10

 

Tenía que haber una mañana al día siguiente

 

Como de costumbre, Harrison se despertó antes del amanecer. Lo que era fuera de lo común era la mujer desnuda que tenía al lado. Todo le vino de repente a la memoria en una fracción de segundo.

Se había acostado con Juliette Hamilton.

¡Jesús, nunca debería haber hecho algo tan irrevocablemente estúpido! No coqueteaba con inocentes. A pesar de que creía que Juliette iba a reunirse con su amante, ahora estaba seguro de que aquel hombre suyo no se había tomado ninguna libertad con ella, puesto que Juliette era virgen. Le dio un vuelco el corazón.

Allí estaba, durmiendo dulcemente en sus brazos, el ángel más aterrador que había visto en su vida.

Respiró hondo y sacudió la cabeza por lo que había hecho. Apretó a Juliette contra él para disfrutar de su calor. Al mirar por la pequeña ventana, vio el cielo del alba ligeramente iluminado. Los bruscos movimientos del barco le avisaron de la tormenta y oyó la lluvia. Debía levantarse y subir a la cubierta.

Pero antes tenía que encargarse de la hermosa mujer que dormía en su cama.

Los cabellos negros y sedosos de Juliette se extendían a su alrededor mientras su cabeza descansaba sobre su pecho. Su cálido cuerpo desnudo estaba pegado al suyo. Parecía una chica tranquila y pacífica, no la belleza impulsiva y temeraria que le había seducido la noche anterior. ¡Dios santo! Le había seducido. Y él no era un hombre al que se le tentaba tan fácilmente.

Harrison tendría que casarse con ella ahora. Aquella incesante idea le machacaba la cabeza. No es que quisiera una esposa especialmente. Tal y como le había informado a Juliette la noche anterior, mujer y familia eran vagos conceptos en su futuro. Estaba claro que no eran nada que contemplara ahora. Aun así, allí estaba, con Juliette Hamilton en la cama. ¿Qué decía el viejo refrán? ¿Había que pagar el pato? Algo así. No le quedaba otro remedio.

Harrison se había aprovechado de ella y ahora tenía que responsabilizarse de lo que había hecho, sin importar los planes que tuviera en Nueva York. Ahora Juliette le pertenecía. Obviamente no permitiría que se casara con nadie más.

Una extraña actitud posesiva le invadió cuando la miró bajo la tenue luz del alba.

«Ha sido lo más emocionante y excitante que he hecho en toda mi vida». Cuando Juliette había dicho aquellas palabras la noche anterior, él había estado de acuerdo en silencio. Había sido emocionante y excitante, y le encantaba que lo hubiera comparado con la sensación de subirse al palo de mesana, de sentir que estaba volando.

Le dio un beso en la mejilla e inspiró su aroma. Había unos mechones de su sedoso pelo negro sobre su brazo. La sensación de su cuerpo cerca del suyo despertó algo en él que no podía definir. Se casaría con ella. No solo porque era lo correcto y Lucien querría matarle si no lo hacía, sino porque la mera idea de que otro hombre la tocara hacía que su corazón latiera de forma ridícula en su pecho.

¿Qué tenía aquella chica que le hacía reaccionar de aquella manera? ¿Qué tenía Juliette Hamilton de especial? Sí, era preciosa. Y excitante. Testaruda e intrépida. Pero tenía algo más, algo que no podía expresar con palabras.

La muchacha abrió los ojos y se miraron durante un buen rato. Se incorporó y le besó antes de volver a dejar caer la cabeza en la almohada.

—Buenos días, capitán. —Le dedicó una sonrisa adormilada—. Todavía no es hora de levantarse, ¿verdad?

—No —negó con la cabeza—, aún no.

—Bien.

Envolvió sus piernas con las suyas y se acurrucó más en sus brazos.

Recibió su suave proximidad abrazándola más fuerte. Le susurró al oído. ¡Qué oreja tan pequeña y delicada tenía!

—¿Te refieres a que no estás lista para salir de la cama?

—Si todavía está oscuro ahí fuera, es exactamente lo que estoy diciendo —masculló con los ojos cerrados.

Su cálido cuerpo calentaba el suyo.

