14
Donde las dan, las toman
–¡Oh, Juliette, te queda estupendo! —Cristina dio una palmada con alegría mientras admiraba el elegante vestido de seda azul que llevaba Juliette—. ¿No le queda precioso, cariño?
Maxwell Dunbar asintió con la cabeza hacia su mujer, pero apenas miró en su dirección. Maxwell Dunbar, un hombre grande y fornido, mantuvo aquellos intensos ojos oscuros clavados en Juliette. Incómoda por la mirada fija del marido de su amiga, la muchacha continuó caminando con ellos hacia su comedor elaboradamente decorado.
—Muchísimas gracias por prestarme el vestido —dijo Juliette mientras tomaba asiento en la mesa puesta con tanto gusto.
—Eres más que bien recibida. Celebraremos una fiesta para presentarte a todos nuestros amigos.
—Oh, Christina, no es necesario, de verdad... —empezó a decir Juliette.
—Por supuesto que sí —insistió Christina—. Mi mejor amiga ha viajado desde Londres para visitarme. ¡Y eres la cuñada de un conde! Tengo que presumir de ti ante todos mis nuevos amigos.
—¡Y yo vestida con tu ropa!
Juliette se rio por lo absurdo que era todo. Christina se dio unas palmaditas en su barriga redondeada y sonrió.
—Bueno, ahora es evidente que no puedo ponerme mis vestidos, así que está bien que disfrutes de ellos.
—Ni siquiera deberías plantearte dar una fiesta en tus condiciones —protestó Juliette—. Ni una palabra más.
Maxwell metió baza con una sonrisa demasiado reluciente e impaciente:
—La señorita Hamilton tiene razón. Deberías estar descansando, Christina.
—Supongo que ambos estáis en lo cierto. Además, todos los que son alguien están fuera de la ciudad —admitió Christina con buen humor. Su pelo castaño claro se rizaba en tirabuzones alrededor de su rostro y sus ojos marrones brillaban—. Pero, puesto que tus baúles se perdieron mientras los descargaban del barco, me alegro de dejarte mis trajes todo el tiempo que los necesites.
Cuando llegó a la residencia de los Dunbar hacía tres días, Juliette le había confesado a Christina cómo había ido a Nueva York y cómo se había escabullido de la Pícara Marina en un carruaje alquilado. Dejar el barco aquella mañana había sido una decisión difícil. Juliette se arrepentía de haber dejado a Robbie y a los demás miembros de la tripulación de aquella manera tan repentina, pero sabía que tenía que escapar o de lo contrario hubiera terminado como la señora de Harrison Fleming. No había pensado en la reacción de Harrison tras su marcha. Tenía que aparcarlo en lo más profundo de su mente.
Su amiga, en cambio, comprendía que Juliette no podía contarle a todo el mundo que se había marchado de Londres sin el consentimiento de su familia o que se había colado en un clíper con un montón de marineros sin la compañía adecuada. Christina había hecho hincapié en no revelar esos detalles a nadie y mucho menos a su marido. A pesar de lo imprudente que era Juliette, la muchacha entendió lo necesario que era ocultar su escandaloso comportamiento. Así que le hicieron creer a Maxwell Dunbar que había viajado bajo la protección del capitán del barco, con las bendiciones y los buenos deseos de su familia. ¿Y no era toda una pena que los baúles llenos con sus ropas se hubieran perdido sin querer en el puerto? La historia de Juliette resultaba más aceptable de esa manera.
Mientras Christina parecía asombrada por el extravagante y poco ortodoxo modo de viaje, Juliette se había quedado igual de sorprendida al enterarse de que Christina esperaba un bebé. Si su amiga le hubiera mencionado aquel pequeño detalle en su última carta, Juliette se habría pensado dos veces invadir su casa de aquella forma tan inesperada. Y no solo le sorprendía su embarazo. Sabía que sus padres la habían casado enseguida con un americano rico, pero Juliette ignoraba que fuera tan acaudalado. Su espléndida y ornamentada mansión de la Quinta Avenida demostraba de un modo sorprendente su gran prosperidad.
