17
Una vida tranquila en el campo
Juliette estaba inmóvil en el estupendo cuarto de invitados de la Granja Fleming. La clara y aireada habitación, decorada con estampados toile de Jouy azules, daba a unos prados verdes donde pastaban los caballos. Fresco y bonito, con una ligera brisa marina que entraba por los ventanales abiertos, el dormitorio tenía una gran cama con dosel y unos muebles elegantes aunque sencillos.
Seguía sin poder moverse debido a la creciente sensación de pavor. Había sido un error ir hasta allí. El plan impulsivo de Jeffrey de visitar a Harrison y tener una aventura a orillas del mar le había parecido una buena idea mientras estaba en Nueva York. Debía reconocer que había guardado en secreto las ganas que tenía de ver a Harrison y Jeffrey le estaba dando la oportunidad perfecta porque nunca se hubiera atrevido a ir a verle ella sola. Pero ahora solo sentía arrepentimiento.
Harrison no se había alegrado ni un poco al verla y había actuado de manera fría y distante con ella. ¡Qué raro que no la hubiera abrazado ni besado!
No debería haber ido, puesto que era evidente que no era bien recibida.
No se encontraba exactamente a orillas del mar como había esperado, sino en una casa en el campo, rodeada de prados, bosques, jardines y caballos pastando. Había tanta vegetación en aquella zona que era difícil de creer. El pintoresco viaje en barco había sido estimulante al apartarles del ruido y la suciedad de la ciudad. Pero ella era más urbana de lo que se imaginaba, pues había pasado toda su vida en Londres y el campo la sorprendía. Así como la casa de Harrison. Era enorme, bastante bonita y muy moderna. Resultaba extraño que viviera allí solo, salvo por la compañía de su hermana Melissa.
Juliette se preguntó hasta qué punto estaría enferma la muchacha y si tendrían oportunidad de conocerla.
Deambuló despacio por la elegante habitación.
El hecho de ver a Harrison había sido más difícil de lo que había imaginado. Le habían entrado ganas de correr hacia él. Quería abrazarle y besarle como lo había hecho libremente a bordo de la Pícara Marina. Quería que él la apretara contra su pecho. Quería que demostrara estar contento de verla. Pero, en cambio, parecía casi triste. Y muy cansado. Hasta parecía disgustarle que ella estuviera en su salón.
Se tiró encima de la cama con dosel y sintió el blando colchón que había debajo de ella. Apretó las manos contra las sienes y cerró los ojos con fuerza en un intento de borrar de su mente el largo instante en el que se miraron fijamente cuando la vio. Sus ojos le habían resultado muy fríos y entornados. No pudo detectar ni una pizca de afecto en ellos o un atisbo del hombre cuya cama había compartido hacía tan solo una semana.
Cuando estaba en su barco, se había sentido muy sofisticada y moderna al tener una relación con Harrison. No le importaba el futuro. Compartía cama con un hombre sin pensar en el matrimonio y disfrutaba del momento. Se había sentido muy segura y querida en los brazos de Harrison y era como si nada más le importara. Parecían suspendidos en el tiempo, en medio del océano, donde los dictados y convencionalismos de la sociedad y las opiniones de las otras mujeres no importaban. Había sido libre e independiente.
Ahora no se sentía sofisticada, ni moderna, ni como una de esas mujeres liberadas que tienen amantes. Ahora sentía una dolorosa soledad en su corazón y una vergüenza abrasadora. Tal vez la sociedad sí que tuviera razón. Tal vez todas aquellas normas existían por un motivo y ese motivo fuera proteger a las mujeres. ¿Era por eso por lo que las relaciones íntimas con un hombre sin estar casados estaban tan mal vistas, porque los corazones de las mujeres se herían con facilidad?
Juliette de pronto se sentó en la cama.
«¿Estaba su corazón herido?».
¿Había dejado entrar a Harrison tanto en su corazón como para que llegara a herirlo?
Si era cierto, ¿significaría que estaba enamorada de él? No estaba segura del todo. No quería estar enamorada. Deseó desesperadamente y no por primera vez poder confiarse a Colette. Su hermana sabría qué hacer.
