19

 

Los juegos de las mujeres

 

Después de pasar el resto de aquella tarde bochornosa supervisando la llegada de seis caballos purasangre, de Maryland, Harrison por fin volvió a su habitación para lavarse antes de cenar. Se metió en la fresca bañera, aún torturado por su encuentro con Juliette aquel día.

Dios, sí que la deseaba. Ella también quería y estaba ansiosa por tenerle, no le cabía ninguna duda. Besarla en el pasillo había sido un tremendo error y por supuesto el hecho mismo de besarla. Tenía que mantenerse alejado de ella. Sería el más tonto del mundo si se dejaba tentar por ella de nuevo. Y la verdad era que le había tentado aquella tarde. Y la noche anterior en el patio... cuando le había ofrecido consuelo y le había cogido la mano con tanta dulzura.

La noche anterior había sido un desastre.

El episodio histérico y suicida de Melissa le había aterrado. Annie no exageraba al decirle que su estado mental estaba empeorando. Antes de cenar, Melissa se había despertado por fin del estupor en el que había estado y había reconocido a Harrison por primera vez desde que había regresado a casa. Se puso contenta al verle, parecía hasta tranquila y calmada. Incluso su hermano le cantó una tonta canción que se había inventado para ella hacía años sobre navegar por encima de las olas y quedarse dormido.

No estaba preparado para la crisis nerviosa que tuvo una hora más tarde. Verla cubierta de su propia sangre y sollozando desesperadamente le partió el corazón. Luego, cuando se enteró de que Juliette y Jeffrey habían presenciado el sufrimiento de su hermana con sus propios ojos, lo lamentó. A lo largo de todos aquellos años, había llegado muy lejos para proteger a Melissa y mantener en privado su trastorno. Sintió que de algún modo la había defraudado al permitir que unos extraños la vieran cuando estaba más vulnerable.

Aun así había sido un alivio al final poder hablar con Juliette y Jeffrey sobre la situación de Melissa. Ambos habían sido muy amables y le habían ofrecido su apoyo. Les había impresionado lo sucedido, por supuesto, ¿y a quién no? Pero no parecían pensar nada malo de él por aquello.

Harrison sumergió la cabeza en el agua y se quedó así un rato, escuchando la calma amortiguada que tan solo le rodeaba cuando la sumergía totalmente. Cuando era niño solía hacerlo con frecuencia para bloquear los sonidos desagradables que le preocupaban. Contaba los segundos para ver cuánto tiempo podía contener la respiración y trataba de quedarse más rato en cada ocasión. Salió para coger aire, jadeó y llenó los pulmones. Se secó los ojos y se levantó de la bañera, con gotas de agua bajando por su cuerpo y mojando el suelo embaldosado.

Se envolvió en una gruesa toalla y se miró al espejo. Suspiró profundamente y dejó de estar absorto. Se vistió y bajó las escaleras para cenar con Juliette y Jeffrey, donde harían planes para su pequeña excursión a Long Branch al día siguiente.

Pero antes comprobaría cómo estaba Melissa. La había visto aquella mañana y estaba bastante calmada, actuaba como si no hubiera sucedido nada fuera de lo normal la noche anterior. Le desconcertaba realmente cómo cambiaba de humor de forma tan inconstante. Si cada vez se volvía más peligrosa para ella misma, y quizá para los demás, tal vez era mejor ingresarla en un manicomio. Aunque no soportaba la idea de verla en uno de aquellos sitios.

Cuando miró al jardín de invierno, se lo encontró vacío. Extrañado, miró en la habitación, y advirtió que habían cerrado con tablas las ventanas rotas hasta que el cristalero pudiera ir a sustituirlas. Se marchó, preguntándose dónde podrían estar Annie y Melissa.

Mientras caminaba por el pasillo, oyó unas carcajadas que venían del salón. Se detuvo, miró adentro y se sorprendió al ver a Melissa y Juliette sentadas en una mesa, jugando una animada partida de backgammon mientras Annie estaba sentada en un sofá que había al lado, cosiendo. Estupefacto, se quedó observando la escena durante unos instantes antes de que las mujeres advirtieran su presencia.

