CAPÍTULO XVIII

LOS FABRICANTES DE MONTAÑAS

CUANDO Doc Savage se puso sobre la pista del conde y de Pat, su aguda mirada fue descubriendo los indicios más insignificantes: un poco de vidrio volcánico pisoteado, una hoja magullada, espinas caídas de alguno de los cactos que crecían en las grietas de la lava.

Ascendiendo en dirección a cráter, no tardó en encontrar señales indiscutibles de que el conde se había reunido con Boris y sus hombres.

La pista de los hermanos Ramadanoff conducía siempre arriba, en dirección al cráter del volcán.

La pista se hizo más reciente. Doc se hallaba ya en el cono de la montaña cuando el cráter vomitó lava con particular violencia. Bajando en gigantesca cascada de fuego por la izquierda del lugar en que se hallaba Doc, la roca líquida esparcía calor y luz.

Entonces vio Doc, por encima de él, a los que seguía. Una nube de humo amarillo los ocultó enseguida; Pero aquel instante había bastado.

El hombre de bronce abandonó el camino y subió por un atajo que le permitía interceptar a sus enemigos.

Era duro el camino por el antiguo depósito de lava. Engañaba mucho. Dos veces cedió el suelo bajo los pies de Doc y le precipitó en hendiduras de cerca de dos metros de profundidad.

El suelo se fue haciendo más caliente a medida que avanzaba. Los gases que se escapaban por las grietas dificultaban la respiración.

Al acercarse a los que perseguía, Doc, para no ser descubierto, se metió en una de las cuevas de humeante ceniza en los que se oía gotear piedra líquida.

Con los párpados entornados para evitar que se le abrasaban los ojos, empezó a subir por la ladera opuesta de aquella especie de pozo, maniobrando para poder salir a un punto por encima de sus enemigos.

Logró alcanzar el punto deseado, pero lo perdió todo en el momento que debía de haber sido el de su mayor triunfo.

El aire del agujero que había atravesado estaba impregnado de monóxido carbónico —gas incoloro e inodoro— cuya presencia sólo la descubría un hombre al perder las fuerzas.

A Doc no se le había ocultado la posibilidad de que se encontrase aquel gas en la atmósfera llena de humo. Al cruzar la escoria o espuma metálica de roca, no había respirado más de lo absolutamente necesario.

Pero aun aquel poco había sido demasiado. Las piernas se le pusieron pesadas como el plomo.

Recurrieron a toda su fuerza de reserva, llegó, tambaleándose, al borde del pozo y luego cayó rodando acompañado de una catarata de cenizas y agujas de roca.

Al caminar con los ojos momentáneamente cerrados por el escozor que le producían los gases del volcán sus vacilantes pasos le habían conducido a una superficie de cristal lleno de burbujas que se hundió bajo su peso, precipitándole por la empinada ladera casi encima de sus enemigos.

Estaba medio enterrado entre las cenizas que habían resbalado montaña abajo con él.

Antes de que pudiera librarse de ellas, el cañón del revólver de Boris Ramadanoff se le pegó en la nuca.

El conde se hallaba de pie ante Doc, la barbuda cabeza echada hacia atrás, riendo a carcajada limpia.

—Todo ha salido a pedir de boca —exclamó—. Mucho mejor de lo que hubiéramos podido proyectarlo nosotros. ¿No es cierto, hermano Boris?

El interpelado movió afirmativamente la cabeza.

Pat Savage, presa entre dos de los esclavos de collar de lagarto, miraba en silencio.

El conde la señaló con un dedo. A pesar de lo crítico del momento, Doc se dio cuenta de que no llevaba puesta la esmeralda.

—Tenemos a la muchacha —dijo el ruso, con aspereza—. Y le tenemos a usted. Y sus demás amigos están acorralados en la meseta.

—El torrente de lava no puede inundar la meseta de los pozos —contestó Doc.

Los ojos del conde brillaron.

—No ha tenido usted en consideración una cosa. Mi hermano Boris y yo estamos preparados desde hace tiempo para un caso como éste. ¿Ve usted el cráter del volcán?

Doc nada dijo. Nadie hubiera podido ver el cráter a través del humo.

—Está minado con cargas de nitroglicerina —gruñó el conde—. Por eso hemos escalado Boris y yo esta cima... para hacer estallar los cartuchos. Abriendo un nuevo agujero para el paso de la lava, la meseta de los pozos quedará inundada.

Doc movió negativamente la cabeza.

—No serían ustedes capaces de hacer estallar esos cartuchos.

—¿Por qué no?

—Es peligroso intentar cambiar la salida normal de la lava de un volcán.

—Si no fuera porque Boris va a apretar el gatillo del revólver que le tiene puesto a usted a la cabeza, nos vería usted atrevernos —dijo el conde, ominosamente.

