18

 

Hay gente para todo

 

Juliette se despertó a la mañana siguiente y no reconoció la habitación donde estaba. Después de una noche durmiendo a intervalos, llena de sueños extraños, tardó un momento en recordar que estaba en casa de Harrison. Parpadeó por la brillante luz del sol que se filtraba en la habitación azul. El reloj de encima de la repisa marcaba las once y media. ¡Válgame Dios, se había despertado más tarde de lo normal y eso que ella no era madrugadora! Se estiró y bostezó antes de ir a abrir la ventana. Al contemplar el verde césped y el bosque que había más allá, no pudo evitar admirar la belleza de aquel paisaje. La recibieron el suave zumbido de unos insectos y el gorjeo de unos pájaros. La densa calima auguraba un día muy caluroso. De hecho, Juliette ya notaba el calor en la húmeda calma del aire.

Se lavó en el cuarto de baño contiguo, embaldosado en blanco, y una vez más se maravilló de la increíble modernidad que presentaba la nueva casa de Harrison. Tenía instaladas todas las últimas comodidades de lujo. En cuanto se hubo vestido con un sencillo traje de muselina, de color melocotón, y se hubo recogido su abundante pelo para darle cierta apariencia de orden y mantenerse lo más fresca posible, bajó por la escalera principal. La casa estaba en silencio. Al ver que no había nadie, se dirigió a la cocina en respuesta a los rugidos de su estómago. No había comido mucho en la cena de la noche anterior, así que no le sorprendía que tuviera hambre.

La señora O’Neil le dedicó una cálida sonrisa cuando entró en la cocina soleada.

—Buenos días, señorita Hamilton. El capitán Fleming nos dio órdenes de que la dejásemos dormir todo lo que usted quisiera. El viaje debió de dejarla muy cansada para dormir tanto. ¡Ya es casi mediodía! ¿Por qué no se sienta en la sala de desayuno y yo le llevo unos huevos revueltos con una tostada y café?

—Gracias, señora O’Neil. Suena estupendo.

Siguió a la mujer a una sala más cómoda y mucho menos formal que el comedor, y se sentó en una mesa pequeña cerca de unas ventanas a la sombra de unos árboles.

—Espero que haya encontrado cómoda su habitación y que haya dormido bien. —La señora O’Neil iba de aquí para allá. Le sirvió una taza de café mientras charlaba afablemente, y luego se sentó al otro lado de la mesa—. Oh, hoy va a ser uno de esos días tan calurosos, ya verá. Será mejor que no salga esta tarde, señorita Hamilton.

—¿Dónde están Lord Eddington y el capitán Fleming?

—Creo que Lord Eddington cogió uno de los carruajes para ir a Red Bank o a Shrewsbury. Mencionó algo de que iba a visitar a un amigo.

Curiosa, Juliette se preguntó con quién iba a quedar Jeffrey y se sintió un poco excluida porque no le había preguntado si quería acompañarle.

—¿Y el capitán Fleming? ¿También ha salido a pasar el día fuera?

Una de las sirvientas colocó delante de ella un plato con unos huevos revueltos esponjosos y una gruesa salchicha. A Juliette se le hizo la boca agua.

—El capitán Fleming ha salido y está en algún sitio de la finca con mi marido. El señor O’Neil administra por él la finca y se ocupa de todo en la granja mientras el capitán Fleming está fuera.

Era evidente lo orgullosa que estaba de su marido. Juliette sonrió a la mujer mientras comía.

—No tenemos muchas visitas en la Granja Fleming. Es agradable tener huéspedes, sobre todo unos tan distinguidos como usted y Lord Eddington.

—Gracias —murmuró Juliette—. Estoy encantada de estar aquí. Gracias por hacerme sentir como en casa.

Una criada asomó la cabeza por la puerta.

—¿Señora O’Neil? ¿Quiere que almidone también esas servilletas de puntilla?

—Ahora voy, Fanny —le contestó a la chica. Se levantó de la mesa y le dijo a Juliette—: Cuando termine de desayunar, la biblioteca está al final del pasillo principal. Es fresca y tranquila. El capitán Fleming pensó que tal vez le gustaría visitarla.

—Gracias —dijo Juliette mientras la rellenita ama de llaves se apresuraba a salir de la sala.

Mucho mejor después de haber comido, Juliette encontró la biblioteca, una sala oscura, revestida de madera, con estanterías llenas de libros a ambos lados, pero se preguntó por qué Harrison habría sugerido que la visitara. Ya se había más que hartado de libros en su vida y no le interesaba lo más mínimo leer. Al pensar que le debía de estar tomando el pelo y que la había enviado allí en broma, sonrió para sus adentros. Aquella habitación era tranquila y más fresca, pero no había mucha diferencia.