Melissa parecía más contenta y más viva de lo que la había visto últimamente. También se la veía guapa. Le habían lavado el pelo y se lo habían peinado con tirabuzones alrededor de la cara. Sus mejillas tenían algo de color, lo que acentuaba el alegre vestido rosa que lucía. Aparte de los vendajes que le envolvían las muñecas —al verlos se estremeció—, no había ninguna prueba de la histeria de la otra noche. La risa suave de su hermana le llenaba el corazón de esperanza.

Y Juliette, bueno, Juliette estaba impresionante. Con aquel pelo oscuro y sus ojos brillantes contrastaba notablemente con la belleza pálida de Melissa. Parecía estar tranquila y serena. Llevaba un vestido escotado, azul claro, que revelaba más de su seductora delantera de lo que él podía soportar antes de resultarle incómodo.

La vista de las dos mujeres le despertó una sensación extraña. ¿Cómo demonios habían terminado jugando juntas?

Finalmente Melissa miró en su dirección y le dedicó una brillante sonrisa.

—¡Oh, Harrison! Muchísimas gracias por traer a Juliette a visitarme. Nos lo estamos pasando muy bien juntas.

—De nada.

¿Qué otra cosa iba a decir? Estaba claro que no había llevado a Juliette para que la visitara. Miró a Annie en busca de respuestas ante aquel extraño panorama. Annie se limitó a encogerse de hombros, impotente, y continuó cosiendo.

—Hola, Harrison.

Volvió a centrar su atención en Juliette y le vinieron a la cabeza las vívidas imágenes de su beso apasionado en el pasillo. Deseaba poder pedirle disculpas. Deseaba que no les hubieran interrumpido. Deseaba haber hecho el amor con ella en aquel calor sofocante y luego haberse bañado juntos para refrescarse. Se le secó la boca.

—Buenas tardes, Juliette. Veo que has conocido a mi hermana —consiguió decir.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, Melissa y yo nos vimos esta mañana y nos presentamos. Me invitó a jugar al backgammon antes de cenar.

Por la extraña expresión que reflejaba su rostro, Harrison no sabía si Juliette estaba jugando aquella partida voluntariamente o porque Melissa la había presionado.

—Estamos a punto de terminar —dijo Melissa contenta—. Estoy ganando.

—Me temo que tiene razón —admitió Juliette—. No se me dan muy bien este tipo de juegos. Mis hermanas siempre jugaron más que yo.

Melissa hizo su último movimiento y chilló de alegría.

—¡He ganado!

Aplaudió y se levantó de la silla de un salto. Juliette sonrió indulgentemente y la felicitó.

La alegría infantil de Melissa resultaba un tanto desconcertante y de nuevo Harrison no supo qué esperar de ella.

—Annie, ¿no es hora de que se retire Melissa?

Durante un vertiginoso instante, Harrison temió que Melissa se pusiera a protestar. Una expresión de enfado cruzó su rostro, pero, de repente, desapareció.

—Me voy ya si Juliette vuelve a visitarme mañana.

Se quedó mirando a Juliette. Al parecer su hermana le había cogido una especial simpatía a Juliette.

Juliette asintió con la cabeza, aunque su sonrisa sin duda denotaba nerviosismo.

—Sí, claro. Quiero otra oportunidad. A ver si puedo ganar.

—Buenas noches.

Melissa siguió a Annie obedientemente y salió del salón.

Con los ojos aún en Juliette, Harrison se dio cuenta de que le temblaba la mano mientras retiraba las piezas del backgammon. Durante todo el viaje en la Pícara Marina nunca había visto que Juliette tuviera miedo. Sin embargo, ahora parecía no solo estar nerviosa, sino casi tener miedo.