Doc, haciendo caso omiso de la amenaza, dijo:

—Aun existe otro motivo para que no inunden la meseta. El Panal del Diablo, que tanto tiempo han buscado haciendo esas excavaciones... No creo que se resignen a verle sepultado bajo tierra y treinta metros de lava.

—¡Ah! —exclamó el conde, en tono amenazador—. ¡Conque ha deducido usted dónde se encuentra el Panal del Diablo!

—Puesto que el hombre de bronce sabe tanto —dijo Boris, burlón—, ¿por qué no decirle lo demás, hermano? Tal vez, en el mundo a que mi revólver va a mandarle se encontrará con el conde Ramadanoff verdadero, cuyo interés por ese fragmento de historia será enorme.

—De acuerdo, hermano Boris —contestó el otro. Fijó la mirada en Doc—. Sepa, pues, que yo no soy el verdadero conde Ramadanoff. El auténtico vino a esta isla para huir de los horrores de la revolución rusa. Su barco era ese que usted, Savage, tuvo la bondad de descubrirnos hoy.

Al huir de los revolucionarios, el conde trajo consigo a esta isla a un centenar, sólo mi hermano Boris y yo hemos quedado con vida.

—“La muerte del agujero, de pulgar” acabaría con todos los demás, seguramente —dijo Doc.

—Algunos de ellos murieron de eso —confesó el hombre—. Otros dejaron la vida en los pozos. Pero interrumpe usted mi relato. Entre las cosas que el conde trajo consigo se hallaba... el Panal del Diablo. Lo escondió con mucha astucia. Mi hermano Boris y yo fuimos torpes al matar al verdadero conde Ramadanoff. Murió antes de que hubiéramos podido arrancarle el secreto de su escondite. Sabíamos algunas cosas, sin embargo. Sabíamos que el Panal del Diablo estaba escondido en esa meseta rodeada ahora de fuego. Conque Boris y yo nos encargamos de hacer naufragar barcos para conseguir hombres que cavaran. Los pozos se hacían siguiendo un plan preconcebido. Era nuestra intención llenar de agujeros toda la meseta si era preciso.

Doc Savage interrumpió:

—¿Y el barco? ¿Cómo es que desconocía usted su paradero?

—Lo estrelló una ola gigantesca producida por el volcán al entrar en erupción. Y quedó cubierto por las cenizas volcánicas. Ni Boris ni yo sabíamos dónde estaba.

—Pero conocía la existencia de la brújula y sabía que era la clave del paradero del Panal del Diablo —dijo Doc.

Boris Ramadanoff experimentó un violento sobresalto y miró a su hermano.

—¿Encontraste la clave? —preguntó.

—No —respondió el hermano con toda serenidad—. ¡Savage miente! Intenta volverte contra mí para aprovechar las circunstancias.

—Conocía en qué consiste la clave —rugió Boris—. ¿Cómo sabe él que se trata de una brújula si no la vio en tus manos cuando la encontraste?

—¡Te digo que todo eso es mentira, hermano! —exclamó el otro, desesperado—. Aprieta el gatillo de una vez y mándale al otro mundo.

Boris le dirigió una mirada torva.

—Quiero saber algo más de esa brújula —contestó.

—¡Imbécil! —exclamó el conde.

A continuación se oyó un sonido semejante al chasquido de unos dedos.

Boris cayó al suelo y empezó a salirle sangre por un agujero que le había aparecido en la sien. “La muerte del agujero de pulgar” había reclamado otra víctima.

Como medida de seguridad, Doc Savage entró un acción inmediatamente.

Mientras el falso conde hablaba, había estado trabajando con rodillas y caderas en la escoria de origen volcánico que le envolvía y sujetaba en parte.

Había logrado aflojarla bastante.

De pronto dio un salto hacia delante. La escoria se retiró en oleada al sacudirse y quedar libre su cuerpo.

Sintió algo cerca de la sien. Era muy difícil definir exactamente de qué se trataba. Debía de haberle andado muy cerca, porque le ardía la sien.

Seguramente se trataría de “la muerte del agujero del pulgar”.

El falso conde perdió de pronto la serenidad. Saltó hacia atrás, dio media vuelta y echó a correr.

Doc Savage le gritó a Pat en lengua maya. La joven se retorció, dio un salto frenético. Sólo tenía atadas las manos.

Tan aturdidos estaban los que la custodiaban por lo que acababa de suceder, que logró desasirse.

Doc llegó a su lado, y juntos saltaron por uno de los agujeros de escorias.

Corrieron como locos. Doc ayudó a Pat.

Allá a la derecha, escondido por el humo, Doc Savage oía al conde ascender por las cenizas. A juzgar por el sonido, el pensamiento principal del hombre era alejarse de la vecindad lo más aprisa posible.

Había perdido final y definitivamente todo dominio sobre sí.