Juliette tampoco estaba preparada para el marido de Christina. Tenía el pelo gris, ojos de avaro y un rostro adusto. Maxwell Dunbar era al menos veinte años mayor que su joven esposa. Y la descarada atención que le prestaba a Juliette hacía que se le pusieran los pelos de punta.
Aunque Christina no había dicho ni una palabra negativa sobre su nueva vida y parecía bastante satisfecha con su situación, a Juliette se le caía el alma a los pies al pensar que su amiga estaba casada con un hombre como ese y que ahora iba a tener un hijo suyo.
—Bueno, de nuevo te doy las gracias por ser tan generosa conmigo y por tenerme en tu casa —se limitó a decir.
—Nos alegramos de tenerte aquí —dijo Maxwell Dunbar—. Sobre todo ahora. Es maravilloso que Christina tenga compañía.
Christina le dedicó una amplia sonrisa a Juliette.
—Es cierto. No has podido llegar en el momento más adecuado. Todo el mundo se ha ido a pasar los meses de verano a Newport, Long Island o Nueva Jersey, pero ahora mismo no me siento cómoda para viajar y quiero estar cerca de mi médico. ¡Y ahora estás aquí para hacerme compañía!
Juliette asintió con una brillante sonrisa, pero en su interior el estómago se tensó con un horror familiar. Quería a Christina, por supuesto, y su amiga había sido muy amable y la había recibido muy bien al llegar por sorpresa, pero Juliette no había cruzado el océano para hacer compañía a una mujer que esperaba un bebé. ¡Si hubiera querido hacer eso, se habría quedado en casa con su hermana Colette, por Dios santo!
Había ido a América a tener aventuras y a explorar el país, para ver todo lo que había que ver. No había planeado pasar todo el tiempo en casa de Christina, aunque fuera muy bonita. Tan solo iba a ser un peldaño hacia más aventuras, aunque no había pensado todavía qué implicarían dichas aventuras.
Por lo visto siempre estaba escapando de los que querían recluirla.
—Cuéntanos más sobre la vida en el clíper —la animó Maxwell y sus despiadados ojos brillaron—. ¿Cómo transcurrió la travesía?
—Fue una aventura muy emocionante —logró decir Juliette.
Se apoderaron de ella unas repentinas e intensas ganas de estar con Harrison al acordarse de la Pícara Marina. Por un instante, apenas pudo respirar mientras pensaba en la sensación de sus fuertes brazos envolviéndola, sujetándola contra su pecho. A menudo, como en aquella ocasión, le venían a la mente pensamientos sobre Harrison, de forma inesperada, desde que le había dejado, y después se quedaba inquieta, llena de añoranza. Sin embargo, el segundo día en casa de los Dunbar, se sintió muy aliviada al descubrir que no iba a tener un bebé. Ahora no tenía nada que la atara a Harrison Fleming, salvo sus recuerdos privados de aquellas dos increíbles semanas en su barco. Una vez más, aquella extraña sensación de anhelo le recorrió el cuerpo y tuvo que hacer un gran esfuerzo para obligarse a continuar con su descripción.
—Navegar en un clíper es muy bonito, como volar sobre una nube, si es que puedes imaginar tal cosa.
Cuando terminaron una rica cena a base de codorniz asada, el mayordomo de los Dunbar, Ferris, entró en el comedor y se aclaró la garganta antes de decir:
—Señor Dunbar, hay un caballero en la puerta. Dice que es un amigo de la señorita Hamilton.
Juliette no pasó por alto la mirada penetrante que Ferris le lanzó. Sorprendida por la actitud insinuante del mayordomo, casi se sonrojó. Parecía como si tuviera una cantidad desorbitada de visitas masculinas. Pero entonces se le heló la sangre.
¡Cielo santo! ¡Harrison la había encontrado! Debía de estar allí para llevarla a casa. Rezó en silencio para que no montara una escena antes de llevarla a rastras de vuelta al barco. Al percatarse de que tanto Christina como Maxwell estaban esperando su respuesta, asintió con la cabeza por instinto.
