XX. El baño de la mañana

Eran casi las once de la mañana cuando, en el baño público de Hiyoshiyu, el dueño de la casa de geishas Obanaya, el viejo Gozan, relajaba su cuerpo con evidente placer dentro del agua caliente de la bañera principal. La ocupaba él solo a una hora en que el establecimiento se hallaba casi desierto de clientes[91]. Después de estirarse hasta casi arrancarse los brazos flácidos y acompasar este movimiento de un sonoro bostezo prolongado en un continuado «ahhh», se entretenía observando cómo la suave luz del invierno, que se colaba sesgadamente por el tragaluz del techo alto, penetraba en el agua todavía limpia de la bañera. En ese momento, la puerta exterior de cristal se abrió con ruido dando paso a un cuarentón de tez morena, robusta cerviz y anchos hombros, rasgos que casaban mal con el quimono acolchado que llevaba. Lo vestía, a pesar de la ligera suciedad de sus solapas, con cierto estilo y llevándolo ceñido por un obi de crepé que sólo por delante parecía almidonado. Llevaba un bigote escaso pero cuidado. No tenía pinta ni de periodista ni de abogado, y, desde luego, costaba trabajo creer que su ocupación fuera del todo respetable. Mientras se desnudaba, miraba de lado, pero fijamente, el tablero de la pared donde se anunciaban los programas de espectáculos, como teatro, vodevil y otros. Parecía leerlos con una expresión de censura en su semblante. Después, abrió con brusquedad la cristalera de acceso a la sala de baños, se acercó a la bañera a grandes pasos y empezó a echarse agua al cuerpo. Fue entonces cuando el viejo Gozan se incorporó en la bañera, después de haberse relajado al máximo en el agua.

El recién llegado, al verlo, lo saludó sin cumplidos con un escueto «hola», a la manera de cualquier joven estudiante. Tuvo la intención de sumergirse directamente en el agua, pero la encontró demasiado caliente. El viejo Gozan, con una punta de ironía en su tono, le dijo:

—No hay nada mejor que un baño público, ¿verdad, señor Takaraya? Aunque parezca mentira, cuando me baño en casa, no me sale ni el tarareo de una canción.

Al terminar de hablar, sintió el apremio de un nuevo bostezo que esta vez se cuidó de disimular. Tal vez fuera una reacción inconsciente a que, sin saber por qué, pues no tenía nada en su contra, este hombre le producía disgusto. Decían de él que había sido actor en una compañía teatral de poca monta y propagador de ideas demócratas[92]. Hasta hacía cuatro o cinco años, cualquiera que oyera hablar de Takaraya, fuese geisha o cliente, podía decir fácilmente: «¡Ah, el de esa casa[93]. El resultado fue que pudo amasar una fortuna considerable en poco tiempo. Ahora, sin embargo, en un esfuerzo por lavar su mala fama, sólo contrataba a geishas que eran consumadas artistas y no escatimaba generosas gratificaciones a los machiai importantes. Así, sin saber desde cuándo, el negocio había cambiado totalmente de cara. El año anterior, coincidiendo con cierto conflicto surgido en el gremio de las geishas y la celebración de elecciones a la junta directiva, emprendió una campaña electoral y consiguió salir elegido miembro de la junta. Desde entonces, su influencia empezó a dejarse notar poco a poco. Para el viejo Gozan, esta forma de encumbrarse era propia de un arribista, por emplear un calificativo bastante usado en la prensa por aquellos días, una manera de prosperar en el mundo que a él le hacía sentir mal. Takaraya no pareció preocuparse en absoluto de mantener cierta dignidad al principio y recurrió a los medios más bajos que pudo; después, cuando su situación económica mejoró un poco, de la noche a la mañana se dispuso a ganar voluntades e influencias con dinero y, olvidando su estado anterior, empezó a darse aires. Si fuera un político, empresario, corredor de bolsa o algo por el estilo, podría pasar. Pero Gozan pensaba, además, que ser dueño de una casa de geishas era algo que debía reservarse para una persona que lo tuviera como una suerte de afición, o bien, por ejemplo, para antiguos libertinos que, cansados de la vida y arruinados por los placeres, desearan dotar a su negocio de cierto halo de buen gusto.

Sí, Gozan seguía pensando igual que cuando era joven. Sus ideas no le permitían congraciarse con la personalidad del dueño de la casa Takaraya. Para empezar, no le gustaba ese bigote que llevaba. Le parecía, además, ridícula su manera de llevar el negocio: ahora que era uno de los directivos del gremio de las geishas, cuando se presentaba algún informe financiero, o en cualquier reunión, él, invariablemente, tomaba la palabra y se dirigía con ínfulas de orador a los miembros de la junta, como si de una asamblea de accionistas se tratara.