Se abanicó con un libro fino de poesía que había encontrado encima de una mesa. En una esquina había una mecedora. Juliette, que se sentía algo inquieta, se sentó y se balanceó adelante y atrás, disfrutando de la ligera brisa que creaba el movimiento. Deseaba que Jeffrey o Harrison llegaran pronto.

—Hola.

Sobresaltada por la voz, Juliette se quedó helada cuando vio a Melissa sola, de pie en la puerta.

La hermana de Harrison parecía totalmente normal. Habría sido hermosa si no hubiera estado tan delgada y tuviera ese aspecto tan frágil. Era de tez muy clara, tenía unos grandes ojos verdes y llevaba un sencillo vestido rosa, de algodón. Su pelo rubio estaba recogido hacia atrás con una cinta de color rosa. Aparte de las enormes ojeras en los ojos y los gruesos vendajes que le envolvían las muñecas, no presentaba signos externos de los acontecimientos traumáticos de la noche anterior. Nerviosa por su presencia, Juliette se preguntó qué hacía Melissa sola y tragó saliva.

—Hola —respondió murmurando y se agarró con fuerza a los brazos de su asiento.

Melissa entró en la biblioteca y Juliette advirtió que iba descalza. Se acercó.

—¿Quién eres? —preguntó Melissa.

—Soy Juliette Hamilton.

—Es un nombre muy bonito —dijo en voz bajita, como si fuera una niña, aunque debía de tener unos pocos años más que Juliette.

—Gracias. —Juliette creyó necesario darle una explicación—. Soy amiga de Harrison.

—Nunca tenemos visitas. —Melissa se sentó en una butaca de piel, de cara a Juliette—. Yo soy Melissa Fleming, la hermana de Harrison.

Levantó los pies y se sentó encima, en una postura muy informal. Juliette alcanzó a ver los arañazos que tenía en los tobillos descubiertos, que sin duda se había hecho con los cristales rotos.

—Encantada de conocerte —dijo Juliette y pensó que la mujer parecía más lúcida de lo que se había imaginado.

Una vez más volvió a preguntarse dónde estaba su enfermera. Estaba segura de que a Melissa no le permitían vagar por la casa con total libertad. No después de la escena de la última noche. Seguro que la enfermera iba a buscarla enseguida.

—¿Estarás con nosotros mucho tiempo? —Melissa se llevó los dedos a la boca y empezó a morderse las uñas, que ya las tenía en carne viva.

Aquel gesto nervioso aumentó el temor de Juliette. No se sentía cómoda al estar sola con la hermana desequilibrada de Harrison, pero no sabía cómo lograr salir de aquella situación sin molestar a la mujer que por lo visto se había puesto cómoda y estaba dispuesta a mantener una charla sociable.

—De momento no sé cuánto tiempo voy a quedarme —respondió Juliette—. Unos cuantos días, tal vez.

—Sería estupendo. ¿Te ha dado la señora O’Neil la habitación azul?

—Sí, es preciosa.

Bueno, ¿iba a venir la enfermera a buscar a Melissa? Juliette nunca había tenido que hablar con una persona inestable, aunque de momento parecía bastante cuerda. La misma normalidad de la conversación resultaba absurda. Juliette no podía evitar tener miedo de que Melissa de repente hiciera alguna locura o intentara hacerse daño.

—Tienes un acento muy bonito. —Melissa dejó de morderse las uñas y le sonrió—. ¿De dónde eres?

—Soy de Londres.

—¡Siempre he querido ir a Londres! —exclamó Melissa en tono soñador—. Solo conozco la ciudad por los libros.

Juliette sonrió y continuó meciéndose despacio en la silla. ¡Alguien que soñaba con ir a Inglaterra mientras ella deseaba ir a América!

—Siempre he querido venir a Estados Unidos.

Melissa dejó escapar una risita infantil.

—¡Qué curioso! Deberíamos cambiarnos de casa. Tú te quedas aquí y yo me voy a Londres con tu familia.

—Sería curioso —admitió Juliette, incómoda, y se preguntó qué pensarían sus hermanas de Melissa.

Una sombra de tristeza cruzó su rostro y volvió a morderse las uñas.

—Aunque nunca iré a ningún sitio. Ni siquiera me dejan hacer nada de lo que quiero. Sobre todo mi hermano. Me pone un montón de normas. Él y Annie. Toman todas las decisiones y nunca me preguntan cuál es mi opinión.

—¿Qué te gustaría hacer? —se oyó decir Juliette a sí misma.

—¡Oh, muchísimas cosas! —Se le encendieron los ojos por la emoción y el anhelo. Se quitó los dedos de la boca y continuó—: Me gustaría ir a sitios diferentes y conocer a gente distinta. Solo quiero hacer algo.

Aunque asintió con la cabeza, Juliette no dijo nada. Las palabras de Melissa le sonaban terriblemente familiares.