—Lo siento —se disculpó por aquel inacabado y frustrado encuentro en el pasillo. Se disculpó por haberse aprovechado de ella. Se disculpó por su hermana. Y esperó que comprendiera que lo sentía todo.

—No... —tartamudeó Juliette con ansiedad—. Yo lo siento. Es que no..., nunca he tenido que... No estoy segura... de lo que hacer..., cómo actuar con ella. Tengo miedo de que al hacer o decir algo... le provoque...

Harrison se acercó a ella y la cogió de la mano.

—No tienes por qué darme explicaciones. Entiendo cómo te sientes y te agradezco que seas amable con ella.

—Es que parece que le caigo tan bien que no quiero desilusionarla.

—Por favor, no te preocupes tanto, Juliette. Sus estados tranquilos suelen durar al menos unas cuantas semanas.

Le cogió la mano y se la llevó a los labios para darle un beso.

Ella le miró y la expresión de su cara casi le hace ponerse de rodillas. Se habían ido el miedo y la preocupación para ser sustituidos por un deseo desenmascarado. La chica se puso de pie. Harrison, despacio, bajó su mano, todavía sujetándola, y la atrajo hacia él. ¡Por Dios santo, si la besaba ahora acabaría tomándola en la misma mesa de juegos! Sus labios temblaron y él se inclinó hacia ella.

—¡Oh, ahí están! —La señora O’Neil apareció en el salón—. La cena está lista, capitán Fleming.

—Gracias, señora O’Neil —dijo Harrison y se apartó inmediatamente de Juliette—. Ahora mismo vamos.

No se perdió la mirada reprobadora que le lanzó su ama de llaves antes de marcharse. Se volvió hacia Juliette, que sonreía con pesar.

—Ha llegado en el momento preciso —susurró.

Él se encogió de hombros y extendió el brazo hacia ella.

—¿Vamos a cenar?

Ella respiró hondo antes de aceptar su brazo y salir juntos de la habitación.

—¿Dónde está Jeffrey? —preguntó mientras estaban sentados en la mesa del comedor.

—Por lo visto, no ha vuelto todavía —respondió Harrison y le guiñó un ojo—. Me imagino que habrá encontrado algo que le ha mantenido ocupado toda la noche.

—Conociendo a Jeffrey, supongo que sé a qué te refieres —dijo Juliette poniendo en blanco sus ojos azules.

Harrison debía reconocer que estaba un poco celoso de aquella relación tan poco convencional que tenía con Jeffrey. Aquel hombre tenía demasiada confianza con ella, compartía cosas con la muchacha que se consideraban totalmente inapropiadas para revelar a una dama, y en secreto se sentía aliviado de que su amigo hubiera decidido quedarse más tiempo en el pueblo.

—Bueno, entonces estamos los dos solos esta noche.

Le dedicó una cálida sonrisa.

—No me importa.

—Ni a mí tampoco.

—Está encantador esta noche, capitán Fleming.

Contento porque estaba flirteando con él, le devolvió la sonrisa.

—Y usted está muy guapa, señorita Hamilton.

Se había convertido en una cena romántica, tan distinta a sus informales cenas en la cama de su camarote o en la galería con la tripulación. Bebieron champán y comieron una fuente de delicioso marisco.

Era la primera vez que estaban a solas durante tanto tiempo desde que habían abandonado la Pícara Marina. En breve cayeron en sus bromas habituales y con lo cómodos que estaban el uno con el otro, su animada conversación se vio salpicada de risas.

Hacia el final de un rico postre de pastel de chocolate, Harrison por fin sacó el tema que ambos habían estado evitando.

—¿Por qué huiste del barco aquella mañana? ¿Por qué no me esperaste?

Juliette hizo una mueca, estaba claro que le sentaba mal aquel tema.

—No estropeemos esta noche, Harrison.

—Después de saber el peligro que corrías al escaparte de Londres, ¿no has aprendido nada? Te aventuraste a ir sola en una ciudad desconocida. Te podría haber...

—Por favor, ahórrame la lista de todo lo que podía haberme pasado —le interrumpió, indignada, con los ojos brillantes—. Es evidente que estoy muy bien.

