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Al pasar la barca, me dijo el barquero

 

Juliette apretó los dientes y reprimió las ganas de gritar. «Ese tirano egoísta y egocéntrico. ¡Cómo se atreve a tratarme así!». Tiró el cepillo de fregar al cubo de agua, arqueó la dolorida espalda y se frotó la nuca. No esperaba tener que fregar todo el Atlántico.

La estaba tratando como a un polizón.

Después de una noche de sueño intermitente en la cama del capitán Fleming, este la había despertado antes del alba para explicarle que tenía que empezar a ganarse su sustento. Le ordenó —sí, le ordenó a ella— subir a cubierta en menos de diez minutos o de lo contrario la arrastraría hasta allí él mismo. Con cara de sueño y nerviosa, todavía vestida con la misma ropa de hombre que llevaba la noche anterior, subió a la cubierta tambaleándose, adormilada y muerta de frío, mientras el pálido amanecer iluminaba los tablones. El capitán Fleming le dio un cubo de madera y un cepillo, y le dijo que se pusiera a limpiar de rodillas hasta que el desayuno estuviera preparado.

Y así lo hizo, sin rechistar, aunque tenía un par de palabras que decirle. Más tarde la acompañó de nuevo a su camarote para un desayuno rápido y enseguida la hizo ponerse a trabajar de nuevo. Parecía que llevaba horas fregando la cubierta de pino amarillo porque le dolía todo el cuerpo, desde la punta de sus arrugados dedos hasta las rodillas que le daban pinchazos.

Otros miembros de la tripulación estaban ocupados enrollando cuerdas, izando y bajando velas, puliendo los mecanismos de bronce o limpiando otras partes de la embarcación, y todo el rato cantaban extrañas canciones un tanto subidas de tono. Sin duda la evitaban y actuaban como si no trabajara con ellos. Tenía que admitir que el capitán Fleming llevaba un control estricto, porque el barco parecía bastante limpio, organizado y eficiente.

Suspiró y entrecerró los ojos para mirar las brillantes olas. Había oído que había gente que se mareaba en barco, pero a ella aquel vaivén no le molestaba lo más mínimo. Alzó la vista y vio las enormes velas blancas de la Pícara Marina que se hinchaban con gracia contra el cielo cerúleo. Tenía que reconocer que el barco del capitán Fleming era bonito, aunque ella de barcos sabía poco. De hecho, nunca había pisado uno antes en su vida.

Pero, por lo visto, ¡ahora tenía que limpiar uno entero!

La noche anterior, encantada por que no la hubieran llevado directa a casa, Juliette hubiera hecho cualquier cosa para quedarse a bordo. Sin embargo, desde el amanecer había empezado a replantearse la facilidad con la que había aceptado su situación. Aquel hombre estaba loco si pensaba que iba a limpiar su maldito barco durante todo el viaje.

Su alarde de dejar que el capitán Fleming abusara no había sido del todo mentira.

Por un breve instante pensó que habría preferido que la llevase a su cama en vez de desempeñar la tarea a la que había sido sometida hasta entonces. El capitán Fleming era un hombre atractivo y el hecho de que se hubiese aprovechado de ella le resultaba más emocionante que estar fregando la cubierta toda la mañana con agua salada y arenosa; al menos, según le había revelado su hermana Colette en lo que se refería al sexo. Su amigo Jeffrey Eddington también había aludido a los grandes placeres del acto en más de una ocasión, pero se negaba a compartir ningún detalle, a pesar de las zalamerías de Juliette. ¿Cómo iba a ser algo malo si la gente lo hacía todo el tiempo? Al menos su curiosidad sería por fin aplacada. No estaría nada mal.

¡Pero ahora no! ¡No se plantearía meterse en la cama del capitán Fleming! Ahora le tiraría por la borda alegremente y se alejaría con el barco sin remordimientos.

No se rendiría ni se entregaría a él. Aunque odiaba fregar la condenada cubierta, el triunfo que sentía por haberse salido con la suya compensaba las molestias. Iba a vivir aquella gran aventura y nada iba a impedírselo. La Pícara Marina estaba atravesando el océano Atlántico.

Así que fregaría su viejo barco mohoso y haría cualquier otra cosa que le pidiera.

