente de espaldas.

Doc había aprovechado la oportunidad para dar un fuerte tirón a la alfombra.

El dedo que el hombre tenía puesto en el gatillo de una pistola empezó a moverse espasmódicamente. Llovió yeso del cielo raso de la habitación y el ruido de las detonaciones pobló el cuarto.

De pronto cesó el ruido. Doc, dando un salto, había aterrizado en el centro de la habitación de un manotazo había desarmado al hombre y, de otro, le había dejado sin conocimiento.

Había luz suficiente para que pudiera vérsele las facciones.

Aquella era la primera vez que Doc veía a aquel hombre.

Pero un instante después se hallaba ante una cara que había visto en otras ocasiones. Era una de las pocas veces en su vida en que el enemigo había logrado pillarle por sorpresa.

Rechinó una tabla del suelo cerca de la puerta. Doc se vio apuntado por un fusil ametralladora. El hombre había podido acercarse sin ser visto ni oído gracias al ruido de los disparos.

El hombre que le amenazaba con la muerte era Jans Berguan.

—Sólo puede haber llegado usted aquí tan pronto de una manera —dijo Doc, tranquilamente.

—Sólo de una manera —asintió Berguan—. En el compartimiento de su coche destinado al equipaje.

—Es usted muy listo.

—Estaba usted muy ocupado. Eso me ayudó. Escondido en el coche, oí la llamada que recibió usted por radio.

—¿Cómo dejó a todos los demás en la calle Noventa y Siete?

—Bastante mal parados. Fue una linda treta esa del humo. La última que gastará usted si no me equivoco.

Doc se irguió.

—¡Alce bien las manos! —ordenó Berguan—. ¡Consérvelas bien separadas! ¡Separe bien los dedos incluso!

Doc obedeció.

—Y los pies... sepárelos bien.

Doc cumplió la orden.

—Así está mejor. Esta vez no pienso dejarme engañar.

Doc miró, sombrío, a su enemigo. Dijo lo que estaba pensando:

—Muy pocos hombres que hayan tenido un encuentro conmigo se han arriesgado a enfrentarse conmigo otra vez.

—Yo —se jactó Berguan—, soy un hombre muy osado.

—O temerario tal vez.

—El temerario es usted si cree poder con Jans Berguan. Tal vez lleve algo a prueba de bala debajo de la ropa. No confíe en ello. Las balas de mi ametralladora irán a parar todas a su cara.

Doc se encogió de hombros y preguntó:

—Ahora que tiene usted cogido al toro por los cuernos, ¿qué piensa hacer?

—Seguiré sujetándole por los cuernos hasta... hasta dentro de uno momentos. ¿Oye usted lo que yo digo?

Se oía un coche acercarse a la casa. El motor paró de pronto y sonó el golpe de portezuelas. Unas pisadas cruzaron el porche y entraron en la casa.

Berguan gritó: —¡Por aquí, muchachos!

Sonaron más cerca los pasos.

—Aquí dentro —ordenó Berguan—. Apuntadle por cuatro lados distintos. Si mueve un dedo seis milímetros, disparad... y procurad darle en la cara.

Cuatro hombres que parecían sombras en la penumbra entraron en el cuarto y se situaron a un metro de Doc, apuntándole con fusiles ametralladoras.

Berguan se inclinó, depositó su arma en suelo y se acercó a Doc con unas esposas en una mano y una pistola en la otra.

Dijo roncamente, para ocultar su nerviosismo:

—Ahora verá usted cómo tratamos al toro que hemos cogido por los cuernos.

Entonces ocurrió algo que a Berguan le dio la sorpresa más grande de su vida.

Doc Savage no movió los pies. No movió las manos. Ni siquiera movió los dedos. Pero, de pronto, sonó algo así como una explosión retardada.

Se vio una luz intensamente blanca al propio tiempo. Tenía cierto matiz azulado, algo así como el arco de una soldadura eléctrica. Producía la ceguera momentánea completa.

Doc había cerrado fuertemente los ojos, librándose así en gran parte de los efectos de aquella luz. Se agachó un instante antes de que empezase a sonar los disparos.

Jans Berguan empezó a bramar, ordenando a sus hombres que suspendieran aquel tiroteo suicida. Berguan era el más cerca andaba de comprender lo sucedido. Había visto el destello del reloj de pulsera de Doc un instante antes de que ocurriera aquello. Comprendía que el hombre de bronce había apelotonado sus músculos para reventar el reloj y dejar escapar su contenido.

Berguan, como es natural, nada sabía de la composición química del polvo que había dentro del reloj y que, al entrar en contacto con el aire, se había incendiado espontáneamente.

Tampoco sabía que, al arder, despedía unos rayos de efectos pasajeros terribles para el delicado mecanismo de la vista.

Mientras sus enemigos soltaban maldiciones, recobrando, poco a poco, la vista, Doc Savage salió corriendo al pasillo. Cerró la puerta de golpe tras sí, cruzó la casa y salió a la niebla que aun lo obscurecía todo.

Se dirigió al coche y llegó a tiempo para oír la voz frenética de Renny por el altavoz. No había forma de saber cuánto tiempo llevaba llamando.

—¡Doc! —decía—. ¡Llamada a Doc Savage! ¡Importante!

Doc cogió el micrófono y dijo: —Doc al habla.

—Doc; voy a coger mi coche y reunirme contigo. He averiguado una cosa. He averiguado una cosa... ¡Boris Ramadanoff! ¡Por el toro sagrado! ¡Él...

Sonó un golpe estrepitoso por el micrófono. Era como el que hubiesen producido dos automóviles al estrellarse uno contra otro yendo a toda velocidad.

—¡Renny! —exclamó Doc, alarmado—. ¿Te ocurre algo?

—Nada... Doc —sonó la voz de Renny, muy débilmente.

—¡Pronto! ¿Qué averiguaste?

Sonó una voz nueva por el micrófono, áspera, burlona.

—¡Lo mismo que averiguará usted, Savage... cuando ya sea demasiado tarde!