13
Los que quieran bajar a tierra, ¡que desembarquen!
Era estupendo volver a estar en casa, volver a la ciudad que le encantaba. Allí, en el muelle de South Street, en el East River, Harrison había vuelto a donde pertenecía. Incluso después de haber viajado por el mundo, no había nada comparado a estar en la ciudad de Nueva York.
Como de costumbre, Harrison se levantó aquella mañana antes del amanecer para supervisar la gran responsabilidad de atracar la Pícara Marina y descargar su valiosísimo cargamento de cristalería, porcelana fina, cubertería, así como vino francés. Dejó a Juliette durmiendo profundamente en su cama, seguro de que dormiría al menos hasta media mañana, puesto que habían estado despiertos la mayor parte de la noche. Justo antes de quedarse dormidos, habían hecho planes para el primer día de Juliette en Nueva York. Le costaba dejarla, pero no quería despertarla, así que le había dado un dulce beso en la mejilla antes de subir a la cubierta.
Una vez que se hubiera ocupado de la descarga del barco, la llevaría a la ciudad. Había muchísimas cosas que quería enseñarle mientras estuviera allí. Quería llevarla al teatro de Union Square a ver una obra y a oír uno de los conciertos en Central Park. También sería divertido llevarla a ver un partido de béisbol de los Mutuals de Nueva York en el Union Grounds. Quería enseñarle sus oficinas y se dio cuenta de que tenía muchas ganas de que contemplara las vistas que había desde allí. Y, por supuesto, se casarían.
Harrison estaba tan absorto en su trabajo que no pensó en Juliette hasta casi el mediodía.
—¿Has visto a la señorita Hamilton esta mañana? —le preguntó a uno de los marineros.
El hombre negó con la cabeza.
—No, capitán. ¿Debería haberlo hecho?
Harrison bajó a su camarote, pensando que tendría que sacar a rastras el bonito trasero de Juliette de la cama para despertarla, pero, en cambio, se encontró con unas sábanas arrugadas. Echó un vistazo a la habitación vacía. Juliette no estaba allí. Ni tampoco la cartera con sus pertenencias.
Harrison apenas pudo contener el pánico. Corrió hacia la cubierta y llamó a su tripulación.
—Quiero que registréis el barco en busca de la señorita Hamilton.
Pero mientras pronunciaba aquellas palabras, ya sabía que no la encontrarían. Presentía sin dudarlo que había abandonado el barco. Consternado, miró hacia la ciudad. Bajo el sol resplandeciente, entrecerró los ojos para mirar los edificios de South Street y más allá, hacia Wall Street, atestada de personas, caballos, carros y carruajes. Podía distinguir su propio edificio, donde estaban situadas las oficinas de H. G. Fleming & Company.
No podía creer que Juliette le hubiera dejado.
Le había dejado y se había aventurado ella sola en una ciudad desconocida. Por un instante, Harrison se quedó atónito y su creciente enfado se vio atenuado por una incontenible preocupación por su seguridad inmediata. ¿Sabía acaso aquella muchacha testaruda adónde se dirigía? ¿O lo peligroso que era que fuese sola por una ciudad que no conocía? ¿Es que no había significado nada para ella lo que habían compartido en la Pícara Marina?
Claro, él sabía adónde iba.
Por suerte, Juliette había dejado sus cosas esparcidas por el camarote, así que Harrison había visto las cartas de su amiga Christina Dunbar, que vivía en la Quinta Avenida. Sabía que tenía que ir detrás de Juliette, al menos para retorcerle el cuello por haber corrido tan tremendo riesgo y para asegurarse de que estaba bien.
Entonces... Entonces aquella pequeña bruja podría continuar sola, si eso era lo que más deseaba en el mundo. Se desentendería de ella. No solo había despreciado su oferta de matrimonio, sino que había huido de él. ¡Ninguna mujer le había hecho eso antes! Con una mezcla de irritación y orgullo herido, Harrison subió a la cubierta del barco, furioso.