—Perdone —dijo una voz vacilante—, pero le hace falta un sombrero, señorita.

Juliette alzó la vista y vio la cara de un joven. De inmediato se dio cuenta de que era el que había descubierto su escondite la noche anterior y frunció el entrecejo. Entonces su mano tocó la gorra tweed que llevaba en la cabeza, donde guardaba su gran cantidad de pelo negro. ¿A qué se refería?

—Ya llevo un gorro, gracias —dijo la chica, incapaz de evitar un deje de sarcasmo en su voz.

Él negó con la cabeza y mostró un sombrero de paja, de ala ancha.

—Esa gorrita no le hará nada contra el sol de mediodía. Necesitará más sombra alrededor de la cara para no quemarse viva. El capitán me ha enviado para darle esto.

«Ah, así que había sido el capitán que todavía daba órdenes, ¿no?». Aquella vez había enviado a un subordinado para hacer lo que se le antojaba. Juliette estudió al joven que estaba delante de ella. Notaba que poseía una amabilidad innata, algo que transmitía su expresión transparente.

—¿Cómo se llama?

—Robbie Deane.

—Yo soy Juliette Hamilton.

—Sí, señorita Hamilton, eso ya lo sé. Creo que debería tener en cuenta mi consejo. —Le ofreció el sombrero—. Aunque me imagino que no es algo que haga con facilidad.

—Eso es cierto. —Juliette sonrió con arrepentimiento. Se levantó, se quitó la gorra tweed de la cabeza y su largo cabello oscuro cayó en ondas pesadas alrededor de su rostro. Se lo volvió a recoger, aceptó el sombrero de paja, se lo colocó en la cabeza y lo sujetó con unas cuantas horquillas debajo del ala ancha. Tenía que admitir que ya sentía menos calor—. Bueno, por favor, dele las gracias al capitán de mi parte. Y gracias también a usted, señor Deane.

—De nada. Puede llamarme Robbie. —Le sonrió abiertamente y su cara aniñada se iluminó—. Todo el mundo me llama así.

—Entonces tú puedes llamarme Juliette. —Le dedicó una brillante sonrisa, pues sabía que ya tenía un aliado y un ferviente admirador. Era pelirrojo y tenía una cara dulce, cubierta de una generosa cantidad de pecas. ¡Nunca había visto tantas en un rostro!—. Tú fuiste el que me encontró ayer por la noche, ¿verdad?

—Sí, fui yo. —La observó con detenimiento—. Me dio usted un buen susto. No solemos tener polizones en la Pícara Marina.

—No me sorprende.

El muchacho le dedicó una tímida sonrisa.

—Pero incluso los pocos que hemos tenido nunca han sido chicas.

—¿Nunca? —preguntó con una inocencia fingida—. ¿Ni siquiera una sola vez?

—Ni una sola vez. —Robbie negó con la cabeza—. Es la primera chica polizón que he visto en mi vida. Y sobre todo el polizón más guapo que hemos tenido. ¡Desde luego, es la comidilla del barco!

—¿Ah, sí? —exclamó con una ligera risa. Aquella mañana había visto a algunos miembros de la tripulación mirándola disimuladamente una o dos veces, pero ninguno le había dirigido la palabra. El capitán debía de haberles dado órdenes de que no hablaran con ella—. Si no te importa contestarme, ¿qué es lo que dicen de mí, Robbie?

Para su sorpresa, el chico se ruborizó bajo sus pecas.

—No puedo repetir casi nada delante de usted, señorita.

Juliette le sonrió amablemente.

—No tienes que decirme nada que no quieras, Robbie.

—Bueno, nosotros, quiero decir, ellos se preguntan por qué una dama como usted se esconde en un barco.

—Estoy segura de que se preguntan por qué, pero tengo mis motivos. —Asintió con decisión—. Muy buenos motivos.

Robbie se detuvo unos instantes antes de espetar:

—Creemos..., creen que es porque está enamorada del capitán.

Juliette soltó una carcajada tan fuerte que atrajo la atención de algunos marineros que había en cubierta. La risa salió de ella con mucha facilidad, no pudo evitar que le hiciera gracia. Robbie se la quedó mirando, sorprendido, con aquellos ojos marrones llenos de confusión. Unas lágrimas cayeron por sus mejillas y se las secó con el dorso de la mano. Era muy divertido. Los hombres eran todos iguales.