Juliette había recibido una carta de Colette desde que había llegado a Nueva York, que había enviado a la dirección de Christina Dunbar en cuanto se marchó de Devon House. Al ver la letra pulcra y elegante de su hermana, las lágrimas le habían brotado de los ojos. Colette no la había regañado, solo le preguntaba si había llegado bien y le pedía por favor que les hiciera saber que estaba a salvo. Juliette le había contestado de inmediato. Quería que sus hermanas supieran que había disfrutado muchísimo del viaje y les describió con gran detalle sus aventuras en el mar, pero omitió la relación íntima con Harrison. Les contó las novedades de Christina y su marido, y se deshizo en elogios hablando de Nueva York. Le aseguró a Colette que estaba a salvo.
Pero ¿estaba a salvo de verdad?
Allí estaba ella, en una casa extraña, lejísimos de lo que ella conocía, con un hombre, un hombre, ¿que qué? ¿Que le había hecho daño? No, Juliette no podía decir sinceramente que Harrison le hubiera hecho daño en ningún sentido. Aun así estaba dolida. Muy dolida. Y lo peor de todo es que no sabía por qué.
Harrison había actuado como un caballero y le había propuesto matrimonio, pero ella le había rechazado.
Porque no quería casarse con él.
Juliette no quería casarse con nadie. Al menos, por ahora no. Pero suponía que si tenía que escoger marido, se quedaría con alguien como Harrison Fleming. Poseía muchas cualidades que encontraba atractivas en un hombre. Era fuerte y apuesto, y no la juzgaba ni parecía importarle las normas de la sociedad más que a ella. De hecho, por lo visto Harrison tenía sus propias normas. Había pasado de no tener nada a convertirse en alguien con éxito y bastante rico, a juzgar por su casa en la Quinta Avenida y aquella finca. Se ocupaba de su familia. Era un buen hombre, que cuidaba de sus hermanos pequeños, incluida su hermana enferma. Aun así era intrépido y fascinante. Nunca se aburrió ni se sintió agobiada mientras estuvo con él. Podía discutir acaloradamente y acabar besándose con pasión. Y esa era la otra parte de su relación. Cuando Harrison la besaba, ella revivía.
Se encontró preguntándose qué habitación sería la de Harrison.
Unos golpecitos en la puerta le recordaron que tenía que prepararse para cenar. Una joven sirvienta entró tras pedírselo Juliette y un criado le trajo su baúl lleno de ropa; volvió a bendecir a Christina por darle todo un armario y ¡un baúl para poder guardarlo todo! La señora O’Neil había cumplido su palabra de enviar a alguien a recoger sus baúles. La sirvienta, que se presentó como Lucy, empezó a sacar su ropa prestada.
Juliette eligió un vestido sencillo pero bonito de seda azul zafiro y, con la ayuda de Lucy, se recogió el pelo. Respiró hondo y dejó la seguridad de su dormitorio.
Juliette caminó por el pasillo y bajó por la amplia escalera principal, con dos rellanos y una inmensa ventana. Mientras avanzaba tenía la sensación de que se había equivocado de dirección. Estaba a punto de dar la vuelta cuando oyó el murmullo de unas voces. Se acercó uno o dos pasos más hacia aquellos sonidos que venían de detrás de una puerta cerrada.
Alguien estaba cantando. Un hombre. Sonaba como una nana de algún tipo, pero era incapaz de entender las palabras. De repente se le ocurrió que estaba actuando como si fuera su hermana Paulette, conocida por escuchar detrás de las puertas las conversaciones privadas de los demás. Juliette odiaba escuchar a escondidas. Justo cuando se daba la vuelta, la puerta se abrió y salió Harrison, que casi se tropezó con ella.
Parecía tan sobresaltado al verla como lo estaba ella al verle a él.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, enfadado.
¿Era Harrison el que cantaba? Y en tal caso, ¿a quién le había estado cantando?
—Me equivoqué de dirección... —tartamudeó Juliette y se sintió fatal por haber estado escuchando a escondidas—. Iba al comedor, pero... entonces oí que cantaban... No estaba escuchando, solo...