—La única persona que conozco en Nueva York sería el capitán Fleming —explicó, vacilante.
Ferris la miró desde detrás de su larga nariz.
—No es el capitán Fleming. Este es un caballero inglés que dice ser Lord Eddington, de Londres.
—¡Jeffrey! —exclamó Juliette en voz alta mientras se ponía de pie de un salto.
Christina se rio tontamente ante la reacción de Juliette y volvió a centrar su atención en el mayordomo.
—Por supuesto, Ferris, por favor, haga entrar a Lord Eddington al salón principal, ya que es obvio que la señorita Hamilton lo conoce. Iremos en un momento.
Ferris asintió con la cabeza. Juliette apretó las manos una contra la otra, nerviosa. Con lo contenta que estaba de ver a Jeffrey, no necesitaba explicaciones de por qué había ido a Nueva York, pero aquel hecho le produjo cierto temor. Había ido a llevarla de vuelta a Londres. Inevitablemente también le describiría lo heridas y preocupadas que estaban sus hermanas. A Juliette se le cayó el alma a los pies. No tenía fuerzas para soportar la desaprobación y las recriminaciones que estaba segura de que vendrían de Jeffrey.
—¿Quién es ese señor, Juliette? —preguntó Christina con un tono cantarín, como si sospechara un romance—. ¿Es alguien que has conocido en tu viaje por el mar?
—No. Le conozco ya desde hace algún tiempo. Lord Eddington es un íntimo amigo de la familia.
—¿Sabías que había venido a Nueva York? —preguntó Christina.
—No, no tenía ni idea de que pretendía venir a Nueva York. —Juliette negó con la cabeza, impotente, con un nudo en el estómago—. Sospecho que está aquí para traer noticias de mi familia.
—Muy bien —dijo Maxwell, ansioso—, ¿podemos ya ir con Lord Eddington?
Sonrió al darse cuenta de que Maxwell estaba demasiado impresionado porque iba a conocer a un miembro de la aristocracia londinense. Jeffrey era el hijo ilegítimo de un poderoso duque que se sintió obligado a conferirle un título de cortesía a Jeffrey cuando cumplió los veintiún años. Pero no creyó que aquel fuera el mejor momento para explicárselo a Maxwell Dunbar.
Mientras el hombre acompañaba a las dos mujeres hasta el salón elegantemente amueblado, Juliette notó la mano de Maxwell Dunbar en la parte inferior de su espalda. Su columna se puso rígida al sentir el roce. Justo cuando llegaron a la entrada, la mano de Maxwell la apretó. Ella se dio la vuelta y le lanzó una mirada de desprecio. Él le dedicó una pícara sonrisa mientras Juliette contenía las ganas de abofetearle. Sabía que no podía quedarse mucho más tiempo en aquella casa si el marido de su amiga iba a seguir comportándose de aquella manera.
Jeffrey se levantó en cuanto entraron en la sala, como si fuera un invitado que pasara todos los días por casa de los Dunbar. Más guapo que nunca, rezumaba encanto y buen humor. La familiaridad de su presencia y el brillo comprensivo en su mirada casi hicieron que las lágrimas brotaran de los ojos de Juliette. Se relajó. Jeffrey no tenía intención de reprocharle nada. Al menos, no en aquel momento. Corrió hacia él y le echó los brazos al cuello.
—¡Jeffrey! ¡Qué maravillosa sorpresa verte aquí!
Su abrazo invocó una oleada de añoranza y tuvo que parpadear para reprimir las lágrimas.
—Me siento muy aliviado de encontrarte sana y salva —susurró antes de soltarla.
Juliette se volvió hacia Christina y Maxwell, y notó que las mejillas se le enrojecían un poco bajo su mirada. Con un sorprendente aplomo, les presentó a Jeffrey. Se saludaron afectuosamente y los Dunbar le invitaron a tomar el postre cuando Ferris apareció empujando un carrito repleto de pastas y tartas.