—¡Capitán! —Robbie Deane se acercó a él corriendo, sin aliento y preocupado—. Lo siento, capitán. Pensé que estaba bien porque la señorita Juliette me dijo que usted lo sabía, pero ahora veo que...
—¿Qué pasa, Robbie? —preguntó Harrison mientras su corazón latía con fuerza.
El joven hablaba rápido, con su cara pecosa llena de arrepentimiento.
—Lo siento. Supongo que mientras usted estaba en la oficina de envíos, la señorita Juliette me pidió que le consiguiera un carruaje. Me imaginé que iría a su casa, así que la ayudé. Fue hace un par de horas. Ahora tiene a todo el barco y el muelle buscándola, como si se hubiera perdido. Así que pensé que debía decirle que ha sido culpa mía que haya desaparecido. Lo siento, capitán.
Harrison negó con la cabeza, sin dar crédito.
—No te preocupes, Robbie, me hago una idea de adónde ha ido. Te agradezco que la hayas ayudado.
El corazón de Harrison se quedó helado al confirmar la desaparición de Juliette.
Robbie sacudió la cabeza.
—¿Se refiere a que nos ha dejado?
La expresión herida de la cara del joven debía de reflejar la del propio Harrison.
El oír la dura verdad en voz alta casi le hace caerse de rodillas. Miró a Robbie con comprensión.
—Parece ser que sí.
Con un mal presentimiento, Harrison le dio a Charlie unas breves instrucciones y dejó la Pícara Marina en manos del segundo de a bordo mientras iba a tierra.
Le resultó bastante fácil encontrar la casa de Christina Dunbar, puesto que le era conocida aquella vecindad. Se trataba de un edificio de cinco plantas, de piedra rojiza, en una zona muy moderna de la Quinta Avenida, cerca de la calle 34, casi tan impresionante como su propia casa. Se quedó mirando la puerta principal, sintiéndose como un tonto. Había seguido a una mujer que no quería que la siguieran. Una mujer que estaba claro que no le quería, después de pedirle que se casara con él. ¿Qué podía decirle ahora? Nada. Tan solo rezaba por que hubiera llegado sin ningún percance.
Harrison respiró hondo y subió por los escalones de piedra. Levantó la aldaba de latón y llamó a la puerta.
Un mayordomo de aspecto cansado respondió a la llamada. La mala cara de aquel hombre indicaba su desagrado por haberle molestado tan temprano.
—¿En qué puedo ayudarle?
Harrison se quedó en silencio mientras se preguntaba cómo plantear su pregunta sin sonar como si fuera un lunático.
—Le pido disculpas por las molestias. Esta es la residencia de los Dunbar, ¿verdad?
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí.
—Soy el capitán Harrison Fleming, del clíper la Pícara Marina, y yo... me preguntaba si había llegado aquí una joven esta mañana.
El mayordomo le observó con escepticismo.
—La señorita Juliette Hamilton ha viajado desde Londres en mi barco. Atracamos esta mañana y se marchó sin esperar a que la acompañaran. Solo quería asegurarme de que había llegado a casa de la señora Dunbar sin contratiempos.
El hombre se relajó tras la explicación de Harrison.
—Vaya, pues sí, una tal señorita Hamilton llegó hace muy poco. Está arriba con la señora Dunbar. ¿Le informo de que está usted aquí, capitán Fleming?
Harrison negó con la cabeza.
—Gracias, pero no. Ahora que sé que está aquí sana y salva, ya puedo marcharme. Buenos días.
Con una gran tristeza, volvió a su barco, que parecía extrañamente vacío sin Juliette a bordo. Su tripulación le observó detenidamente mientras terminaban de descargar las últimas mercancías y él les dio permiso para que se marcharan. Aquella misma tarde, envió un telegrama a Lucien Sinclair para informarle de que su cuñada estaba segura en casa de su amiga. No quería que la familia de la muchacha siguiera preocupándose por ella.