Melissa cambió de tema y le preguntó:

—¿Cómo es tu familia?

—Tengo cuatro hermanas.

—¿Cuatro hermanas? —Melissa dio una palmada como una colegiala—. ¡Es maravilloso! ¿Eres la mayor?

—No, mi hermana Colette es la mayor. Yo soy la siguiente. Luego van Lisette, Paulette e Yvette. Colette es la única que se ha casado hasta ahora. Está a punto de tener un bebé.

—¡Mi hermana, Isabella, también está a punto de tener un bebé! —Sonrió, contenta—. Aunque yo ya soy tía. Isabella tiene un niño pequeño de dos años, que se llama Sam. Aún no le conozco. A lo mejor nos vienen a visitar desde Boston a finales de verano. Tengo también un hermano. Stuart está fuera, en el mar, en algún sitio. Asia, creo. Harrison se porta muy bien conmigo. Él es el mayor. ¿Cómo le has conocido?

—Hace negocios con mi cuñado. Se quedó en nuestra casa cuando estuvo en Londres y vine con él a Nueva York cuando regresó en barco.

Juliette pensó que lo había contado de un modo bastante conciso sin mentir descaradamente.

—Ah, ¿has estado en el barco de Harrison? —Se quedó mirando a Juliette, asombrada—. A mí me daría miedo viajar en la Pícara Marina. Casi no pudieron ni llevarme en el ferry para traerme aquí, a Rumson. ¡Insistí en que cogiéramos el tren! Harrison se disgustó mucho.

Melissa sonrió con picardía.

Juliette no podía negar la normalidad de su conversación. Si no hubiera visto a Melissa gritando y sollozando la otra noche con sus propios ojos, nunca la habría creído capaz de tal comportamiento. Nada de lo que había dicho indicaba que estuviera desequilibrada. Parecía totalmente sana, como cualquier mujer. Quería a su familia, deseaba viajar, aunque tenía miedos comunes, y era completamente consciente de quién era y dónde estaba.

—¿Te vas a casar con mi hermano?

Impresionada por la pregunta, Juliette dejó de balancearse con los pies.

—¿Disculpa?

Melissa pareció avergonzada y volvió a morderse las uñas.

—Perdona, no quería entrometerme. Es tan solo que Harrison no había traído antes a casa a una dama. Y puesto que eres tan guapa e inteligente, había supuesto que mi hermano pretendía casarse contigo.

Juliette no tenía más respuesta que la verdad.

—No, no voy a casarme con Harrison. Tan solo somos buenos amigos.

—Entiendo —dijo Melissa, mordiéndose el pulgar—. Tu vestido es muy bonito.

—Gracias.

—¿Me lo dejarás algún día?

Al notar que la incomodidad volvía a la conversación, Juliette murmuró:

—Supongo.

—¡Melissa! —la llamó una voz fuerte—. Te estaba buscando.

—Ah, hola, Annie. —Melissa, con toda tranquilidad, saludó con la mano a la mujer que Juliette reconoció como su enfermera—. ¿Has conocido a la buena amiga de Harrison que ha venido de Londres? Es la señorita Hamilton. Juliette, esta es Annie Morgan, mi enfermera.

Sorprendida por la facilidad de Melissa para las presentaciones, Juliette la observó, fascinada.

Annie, que seguía llevando un moño bien apretado, le lanzó a Juliette una mirada inquisidora antes de decir:

—Encantada de conocerla, señorita Hamilton.

Juliette sonrió a la mujer para darle a entender que no pasaba nada.

—Yo también me alegro de conocerla. Melissa y yo estábamos teniendo una pequeña charla para conocernos.

—Muy bien. —Annie pareció relajarse, al ver que la situación estaba calmada y que no había sucedido nada fuera de lo normal mientras Melissa había estado sin supervisión—. Por desgracia es hora de que Melissa se eche la siesta.

—Sí —asintió Melissa, agradecida—. Tengo bastante sueño ahora. —Bajó sus largas piernas y se puso de pie—. Ha sido un placer hablar contigo, Juliette. ¿Vendrás más tarde a jugar una partida de backgammon conmigo?

Melissa la miró con tanto anhelo que Juliette apenas pudo negarse.

—Sí, por supuesto.

—Es maravilloso. —Sonrió de oreja a oreja y la miró como una niña—. ¿Nos encontramos en el salón a las siete en punto?

—Me parece bien.

Puesto que Juliette no tenía otros planes aquel día, ¿qué le iba a decir?

—¡Buenas tardes!

Melissa se despidió con la mano y siguió a Annie para salir de la biblioteca.