Cuando por fin pudo recuperar el aliento, respondió:

—Déjame que te aclare a ti (y a ellos) que no estoy enamorada del capitán Fleming. Esa idea ni se me ha pasado por la cabeza.

—Ya veo —dijo Robbie, pero estaba claro que no pensaba lo que decía. Por su expresión parecía extrañado, tenía su joven frente arrugada.

—¿Qué más dicen sobre mí?

—Dicen que deberías volver al trabajo.

Sobresaltados, tanto Juliette como Robbie se volvieron hacia el capitán Fleming, que estaba ante ellos, claramente molesto.

Robbie se puso derecho y la dulce sonrisa desapareció de su rostro.

—Sí, capitán.

Huyó hacia la otra punta de la cubierta para dejar a Juliette a solas con Harrison. Con los brazos cruzados sobre el pecho, la joven suspiró.

—¿Y bien? —dijo el capitán.

Se miraron un momento más del necesario y Juliette notó que le daba un vuelco el corazón.

—¿Y bien, qué? —preguntó ella, mirándolo desde debajo del ala del sombrero de paja. Hoy parecía más apuesto. Con las facciones más duras. Su pelo resplandecía al sol como oro puro y casi la cegaba con su brillo—. ¿Se supone que tengo que decir algo así como «A la orden, mi capitán» y ponerme enseguida a fregar?

—Sí.

Se lo quedó mirando mientras intentaba decidir si lo decía en serio. Al decidir que no, permaneció de pie con los brazos cruzados.

—Ven conmigo —espetó.

Giró sobre sus talones y comenzó a caminar a grandes zancadas, esperando que ella lo siguiera. Juliette odiaba que le dieran órdenes. Pero tampoco era tonta. Si al seguirle dejaba de fregar la cubierta durante un rato, le seguiría hasta las entrañas de su barco infernal si él quería.

Al final, tan solo le siguió de vuelta a su camarote. En cuanto entró en sus dependencias, el hombre cerró la puerta detrás de ellos. Se quedaron en silencio, el uno frente al otro.

—Escúchame bien, Juliette, porque solo lo voy a decir una vez.

El tono de su voz hizo que el corazón le latiera más rápido de lo habitual, pero lo ignoró.

—Tienes toda mi atención.

Harrison la contempló, con escepticismo.

—Ni este barco ni mi tripulación están aquí para divertirte, Juliette. Me has causado muchísimas molestias, pero no voy a permitir que también les des problemas a mis hombres. Tienen mucho trabajo que hacer y no pueden entretenerse. Lo último que les hace falta es distraerse con alguien como tú.

Le irritó su actitud.

—¿Qué he hecho?

—No te hagas la inocente conmigo. Sabes muy bien el efecto que tienes sobre los hombres y deberías dejar en paz al pobre Robbie. Por la cara de ese chico, diría que ya está medio enamorado de ti.

Juliette se rio por su impertinencia.

—Perdona —se detuvo antes de añadir la siguiente palabra—, capitán... —Le dedicó una penetrante mirada—. Pero ¿no has sido tú el que le ha ordenado que me trajera este sombrero?

—Pues sí. Esa gorra tweed que llevabas no servía para protegerte del sol.

—Entonces no sé por qué me echas la culpa. Un joven está colado por mí. No puedes culparme por eso, ¿o sí?

—¡Pues sí, maldita sea!

Juliette retrocedió sin pensarlo. Los ojos del capitán Fleming se habían vuelto fríos, de un tono gris oscuro, como el color de un cielo que amenaza tormenta.

—Estás afectando al barco entero.

Juliette volvió a reírse por cómo estaba exagerando aquella situación.

—¿El barco entero? ¿Hace falta exagerar tanto, capitán Fleming? He hablado con un chico joven a petición tuya.

—Sí, pero le estás distrayendo de sus quehaceres. Este barco requiere la constante atención de mi tripulación. No puedes convertirte en un entretenimiento para ellos.