—¿Qué le trae a Nueva York, Lord Eddington? —preguntó Christina con educación, después de que todos hubieran tomado asiento.
Jeffrey miró un instante a Juliette antes de responder:
—Había un asunto muy importante que requería inmediatamente mi atención personal.
Maxwell los observó con detenimiento y preguntó:
—¿Cómo sabía que Juliette venía a visitarnos si apenas lo sabíamos nosotros?
Una vez más la mirada de Jeffrey se cruzó con la de ella.
—Poco después de que el barco de Juliette zarpara, recibí un aviso comunicándome que requerían mi presencia en Nueva York para supervisar un asunto urgente. Las hermanas de Juliette me facilitaron su dirección, señora Dunbar, y me pidieron que me dirigiera a ustedes para transmitirles sus buenos deseos y para asegurarme de que Juliette había llegado a Nueva York sana y salva.
Juliette soltó el aire que había estado conteniendo sin darse cuenta y le dio un bocado a la tarta de limón.
—Bueno, es un placer tenerle a usted y a Juliette aquí. —Ajena al silencio entre Juliette y Jeffrey, Christina continuó parloteando—. No he tenido visitas en casa desde que me casé. Mi madre se niega a hacer el viaje, aunque no la culpo a su edad, pero mi hermana podría encontrar los medios para venir a quedarse conmigo. Aunque esto me encanta, a veces echo de menos Inglaterra.
—Desde luego.
Jeffrey sonrió a Christina de manera encantadora.
—¿Cómo está mi hermana Colette? ¿Ya ha llegado el bebé? —preguntó Juliette.
—Como salí inmediatamente después de tu marcha, no he tenido modo de saberlo. Pero estoy seguro de que no dará a luz hasta dentro de un par de semanas.
—¿Cuánto tiempo tiene pensado quedarse en Nueva York, Lord Eddington? —preguntó Maxwell.
—Eso depende de varias cosas —contestó Jeffrey con otra mirada significativa a Juliette.
Christina preguntó alegremente:
—¿Dónde se aloja? ¿Con amigos o en un hotel?
—Da la casualidad de que me quedo en casa de un buen amigo mío. De hecho, vive en esta misma calle, un poco más abajo.
—¡Oh, qué cerca! —exclamó Christina, sorprendida—. Entonces, ¿le volveremos a ver?
—Sin duda... —Jeffrey hizo una pausa antes de volver a centrar su atención en Juliette—. Señor y señora Dunbar, ¿les molestaría si les pidiera quedarme un momento a solas con la señorita Hamilton? Me temo que debo discutir con ella un asunto personal, relacionado con sus hermanas.
—Oh, no se preocupe, por supuesto. —Christina se levantó despacio de la silla—. Maxwell y yo les dejaremos que hablen ustedes dos, ¿verdad, Maxwell?
Su marido se levantó.
—Desde luego.
Le lanzó a Juliette una mirada suspicaz antes de salir del salón, detrás de su mujer.
Cuando la puerta se cerró, Juliette y Jeffrey se limitaron a mirarse en silencio unos instantes.
—Por favor, no digas nada —murmuró al final Juliette.
—¿Que no diga nada? —repitió sin dar crédito—. Después de seguirte por medio mundo, ¿se supone que no debo decir nada?
Juliette susurró muy bajo:
—No.
Jeffrey sacudió la cabeza sin poder creérselo.
—¿Te imaginas lo herida y preocupada que estaba la gente que más te quiere en el mundo?
—Por favor, no me hagas esto, Jeffrey —le suplicó, incapaz de soportar la expresión de dolor en su cara ni la idea de cómo debían de sentirse sus hermanas.
—Solo tú, Juliette, podías darle la vuelta a la situación para hacer que lo importante fueran tus sentimientos —la reprendió—. ¿Se te ha ocurrido pensar en Colette? ¿En su delicado estado? ¿En tu pobre madre?