Se calló y se le quedó mirando. Se había olvidado de lo alto que era. Iba vestido para cenar con una elegante chaqueta negra. Llevaba su cabello rubio dorado bien peinado hacia atrás, retirado de la cara. Estaba guapísimo, hasta con el ceño fruncido.
—El comedor está justo al otro lado.
—Gracias.
Ambos se quedaron bajo la tenue luz del pasillo. Ninguno se movió. Ni tampoco dijeron ni una palabra. Se contemplaron el uno al otro. Juliette apenas podía respirar. Estaba tan cerca que podía extender la mano y acariciarle la mejilla. Quería besarle, pero deseaba que él la besara a ella. Esperó en silencio, suplicando con los ojos que la cogiera en sus brazos y la besara.
—Vamos —masculló mientras la cogía del brazo—. El comedor está por aquí.
Asustada por la brusquedad con que la agarraba mientras caminaba deprisa para ir a su paso, parpadeó rápido todo el rato. Por dentro tenía ganas de llorar. Harrison no sonreía ni parecía contento de verla. No la había besado cuando había tenido la oportunidad. Ya no la deseaba. Le siguió por toda la casa hasta que entraron en el elegante comedor.
—Me preguntaba dónde estabais. —Jeffrey les miró con curiosidad cuando entraron desde la sala contigua—. Creía que iba a acabar cenando solo.
—Me he perdido —explicó Juliette. Como no quería que Harrison pensara que estaba dolida, añadió alegremente—: Nunca permitiríamos que cenaras solo, Jeffrey, querido.
Le sorprendió la ligereza de su voz.
—Perdón por hacerte esperar —se disculpó Harrison mientras se sentaban.
Una lámpara, cuyos cristales brillaban, colgaba sobre el centro de la mesa bordeada de oro y decorada con porcelana blanca. Las paredes estaban pintadas de un carmesí intenso que otorgaba a la sala un ambiente íntimo. Las puertas de cristal que daban a un patio de pizarra en el exterior estaban abiertas de par en par para dejar entrar el aire fresco y el dulce aroma a madreselva que se colaba en la habitación. Unas luciérnagas iluminaban la oscuridad cada vez mayor; sus diminutas ráfagas de luz dorada señalaban el cielo nocturno.
Juliette estaba sentada a la derecha de Harrison y Jeffrey justo enfrente de ella. Bastante sorprendida por las formalidades de aquella casa, trató de permanecer tranquila a pesar de tenerlo a su lado. Respiró hondo para calmar los nervios. Todavía confundida por el extraño encuentro en el pasillo, se preguntó de nuevo qué estaba pasando en aquella habitación.
Los tres cenaron delicioso marisco de la zona, mientras Jeffrey contaba su reciente salida por Nueva York.
—Siempre he disfrutado visitando esa ciudad —dijo Jeffrey—. Tiene una vitalidad que no he encontrado en ningún otro sitio.
—Es muy distinto a Londres —afirmó Juliette.
—Está bien que hayáis podido hacer un poco de turismo —dijo Harrison con la voz entrecortada.
—También hemos comido en Delmonico’s —añadió Juliette.
—Es uno de mis restaurantes preferidos. —Harrison sonrió y pareció relajarse un poco—. ¿Qué tal fue el viaje en el Ave Marina?
—Magnífico —respondió Juliette—. Todo esto es muy bonito.
Estaban a punto de terminar el segundo plato, cuando se oyó un estridente grito femenino en toda la casa, seguido inmediatamente de una serie de agudos chillidos de angustia y del inconfundible sonido de un cristal al romperse.
El tenedor de Harrison repiqueteó en su plato al dejarlo caer y el hombre retiró hacia atrás la silla con tanta fuerza que se volcó y cayó al suelo. Sin decir palabra, salió corriendo del comedor. El ruido de más cristales rotos, seguido de gritos y alaridos atormentados, retumbó por la casa. También se oyeron unos pasos apresurados y chillidos de desesperación. Juliette y Jeffrey se miraron sin estar seguros de qué hacer.