El caso es que el propio Takaraya, como la gente lo llamaba por el nombre del establecimiento que dirigía, no parecía darse cuenta de la antipatía que suscitaba a su alrededor. O, si reparaba en ello, tal vez fuera su intención ser diplomático y mantener ese aire insolente y avasallador que, según él, había sido la clave de su éxito. Fuera lo que fuese, no pareció importarle mucho que la respuesta distraída que había recibido su saludo se viera salpicada con un bostezo ahogado. Así que le dijo a Gozan:

—Sensei, hace mucho que no se le ve a usted narrando historias en las salas de vodevil, ¿no?

—Bueno, la verdad es que a mi edad ya no es fácil trabajar, aunque uno quiera —respondió Gozan, sentado en cuclillas y lavándose los costados, en cuya piel sobresalían las costillas—. Si salgo a escena, pongo en un compromiso al dueño del local, por no hablar del público habitual.

—No sé si será por la mala calidad de los programas, pero lo cierto es que están decayendo las salas de vodevil, ¿verdad? Por cierto, sensei, a decir verdad, hacía tiempo que deseaba consultarle algo… pero como yo también he estado tan ocupado últimamente…

Takaraya dijo esto último mirando aprensivamente a un lado y a otro. En la sala de baño sólo estaban ellos dos. Del recinto contiguo del baño de mujeres no llegaba ningún sonido y el silencio era absoluto. La anciana portera, sentada en la recepción, estaba concentrada descosiendo un vestido. Así que Takaraya continuó hablando:

—Hablando con franqueza, deseaba pedirle encarecidamente que aceptase formar parte de la junta directiva del gremio. Creo que, si ya no va a trabajar a las salas, seguramente tendrá tiempo para ello. Me gustaría mucho contar con su colaboración… —Había empezado ya a pronunciar las palabras con ese tono de oratoria que tan desagradable le resultaba a Gozan.

En la recámara de los planes de Takaraya estaba ir jubilando poco a poco a los directivos de mayor antigüedad y nombrar a otros que fueran nulidades, es decir, que no lo estorbaran en su propósito de mandar más que nadie. Gozan era el dueño de Obanaya, uno de los establecimientos más antiguos de todo Shinbashi, y era conocido por ser un viejo obstinado y cascarrabias, pero también una persona cándida y buena, ajena a la codicia y a todo afán de medrar. Takaraya creía que si convencía a este patriarca del barrio con buenas palabras y lo hacía miembro de la junta, seguro que no iba a fisgonear en sus manejos, se estaría callado y no se interesaría por detalles de asuntos económicos que en el fondo despreciaba. Le convenía, en consecuencia, tener al lado a este hombre antes que a otro entrometido que, además, pudiera hacerle sombra.

Gozan, tal vez por olerse todo esto, se limitó a contestar con frialdad:

—No. Ni hablar. Últimamente mi mujer anda bastante pachucha. Yo también tengo ya mis años. La verdad es que no me veo capacitado para ser directivo.

—¡Vamos, hombre! Me pone usted en un apuro. En cualquier caso, sólo su nombre, señor Obanaya, un veterano en la zona, despierta tanto respeto…

En ese instante entró el empleado del baño, el cual, a modo de saludo, dijo:

—Ya ha empezado a hacer frío, ¿eh? —Y se puso a frotar la espalda de Takaraya, quien tuvo que interrumpir la conversación.

Entre tanto, uno tras otro, entraron varios clientes a bañarse. Uno, de treinta y tantos años, piel llamativamente blanca y gafas de montura dorada, era el marido —para algunos, el mantenido— de la peluquera Oko, una millonaria, al decir de la gente. Al parecer, este hombre había sido comentarista de cine mudo. Otro de los clientes era un cincuentón gordo y calvo, propietario de un restaurante especializado en carne de pollo, el Ichiju. Llevaba a su lado a un niño de once o doce años de aspecto enfermizo y con una pierna que le hacía andar patojo. Como todos eran conocidos, entraron en la sala saludándose con un «buenos días». De forma natural se formaron dos grupos: el del Ichiju, que se puso a conversar con Gozan, y el marido de la peluquera[94], que empezó a hablar con Takaraya de geishas de distintos barrios. Al cabo de un rato, Takaraya, con el tono de haber recordado repentinamente algo, dijo:

—También en Shinbashi se ha dejado ver recientemente ese tipo de geisha. Pero que conste que no han faltado en el gremio protestas confidenciales de que eso afecta el buen nombre del barrio.

