XXII. La doble cornada

En la madrugada del tercer día después de su colapso, Jukichi de Obanaya pasó a ser una persona del otro mundo. Sus huesos fueron enterrados en el templo familiar de Yotsuya Samegahashi. Cuando terminó el funeral de los siete días, a los asistentes se les repartieron los dulces conmemorativos, en correspondencia a sus donativos de duelo[98], y todas las formalidades parecían haber sido cumplidas, el fin de año quedó a tiro de piedra. Afortunadamente, Obanaya contaba con una hakoya con experiencia en los negocios de la casa, pero, ahora que había muerto la neesan, el viejo Gozan se vio incapaz de llevar él solo ciertos asuntos, como la preparación de las ropas de primavera para las geishas y aprendizas. Se encontró, simplemente, perdido. Aprovechando la noche de ese mismo funeral de los siete días, en que estaban reunidos amigos, allegados y familiares, comunicó discretamente su decisión de traspasar o vender la casa de geishas a alguien interesado, ya que no era aquél un negocio para un hombre solo, y de pasar los años restantes de su vida viviendo de alquiler en el bajo de cualquier casa y recuperando su viejo oficio de narrador en alguna sala de vodevil.

La noche anterior, la hakoya Osada apenas había podido dormir, preparando los regalos de fin de año para los machiai con los que Obanaya había tenido relaciones a lo largo del año. Y por la misma mañana salió a repartir personalmente los más importantes. Al volver, con la frente cubierta de sudor a pesar de ser un día de invierno, se encontró a Gozan revisando los documentos que había en la cómoda.

—Gracias por todas las molestias que se está tomando… —le dijo Gozan a modo de saludo al tiempo que se quitaba la gafas de gruesa montura de latón con las que corregía su vista cansada—. Descanse un poco y no abuse del trabajo. ¡Estaría bueno que, por fatigar en exceso su cuerpo, cayese usted en cama! ¿Qué sería de mí entonces? Por cierto, Osada, si tiene un momento, me gustaría consultarle algo. Hay varias cosas…

—¿De qué se trata, señor? Si es algo en lo que pueda ayudarle…

—Pues, francamente, se trata del futuro de las chicas… Las de arriba seguro que ya saben algo, ¿no es así? Todavía no les he dicho nada en serio. No sé, a lo mejor están hablando entre ellas…

—Bueno, Hanasuke ha comentado que le gustaría cambiarse a alguna otra casa después de que usted hable con ella.

—Bien, bien. Por suerte, Kikuchiyo fue rescatada el año pasado; así que una preocupación menos. Me quedan dos, Hanasuke y Komayo. Después están las pequeñas, pero probablemente ésas no me darán problemas…

—Al parecer, Komayo dice que se quiere ir al campo…

—¿Cómo? ¿Al campo? ¿Es que se ha vuelto loca? Bueno, bueno, la idea es que cuando entre a formar parte de la familia Hamamuraya (esto que quede entre usted y yo, ¿eh?) será el momento oportuno de anularle el reconocimiento de su deuda.

—Pero, señor, las cosas ya no van por ese camino de rosas. Hace tiempo que terminó su relación con el señor Segawa.

—¡¿Qué?! ¿Es posible eso? ¿Ha roto con él? ¡Y yo que quería ayudarla en su boda, aunque fuera con poco…! Bueno, pero si ya han roto para siempre…

—Tampoco es que yo sepa los detalles de cómo están las cosas entre ellos, pero creo que será muy difícil que se case con él.

—¿De verdad? ¡Y yo sin enterarme de nada! Esto demuestra lo estúpido que se vuelve uno con los años. Cuando la cosa va de amores, no me entero de nada.

—Lo que se dice por ahí es que el señor Segawa, es decir, el señor Hamamuraya, va a casarse a principio de año con una tal Kimiryu, una que antes trabajaba en Minatoya.

—Humm… conque sí, ¿eh? Ahora entiendo por qué Komayo quiere irse de este barrio y marcharse al campo. Pero ¿no le parece que se está comportando de una forma demasiado cobarde? ¿Por qué no protesta o hace algo?

—La verdad es que yo tampoco ando muy enterada, pero, según me ha contado Hanasuke, Komayo lo pasó muy mal, tal mal que llegó a preocupar a los que estaban más a su lado. También yo estaba muy inquieta, aunque no se lo dije a nadie, claro, temerosa de que pudiera cometer alguna locura. Pero justo entonces, la enfermedad y luego el funeral de nuestra neesan la distrajeron de la pena, y ahora parece que está algo más resignada.

—Y dígame: esa otra mujer, ¿es guapa? —preguntó Gozan.

