16

 

En la costa

 

Harrison no había dormido en toda la noche. Al llegar a casa el día anterior, no esperaba encontrar a Melissa en tal estado. No había tenido uno de sus violentos episodios desde hacía algún tiempo y el más reciente le había asustado. Ni siquiera le había reconocido.

Temía que Melissa se quitara la vida como su padre. Harrison con los años se había dado cuenta de que George Fleming tenía un comportamiento y unos hábitos similares. Recordaba que el hombre que había sido la figura paterna en su vida había tenido muchos cambios de humor. Llegaba casi a desesperarse y desbordarse de ideas sobre cómo lograr vender más productos para la casa. Cargado de energía y repleto de actividad, se quedaba despierto toda la noche, planeando y pensando. A continuación se ponía de mal humor. Irritable y encerrado en sí mismo, se retiraba a su cama y no salía en días. Su madre le decía que George necesitaba descansar y estar tranquilo para que no hiciera ruido o no le molestaran porque estaba ocupado trabajando. Continuó sucediendo lo mismo hasta el día en que George Fleming se pegó un tiro.

Con los años, Harrison descubrió que Melissa vivía esos periodos de gran euforia y profunda desesperación, y se le partió el alma. Conforme se hacía mayor, los episodios se hacían cada vez más frecuentes y más terriblemente violentos. Una vez se encontró a Melissa amenazando a Isabella con un cuchillo. Los médicos que la habían visitado no sabían cuál era la causa ni daban ninguna explicación o una cura, excepto que Harrison intentara mantenerla lo más calmada posible.

Cuando Harrison aumentó su fortuna, fue capaz de proporcionarle mejores cuidados e ignoró el consejo de muchos doctores, que le recomendaban claramente que la metiera en un manicomio. En vez de hacerles caso, contrató a una mujer para que la vigilara y la cuidara. Annie Morgan había demostrado ser inestimable. El año anterior las había trasladado de su casa de Nueva York a la reciente construcción en un pueblecito de la costa de Jersey llamado Rumson. Cerca de la playa, pero en un bonito escenario rural, el cambio de ubicación había mejorado la constitución de Melissa y sus episodios casi habían cesado. Había montado a caballo, paseado por el río y, en general, había pasado más tiempo en el exterior, algo que le iba muy bien. El hecho de vivir en la Granja Fleming había resultado una sabia decisión.

Sin embargo, ahora parecía que sus problemas habían vuelto para vengarse y su violencia se había intensificado en los últimos meses. Las cartas que Annie le enviaba no habían sido exageradas.

En cuanto vio a Melissa, se puso enfermo. Su hermana siempre había sido guapa, tenía unos rasgos claros y delicados y el pelo rubio, pero ahora no era más que piel y huesos. Pálida y demacrada, le miraba fijamente con unos ojos vidriosos, sin vida.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó, sin dar crédito al cambio de aspecto de su hermana. Apenas la reconocía y lo que daba más miedo es que ella por lo visto no sabía quién era él.

—Hace ya una semana, después de su último ataque violento se ha negado a comer —explicó Annie—. Con suerte consigo que beba un poco de agua y le dé un mordisco a una tostada. El doctor del pueblo le dio láudano y eso la calmó un poco, pero mírela ahora. Se queda ahí sentada.

A Harrison le gustó Annie Morgan en cuanto la entrevistó para su trabajo. Tenía cuarenta y tantos años y había sido enfermera familiar durante dos décadas. Annie rezumaba tranquilidad y eficiencia y confiaba en su opinión completamente.

—Pues no le dé más —sugirió.

—No le he dado. Usamos el láudano cuando amenazó con tirarse por la ventana de su dormitorio —dijo Annie—. Por eso la tengo aquí abajo, en el jardín de invierno. No puede saltar desde la planta baja y creo que la luz le va bien.

—¿Cree que tendríamos que volver a llevarla al doctor Reynols a Nueva York?

Annie respondió con un sabio sentido práctico:

—No creo que sobreviviera al viaje. ¿Quiere que nos arriesguemos a que intente tirarse del tren?

—No, por supuesto que no. —Harrison extendió el brazo para acariciarle el pelo, que colgaba pálido y sin vida alrededor del rostro de su hermana—. Melissa —susurró—, soy yo. Harrison. He vuelto de Londres.