—¿Debo tomarme eso como que no eres demasiado madrugadora?

Juliette murmuró algo incomprensible en la parte interior de su cuello, lo que creyó una respuesta negativa, y Harrison sonrió con picardía.

—Ah, vale, parece que tendremos que cambiar tu actitud al respecto. ¿No te das cuenta de lo importante que es empezar el día pronto, Juliette? ¿Lo importante que es levantarse cuando sale el sol?

La muchacha no se movió y él oyó una especie de ronquido.

Le dio un empujoncito.

—¡Despierta, Juliette!

Frunció el entrecejo con los ojos cerrados y refunfuñó:

—Es una hora intempestiva, Harrison. Aún no ha salido ni el sol, ¿por qué debería salir yo de la cama? Vuélvete a dormir.

—Soy el capitán. Este es mi barco.

—Entonces levántate tú, yo me quedo aquí.

—Se avecina una tormenta —la amenazó.

—Otro motivo para quedarse en la cama —contestó y se quedó firmemente atrincherada en su sitio—. ¿Quién iba a querer subir a la cubierta en un día lluvioso?

—Esa no es suficiente excusa para quedarse en la cama toda la mañana.

Aunque si alguien podía tentarle a hacer algo así, esa sería Juliette.

—Estoy cansada. —Bostezó sin inmutarse—. No sé si te acuerdas, pero estuvimos despiertos la mitad de la noche.

—Sí, ahí tienes razón —asintió con un tono de voz afable y no pudo evitar sonreír ante el recuerdo.

Habían estado despiertos más de media noche. No habían podido quitarse las manos de encima el uno del otro. Había sido increíble, inigualable a nada que hubiera vivido antes.

—Levántate tú si te apetece, Harrison, pero yo me quedo aquí.

Juliette le agarró más fuerte con las piernas y mantuvo los ojos cerrados con determinación.

—Vaya, vaya, señorita Hamilton. —Harrison negó con la cabeza y chasqueó la lengua, mientras intentaba no reírse—. Has demostrado ser una espantosa costurera, una negada fregando la cubierta y ahora detecto una perezosa veta en tu carácter. —Suspiró de forma exagerada—. Por lo visto es mi deber encontrar algún modo de cómo ganarte el pan a bordo de este barco.

Le dio unos golpecitos en el hombro.

—Hmmm...

Continuó, pensativamente, dando unos golpecitos sobre su fino hombro desnudo. Suave y delicioso como la crema. Sí, de hecho, era muy tentador quedarse en la cama con Juliette todo el día.

Tras un súbito relámpago, un enorme trueno sacudió el camarote, lo que hizo que Juliette se incorporara, sobresaltada, con un grito agudo.

Harrison se rio de ella.

—¡Ahora ya sé cómo hacer que te despiertes!

Le dio una palmada en el brazo por la exasperación y volvió a meterse en las profundidades de las cálidas mantas.

—Eres malísimo. Está justo encima de nosotros.

Él continuó riéndose.

—Venga. Levántate y sube conmigo a la cubierta. Quiero enseñarte algo.

Con un rápido movimiento retiró las sábanas y dejó su hermoso cuerpo desnudo expuesto. Se detuvo a contemplarla.

Ella se le quedó mirando con sus ojos azules, que reflejaban una evidente irritación.

—No vas a dejarme dormir, ¿verdad?

—No. —Sonrió con malicia—. Como no puedes vencerme, únete a mí.

Se inclinó para besarla.

—¿Son todos los americanos tan pesados y arrogantes como tú? —le soltó mientras trataba de tirar de las sábanas para volver a taparse.

—No mucho. —Apartó las mantas y la empujó suavemente hacia el borde de la cama—. Venga, muévete.

—A la orden, mi capitán —refunfuñó tristemente mientras salía tambaleándose de la cama.

Harrison se rio por su sarcasmo cuando de repente sintió frío al salir de debajo de las mantas. Bajó las piernas de la cama y disfrutó de la vista del trasero desnudo de Juliette mientras cruzaba la habitación y empezaba a vestirse. Durante un buen rato, consideró cogerla y llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor todo el día, pero, como el barco daba bandazos sobre las olas de una tormenta, su sentido del deber le hizo tomar otra dirección.