Entonces Harrison se volcó en su trabajo para tratar de no pensar en Juliette. Durante dos días trabajó sin descanso en su despacho del edificio H. G. Fleming & Company, cerca de South Street, desde donde podía ver el principio de la construcción del cajón hidráulico para un nuevo puente colgante que iría desde Nueva York a Brooklyn, cruzando el East River. Cambió la fecha de las reuniones que se había perdido, negoció para su línea de transporte marítimo, comprobó el estado de sus barcos de vapor, se reunió con inversores y comerciantes y se encargó de la correspondencia, incluida una larga carta a su hermana Isabella en Boston.
En su tercer día en Nueva York hizo planes para viajar a su finca en Nueva Jersey. Había pospuesto la visita a Melissa demasiado tiempo y necesitaba ir a casa para verla. También tenía que supervisar unas obras nuevas que estaban haciendo.
Mientras estaba sentado en su escritorio, alguien llamó a la puerta de su despacho y atrajo su atención.
—Entre —dijo y esperó que apareciera su ayudante.
Harrison no alzó la vista de la carta que estaba escribiendo a un caballero que quería que invirtiera en un aparato que podía transmitir una conversación por electricidad. La idea le intrigaba.
—Vaya, pero si es mi viejo amigo Harrison Fleming.
Harrison, sorprendido, alzó la vista para ver a Lord Jeffrey Eddington delante de su escritorio y, lleno de asombro, dejó caer su pluma.
—Te han enviado a buscarla, ¿no? —preguntó Harrison, pues suponía que Lucien Sinclair estaba buscando a su cuñada.
—Nadie me ha «enviado» a por Juliette —respondió Jeffrey tranquilo, pero su rostro continuaba reflejando preocupación—. Me ofrecí a venir a buscarla y aquí estoy.
Harrison sonrió sin ganas.
—Bueno, está bien que me visites tú para variar.
Jeffrey le miró, nervioso.
—Siento la desilusión, pero no he venido de visita. ¿Dónde está Juliette?
—Está muy bien y con una salud excepcional. Ya le he enviado un telegrama a Lucien para informarle de que su imprudente cuñada llegó a Nueva York hace tres días. Así que siéntate y toma una copa conmigo.
Jeffrey, obviamente relajado al oír sus palabras, se hundió en una silla revestida de piel que había junto al escritorio y dio gracias a Dios en un débil susurro.
Harrison sirvió para ambos una copa de bourbon. Le dio un vaso a su aliviado amigo y se sentó en la silla detrás del escritorio, antes de empujar a un lado los papeles con los que había estado trabajando.
Jeffrey tomó un trago y Harrison hizo lo mismo. El líquido rojizo le quemó la garganta de un modo familiar y le sorprendió lo mucho que lo necesitaba. Miró a Jeffrey.
—No puedo llegar a imaginar lo preocupada que ha estado la familia de Juliette.
Jeffrey negó con la cabeza.
—Tienes razón. —Tomó otro sorbo y clavó en Harrison su mirada—. ¿Sabías que tenía planeado huir contigo?
—¡No! —Harrison se rio ante aquella posibilidad. Si hubiera sabido que Juliette Harrison estaba a bordo de su barco antes de zarpar, no se habría marchado de Londres—. ¿Acaso alguien sabe qué locuras pasan por esa inteligente cabeza que tiene?
Una sonrisa sardónica atravesó el rostro de Jeffrey.
—Veo que has tenido la oportunidad de conocer a nuestra querida Juliette bastante bien durante el viaje.
«Ese es un gran eufemismo», pensó Harrison mientras le aparecían en la mente las imágenes de todo lo que había hecho con Juliette, pero, incluso mientras lo pensaba, estaba convencido de que no conocía en absoluto a la mujer que le había hechizado.