No se movió ni indicó de ningún modo que le oía. Tenía los ojos clavados en la nada, como si pudiera ver algo que él no percibía. Le dio un dulce beso en la mejilla.

—¡Melissa! —la llamó Annie con voz firme—. Háblale a tu hermano.

Harrison miró a Annie y negó con la cabeza.

—No.

Se sentía mal y lo último que necesitaba era que obligaran a Melissa a que le saludara. No cuando sus bonitos ojos de color jade solían iluminarse y salía corriendo y le abrazaba para recibirle.

Pero entonces, por un breve instante, los ojos de Melissa parecieron posarse sobre él. En aquel momento, al reconocerlo, vio a su hermana atrapada en el interior e igual de rápido volvió a desaparecer.

Se dio la vuelta, incapaz de soportar aquel vacío.

Annie le siguió desde el jardín de invierno y dejó que su ayudante le echara un ojo a Melissa.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—No lo sé. Parece que cada vez está más desanimada. Nada de lo que haga o diga puede sacarla de su estado. La he llevado al río para animarla, pero no ha mejorado. No le tienta ninguna de sus actividades habituales. Ni siquiera le atrae pintar.

La pintura había sido una magnífica vía de escape para Melissa. Había diseñado un estudio para ella en la Granja Fleming y su hermana pasaba muchos días creando escenas pastoriles. Se preguntó qué había provocado tal deterioro en su estado mental.

Harrison se había ido a la cama aquella noche, pero no había dormido porque pensaba que no había protegido bien a su hermana. A pesar de todo el dinero, de todos los médicos, de todos los cuidados especiales, parecía destinada al mismo camino trágico que su padre. No sabía qué hacer para evitarlo.

Había tenido más éxito con Isabella y Stuart. Stuart también era capitán de barco y muy bueno. Harrison lo había puesto al mando del comercio marítimo del sur de China. Su hermano se encontraría bien. Isabella, por su parte, estaba segura y felizmente casada en Boston con un hijo sano y otro en camino. Su marido, James Whitman, era un tipo decente y la cuidaría bien.

Melissa era otra historia. La había fallado y pesaría mucho sobre su conciencia. El fracaso de cualquier clase no le sentaba muy bien.

Además, tenía otro asunto que pesaba en su conciencia.

Juliette Hamilton.

Se había marchado de Nueva York de mala gana. Sabía que tenía que regresar para ver cómo estaba Melissa y el viaje a Jersey era inevitable, pero no quería abandonar la ciudad. Temía que cuando volviera allí, tal vez Juliette ya se hubiera marchado. Había luchado con los deseos contradictorios, se debatía entre si no debía volver a ver a la pequeña arpía o si tenía que rebajarse e ir a buscarla, para convencerla de que se casara con él.

Se recordó por milésima vez que le había rechazado, aunque sonara ridículo. A pesar de su naturaleza apasionada, ella había sido una inocente y el capitán sabía que tenía que hacer lo correcto. Por primera vez en toda su vida había hecho una propuesta de matrimonio a una mujer y ¿qué había hecho la tonta? Sin ni siquiera pedir permiso, había huido de él. Le dolía que le hubiera despreciado de una manera tan descarada.

Esperaba que la estancia en la Granja Fleming le proporcionara algún consuelo. Pero hasta ahora no había sido así. Al ver a Melissa se le había partido el corazón, mientras que pensar en Juliette le torturaba. Y así pasaba las noches en vela, muy preocupado, en su hermosa casa.

A la mañana siguiente, agotado pero aún incapaz de dormir, fue a hacer el inventario de los terrenos y se reunió con su administrador de fincas, Tim O’Neil. Juntos discutieron los planos para los nuevos establos, que ahora estaban completos, la llegada de los nuevos caballos de carreras que había comprado, y planificaron competir en Monmouth Park. Pasó el resto del día paseando a caballo por toda su propiedad y visitó un pueblo llamado Oceanic. Hacía unos años había visitado Long Branch y había parado por la zona de Rumson con un amigo. La belleza tranquila del campo y la exuberante vegetación del escenario, rodeado en tres lados por el río Shrewsbury y el Navesink, despertaron algo en él e inmediatamente compró la propiedad y empezó a construir una magnífica casa de tres plantas con las últimas y más modernas comodidades.