—¿Por qué huiste de mí?

—Ya sabes por qué.

—Contéstame —insistió.

—No me hagas decirlo, Harrison.

—Pues lo diré yo —amenazó—. Te fuiste porque...

—Me fui porque te sentías obligado a casarte conmigo para mitigar ese sentido del honor tuyo que no venía a cuento —le interrumpió en voz muy baja—. Como yo, no querías casarte de verdad. Por eso me marché.

La ferocidad de sus palabras le dejó por un momento desconcertado.

—¿Qué?

—Nunca aceptaría casarme contigo solo porque nos hemos acostado, Harrison.

—No seas tonta —se burló de su persistente orgullo—. Te pedí que te casaras conmigo porque era lo correcto.

Juliette puso los ojos en blanco.

—Es exactamente lo que estoy diciendo. Si me hubiera quedado, habrías insistido.

—Por supuesto. Es mi responsabilidad. Deberíamos casarnos.

—¿Solo porque nos hemos acostado?

—Por eso y porque no me gusta pensar en ti en la cama de otro.

Supo que aquellas palabras habían sido un error en cuanto salieron de su boca. Se la quedó mirando fijamente.

Juliette, que ahora estaba muy enfadada, se levantó de la mesa y se dirigió hacia la puerta.

—No entiendes nada.

Harrison se quedó solo en el comedor, atónito ante la reacción de Juliette. Estuvo a punto de ir detrás de ella, pero entonces se lo pensó mejor. Se sentía dolido y enfadado puesto que solo había intentado hacer lo correcto y ser honrado, así que cogió una botella de champán y salió al patio.

La noche había refrescado muy poco el ambiente. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre la barandilla de hierro forjado que bordeaba el patio. Se acercó a los escalones donde se había sentado con Jeffrey y Juliette la noche anterior, y tomó nota de que sería conveniente sacar algún mueble ahí fuera.

Ella tenía razón.

Nunca entendería a las mujeres. Y mucho menos a una mujer como Juliette. ¡Qué tentadora más preciosa, testaruda y terca era! Le dio un trago a la botella de champán y se secó la boca con la manga. Toda aquella situación no tenía ningún sentido.

—Parece ser que llego tarde a la cena.

Harrison se dio la vuelta para ver a Jeffrey Eddington en el umbral de la puerta. Le saludó.

—Acompáñame.

Jeffrey avanzó tambaleándose hacia el patio y se sentó en los escalones. Tenía una botella de algo en la mano.

—Bourbon.

Harrison le enseñó su botella.

—Champán.

Ambos se rieron y tomaron un trago de sus botellas.

—¿Dónde demonios has estado? —preguntó Harrison, al ver el estado de embriaguez de su amigo.

—Me topé con un viejo amigo e hice unos cuantos nuevos —contestó enigmáticamente, esbozando una sonrisa desenfadada.

—¿De negocios o por placer?

—Un poco de todo, en realidad. Ha sido un día muy productivo. Bueno, hasta hace unas horas. No sé cómo acabé en una fiesta que había en una casa junto al río...

Jeffrey sonrió de oreja a oreja.

—Me alegro de que te lo hayas pasado bien.

—Sí, pero no me lie con nadie. —Miró a Harrison con picardía—. Pero debo decir que tu nombre es muy conocido en ciertas fiestas.

Harrison sonrió y se encogió de hombros sin saber qué responder.

Jeffrey encendió un puro y preguntó:

—¿Dónde está Juliette?

Le ofreció un puro a Harrison. Él lo aceptó, encendió la punta e inhaló profundamente.

—Me imagino que estará en su habitación.

Jeffrey le lanzó una mirada inquisidora.

—Por cierto, ¿qué tal va?

—¿Qué tal va el qué? —preguntó Harrison, ignorando lo que era obvio.

El humo de los puros les envolvió.

—¿Cómo va entre tú y Juliette?