—Dios mío, ¿qué pasa? —preguntó Jeffrey con un aire de preocupación en su rostro—. ¿Deberíamos ir y ofrecer nuestra ayuda?
Juliette asintió con la cabeza, incapaz de decir nada. Tenía la impresión de saber de dónde procedían aquellos terribles ruidos. Con el corazón latiéndole fuerte, abandonó con Jeffrey el comedor y se dirigieron por el pasillo donde se había perdido antes, hacia el creciente estruendo. Al otro lado de la puerta donde la habían pillado escuchando a escondidas hacía menos de una hora, estaban apiñados la señora O’Neil y otros sirvientes. Echó un vistazo por encima de sus hombros y la horrible escena que contempló allí dentro la asustó.
Harrison estaba delante de una mujer salpicada de sangre, con sus cabellos largos y rubios teñidos de rojo. Tenía que ser Melissa. Juliette reconoció a la mujer histérica, era la hermana de Harrison, aunque era muy diferente a la imagen de la fotografía que había visto a bordo de la Pícara Marina. El camisón blanco que llevaba estaba manchado de sangre, así como las manos, que se retorcía con ansiedad. Tenía ojos de loca y sollozaba desesperadamente. Había trozos de cristales rotos esparcidos por el suelo de madera, alrededor de sus pies descalzos, y varias ventanas del suelo al techo tenían agujeros irregulares. Una mujer mayor, con el pelo recogido en un moño bien hecho, hablaba con una voz calmada y animaba a Melissa a beber un poco de agua que le ofrecía en un vaso de porcelana.
La tensión en la habitación, que parecía ser una especie de invernadero, era palpable.
—No pasa nada, Melissa —dijo Harrison con un tono tranquilizador. Cogió el vaso de las manos de la otra mujer y se lo dio a su hermana—. Toma solo un sorbo.
Parecía no escucharle, pero Melissa extendió una mano temblorosa y ensangrentada para coger el vaso, que estaba lleno de un líquido amarronado que por supuesto no era agua.
—Buena chica —susurró Harrison en voz baja y le dedicó una cálida sonrisa—. Eso es. Bébetelo. Te sentirás mejor, te lo prometo.
Melissa clavó los ojos en su hermano, inexpresiva.
—¿Harrison?
Su débil voz tembló de miedo.
—Sí, soy yo. Estoy aquí. Estoy en casa.
—¿Harrison? —repitió.
Su delgado cuerpo temblaba como si tuviera frío.
Juliette se quedó helada ante el dolor obvio en la voz de aquella mujer. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se había enfadado tanto?
—Bébete la medicina, Melissa —la intentó convencer Harrison—. Por favor, hazlo por mí.
Temblando, Melissa se llevó despacio el vaso a los labios, cerró los ojos y tomó un sorbo. Después dejó caer el vaso al suelo. Se rompió junto a los cristales rotos y los fragmentos de porcelana salieron volando por todas partes, salpicando con los restos del líquido marrón el dobladillo de su camisón. De inmediato Harrison avanzó hacia ella y la cogió en sus brazos para llevarla a la cama, que estaba al otro lado de la gran habitación. La otra mujer le siguió de cerca.
La señora O’Neil le ordenó entre susurros a una de las criadas que barriera los cristales rotos que había en el suelo. Entonces se dio cuenta de que sus huéspedes estaban allí también de pie.
—¡Ay, Dios mío! Por favor, por favor, deben acompañarme y volver al comedor enseguida —dijo, claramente consternada al descubrir que habían presenciado aquella escena tan privada e incómoda.
Puesto que no les quedaba otro remedio, Juliette y Jeffrey la siguieron de vuelta al comedor. Se volvieron a sentar en sus sillas, pero ninguno de los dos pudo comer. Sin decir nada, Jeffrey sirvió otra copa de vino del decantador y le pasó una copa a ella. Juliette se dio cuenta de que estaba temblando, pero se bebió el vino de todas formas con la esperanza de que la calmara. Por la cara afligida de Jeffrey, él también esperaba lo mismo.