Media hora más tarde, después de un café caliente, ambos estaban en la cubierta del capitán detrás del timón. Juliette, abrigada con sus ropas, tapada con un chubasquero, unas botas en los pies y un sombrero grande impermeable bien calado en la cabeza, gritaba de placer mientras la Pícara Marina saltaba sobre las rugientes olas. Era una travesía dura y embravecida, y a Harrison le encantaba que Juliette estuviera disfrutando de cada minuto gracias a aquel viento y aquellas olas altas. Sin duda había aguantado tormentas más intensas que aquella, pero se trataba de una fuerte borrasca. Aunque no duraría mucho tiempo. La mayoría de la gente habría echado el desayuno por la borda, sobre todo una novata como Juliette. Pero allí estaba, animada sobre la barandilla, con sus ojos azules iluminados por la emoción y una amplia sonrisa en su hermoso rostro mientras contemplaba las nubes y el mar amenazador. Le tenía asombrado.

Un relámpago cegador atravesó el cielo, seguido de un enorme trueno. Juliette no se estremeció.

—No te da ni un poco de miedo, ¿verdad? —le dijo sobre el ruido de la lluvia que caía.

Volvió sus brillantes ojos hacia él.

—¿Vamos a volcar? —preguntó.

—Ni en broma.

No en una tormenta tan débil como aquella y por supuesto no si él estaba vigilando. No se arriesgaría a tener a Juliette en la cubierta si pensara que corría algún peligro, aunque había insistido en que se pusiera un chaleco salvavidas de corcho atado a su chubasquero.

—Pues no tengo miedo.

Le sonrió con su cara angelical mojada por la lluvia.

A Harrison le dio un vuelco el corazón al ver su pura belleza y valentía. No había conocido en su vida a una mujer que pudiera compararse a ella.

Cuando la tormenta amainó, Harrison y Juliette volvieron a su camarote para cambiarse sus ropas, que estaban empapadas.

Mientras se quitaba la camisa grande y mojada que llevaba puesta, charlaba, llena de entusiasmo.

—¡Ha sido de lo más emocionante! ¡Nunca había visto unas olas tan altas! ¡Oh, todavía me va el corazón a toda velocidad! Ha sido la experiencia más intrépida que he tenido en toda mi vida. ¡Todo lo de este barco me hace sentir que estoy viva de verdad!

—¿Todo? —preguntó mientras contemplaba su cuerpo desnudo y húmedo.

Le pasó, despacio, una toalla seca. Despampanante era quedarse corto. La noche anterior en sus brazos había sido muy apasionada. Al parecer, Juliette vivía al máximo cualquier oportunidad.

Cogió la toalla y se le quedó mirando.

—Sí, todo.

La luz que emitían sus ojos mientras le miraba le provocó una extraña sensación en el pecho. Él le dedicó una sonrisa mientras miraba cómo se enrollaba la toalla pudorosamente alrededor del cuerpo, tapando sus pechos cautivadores.

—¿A qué crees que se debe? —preguntó, incapaz de apartar la vista de ella.

Le dedicó una sonrisa triunfal.

—Porque por primera vez en mi vida estoy haciendo exactamente lo que quiero, sin que nadie me diga lo que debería o no debería hacer. No tengo ni a mi madre ni a mi padre regañándome por mi comportamiento y diciéndome que debería mostrar más decoro y actuar como una dama, como hacen mis hermanas. No tengo una tía mojigata o un viejo tío estirado sermoneándome sobre mi conducta. No tengo a mis hermanas o a mi cuñado, aunque tengan buenas intenciones, advirtiéndome de que estoy montando un escándalo. Soy libre.

—Te estás olvidando de alguien.

Con lentos movimientos se quitó sus prendas mojadas.

—¿Ah, sí?

Se le quedó mirando descaradamente. Como sabía que le estaba observando, se pasó la toalla seca por el cuerpo con una lentitud deliberada.

—Sin duda.

—Estoy segura de que no sé a quién te refieres —respondió con cierto tono insinuante y los ojos centrados en la parte inferior de su cuerpo—. No creo que me haya olvidado de nadie.