—No era esa mi intención. —Colocó las manos en sus caderas—. Tan solo estaba fregando la cubierta como me habías ordenado. Fuiste tú el que le dijo a Robbie que me trajera este sombrero. Solo estábamos manteniendo una conversación civilizada como la gente suele hacer cuando...

—Cállate.

Juliette estaba tan sorprendida por su orden que dejó de hablar a mitad de la frase. Él se acercó a ella, la chica perdió completamente la noción del tema del que estaban discutiendo y se quedó mirando fijamente al capitán Harrison Fleming.

Este se inclinó hacia ella y le quitó el sombrero de paja de la cabeza, lo que hizo que su largo cabello negro se soltara. De lo atónita que estaba, parecía que el corazón se le había parado y que no podía respirar. Cuando se percató de lo que el capitán estaba a punto de hacer, una oleada de excitación le recorrió el cuerpo entero. En un rápido movimiento, Harrison la llevó contra su pecho, bajó su boca hasta la de ella y la besó.

Juliette no podía respirar. No podía pensar. No se reía. No se resistía, ni tampoco podía. Los brazos de él la envolvían como un torno. Por primera vez en su vida le parecía que no podía hacer nada. Nada salvo devolverle el beso. En un instante, se perdió por completo en la sensación de los cálidos labios de él sobre los suyos. No era como nada que hubiese conocido o esperado. A Juliette la habían besado antes, por supuesto. Muchas veces, en realidad. Pero esto...

Besar al capitán Harrison Fleming era muy diferente.

Le pareció que daba vueltas, que se le aceleraba el pulso, que el mundo iba a toda velocidad. Sus labios eran insistentes, se apretaban contra ella, jugaban con los suyos. En ellos había un ligero sabor a sal. Su lengua se deslizó por los labios de Juliette y un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca para que él introdujera su lengua. La abandonó toda razón. Sus lenguas se encontraron y aquella intimidad la impresionó del todo.

Al fin y al cabo, tal vez nunca la habían besado de verdad.

Quizás aquellos besos robados con jóvenes caballeros impacientes no eran auténticos besos. Le habían parecido impersonales y, bueno, sin importancia, en comparación con la magnitud e intensidad de ese beso con el capitán Fleming. Aquellos besos no le habían subido la temperatura, ni le habían hecho temblar, ni tampoco le habían hecho echar de menos algo que no podía nombrar.

Sin ser consciente de ello, Juliette se encontró con los brazos alrededor del cuello del capitán para atraerle hacia ella. Los duros músculos de su pecho se apretaron contra el suyo. Harrison gimió y la besó más fuerte, cogiendo más de ella. La muchacha se lo dio con gusto, sorprendida por la fuerza de su propio deseo. Le gustaba la sensación de tenerle cerca, olía a aire de mar y a luz de sol.

La barba incipiente en su rostro le arañaba las mejillas, pero a ella no le importaba. Nunca se había sentido tan viva, como si cada nervio de su cuerpo estuviera ardiendo. Tan solo quería más. Besarle más. Más de él. Un estremecimiento apasionado recorrió todo su ser. Cualquier cosa que quisiera hacer Harrison Fleming, adondequiera que la fuera a llevar, allí iría ella encantada. Con mucho gusto. Con entusiasmo. Le besó sin la más remota vacilación, puesto que era la experiencia más excitante que había tenido. No quería que acabara nunca.

De pronto él la soltó y se apartó de ella. La joven se quedó allí de pie, desamparada y aturdida, con las rodillas débiles y temblorosas, y su respiración irregular. Se miraron a los ojos y se quedaron así un largo rato. Tenía unos ojos espectaculares. Cambiaban de color para reflejar su estado de ánimo. A veces parecían gris ahumado y otras veces eran de un tono pizarra oscuro. Ahora que la miraba, eran de un intenso color plateado.

Le sonrió lentamente.

—Cómete tu almuerzo —le ordenó con una voz ronca y una expresión ilegible.

La sonrisa se desvaneció de su cara.

—¿Disculpa?

—Tienes la comida en la mesa. No vuelvas al trabajo sin comer.

Y diciendo aquello, abandonó de repente el camarote.