Antes de volver a la Granja Fleming, Harrison paseó por River Road, desde donde veía el río Navesink, y le compró a un pescador una platija y cangrejos frescos. Cuando llegó a casa, se pasó a ver a Annie y a Melissa, y puesto que no había habido cambios en el estado de su hermana, se retiró a su habitación para echar la siesta. Justo cuando se estaba quedando dormido, le despertó alguien que llamó a su puerta.

La señora O’Neil, su ama de llaves y esposa del administrador de la finca, le llamó:

—¿Capitán Fleming? ¿Capitán Fleming? Tiene visita.

A Harrison le costó mucho levantarse y se acercó como pudo a la puerta. El ama de llaves abrió los ojos de par en par al ver que llevaba el pecho descubierto. Él la ignoró.

—¿Qué pasa, señora O’Neil?

—Perdone, señor, no pretendía despertarle —susurró mientras intentaba apartar los ojos de su pecho—. Es solo que han venido a visitarle un refinado caballero y una elegante dama. Dicen que acaban de llegar en el Ave Marina y han venido hasta aquí en un carruaje alquilado. Ya he enviado a uno de los chicos al puerto para que vaya a recoger sus baúles.

Su cerebro adormecido trató de dar sentido a lo que su ama de llaves estaba diciendo. El Ave Marina era el barco de vapor que salía de Nueva York. Su corazón empezó a latir con fuerza.

—¿Quién ha dicho que está aquí?

—Un tal Lord Eddington y una señorita Hamilton, de Inglaterra. Les he llevado al salón principal, capitán Fleming. No me había informado de que esperaba compañía y me ha sorprendido un poco su llegada. Le he dicho a Lucy que prepare dos habitaciones de invitados para ellos. ¿Quiere que sirva esos cangrejos para cenar?

—Sí, sí, señora O’Neil. Muy bien. Por favor, dígales que ahora mismo bajo.

Tras cerrar la puerta de su dormitorio, se quedó inmóvil, aún no recuperado del inesperado giro de los acontecimientos. Juliette Hamilton estaba en su casa. Abajo. En aquel preciso instante. ¿Qué estaba haciendo allí? Estaba claro que Jeffrey la había llevado hasta allí, pero ¿por qué? ¿Iba a volver a Londres? ¿Estaba allí para despedirse? Pero ¿por qué iba a molestarse en despedirse a aquellas alturas?

De pronto entendió las palabras de la señora O’Neil con una seguridad espantosa al ocurrírsele que había mencionado las habitaciones de invitados. Claro, Jeffrey y Juliette tendrían que quedarse al menos una noche porque el siguiente ferry con destino a Nueva York no salía hasta el día siguiente. Iba a tener a Juliette bajo su techo. En una cama a tan solo unas puertas de él. «¡Dios santo!». Si pensaba que había tenido dificultades para dormir la noche anterior, estaba segurísimo de que no dormiría nada durante la noche que le esperaba.

Harrison caminó hacia el baño contiguo, la última innovación en la casa, se echó agua fría en la cara, se pasó el peine por su pelo rubio y se puso una camisa blanca limpia.

Cuando entró en el salón principal, apenas podía respirar y su corazón latía muy deprisa. De inmediato vio a Juliette sentada en el sofá a rayas verdes y doradas, con un aspecto calmado y sereno. Llevaba un bonito vestido de muselina, azul claro, que acentuaba el color de sus ojos. No la había visto ataviada tan a la moda desde que estaban en Londres y de repente añoró verla una vez más llevando tan solo una de sus camisas, remangada, y sus torneadas piernas a la vista. Pero fuese como fuese vestida, era preciosa. Su mera presencia le excitaba y el aroma familiar del perfume de jazmín que usaba le afectó más de lo que le hubiera gustado reconocer. Contuvo el deseo de ir hasta ella para cogerla en brazos.

Jeffrey estaba en silencio delante de uno de los ventanales, contemplando el verde césped de la parte delantera que crecía descontroladamente y el camino curvilíneo de grava para los carruajes que llevaba hasta la puerta principal.

Juliette debió de notar su presencia, pues de pronto levantó la vista. Sus ojos se encontraron y se quedaron mirándose sin decir palabra. Se le desgarraron las entrañas al verla. Sus ojos no le transmitían nada. No le daban ninguna pista de sus sentimientos por él, aunque buscaba, desesperado, alguna. No tenía ni idea de cuánto tiempo iban a estar mirándose de aquella manera, ni tampoco de quién rompería el silencio.