—¿Qué hay del capitán de este barco? —Le dedicó una sonrisa rapaz—. ¿Ya te has olvidado de que debes obedecer todas sus órdenes?

—Ah, sí. —Con las manos que aún sujetaban la toalla que tenía delante, Juliette dio un paso hacia él y sus ojos azules titilaron—. ¿Cómo iba a olvidarme? Parece ser que tengo a un guapo capitán de barco dándome órdenes.

—Guapo, ¿eh?

Le gustaba que le dijera eso.

—Oh, sí, muy guapo.

Se acercó más, con una sonrisa incipiente en la comisura de sus labios.

—Es la norma del mar. Debes obedecer todas las órdenes de un capitán.

—¿Todas las órdenes? —preguntó con una sorpresa falsa y las cejas arqueadas.

—Sí —respondió—. Al pie de la letra.

—Ya veo.

Asintió con la cabeza con la vista clavada en sus ojos.

Fascinado por la interacción entre ellos, Harrison notó cómo su cuerpo reaccionaba ante su proximidad.

—Acércate más —le ordenó.

Avanzó hasta que estuvo a un centímetro de él. Podía oler el agua de mar en sus cabellos que colgaban en rizos oscuros y mojados alrededor de su rostro. Dios, era una mujer preciosa. Ella se le quedó mirando con expectación.

—Tira la toalla.

Su divertida expresión desapareció cuando sus seductores ojos se oscurecieron por el deseo. Sin la más mínima vacilación, Juliette dejó que la toalla blanca se deslizara de sus dedos y cayó a sus pies en el suelo con un ligero ruidito. Se quedó desnuda delante de él y él contuvo la respiración ante aquella vista. Su cremosa piel blanca resplandecía luminosa bajo la luz de las velas. Luchó contra el impulso de tocarla. De momento.

—Ahora bésame —le murmuró con la voz ronca por lo mucho que la deseaba.

Contuvo el aliento mientras esperaba a ver si ella le obedecía.

—A la orden, mi capitán —susurró antes de ponerse de puntillas para besarle en los labios.

Sus pechos desnudos le rozaron el pecho y de repente se quedó sin respiración. Harrison la envolvió con sus brazos y la besó lenta y profundamente. Un pequeño suspiro se escapó de Juliette cuando sus lenguas se encontraron. Podía ahogarse con facilidad en su dulzura sin importarle si podía respirar de nuevo. Sus dedos recorrieron su pelo mojado, masajeando su cuero cabelludo con lentos y tranquilos movimientos que irradiaban placer por todo su cuerpo. Sus labios continuaron pegados, mientras él bajaba por su espalda hasta llegar a las curvas de sus nalgas para acariciarlas. Su piel se calentaba al rozarla y pareció que se fundía con él. La cogió fácilmente en brazos y la llevó a la cama. Se tumbó junto a ella, besándola con delicadeza en las mejillas, en la nariz, en la barbilla y, más abajo, en su suave cuello hasta llegar a la clavícula, ansioso por sentir cada centímetro de su cuerpo con su boca.

Harrison le hizo el amor toda la tarde mientras la Pícara Marina navegaba hacia aguas más tranquilas. Después, se quedaron dormidos el uno en los brazos del otro y ni siquiera se vistieron cuando se despertaron para comer. Robbie les había llevado comida al camarote y había abierto los ojos como platos al caer en la cuenta de que Harrison y Juliette estaban juntos. Sin duda eran la comidilla del barco, pero ahora ya no había remedio. Su tripulación se lo tomaría con calma y a Juliette no parecía importarle; al menos, no de momento. Pero ya se encargaría de ese tema más adelante.

Envueltos en las sábanas, se sentaron en la cama y compartieron una barra de pan caliente y crujiente, y buen queso, junto con una botella de vino de unos viñedos de Francia que Harrison había adquirido hacía unos años.

—Me siento tan decadente... —susurró Juliette con un tono confidencial.

—¿Porque estás desnuda con un hombre en la cama? —preguntó.

—No —respondió negando con la cabeza—, porque estoy comiendo en la cama.