Sola de nuevo, Juliette soltó un largo suspiro de alivio. De repente se dio cuenta de lo nerviosa que había estado durante toda la conversación. El sudor le había bajado por la espalda y entre sus pechos, y la había dejado pegajosa y acalorada. Se levantó de la mecedora temblando un poco y pensó en retirarse a su cuarto para tomar un baño frío. La casa estaba en silencio en aquella calurosa tarde tranquila. Habían cerrado las persianas para que no diera el sol y se encontró las habitaciones a oscuras mientras avanzaba por el pasillo para subir por la escalera principal.

La gruesa alfombra amortiguaba el sonido de sus pisadas mientras caminaba por el pasillo de la primera planta, apenas iluminado. Antes de llegar a su puerta, se abrió la de otra habitación, de la que salió Harrison como si tuviera prisa. Juliette se detuvo y él también hizo lo mismo cuando la vio. Una sonrisa desganada le atravesó a él el rostro y a ella le flaquearon las rodillas.

—Vaya, vaya —dijo con tono guasón—. Mira quién ha decidido por fin salir de la cama.

—La verdad es que llevo un rato levantada —replicó.

Llevaba la camisa abierta hasta la cintura, lo que revelaba su bronceado pecho al descubierto, y las mangas enrolladas hasta los codos. Al parecer la gente iba vestida de manera menos formal en el campo. Respiró hondo.

—¿Y en qué lío te has metido?

Se acercó a ella.

—En ninguno —murmuró Juliette y bajó los ojos.

No podía pensar con claridad mientras estaba cerca de ella. El vestido se le pegaba y los mechones de pelo suelto en sus sienes estaban húmedos. Tuvo el repentino impulso de arrancarse la ropa del cuerpo y darse un baño para refrescarse, con Harrison desnudo a su lado. Aquella imagen hizo que le diera vueltas la cabeza.

—Hace tanto... calor... que... que... pensé que podía darme un baño.

Despacio, levantó la mirada para encontrarse con la suya.

Sus ojos gris plata la dejaron inmóvil. Como si pudiera leerle la mente, extendió el brazo y la atrajo hacia él para darle un beso acalorado. Envuelta en sus brazos, se fundió con él. Le gustaba la sensación de la áspera barba de pocos días rozando su piel. Harrison la estaba besando y eso era todo lo que importaba. Sus labios eran cálidos y salados, y sus lenguas se entrelazaban con un voraz entusiasmo. Se aferró a él, devorándole. No tenía todo lo que quería. Sus manos se abrieron por el pelo mojado y tiraron hasta que se soltaron las horquillas que se lo recogían en un moño. Continuó besándola mientras le acariciaba la cara con los dedos. Ella colocó las manos sobre sus mejillas y se perdió en sus besos, derritiéndose por el puro placer de ser besada una vez más por Harrison.

Allí, en el sofocante y silencioso pasillo de la primera planta, se besaron como si no fueran a tener más oportunidades.

—Harrison... —Susurró su nombre, desesperada, como una súplica.

Necesitaba más que aquello. Le necesitaba.

Él la llevó contra la pared, arrasándola de besos. Se apretó contra Juliette y pudo sentir que él la deseaba tanto como ella a él. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando sus besos se encontraron. Metió sus manos por su camisa ya abierta y los dedos notaron el calor de su piel desnuda. Una de las manos de Harrison le recorrió el cuerpo, le acarició la curva de la cadera y volvió a subir para agarrarle un pecho. Ambos respiraban con dificultad y él metió la mano por la delantera de su vestido melocotón. Si le hubiera roto el traje, habría gritado de placer, pues estaba desesperada por sentir su piel desnuda contra la suya. Acalorada y sobrexcitada, apenas podía respirar, pero continuaba besándole.

Empezó a retroceder con ella por el pasillo hacia la puerta de su habitación, precisamente el lugar donde ella quería ir. Su corazón latía con fuerza y sentía un gran hormigueo. Dejó que él la guiara. Llena de euforia, suspiró. ¡La estaba llevando a su cama! ¡Dios, sí que había echado de menos estar con él! La sensación de sentirle. De sentir su fuerza. No se había dado cuenta de cuánto hasta que le volvió a ver. Y ahora... todo parecía poco.

—¡Oh, capitán Fleming!

La voz de la señora O’Neil, que subía las escaleras, les inmovilizó a los dos. Juliette abrió los ojos de pronto para ver una mezcla de lujuria y frustración en el rostro de Harrison. La soltó de inmediato. Ella se dio la vuelta y salió corriendo por el pasillo hasta llegar a la seguridad de su habitación. Entró y cerró la puerta antes de que la señora O’Neil pudiera verla. Resollando, sin aliento, Juliette se apoyó en la puerta y escuchó. Oyó las voces amortiguadas de Harrison y la señora O’Neil, y sus pasos al bajar las escaleras.

Despacio, Juliette se dejó caer al suelo. Sin poder controlarlo, temblaba, y pasó un rato antes de que pudiera moverse otra vez.