Si hubiera sabido en qué punto estaban Juliette y él, habría sido una pregunta fácil de responder, pero Harrison no tenía ni idea.

—¿Qué te hace pensar que hay algo entre nosotros dos?

—No estoy ciego —dijo Jeffrey con sarcasmo—. No puedes quitarle los ojos de encima.

—Tú eres el que ha visitado Nueva York con ella, el que la ha llevado a restaurantes y a dar paseos en carruaje por el parque. —Harrison quería haber sido el que le hubiera enseñado la ciudad a Juliette y le había dolido un poco saber que lo había hecho ya con Jeffrey. La idea de Jeffrey acompañándola le ponía nervioso—. ¿Qué pasa entre tú y Juliette? Contéstame a eso.

—¿Entre Juliette y yo? —Jeffrey soltó una carcajada y su sonrisa se hizo más amplia—. Tan solo somos buenos amigos. Bueno, muy buenos amigos.

Los ojos de Harrison se entrecerraron por aquella respuesta misteriosa.

—¿Y qué se supone que significa eso exactamente?

—Harrison, significa que ella y yo solo somos buenos amigos y nada más.

Jeffrey alzó las manos, haciéndose el inocente.

De todas formas, Harrison siguió insistiendo. Tenía que saber la respuesta porque ya llevaba tiempo atormentándole.

—¿La has besado?

—No del modo que tú piensas. No.

—Pero estás enamorado de ella, ¿no?

Su inusual amistad requería aquella pregunta y Harrison no pudo resistirse a hacerla. Tenía que saber la verdad, aunque no le gustase.

Jeffrey suspiró, cansado.

—No. Y doy gracias a Dios por ese pequeño favor. No creo que pudiera sobrevivir a estar enamorado de alguien como Juliette. Puede que hubiera una época en la que contemplé la idea de que Juliette y yo estuviéramos juntos, pero eso ya es agua pasada. Sí, la quiero mucho. Quiero a su familia. Pero ¿nosotros dos juntos? Nunca funcionaría. Me veo como su hermano mayor, puesto que no tiene ninguno. O como mucho podría llegar a ser un primo que le tiene mucho cariño. Alguien tiene que cuidarla.

Harrison se relajó en cierta manera al oír las palabras de Jeffrey. Si su amigo hubiera tenido serias intenciones con ella, habría complicado una situación ya complicada.

Jeffrey bebió de su botella antes de continuar:

—Ahora que hemos aclarado mi relación con Juliette, es justo que me expliques qué sucede entre vosotros dos.

Harrison notó que se le encogía el estómago.

—¿Que te explique qué?

—Ya he oído una versión de la historia. Como su protector más cercano, exijo oír la tuya.

Harrison permaneció en silencio y tomó un trago de su botella de champán.

—¡Ajá! —exclamó Jeffrey, triunfante—. Esa fue la misma reacción que obtuve de Juliette. La falta de respuesta por ambas partes confirma mis peores sospechas.

Harrison volvió a quedarse sin decir nada. Lo que había pasado entre Juliette y él mientras estaban a bordo de la Pícara Marina era un asunto privado. No compartiría esa información con nadie. Y, de verdad, ¿qué hacía Jeffrey preguntando cosas tan íntimas y haciendo insinuaciones? Mancillaba la belleza de lo que Juliette y él habían tenido.

—Tienes que portarte bien con ella, Harrison —dijo Jeffrey con voz autoritaria—. Debes casarte con ella.

—¿Crees que no lo sé? Ya le he pedido que se case conmigo. —Hizo una pausa antes de añadir—: Pero me rechazó.

Jeffrey silbó bajito.

—Me lo contó, pero no quise creerla.

—¿Te lo contó?

La humillación de Harrison era total.

—Sí.

Harrison reflexionó sobre aquello unos instantes.

—¿Te contó por qué dijo que no?

Jeffrey se encogió de hombros.

—Tan solo dijo que no quería casarse.

—¿Y tú te lo crees?