No pudo evitar reírse antes de darle un beso en sus labios endulzados por el vino.

—Lo digo muy en serio, Harrison —le explicó—, nunca había pasado un día de forma tan holgazana.

—No creo que el ejercicio al que nos hemos dedicado pueda describirse como holgazanería.

—No me refiero a eso.

Se rio tontamente y un ligero rubor le tiñó las mejillas.

—Perdóname, se me había olvidado que sueles trabajar muy duro en la librería —se burló de ella.

—Es cierto. Solía pasar horas trabajando en la tienda día tras día. Pero desde que Colette se casó con Lucien, ya no necesitan que me encargue de la tienda. ¡Gracias a Dios!

—Habría pensado que disfrutabas llevando un negocio.

Juliette tomó otro sorbo de vino.

—Pues no. Para serte sincera, lo detestaba. Ah, pero a Colette y Paulette sí les encantaba trabajar allí. Vivían para la librería y habrían hecho cualquier cosa para quedarse con ella mientras que yo la despreciaba.

—¿Y eso? —preguntó y partió un trozo de pan.

Ella suspiró profundamente.

—Era aburridísimo. ¡Con todos aquellos libros! Ag. Me agobiaba el peso de todo aquello. Supongo que he salido a mi madre. Ella también odiaba la librería, lo que no ayudó al matrimonio con mi padre.

Harrison sabía que su padre había fallecido, pero no había conocido a su madre mientras estuvo en Londres.

—Creo recordar que tu madre es francesa.

—Sí —asintió—, esa es la razón por la que mis hermanas y yo tenemos nombres franceses.

—Y todas os parecéis mucho —añadió.

Recordaba aquello perfectamente de su visita a Devon House. De hecho, al principio le costaba distinguir a las extraordinariamente bellas hermanas Hamilton, sobre todo a las dos pequeñas, pero durante el poco tiempo que había pasado en su compañía las había encontrado a todas muy inteligentes y encantadoras.

Juliette le dedicó una sonrisa perezosa.

—Sí, dicen que nos parecemos.

Se recostó en las almohadas, apoyadas en la enorme cabecera, y extendió su copa hacia él.

Harrison la rellenó.

—Me gusta tu acento —le dijo ella.

—No tengo ningún acento —replicó—. Tú eres la que tienes acento.

Juliette se rio un poquito.

—Sí, pero ¿te gusta mi acento?

—La verdad es que sí.

La besó en la punta de su nariz respingona y luego le dio un sorbo al vino.

—¿Quién es Melissa?

Su voz se transformó en un susurro.

Más que sorprendido por aquella repentina pregunta, respondió:

—¿Dónde has oído hablar de Melissa?

Sin la más mínima vacilación ni sentido de la vergüenza, confesó:

—Cuando estuve encerrada en tu camarote y fisgoneé entre tus cosas para buscar la llave, encontré una fotografía de ella. Es muy hermosa.

Sí, Melissa era hermosa. Delicadamente hermosa. Hasta tal punto que resultaba desgarrador.

—Es mi hermana.

—Ah... —musitó Juliette—. Es tu hermana.

Si no se equivocaba, una expresión de alivio atravesó el rostro de Juliette. O al menos le produjo una gran satisfacción pensar que así había sido. Él asintió y bebió un trago de vino. No hablaba de Melissa con nadie, salvo con Annie, porque Annie cuidaba de ella y no necesitaba que le diera explicaciones.

—¿Dónde vive? —preguntó Juliette—. ¿Está casada?

—Vive conmigo. Y no, no está casada.

Desgraciadamente. Dudaba que Melissa se casara alguna vez.

—Entiendo —murmuró Juliette, pero estaba claro que no entendía nada.

—Melissa no está bien. La cuida una enfermera.

Juliette se quedó pensando un momento antes de preguntar:

—¿No me habías dicho que tenías dos hermanas? ¿Y también un hermano?

—Sí.

No iba a parar.

—¿Dónde están?

—Mi hermano Stuart está a bordo de un barco de camino a China. Es un empleado de mi compañía. Mi hermana Isabella está casada con un fabricante de ropa y vive en Boston.