Permanecieron sentados, en silencio, perdidos en sus propios pensamientos.
Al final, Jeffrey masculló:
—Dios santo, ha sido horrible.
Juliette susurró:
—Cuando me dijo que su hermana estaba enferma, por nada del mundo hubiera pensado que era una enferma mental.
Él negó con la cabeza sin dar crédito.
—Estoy seguro de que a Harrison le habría gustado que no lo hubiéramos visto.
—Pero sí lo hemos visto.
Juliette no sabía cómo iba a dormir aquella noche. La imagen de Melissa cubierta de sangre, sin duda en un intento de herirse o de algo peor, la perseguiría para siempre. Había sido aterrador. Sin embargo, le atenazaba el corazón el dolor que debía de tener aquella mujer. Y se le rompió el corazón por Harrison, que evidentemente llevaba cuidando de su hermana toda la vida y hacía lo que podía para ayudarla.
—¿Estás bien?
Jeffrey la miró con preocupación.
Ella asintió ligeramente con la cabeza.
—Supongo. Estoy muy triste.
—Yo también —dijo con gravedad.
El silencio reinó de nuevo en la sala. Juliette tomó un trago de vino y deseó que le sirviera para algo. No había presenciado nada tan perturbador en su vida, ni tampoco se había sentido tan impotente.
Al final le murmuró a Jeffrey que rellenara sus copas.
—No sé qué decirle a Harrison para consolarle después de esto.
—No creo que haga falta decir nada.
Juliette y Jeffrey se sobresaltaron cuando vieron a Harrison delante de ellos. Parecía cansado, demacrado, y tenía chorros de sangre seca por delante de su camisa blanca. No llevaba chaqueta y tenía el pelo alborotado como si se hubiera pasado la mano muchas veces por la frustración. Juliette contuvo el impulso de levantarse de un salto y rodearle con sus brazos.
—Lo siento —dijo en voz baja—. Lamento que hayáis tenido que ver a mi hermana en ese estado.
Jeffrey se levantó, le sirvió una copa de vino a Harrison y se la ofreció.
—¿O prefieres algo más fuerte?
Harrison le sonrió, compungido.
—No. Esto ya está bien.
Aceptó la copa y bebió.
Vacilante, Juliette se aventuró a decir:
—¿Podemos ayudar en algo?
—Lo dudo. —Miró el patio a través de las puertas de cristal—. ¿Os importa si fumo un puro?
—En absoluto —asintió Jeffrey de buena gana—. Yo también me fumaré uno.
Juliette contempló a los dos hombres mientras cogían las copas y los puros y salían al patio, por lo visto olvidándose de ella y dejándola sola en la mesa. Se quedó allí sentada, más que un poco asombrada por su repentina salida. Los caballeros normalmente iban a fumar sin las mujeres, pero en aquel momento Juliette decidió que aquella era una costumbre ridícula. Con descarada determinación, cogió su copa de vino y se unió a los hombres en el exterior.
Bañados por la luz titilante de las lámparas de gas que bordeaban el patio, estaban sentados en los escalones que daban a la ondulada extensión de césped cuidado. Las puntas encendidas de sus puros brillaban en la oscuridad y los grillos cantaban. Juliette se remangó la falda de su vestido color zafiro y se sentó entre ambos, casi desafiándoles a que le dijeran algo. Jeffrey se limitó a sonreírle con indulgencia y levantó su copa. Harrison no dijo nada, pero tampoco le pidió que se fuera.
—¿Se comporta así muy a menudo?
Las palabras de Juliette rompieron el silencio.
Harrison exhaló con fuerza.
—No le pasaba desde hacía tiempo. Pero últimamente parece que está peor. Más histérica y más violenta, y cuesta más tranquilizarla después.
—Supongo que la has llevado a que la vea un médico, ¿no? —preguntó Jeffrey.
—La he llevado a muchos médicos — asintió Harrison—. El dinero todo lo compra. Incluso he visto a algunos en Londres. Todos me dicen lo mismo.
—¿El qué? —preguntó Juliette.
Harrison suspiró profundamente antes de responder.