—¿Kimiryu? La conozco y no es tan guapa. Pero tiene buena figura y es alta; llama la atención. De su belleza, señor, no le puedo decir más. Pero dicen que tiene una dote muy apetitosa. Por eso, según dicen, fíjese usted, al señor Segawa se le fue la cabeza por completo.

—Ya veo, ya veo… El dinero lo cegó, ¿verdad? Si es un hombre así, ¿sabe lo que le digo?, pues que mejor para Komayo que todo haya terminado entre ellos. Pero entiendo lo mal que tiene que haberlo pasado, la pobre.

—Señor, cuando Komayo sepa lo que usted me ha dicho, va a sentirse muy agradecida.

En ese momento sonó el teléfono. La hakoya Osada se levantó y cerró detrás de sí el fusuma de la entrada.

En esa época del año, cuando los días eran los más cortos, la oscuridad empezaba a adueñarse de la sala de estar de seis joo, y eso a pesar de que Gozan hacía poco que había acabado su comida de mediodía. La luz de la vela del pequeño altar budista, que había en el fondo de la sala, se reflejaba lustrosamente en el dorado de la tablilla funeraria recién fabricada. Gozan se levantó y, apoyando la mano en los riñones, encendió la luz eléctrica. De paso prendió fuego a una de las varillas de incienso que había en el pebetero del altar. Después se puso otra vez a curiosear en los cajones de la cómoda. Entre los papeles hubo uno que le hizo musitar: «¡Vaya! Aquí está el documento de la deuda de Komayo». Adjunta había también una partida de nacimiento con acta notarial. Todo estaba cuidadosamente anotado. El nombre original: «Koma Masaki»; la fecha de nacimiento: «Nacida el día X del mes X del año veintitantos de la era Meiji»[99]; «Padre: fallecido; madre: fallecida».

Al terminar de leerlo, Gozan dijo para sí: «Sus padres están muertos, los dos».

Komayo había perdido a su madre cuando empezó a ir a la escuela primaria. Su padre volvió a casarse y, como la madrastra la trataba mal, fue confiada a su abuela materna, que la crio. Mientras tanto, falleció su padre, que de oficio era enlucidor de paredes. Cuando estaba casada en Akita, murió también su abuela. Por eso y por no tener hermanos, ahora estaba completamente sola en el mundo.

Gozan había confiado todos los negocios de esta casa de geishas a su mujer y, a pesar de ser consultado alguna vez, él pensaba que era absurdo que un hombre metiera las narices en los asuntos de las mujeres, que debían ser resueltos entre ellas. Era ahora, por lo tanto, la primera vez en su vida que hojeaba los certificados de las deudas de sus empleadas y la primera vez también que se enteraba de la situación de desamparo en que se iba a encontrar Komayo. Se acordó entonces de que, cuando el fin de su mujer parecía inminente, días atrás, decidió apretar los dientes e intentar traer a casa, aunque sólo fuera un instante, a su hijo Takijiro, ese hijo que se había escapado de casa y cuyo rostro deseaba que viera su esposa una vez antes de morir, aunque ya no hablara. Se humilló para pedir a un conocido, que trabajaba en la oficina del gremio de geishas, que le ayudara a localizarlo. Gracias a sus pesquisas, se enteró de que su hijo se había marchado a Kobe con una prostituta de categoría ínfima, después de que la policía hubiera iniciado la pasada primavera una redada contra la prostitución en los seis distritos que rodean el parque de Asakusa, poniendo así en peligro el negocio de Takijiro. Fue un nuevo mazazo para Gozan, el cual, a pesar del temple de su carácter y de su terquedad, se dio cuenta de que acababa de sentir la embestida del vacío de la vejez y de la frivolidad de la sociedad. Ante esta doble cornada, ahora que por azar había descubierto las circunstancias en que se encontraba Komayo, también sola y sin nadie en el mundo, se sintió sobrecogido por un sentimiento de profunda compasión por ella.

El día iba cayendo y, fuera, ráfagas de viento invernal movían los cables del tendido eléctrico con un ruido desagradable. En cambio, los cascabeles de los rikishas, que iban y venían, anunciaban las fechas de fin de año. Arriba, las chicas habían salido ya para atender sus compromisos de trabajo. Sólo Komayo seguía encerrada porque no se encontraba bien. Gozan quiso aprovechar la ocasión y discretamente mandó decirle que bajara al cuarto de estar.

—¿Qué te pasa? ¿Has pillado un resfriado o algo? —le preguntó al verla.

—No es nada. Sólo que me duele mucho dentro de la nariz —respondió.