—¿Cuántos años tenías cuando murieron tus padres?

Él se calló. Su familia no era un tema del que hablara fácilmente.

—Tenía quince años cuando mi madre falleció.

El día que su madre murió lo lamentó muchísimo. Había partido de Cape May y no había llegado a tiempo de despedirse de ella.

—¿Y tu padre?

—Nunca llegué a conocer a mi padre.

La expresión de desconcierto que reflejó la cara de Juliette le obligó a explicarse.

—Verás, Juliette, mis hermanas, mi hermano y yo tenemos todos padres diferentes.

Su voz se alzó un octavo por la sorpresa.

—¿Tu madre se casó cuatro veces?

Él sonrió con pesar por su ingenuidad. La vergüenza familiar que sentía en la infancia brotó con inquietud de su pecho.

—Por desgracia, mi madre nunca estuvo casada. Era una prostituta.

—Oh, Harrison. —Se le quedó mirando con aquellos ojos azules abiertos de par en par por el asombro, aunque llenos de compasión—. No sé qué decir.

Harrison apartó la mirada.

—No hay nada que decir. Por desgracia, no es una historia nueva ni fuera de lo común. Mi madre era una joven inculta, pero muy guapa, que luchó para sobrevivir bajo unas terribles circunstancias y lo hizo lo mejor que pudo.

Se encogió ligeramente de hombros, sorprendido por haberle revelado tantas cosas a Juliette. No obstante, por alguna razón se sentía obligado a continuar, a explicárselo.

—Por lo visto amaba al hombre que fue mi padre. Pero él no la quería a ella. Era la hija de un granjero que vivía cerca de Carlisle, Pennsylvania, y él era un mozo de labranza que estuvo trabajando allí durante un verano. Cuando se enteró de que iba a tener un bebé, desapareció. Así que a los dieciséis años su padre la echó de casa y acabó viajando a Nueva York con otro caballero, George Fleming, que al final terminó convirtiéndose en el padre de Melissa. Mi madre me dio su apellido cuando nací. Era una especie de vendedor de artículos del hogar. Estuvo con él un tiempo, pero nunca se casaron porque él ya tenía una esposa en Philadelphia. Arrendaron un pequeño apartamento en la ciudad de Nueva York y allí fue donde nací y pasé la mayoría de mi infancia.

—Y luego ¿qué pasó?

—Al final nació Melissa y fuimos una familia bastante feliz durante algún tiempo. George me enseñó a leer y a escribir. Hasta intentó enseñar a mi madre a leer, pero era una negada. Tenía extraños periodos de melancolía cuando no se marchaba de casa durante largo tiempo. Mi madre lloraba e intentaba sacarle de aquel estado de tristeza. Entonces, de repente, se ponía bien y las cosas volvían a ser normales. Durante uno de sus particulares episodios de pesimismo, cuando Melissa tenía seis años y yo, ocho, George Fleming se pegó un tiro en nuestra cocina. Melissa y yo fuimos los primeros en encontrarlo, cubierto de sangre y sin vida sobre el suelo.

Aunque abrió mucho sus ojos azules, Juliette no dijo nada, pero extendió el brazo para cogerle la mano. A pesar de la expresión de horror en la cara de la muchacha, él continuó. No parecía poder parar de contarle cosas que nunca le había revelado a nadie.

—Mi madre lo pasó muy mal después de aquello. Prácticamente analfabeta y sin poseer ninguna habilidad, hizo lo único que podía hacer. Encontró a otro hombre con el que juntarse. Este solo duró lo suficiente para engendrar a mi hermano, Stuart. Apenas le recuerdo. Luego conoció a un irlandés que trabajaba en el puerto, Dan O’Malley, que era como un gran oso. Yo le caí en gracia y me enseñó los barcos donde ayudaba a cargar y a descargar. Le adoraba y le habría seguido a cualquier parte. Era muy bueno con nosotros y, lo que era más importante, era bueno con mi madre. La única época que recuerdo ver a mi madre reírse de verdad es cuando Dan vivía con nosotros.

Harrison hizo una pausa y bebió más vino.