Boquiabierta, Juliette permaneció inmóvil, luchando contra un desconcertante sentido de humillación y euforia. ¿Qué acababa de suceder entre ellos? La había besado de una forma bastante íntima y apasionada. Y luego la había dejado sola. Sin decirle ninguna palabra al respecto.

¿Qué tenía que pensar ahora?

En el pasado, después de besarla, los hombres de inmediato le declaraban su amor y devoción, y Juliette podía hacer que hicieran lo que ella quisiera o necesitara que hicieran. Antes nunca había besado a nadie como acababa de besar a Harrison Fleming. Estaba claro que no esperaba una declaración de amor por su parte, pero sí esperaba algo, aunque no estaba segura de qué exactamente.

Algo más que «Cómete tu almuerzo» y una seca despedida, desde luego.

Por primera vez había disfrutado a fondo besándose con un hombre. Se pasó la lengua por los labios y le parecieron más carnosos, más suaves. Estaban distintos. Juliette se sentía distinta.

Por lo visto, el capitán Harrison Fleming no había sentido nada después de besarla.

Curiosamente incómoda, de algún modo avergonzada por su propio comportamiento, y más herida de lo que estaba dispuesta a reconocer, se dio la vuelta y pasó la vista por el camarote con impaciencia. El camarote del capitán. Su camarote. Sí, había un almuerzo a base de pan y queso sobre la mesa. Antes estaba muerta de hambre, pero ahora no tenía apetito.

¿Qué iba a hacer? ¿Volver a la cubierta y continuar fregando? ¡Ni hablar! No después de haberle besado, no lo haría. Se quedaría allí todo el día y no ayudaría en el barco absolutamente en nada.

¿Cómo se atrevía a tratarla de aquella manera? Se creía que podía tomarse libertades con ella y después..., después..., ¡marcharse! Como si no tuviera importancia.

Por primera vez en su vida, Juliette se sentía un poco asustada y sin saber qué hacer al respecto. Había abandonado la seguridad y el afecto de su familia para cruzar el océano en aquel barco y llegar a una ciudad desconocida, con un hombre al que no entendía y al que, en cierta medida, ahora temía. ¿En qué había pensado? ¿Qué la había poseído? Unas lágrimas hirientes brotaron de sus ojos, pero parpadeó para contenerlas en un valiente esfuerzo de no derrumbarse en mil pedazos.

No iba a llorar. No se atrevería a llorar. Ella misma se había metido en aquel lío y ella misma saldría de él.

Aunque no estaba segura de cómo iba a conseguirlo.

Ojalá hubiera podido hablar con Colette.

Colette era su mejor amiga y sabría qué hacer; juntas lo resolverían todo. De hecho, a Juliette le hubiera gustado hablar con cualquiera de sus hermanas. Por supuesto, Lisette sería amable y la consolaría, como siempre solía hacer. Entendería por qué Juliette se había marchado de Londres, aunque ella nunca se hubiera planteado tal cosa. Se habría compadecido de ella porque la situación era poco común. ¡Pero Paulette se habría burlado! Le diría que había sido una tonta por marcharse y que había recibido exactamente lo que se merecía. Yvette sería todo respeto y admiración por su dramática huida. Lucien, sin duda, desaprobaría sus actos y la reprendería por su imprudencia, mientras que Jeffrey sonreiría y la felicitaría por hacer al fin lo que siempre había querido hacer. A aquellas alturas, Juliette se conformaría incluso con hablar con su madre, Genevieve, aunque su relación siempre había sido turbulenta.

Pero no podía hablar con ninguno de ellos y probablemente no lo haría durante mucho tiempo.

De repente cayó en la cuenta de la barbaridad que había cometido. La inesperada e intensa añoranza de su casa y de sus hermanas la abrumó. Unas cálidas lágrimas amenazaron con surgir de nuevo.

Juliette alzó la mirada hacia las pequeñas ventanas rectangulares. Se quedó contemplando el cielo azul y, consciente de que no había ni una pizca de tierra a la vista, se sintió pequeña e insignificante. La infinita extensión del mar le hacía preguntarse cuántos días más tendría que sobrevivir en aquel barco con el capitán Fleming antes de llegar a América.

¿En qué se había metido? Y lo que era más importante, ¿cómo saldría de aquella situación?