Jeffrey le dio otro sorbo a su botella de bourbon.

—Bueno, tienes que creer lo que ella dice. Nunca la he visto mentir.

—No entiendo a esa mujer. —La frustración de Harrison se reflejó en su tono de voz—. Como hubiera hecho cualquier caballero respetable, le ofrecí matrimonio. ¡Pero dijo que no! ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más quiere?

—No quiere casarse porque no quiere que la controlen. Por eso se marchó de Londres.

Harrison frunció el entrecejo, desconcertado.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que no ha venido aquí para encontrarse con un amante, como tú pensabas. Tan solo quería escapar, levantar el vuelo, por así decirlo. Quería ver algo del mundo y vivir un poco sin que la sociedad la refrenara.

Aquello le sonaba un tanto familiar a Harrison. ¿Era lo que le había contado? Su cerebro empapado en champán trató de recordar las cosas que Juliette le había dicho en el barco. Algo sobre ser libre y correr aventuras. Todo aquel tiempo había sospechado que era una tapadera y que en realidad iba a estar con otro hombre.

—Me dijo lo mismo, pero no la creí —admitió Harrison a regañadientes.

—¿Por qué no?

—¡Porque no tenía ningún sentido! —gritó Harrison, frustrado.

—Estamos hablando de Juliette Hamilton. ¡Claro que tiene sentido!

—No. —Harrison negó con la cabeza, impaciente—. No. La he visto en su casa de Londres y la vida ideal que llevaba. Allí estaba a salvo, con una familia que la quiere. ¿Quería dejarlo todo por correr una aventura? ¿Por la libertad? ¿Y arriesgar su vida en el intento? Te digo que no tiene sentido.

Según Harrison, Juliette tenía todo lo que cualquiera querría en su vida. Había pasado toda su infancia preocupado por lo que ocurriría y había trabajado toda su vida para encontrar aquella sensación de seguridad y estabilidad.

—Podría haberse casado con cualquier noble rico que hubiera elegido y no haber tenido preocupaciones nunca más —añadió.

—Sí, podría haberlo hecho —admitió Jeffrey con seriedad—. Pero ¿te has dado cuenta de lo que acabas de hacer? Le has planificado la vida. Y eso es lo que hacía todo el mundo, yo incluido. Pero no es lo que ella quería.

—Entonces ¿qué es lo que quiere? —preguntó Harrison a través de la pesada niebla de su cabeza.

—Quiere vivir bajo sus condiciones, supongo. ¡Y que Dios la bendiga, de algún modo lo está consiguiendo!

La admiración que mostraba Jeffrey por ella se reflejaba sin duda en su voz.

—¿Qué vas a hacer, Jeffrey? —preguntó Harrison con desánimo—. ¿Vas a llevártela de vuelta a Londres?

Se frotó la sien con una mano.

—Sé que debería llevarla a casa, pero no puedo hacerle tal cosa. Por otro lado, tampoco puedo dejarla aquí sola, aunque necesito volver a Londres muy pronto.

Se quedaron sentados en silencio un rato, fumando sus puros. El acre y abundante humo flotaba por el tranquilo aire de la noche.

Al final, Jeffrey dijo:

—Sabes que tienes que convencerla para que se case contigo, ¿no? Es la única salida.

—¡Sí, maldición, ya lo sé! Huyó de mí en cuanto atracamos en Nueva York. Así que ¿en qué situación me coloca?

El miedo que sintió Harrison aquella mañana todavía le aceleraba el corazón. Si le hubiera pasado algo no se lo habría perdonado nunca. No obstante, seguía enfadado con ella por eso también.

Jeffrey se rio un poco.

—No conocía esa parte de la historia, pero no me sorprende.

—Sé que debería casarme con ella —dijo Harrison—. Es la única salida. Pero ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Engañarla para que acepte?

—Puede que tengamos que hacerlo para conseguirlo. —Con un brillo en los ojos, Jeffrey levantó su botella hacia la de Harrison—. Creo que tengo una idea.