—Pero Dan acabó en la cárcel, acusado de robar en uno de los barcos. No sé si de verdad era culpable o no, pero no le volvimos a ver nunca más. Después de perder a Dan, creo que fue cuando mi madre empezó a ejercer la prostitución. Nunca supo quién era el padre de Isabella. Pero nos quería y nos mantuvo a salvo todo el tiempo que pudo. Y cuando murió, como yo era el mayor, pasé a ocuparme de mi hermano y de mis hermanas pequeñas. Nunca quise que mis hermanas pasaran por lo que pasó mi madre.

—Oh, Harrison —murmuró Juliette, angustiada.

La compasión en su voz le obligó a continuar.

—Quería tener algo parecido a una familia, así que hice lo necesario para protegerlos. Trabajé mucho, aprendí todo lo que la gente me enseñaba y ahorré hasta el último penique. Cuando mi madre murió, nos mudamos con una anciana que vivía en el mismo edificio. Era como una abuela para nosotros. Se llamaba Margaret. Cuidaba de mis hermanas y de Stuart, y les enseñaba a leer y a escribir, mientras yo trabajaba en el barco. En cuanto ganaba algo de dinero, enviaba un poco a Margaret para ayudarla con mis hermanos, y el resto me lo guardaba.

—¿Y compraste tu primer barco?

—No. —Le lanzó una sonrisa reacia—. No, gané mi primer barco en una partida de cartas. Tenía diecinueve años.

—Impresionante.

—No lo es tanto. —Harrison se encogió de hombros—. También tuve mucha suerte de que mi oponente fuera sumamente rico y de que estuviera demasiado borracho para jugar bien.

Juliette se lo quedó mirando con una expresión de asombro y respeto. Él notó una extraña sensación de hormigueo en el pecho al pensar que ella le admiraba.

—Eres un hombre extraordinario.

Sorprendido, él negó con la cabeza.

—No. Solo hice lo que tenía que hacer.

Y lo hizo mientras tomaba la decisión de que no quería quedarse nunca sin dinero. Quería tener lo suficiente para no tener que preocuparse de cómo conseguir su próxima comida. O de que les desahuciaran y les echaran a la calle porque no podían pagar el alquiler y vivir en un sitio seguro. Quería tener bastante dinero para que sus hermanas pequeñas nunca tuvieran que enfrentarse a la vida que su madre tuvo para sobrevivir. Quería protegerlas.

Vendió el primer barco que ganó jugando a las cartas, cogió el dinero y lo invirtió en una pequeña empresa de transporte marítimo que fue extraordinariamente bien. Con los años, fue comprando y vendiendo barcos de forma rentable, siempre fiándose de su instinto e invirtiendo prudentemente, para lo que por lo visto tenía un don natural. Harrison había navegado por todo el mundo, había fundado su exitosa empresa de transporte marítimo H. G. Fleming & Company, así como otros negocios, y era propietario de varias casas. Pero lo más importante era que había mantenido a salvo a sus hermanos porque era un hombre muy rico.

—¿Harrison?

Se apartó de los recuerdos en los que no había pensado durante tantos años y miró a Juliette. Estaba recostada en las almohadas, tenía un aspecto bastante relajado e increíblemente sexy. Desnuda, cubierta con una sábana a la altura de los pechos, sus piernas torneadas quedaban expuestas sobre la cama. Su sedoso pelo oscuro estaba despeinado de manera seductora por la cara. No tenía ni la más remota idea de lo atractiva que estaba.

—¿Sí? —preguntó.

—¿Sabes que has tenido una vida extraordinaria?

Él le guiñó el ojo.

—Y todavía no se ha acabado.

Harrison cogió las copas y los platos, y los puso sobre la mesilla de noche.

Juliette seguía seria, casi compungida.

—Me siento ridícula por haberme quejado de trabajar en una librería.

La abrazó y se recostó en las almohadas con ella, disfrutando de tenerla a su lado.

Le dio un beso en sus suaves labios y sonrió.

—Eres la mujer más asombrosa que he conocido. No tienes por qué sentirte ridícula por nada.

—¿Ah, no? —preguntó.

—En este momento, no.

Entonces le dio un beso que desde luego no la hizo sentirse ridícula.