—Todos me recomiendan que la meta en un manicomio estatal.
Nadie habló durante un rato después de aquello. Juliette no puso en duda, tras presenciar aquella devastadora muestra de inestabilidad, que la hermana de Harrison estaba loca.
Al final Jeffrey preguntó:
—Si todos los médicos te recomiendan que es lo mejor para ella, ¿por qué no lo haces? —Añadió—: Sería más fácil para ti.
—¿Has estado alguna vez en uno de esos sitios?
Tan solo el sonido de la voz de Harrison ya hizo que Juliette se quedara helada.
—No —respondieron Juliette y Jeffrey al unísono.
—Bueno, he visitado unos cuantos durante estos años para ver si había alguno adecuado, pero todos son lugares espantosos. Algunos no son aptos ni para animales, mucho menos para humanos. No puedo describir lo horribles que son y no soporto pensar en Melissa en un sitio como ese. La puedo cuidar mucho mejor aquí.
—Tiene sentido —coincidió Juliette—. A pesar de sus problemas, está mejor con su familia que rodeada de extraños.
Harrison la miró, agradecido, lo que la hizo estremecerse. Tomó un sorbo de vino y pensó que era mucho más cómodo y relajante estar ahí sentada con Harrison y Jeffrey que como estaban antes en el comedor.
—Es digno de admirar, Harrison, el modo en que te ocupas de ella —dijo Jeffrey—. No todos los hermanos son tan bondadosos.
Harrison no respondió, sino que le dio una calada al puro.
—¿Ya está bien? —preguntó Juliette—. ¿Es grave lo que se ha hecho?
—Con ese poco de láudano al menos pudimos acostarla. Annie, su enfermera, la ha limpiado y le ha vendado los cortes. Melissa ha tenido suerte de que no hayan sido heridas serias en este episodio, pero no ha sido porque no lo haya intentado. Rompió casi todas las ventanas del jardín de invierno dando puñetazos en los cristales. Esperemos que esté mejor mañana, pero nunca sabemos cómo va a actuar o qué será lo que le haga ponerse así. —Harrison hizo una O con el humo del puro—. Esta es la vez que peor la he visto.
—Pero a veces está tranquila, ¿no? —se preguntó Juliette en voz alta mientras pensaba lo difícil que debía de ser tratar con alguien tan impredecible.
—Como habéis visto, tiene periodos de desesperación y fases de euforia —explicó Harrison con total naturalidad—. Y no tenemos ni idea de cuánto tiempo durará cada uno o qué es lo que causa el cambio de un estado de humor a otro.
—No me imagino lo que debe de ser para ella —dijo Juliette en voz baja.
No era la primera vez que concluía que, a pesar de lo que en un principio pensaba sobre su infancia con un padre distraído y desapegado, y una madre enfermiza y postrada en la cama, había tenido una vida protegida y privilegiada, con unas hermanas sanas que la querían. No tenía motivos para quejarse. No entendía cómo se las había arreglado Harrison para soportar todo lo que había experimentado en su vida. Su respeto y admiración hacia él por todo lo que había conseguido se habían multiplicado por diez.
Se cambió la copa de vino a la mano izquierda para llevar la derecha hacia la de Harrison, que estaba apoyada encima de un peldaño. Colocó la mano encima de la suya. Sin mirarla, Harrison puso la palma boca arriba y la agarró con firmeza, entrelazando los dedos con los suyos. Ella le apretó para mostrarle su apoyo en silencio. Él también le apretó a ella la mano y no la soltó. En cambio, se acercó más a ella, hasta el pliegue de su vestido, para esconder ambas manos entre la tela y quedarse allí. Jeffrey no podía ver que estaban cogidos de la mano. A Juliette de repente le entraron ganas de llorar.
—Os vuelvo a pedir disculpas por haberos visto obligados a ver a Melissa en ese estado —dijo Harrison.
—No tienes por qué disculparte —empezó a decir Juliette—. Nosotros fuimos los que llegamos sin avisar. Si hubiéramos sabido lo que le pasaba a Melissa, no habríamos molestado. Jeffrey y yo regresaremos a Nueva York mañana, ¿verdad, Jeffrey?