Juliette no pudo responder nada. Desde la noche en la que se había marchado de Devon House, había apartado aquellos pensamientos de su cabeza. Si hubiera considerado lo mal que se iba a quedar Colette tras su marcha, nunca habría tenido el valor de irse. Sí, quería a sus hermanas, y a pesar de todo también quería a su madre, pero ¿significaba eso que tenía que quedarse atada a ellas para el resto de su vida a expensas de su propia cordura y bienestar?
Si se hubiera quedado en Londres y hubiera hecho lo que la sociedad esperaba de ella, habría muerto de infelicidad. Si diligentemente se hubiera casado con uno de esos serios y correctos caballeros con los que su tío Randall la obligaba a estar y se hubiera asentado en una aburrida finca en el campo, en medio de la nada, para tener hijos, seguro que habría muerto de asfixia. O se habría vuelto más loca que una cabra.
¿Acaso era tan espantoso querer algo distinto, algo emocionante? ¿Era terriblemente egoísta y codiciosa por querer conseguirlo? ¿Era tan raro, extraño o fuera de lo común desear vivir una vida bajo sus propias condiciones? ¿Era posible que nadie entendiera su necesidad de una vida diferente?
Si un hombre hubiera hecho aquello, le habrían aplaudido por sus recursos e iniciativa, mientras que a ella la reprendían por haber herido los sentimientos de sus hermanas y ser imprudente. Juliette no entendía la gran discrepancia de opiniones y eso la enfadaba.
Alzó la vista de su asiento y se encontró a Jeffrey mirándola con gran intensidad. Se quedaron mirándose durante bastante rato. Al final él se movió para sentarse a su lado y la cogió de la mano.
—Lo siento, Juliette. He sido un idiota al pensar que no habías tenido en cuenta los sentimientos de tus hermanas y de tu madre antes de marcharte. Sé lo mucho que las quieres.
La chica seguía sin poder hablar.
Jeffrey continuó:
—Mi verdadera preocupación, y la suya, era tu seguridad. Lo que hiciste fue sumamente peligroso, Juliette. Podría haberte pasado cualquier cosa.
—Pero ya ves que no me ha pasado nada —no pudo evitar señalarlo.
—No te lleves a engaño. Has tenido muchísima suerte.
—Sí —asintió, despacio—. Me he dado cuenta.
—Podían haberte matado. —Hizo una pausa antes de añadir con un tono alarmante—: O algo peor.
—No hay necesidad de ponerse así —protestó—. Como puedes comprobar, estoy perfectamente bien.
—¿Por qué has arriesgado tu vida de ese modo?
Juliette suspiró con un hastío que no sentía desde que estaba en Londres.
—Porque, mi querido Jeffrey, eso es lo que hace que la vida merezca la pena. Creía que tú lo entenderías mejor que todos los demás, que entenderías por qué tenía que dejar todo aquello. —Hizo un gesto con la mano para indicar que se refería a su vida en Londres—. Y si hubiera pedido permiso, me lo hubieran denegado rotundamente y tú lo sabes.
Se mostró considerado ante su explicación.
—Entiendo a qué te refieres, pero no soporto que una hermosa mujer por la que me preocupo corra un peligro innecesario. Sería una pena perderte.
El brillo en sus ojos relajó el ambiente y Juliette le dedicó una sonrisa poco entusiasta. Si Jeffrey volvía a flirtear con ella, no podía estar disgustado o enfadado con ella.
—¿Por qué no me contaste lo que habías planeado hacer? —le preguntó en voz baja.
Podía notar en su voz lo dolido que estaba.
—Porque habrías intentado disuadirme. O peor aún, se lo habrías contado a Lucien o a Colette y no me habrían quitado los ojos de encima ni me habrían dejado salir sola de casa. Te habrías encargado de poner fin a mi plan y nunca habría conseguido marcharme.
No podía rebatir lo que acababa de afirmar. Así que le dedicó una amplia sonrisa, de un modo que solo Jeffrey podía hacerlo.
—Eso no es del todo verdad. Sabía que querías venir a Nueva York desde que te conocí. Podría haber intentado ayudarte. Podía al menos haberme asegurado de que te recibían en el barco de Harrison antes de que te colaras a bordo.