—Descubrimos que estaba a bordo la primera noche, después de hacernos a la mar —le explicó Harrison—. Se había escondido en un trastero. Cuando la trajeron a mi camarote, estuve medio tentado de dar la vuelta con el barco para llevarla de vuelta a casa en ese mismo instante.
—¿Por qué no lo hiciste? —preguntó Jeffrey con los ojos entrecerrados.
—Porque estaba enfadado. Ya iba retrasado y tenía que ocuparme de algunos asuntos familiares urgentes. No podía permitir que me causara molestias y retrasarme por una chica terca e insensata, que había decidido tener una aventura. Para empezar, no había sido invitada ni era bien recibida en mi barco; y en segundo lugar, no era mi responsabilidad.
—De acuerdo —reconoció Jeffrey a regañadientes—. Pero aun así, como buen caballero, tendrías que haber...
—Como buen caballero, nada. Me imaginé que estaba empeñada en ir a América de un modo u otro, y que estaba lo bastante loca para colarse en mi barco o en el de otra persona. Al menos, si se quedaba conmigo, podía mantenerla a salvo hasta que...
Harrison dejó de hablar a mitad de la frase cuando sus palabras le dieron de lleno. ¿Había mantenido a salvo a Juliette? ¿No se había aprovechado de su inocencia? No, no la había mantenido a salvo porque no se había comportado como un caballero con ella. Incluso cuando atracaron en Nueva York, había intentado hacer lo correcto, pero ella había huido de él, sin ni siquiera despedirse. Su corazón empezó a latirle con fuerza en el pecho. Lo ignoró.
—¿Mantenerla a salvo hasta que...?
Con una ceja levantada mientras hacía la pregunta, Jeffrey le animó a que acabara la frase.
—Hasta que se resolviera su situación —declaró Harrison, que terminó lo que le quedaba de bourbon y dejó el vaso sobre su escritorio con un golpe más fuerte de lo que pretendía.
—Y ahora que estás aquí, te dejo la situación a ti. Juliette Hamilton es tu responsabilidad. Oficialmente me la quito de encima.
—¿Dónde está?
—Se aloja en casa de esa amiga suya que vive en la Quinta Avenida.
Jeffrey asintió con la cabeza.
—Ah, sí, Christina Dunbar. En la carta que le dejó Juliette a sus hermanas les mencionaba que iba a ver a esa amiga. Era mi siguiente parada después de comprobar si estaba contigo.
Tras un silencio reflexivo, Harrison preguntó:
—¿Quién es él?
—¿Quién es quién?
La expresión de perplejidad de Jeffrey hizo que Harrison se quedara callado.
—El hombre por el que ha venido a Nueva York. ¿Sabes quién es?
—¿Juliette ha venido hasta aquí para estar con un hombre?
Jeffrey se colocó en el borde del asiento al parecer totalmente incrédulo.
—Te lo estoy preguntando.
Harrison contuvo su enfado.
—¿Te dijo ella eso?
Harrison recordó todas las veces que Juliette se lo había negado cada vez que le había hecho la misma pregunta. No había querido creerla. Incómodo, Harrison comenzó a tartamudear.
—Bueno, no exactamente, no. Pero ¿por qué otro motivo una hermosa mujer huiría de su querida familia y de su maravillosa casa para viajar a otro país a...?
Su voz se desvaneció al oír las carcajadas de Jeffrey.
—¡Posiblemente no conoces tan bien a Juliette después de todo!
—¿A qué te refieres?
—Me he acercado bastante a Juliette en el último año. Por si no te has dado cuenta, no es igual que las demás mujeres. Seguramente sea su mejor amigo y me apostaría algo a que la conozco mejor que sus propias hermanas. Así que puedo decirte sin ninguna duda que Juliette Hamilton no hace nada que no sea para complacerse a sí misma. No haría nada para intentar conquistar a un hombre.