Su voz era nasal y no tenía buen color de cara. Con el gesto alicaído, se había sentado con la cabeza gacha. Gozan se fijó en cómo los mechones sueltos de su peinado deshecho se reflejaban claramente en el fusuma forrado de seda que había debajo del altar budista. Era una visión extrañamente triste.

—Dicen con razón que las enfermedades tienen mucho que ver con el estado de ánimo de las personas. Por eso tienes que recobrar el ánimo. Bien, voy a ir al grano. Me han dicho que te quieres marchar al campo, ¿no es eso? Bueno, no es que te vaya a reprender yo por ese deseo, pero lo mejor es que no te precipites sobre tu futuro tomando decisiones que puedan resultar equivocadas, ¿no te parece? Ya me he enterado de todo. Sé lo que ha pasado con ese actor, el de Hamamuraya. Entiendo que quieras marcharte para ganarte buenamente la vida porque no puedes dar la cara ante una sociedad que sabe que te han robado al hombre con quien estabas prometida. Bien. Ahora escúchame y responde: ¿a que no te irías al campo si tuvieras algún medio de recuperar tu honor? ¿Verdad?

Komayo se limitó a asentir con la cabeza, sin alzar la vista. Gozan no se dio cuenta de que el tono con que ahora le hablaba a esa joven era el mismo que adoptaba cuando narraba en el teatro crónicas sentimentales.

—Acabo de enterarme también ahora, al ver por primera vez el certificado de tu deuda, de que eres la única que no tiene padres, ni hermanos, ni nadie a quien recurrir. Por importante que sea para tu orgullo, te aseguro que si te vas a algún pueblo perdido por ahí, donde no conoces a nadie, vas a estar siempre en vilo y la suerte no llamará a tu puerta. En lugar de eso, ¿no sería mejor que te quedaras en el barrio y aguantaras un tiempo el chaparrón? No hace falta que te diga la situación en la que yo me encuentro en estos momentos. Ahora que he perdido a mi mujer, he descubierto que un hombre solo, ya lo ves, no puede llevar este negocio. Aunque conociera el paradero de mi hijo y él sea un hombre, tampoco serviría para esto. En fin, que he tomado la decisión de traspasar este negocio a cualquier persona adecuada que tenga interés. Por supuesto que no tengo ningún apremio de dinero, ni nada por el estilo. Yo soy un hombre que con mi lengua como única herramienta puedo vivir allí a donde vaya. Vamos a ver, ¿no tendrías tú interés en levantar ese ánimo y convertirte en la nueva neesan de esta casa de Obanaya, en llevar el negocio como nueva dueña y sorprender a la gente del barrio con tu éxito? ¿Qué te parece?

Ante esta propuesta tan imprevista, Komayo se quedó muda. Gozan tenía la impaciencia propia de la gente mayor y, viendo que la geisha no decía nada, siguió sin poder contenerse:

—Sé que es una peste esto de tener a un viejo en una casa de geishas. Por eso, yo me cambiaré de casa, a algún otro lugar del barrio. Ya sabrás, Komayo, que esta casa no es de alquiler, aunque el terreno sí lo sea. Yo mandé reconstruir la casa hace diez años. El terreno tiene diez tsubo y su alquiler cuesta cinco yenes. Yo no te cobraría el alquiler de la casa y el traspaso ahora, sino cuando te vaya bien y puedas pagarlo. Cuando hable con Hanasuke, con las otras dos chicas contratadas y con la hakoya, y les comunique este plan que te propongo, podrán irse si no les gusta la idea. En tal caso, buscaremos nuevas chicas para empezar de nuevo y llevar el negocio de la forma que tú quieras. En fin, no sabes lo tranquilo que me quedaría si aceptaras la propuesta. Una vez que vaya rodando el negocio y empieces a hacer caja, entonces podrás pagarme el traspaso o lo que te parezca justo. Bien, Komayo, ¿qué te parece? ¿Quedamos en eso de momento?

—Señor, me ofrece usted unas condiciones tan generosas que no sé qué decir. Ahora mismo y yo sola, no podría darle una respuesta.

—Por eso yo voy a encargarme de todo. De todos modos, una vez que hagamos el trato, no te imaginas el peso que se me quitará de encima… Perdona…, tú… llámame al masajista por teléfono dentro de un rato. Mientras me voy a dar un baño…

Y, sin mirar más la cara estupefacta de Komayo, Gozan echó a andar bruscamente con la toalla en una mano. La geisha, después de llamar al masajista por teléfono, volvió al cuarto de estar y se sentó reposadamente ante el altar budista con la intención de echar algunos carbones en el brasero. Pero, de repente, se sintió embargada de una emoción —¿era de felicidad, era de tristeza?— y pasó un buen rato con el rostro hundido en las dos mangas de su quimono.