Juliette soltó una carcajada por su escandalosa afirmación.
—¡Menuda mentira! No habrías movido ni un dedo para echarme una mano. Tan solo lo dices porque ahora es demasiado tarde para poder hacerlo y ya no te necesito.
Él ignoró su cálculo tan acertado y cambió de táctica.
—¿Habría sido tan terrible si te hubieras quedado?
Un repentino nudo en la garganta de Juliette le impidió hablar. Si se hubiera quedado, se habría visto forzada a ir a otra temporada social en Londres, mientras un desfile de hombres aburridos y puritanos, que no tenían nada en común con ella, competían por su atención. Había experimentado diligentemente la temporada social del año anterior para asegurarse un marido adinerado que ayudara a su familia a salir de su grave situación financiera. Por suerte, Colette había conseguido con éxito aquella hazaña, mientras que Juliette solo se había ganado la reputación de ser una muchacha rebelde y escandalosa. Sin embargo, no podía volver a pasar por las falsas sutilezas de otra temporada. No podía soportar la hipocresía de fingir querer casarse cuando sabía que no podía ser la esposa adecuada de un caballero inglés sin hacer algo escandaloso o perder la cabeza de puro aburrimiento.
—Más de lo que puedas imaginar —respondió—. Y tú, Jeffrey, deberías saberlo mejor que nadie.
—Bueno, no puedo decir que acabe de comprenderlo, aunque debo admitir que admiro tu valor. Ninguna mujer que yo conozco habría hecho lo que tú has hecho. Pero, Juliette, no podemos permitir que vuelvas a correr este tipo de riesgos.
—¿Ah, no?
—No.
Se lo quedó mirando de arriba abajo. Con aquel pelo oscuro, los ojos de un color azul intenso y un rostro de belleza clásica, aquella sonrisa fácil y su encantadora forma de ser solo eran un añadido más a su increíble personalidad. Todos querían a Jeffrey, incluidas las innumerables mujeres que rivalizaban por sus atenciones y su cama. Juliette era consciente de que tenía una serie de hermosas amantes, pero nunca se lo recriminaba. Se habían hecho amigos del alma el año anterior desde el primer momento en que se conocieron en el baile de Lady Hayvenhurst. Había sido la primera incursión de Juliette en la temporada de Londres y había bailado con él. Jeffrey ostentaba una escandalosa reputación y a ella le había caído bien. Ambos habían pasado toda la noche riéndose y gastándose bromas el uno al otro mientras a escondidas se burlaban de la mayoría de los invitados. Adoraba a Jeffrey y sabía que en el fondo solo quería lo mejor para ella. ¿Acaso no había cruzado el océano para asegurarse de que estaba sana y salva?
Ella le apretó la mano.
—Eres un hombre maravilloso, Jeffrey.
—Casémonos, Juliette —dijo con una voz que casi temblaba, mirándola a los ojos—. Puedo cuidar bien de ti y darte la libertad que deseas.
Su primer impulso fue reírse por lo absurda que era su oferta, pero no se atrevería nunca a herirle de aquella manera. Jeffrey lo había dicho en serio. Podía ser displicente y despreocupado, pero en realidad era un auténtico caballero. Asombrada por su segunda proposición de matrimonio en tan solo unos días, le sonrió y volvió a apretarle la mano.
—Es una oferta muy tentadora y es todo un honor que me pidas ser tu esposa. Pero sabes tan bien como yo que lo nuestro nunca funcionaría. Te haría desgraciado.
—¿Por qué no iba a funcionar? Somos buenos amigos. Me resultas atractiva y sé que crees que soy bastante guapo con mi aire libertino.
Le guiñó el ojo y ella se rio.
—Ay, Jeffrey.
—¿Es porque soy el hijo bastardo de un duque?
—¡Por supuesto que no! No seas tonto.