Harrison sintió una extraña punzada de inquietud en el pecho al oír las palabras de Jeffrey, aunque no dijo nada.
—Juliette llevaba amenazando con que iba a dejar Londres desde que la conozco. Su amiga la invitó a visitarla y supuse que resultaría demasiado tentador para que pudiera resistirse. A lo que hay que añadir que su madre le había prohibido expresamente que fuera y eso es casi lo mismo que acercar una cerilla a un mechero. Tu barco le dio la oportunidad que llevaba tanto tiempo esperando. Juliette vive el momento y aprovecha las ocasiones. Piensa más bien como un hombre a pesar de tener la cara de un ángel.
Harrison recordó imágenes de Juliette subiendo por el palo de mesana, llevando la llave de su camarote al cuello y cosiendo mal todos los calcetines que debía zurcir. Aunque no era su intención, sonrió abiertamente.
—Sí, ya me he dado cuenta.
—Créeme, si Juliette hubiera venido a Nueva York para estar con un hombre, lo habría sabido.
Harrison aún no estaba del todo convencido.
—Pero tú no sabías que se iba a colar en mi barco, ni siquiera que se iba a marchar de Londres.
—Sí, es cierto —admitió Jeffrey a regañadientes—. Me sorprende que me ocultara un secreto de tal magnitud. Pero sabría si Juliette está enamorada. Habría confiado en mí. Estoy seguro.
Harrison se quedó mirando a Jeffrey un buen rato.
—¿Qué interés tienes en Juliette?
—¿Y tú? —respondió Jeffrey.
Tras un tenso silencio, Harrison dijo por fin:
—Escucha, Jeffrey, no pedí ser el responsable del bienestar de Juliette, pero hice que llegara a Nueva York intacta. En cuanto atracamos, le envié un telegrama a Lucien para avisarle de que su cuñada estaba bien. Ahora está felizmente instalada en la casa de una amiga de la infancia. ¿Qué más tengo que hacer?
Jeffrey alzó la mano en señal de concesión.
—Nada. Nada en absoluto.
Harrison se levantó.
—Bien, porque tengo que visitar a mi hermana en Nueva Jersey. No se encuentra bien.
—Siento oírlo —comentó Jeffrey—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Gracias, pero no. —No pudo evitar preguntar—: ¿Y qué vas a hacer con Juliette? ¿La vas a llevar de vuelta a Londres directamente?
Jeffrey vaciló antes de sonreír.
—Al principio pensé que le retorcería el cuello por haberse puesto en tal peligro y habernos dado un susto de muerte a sus hermanas y a mí. Mi principal preocupación era confirmar que había estado en tu barco y que había llegado a salvo. Pero supongo que tendré que llevarla a casa. Colette y las demás me arrancarían la cabeza si regresara sin ella.
—No se irá.
—¿Por qué lo dices?
—Porque quise enviarla de vuelta en el siguiente barco a Londres, pero se marchó a casa de su amiga antes de que pudiera detenerla.
La amplia sonrisa de Jeffrey se expandió por toda su cara.
—Esa es mi Juliette.
Harrison se enfureció ante las palabras posesivas de Jeffrey. Rápidamente cambió de tema y preguntó:
—¿Qué tal tu viaje?
—No me gusta mucho el mar, pero no ha estado mal.
—¿Dónde te alojas?
—Por el momento, en ningún sitio, puesto que he llegado esta misma tarde. ¿Puedes recomendarme algún hotel que esté bien?
Harrison negó con la cabeza.
—Estás más que invitado a quedarte en mi casa. Mañana partiré hacia Nueva Jersey en un barco de vapor, pero mis empleados te cuidarán bien todo el tiempo que te quedes. Acompáñame ahora y te instalaremos. Así podríamos ir a visitar a Juliette sin problemas. Vivo a tan solo unas casas de distancia de los Dunbar.
Jeffrey no pudo rechazar la invitación.