—Sí, por supuesto —estuvo de acuerdo enseguida.
—No —protestó Harrison—. Por favor, quedaos. Al menos unos pocos días más. Tener compañía es más agradable de lo que me imaginaba.
Mientras hablaba, Harrison le apretó la mano a Juliette. El corazón de la chica saltó en su pecho por aquel gesto tan tierno y no pudo hablar.
—¿Estás seguro, Harrison? —preguntó Jeffrey—. No nos importa marcharnos. No tienes por qué guardar las formas con nosotros.
—Me gustaría que os quedarais los dos —afirmó, decidido, y volvió a apretar la mano de Juliette—. Podemos ir a Long Branch y ver el embarcadero, o ir al hipódromo, que está en Monmouth Park.
Con el pulgar acarició con delicadeza la parte superior de su mano hasta llegar al interior de su muñeca, lo que le produjo escalofríos de placer por la espalda. Juliette cerró los ojos. Que Harrison le cogiera la mano a escondidas en la oscuridad le parecía increíblemente íntimo y la llenaba de unas ganas incontenibles de besarle.
—Bueno, pues nos quedaremos. ¿Qué te parece, Juliette? —preguntó Jeffrey y apagó el puro en la piedra pizarra.
Al oír su nombre, abrió los ojos.
—Claro —murmuró en un suspiro entrecortado cuando recuperó la voz. Le apretó la mano a Harrison mientras hablaba, pero seguían sin mirarse—. Me encantaría quedarme.
—Entonces ya está —concluyó Harrison.
—Me he acabado el vino —dijo Jeffrey con una risita—. Eso significa que es hora de retirarse.
—Tal vez sea una buena idea —coincidió Harrison y también apagó su puro—. Debo admitir que estoy agotado.
Juliette, que se resistía a soltar la mano de Harrison, no dijo nada. Podía quedarse allí sentada, en aquella dura piedra, toda la noche, mientras se sintiera así de cerca de él.
Jeffrey se levantó y fue hacia la casa, pero ni Juliette ni Harrison se movieron un centímetro. Juliette se preguntó si Jeffrey les había dejado a solas intencionadamente. No le habría sorprendido si hubiese sido así.
Una brisa cargada de madreselva pasó junto a ellos mientras estaban sentados en silencio.
—Deberíamos entrar —dijo.
Ella asintió con la garganta tensa, incapaz de hablar.
Seguían sin moverse para levantarse. Al final giró la cabeza para mirarle y se encontró con que él tenía la vista clavada en ella. No apartó la mirada cuando sus ojos se encontraron. Bajo aquella tenue luz podía ver el calor en su mirada y casi deja escapar un grito ahogado por la intensidad.
—¿Juliette?
El sonido de su nombre en los labios de él la estremeció. Era como si fuese a decirle algo de gran importancia. Se acercó más a Harrison, su cara tan solo estaba a unos centímetros de la suya, deseando con cada fibra de su cuerpo que la besara.
Él se inclinó hacia ella.
—Juliette, yo...
—¿Vais a entrar o voy a tener que salir a buscaros? —les gritó Jeffrey desde la puerta y de inmediato rompió el ambiente íntimo que había entre ambos.
Harrison le soltó la mano de repente y se enderezó.
—Vamos.
Se puso de pie.
Llena de amarga decepción, Juliette alzó la vista con el corazón repiqueteando muy fuerte. Estaba segurísima de que iba a besarla. ¡Maldito, Jeffrey! ¿Por qué les había interrumpido? Harrison le hizo un gesto con la cabeza y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse. Volvió a cogerle la mano, se levantó sobre unas piernas temblorosas y le siguió hacia la casa. Los tres se dieron las buenas noches y se retiraron a sus aposentos.
Sola en su cuarto, Juliette se tiró en la cama, agotada emocionalmente, y el escozor de unas lágrimas no derramadas hizo que le ardieran los ojos. Era extraño, casi nunca lloraba. Sin embargo, últimamente parecía que siempre estaba a punto de llorar.