—Pues casémonos. —Estaba junto a ella, pero aún la cogía de la mano. Le dedicó su sonrisa más encantadora—. Nos lo pasaríamos muy bien juntos. Tu familia ya me quiere y mi ilustre padre estaría contentísimo contigo. Podemos viajar por el mundo y celebrar fiestas escandalosas. Nunca caeríamos en una aburrida rutina. ¡Lo mucho que nos divertiríamos juntos, Juliette!
—Sí, nos lo pasaríamos muy bien. Pero yo no te quiero a ti ni tú a mí.
Le soltó la mano y permaneció en un extraño silencio tras oír sus palabras.
—Bueno, te quiero como amigo, pero no te quiero como debería quererte. Como una esposa debería amar a su marido... —titubeó Juliette—. Además, no quiero casarme.
Jeffrey le dio la espalda, de cara a aquellos ventanales que daban a la Quinta Avenida.
—Tan solo era una idea. Una sugerencia. Puede que tu huida dificulte que regreses a casa.
¡Cielo santo! ¡Estaba tratando de salvar su reputación! Juliette se levantó de su asiento y fue hacia él. Le colocó una dulce mano sobre el hombro.
—Gracias, Jeffrey, pero no quieres casarte conmigo de verdad. Cuando te cases, y lo harás, será con una mujer que te ame más que a su vida. Además, somos demasiado parecidos y traeríamos todo tipo de problemas y escándalos a nuestras pobres familias.
—Me temo que tienes razón. —Jeffrey se volvió para mirarla—. Pero ¿con qué tipo de hombre te casarás ahora?
—Ya te lo he dicho, no quiero casarme. ¿Crees que permitiría que un hombre me controlara?
Se rio y la sonrisa le llegó hasta el contorno de sus ojos azules.
—Oh, pero lo harás. Predigo que algún día te enamorarás, Juliette, y yo me reiré más que nadie cuando te vea obedecer al hombre que amas... y te doblegues ante su voluntad para complacerle. ¡Eso sí que valdrá la pena verlo!
Ella negó con la cabeza en señal de protesta.
—No me verás casada.
Le lanzó una mirada penetrante.
—Aún buscas a tu bandolero, ¿no?
La muchacha frunció el entrecejo, perpleja.
—¿De qué estás hablando?
—Recuerdo que una vez en la librería me dijiste que deseabas casarte con un hombre intrépido y peligroso. Alguien parecido a un pirata o a un bandolero.
—Nunca he dicho tal cosa. —Se calló—. ¿O sí?
—Pues sí. De hecho, dijiste que lo sabrías en cuanto lo vieras.
Apareció en su mente una imagen espontánea de Harrison Fleming al timón de la Pícara Marina, con su pelo rubio brillando bajo el sol y sus poderosos brazos moviendo aquel enorme timón. ¿Acaso un capitán de barco era como un pirata? Molesta de pronto por la broma de Jeffrey, cambió de tema.
—Qué raro que te acuerdes de eso. Bueno, ya vale de hablar de matrimonio.
Él suspiró, resignado.
—En serio, Juliette, ¿qué planes tienes? ¿Vas a quedarte en Nueva York?
—No estoy segura del todo.
—Tus hermanas quieren que te lleve de vuelta a casa lo antes posible.
—Ya lo sé —asintió sin ganas—, pero acabo de llegar. No puedo marcharme todavía. Necesito más tiempo para pensar.
—Bueno, yo tengo que volver en un futuro próximo. Tengo otras obligaciones en mi vida. Te doy una semana para que averigües qué es lo que quieres hacer. Me gustaría acompañarte a casa para que llegues bien. Mientras tanto, estaré en casa de Harrison Fleming. Está en esta misma calle...
—¿Te quedas en casa de Harrison?
No pudo controlar el tono agudo que adoptó su voz de repente.
—Sí.
—¿Harrison vive a tan solo unos bloques de aquí? ¿De casa de Christina?
Jeffrey enseguida le lanzó una mirada suspicaz.
—Sí.
Su corazón empezó a latir con fuerza, de manera irregular, e intentó ignorarlo.
—¿Está ahí ahora?
Jeffrey la miró con los ojos entrecerrados.
—Sí, estará ahí hasta mañana. Luego se va a Nueva Jersey, dondequiera que esté eso.