Dio la casualidad de que Jeffrey se dio la vuelta.

—¡Ah, Harrison, buenas tardes! —dijo de aquella manera tan desenvuelta que solo Jeffrey poseía. Le saludó como si su parada en la casa de Nueva Jersey que tenía Harrison, que estaba situada a cuatro horas en ferry desde Manhattan, fuera una cosa frecuente.

Harrison apartó la mirada de Juliette.

—Bienvenidos a la Granja Fleming —dijo en voz baja—. ¿A qué debo este inesperado placer?

Jeffrey se explicó con un encanto despreocupado.

—Juliette y yo pensamos que una excursión por la costa era lo más indicado mientras estuviéramos por aquí. ¿Y a quién mejor íbamos a visitar que a nuestro querido amigo?

—Ya veo —respondió Harrison y volvió a centrar su atención en Juliette—. ¿Ya te has aburrido de Nueva York?

Negó con la cabeza, pero no dijo nada.

—No diría que se trate de aburrimiento exactamente —continuó Jeffrey, ignorando la evidente incomodidad entre Harrison y Juliette—. Creo que descontento lo describiría con más precisión. Oímos que la costa de Jersey era muy bonita, así que decidimos venir a verla con nuestros propios ojos. Tu mayordomo fue tan amable de decirme cómo llegar hasta aquí. Y a juzgar por nuestro viaje en ferry, las opiniones que habíamos oído no eran exageradas. Esta zona es bastante bonita y tu casa es muy elegante, Harrison.

—Gracias —dijo él entre dientes—. Me alegro de que te guste.

No solía recibir visitas porque nunca sabía cómo iba a reaccionar Melissa. De vez en cuando invitaba a algún cliente a Manhattan, pero Juliette y Jeffrey eran los primeros que se alojaban en la Granja Fleming. Nervioso, se preguntó si Melissa, en su situación, se percataría de que tenían huéspedes y en tal caso, ¿le molestaría? Tendría que hablar con Annie para ver si podía mantener alejada a su hermana de los invitados.

La señora O’Neil entró en el salón y preguntó si Lord Eddington y la señorita Juliette querían lavarse después de su largo viaje para que ella les acompañara a sus habitaciones en la primera planta. Los baúles llegarían en breve. Cuando Jeffrey siguió a la señora O’Neil y salieron del salón, Juliette se quedó atrás.

—¿Harrison? —dijo.

—¿Sí?

La miró con expectación.

—No fue idea mía venir aquí, sino de Jeffrey. Él insistió.

—Pero has venido de todos modos.

La chica vaciló como si buscara las palabras adecuadas y frunció el entrecejo.

—Si te resulta incómodo... o violento... tenerme aquí, regresaré mañana a Nueva York.

—No pasa nada, Juliette. Tu presencia no me molesta lo más mínimo. Es una casa muy grande. Quédate el tiempo que quieras.

Harrison pronunció aquellas palabras con indiferencia, pero se preguntó si ella sabía que estaba mintiendo y que en realidad su presencia le afectaba muchísimo. En lo único que podía pensar era en que la quería. Quería extender el brazo y tocarla. Quería cogerla en brazos y besarla a conciencia, aunque aún estuviese enfadado por huir de él la mañana que atracaron.

Ella le miró y le hizo un gesto con la cabeza.

—Gracias.

Juliette salió de la habitación sin hacer ruido y Harrison se quedó solo.

Se hundió en un sofá de dos plazas con un fuerte suspiro y apoyó la cabeza en las manos. Deseaba con todas sus fuerzas estar navegando en la Pícara Marina, sin importarle nada. Nunca había estado libre de preocupaciones y, para variar, se preguntó qué se sentiría.

Pero en lo único que podía pensar era en Juliette.

Desde el primer instante en que vio a Juliette Hamilton supo que le traería problemas. Había subido a su barco sin ser invitada y solo le había traído problemas desde entonces. Ahora estaba en su casa, de nuevo sin ser invitada. Esta vez aseguraba que solo había ido a la Granja Fleming porque Jeffrey había insistido, ¿sería cierto?

Bueno, tendría que tener una pequeña charla con su amigo.