—Oh.
Juliette le dio la espalda. Harrison vivía en esa misma calle y aún no había ido a verla. Se sintió culpable por haberle dejado. Y de algún modo le sorprendía que no hubiera ido a buscarla. Había medio esperado que lo hiciera, pero por otro lado también estaba aliviada por que no lo hubiera hecho. Debía de estar muy enfadado con ella. Juliette no entendía por qué estaba molesta, pero había más cosas que no comprendía de sus sentimientos por Harrison.
—¿Juliette?
El tono de voz de Jeffrey hizo que se pusiera en alerta. Como temía darse la vuelta y que viera su expresión, se quedó quieta.
—¿Sí?
—¿Qué pasó entre tú y Harrison en el barco?
La chica no dijo nada.
—Juliette...
Era incapaz de describir lo que había sucedido entre Harrison y ella en la Pícara Marina porque no estaba del todo segura. No podía hablar. Jeffrey nunca lo entendería y lo más seguro era que se enfadara con su amigo por aprovecharse de ella, pero Harrison no se había aprovechado de ella en absoluto. A decir verdad, ella había sido la que le había seducido, pero Jeffrey no lo vería así.
Después de un largo e incómodo silencio, Jeffrey finalmente dijo:
—Al evitar la pregunta, dejas muy pocas dudas en mi mente sobre lo que pudo haber ocurrido entre los dos.
Juliette continuó callada y sus mejillas se sonrojaron.
—Y sigues en silencio, lo que confirma mis peores sospechas, Juliette.
Se dio la vuelta despacio, pero no dijo nada.
—Bueno, sin duda las hermanas Hamilton hacéis perder la cabeza a los hombres, ¿eh?
La miró con ironía. Juliette sabía que se refería al apasionado noviazgo de Colette con Lucien. Jeffrey y ella habían jugado un papel decisivo en unir a los dos tortolitos. Y Jeffrey había tenido conocimiento de una información muy personal. Aquel comentario socarrón le dio a entender que tenía idea de hasta dónde había avanzado su relación con Harrison.
—Bueno, ahora no me siento tan insultado por que hayas rechazado mi propuesta, pero tiene que portarse bien contigo —continuó—. Si no lo hace, por Dios, me encargaré de que...
—Le he rechazado.
La sorpresa quedó reflejada en su cara, parecía totalmente desconcertado.
—¿Por qué?
Juliette se quedó callada.
—¿Le quieres?
La pregunta de Jeffrey le provocó un nudo en el estómago, y el conflicto que se desató en ella la puso nerviosa.
—No es una cuestión de amor.
—¿Por qué no? Es un buen hombre.
—Sí, estoy de acuerdo contigo. Harrison es un hombre maravilloso, pero no quiero casarme —dijo por lo que le parecía que era la centésima vez aquella noche.
—Te hizo daño.
—No —protestó. Lo último que necesitaba era que Jeffrey se enfadara con Harrison por algo que no había hecho—. No hizo nada en absoluto que me hiciera daño. Fue sumamente afectuoso y amable conmigo...
Juliette se detuvo cuando la puerta del salón se abrió y Maxwell Dunbar entró, lo que señaló el final de su momento en privado. Los brillantes ojos de Maxwell se inmiscuyeron en la escena íntima de ella y Jeffrey.
—¿Le gustaría acompañarme a fumar un puro, Lord Eddington?
Jeffrey respondió con calma:
—Gracias por la invitación, señor Dunbar, pero me temo que no puedo aceptarla. Tengo que marcharme ya. —Se volvió hacia Juliette con una expresión compasiva—. Te vendré a visitar mañana. Tenemos mucho de que hablar. Tal vez podamos dar una vuelta por la ciudad.
—Sería fantástico —respondió la chica—, lo estoy deseando.
Jeffrey se despidió de todos y Juliette se retiró a su habitación, demasiado agotada emocionalmente para mantener una conversación agradable con los Dunbar.
Tenía la impresión de que no dormiría muy bien aquella noche.