—Ah ¿sí? ¿Y quién es esa geisha?

—¿Todavía no la conoce? Se llama Ranka.

—¿De qué casa es?

—Bueno —dijo Takaraya sin contestar la pregunta—, la verdad es que no ha pasado ni un mes desde que anunció su debut. Pero ya es tan famosa que todo el mundo la conoce.

—¿Sí? Me parece increíble sólo oír hablar de ella —dijo el marido de la peluquera con evidente interés y la cara enjabonada. Y, sin esperar a quitarse el jabón que le había entrado en los ojos, preguntó—: ¿Y cómo es? ¿Es guapa?

—¡Cuidado, cuidado! Si me distraigo y le digo que es guapa, su mujer la tomará conmigo después…

—Con eso que me dice, me dan más ganas de conocerla.

Takaraya se echó a reír.

—Bueno, en mi opinión, no se la puede llamar geisha. Es de las que sorprenden dos veces: cuando se oye hablar de ella y cuando se la ve. Pero ya sabe usted la fuerza terrible que tienen los rumores. Cuando la gente se reunía y hablaba de ella diciendo que era una tipa rara, una geisha que dominaba nuevas artes, se hizo famosa de la noche a la mañana. Es fin, una mujer espabilada a la que no hay que perder de vista…

—Pero ¿qué diablos es lo que hace? ¿Baila en cueros o qué?

—Bueno —respondió Takaraya—, no hay duda de que algo desnuda sí que sale, pero tampoco se trata de un ame shobo[95] más. Sinceramente, yo tampoco lo sé muy bien, pero, según me han contado las chicas de mi casa, ni baila ni nada. Lo único que hace es mostrar el cuerpo desnudo en una sala de fiestas. Al parecer en los cabarés de Occidente abundan espectáculos así. Dicen también que se presenta como «la famosa estatua de tal y tal lugar de Occidente» y luego posa como una estatua con la ropa interior blanca y con una peluca también blanca en la cabeza. Todo para parecer igual que una estatua de mármol. Por eso, tampoco se la pueda acusar a la ligera. A mí me parece que, con todo y con eso, no se trata más que de una de esas «mujeres modernas», de esas que, si les dices algo, te sueltan un rollo interminable. En realidad, parece que, cuando actúa en la sala, se despacha con una sarta de disparates. Por ejemplo, he oído que anda diciendo que los problemas que se montan todos los años con las pinturas de desnudo expuestas por el Ministerio de Educación se deben sólo a que los japoneses no tenemos ni idea de la belleza del desnudo. Como esta falta de entendimiento, según ella, es deplorable, se le ha ocurrido la idea de empezar a ofrecer a los caballeros de las clases altas algunas nociones de formación artística.

—¡Qué barbaridad! Estamos ante una mujer increíble, ¿eh? Pues, nada, nada, que yo también me apunto a esa formación artística.

—Al parecer, no acepta clientes espontáneos. Según me han dicho, tiene tres o cuatro compromisos todos los días. ¿No es un disparate?

En el otro lado de la sala de baños hablaban el dueño del restaurante de carne de pollo y Gozan. En contraste con la picardía de la conversación de los otros dos bañistas, estos dos trataban de asuntos de viejos en tono quejumbroso. Hablaban de desgracias y pecados.

—Aquí está este hijo mío, que cumplirá once este año… El pobre no tiene remedio… Hace poco lo hemos tenido que sacar de la escuela primaria.

Ichiju, mientras lavaba la espalda pálida de su hijo, continuó diciendo:

—En fin, digo yo que debe ser el castigo por el pecado de haber matado tantos pollos. Nadie puede tomarse estas cosas a la ligera.

El niño no sólo estaba tullido de la pierna. El crecimiento de todo su cuerpo había sido insuficiente y padecía un visible retraso mental. La expresión de sus ojos era vacía, como si le faltara el alma. No decía nada, ni hacía travesuras; y se limitaba a mirar absorto un punto del espacio. Gozan, a su lado, después de observar compasivamente al padre y al hijo como si los comparara, dijo:

—Hace mucho que se viene hablando de estas cosas… No sé… pero, si fuera verdad, todos los muchachos que trabajan en las lonjas de pescado tendrían que estar tullidos. Hay quien dice que es igualmente pecado tener un restaurante de anguilas, porque estos animales, como los peces, también son seres vivos. En fin, yo creo que las enfermedades se deben mucho al estado de ánimo. Fíjese usted en mí. También a mí me hace llorar todavía la situación de mi hijo.

—Se llama Takijiro, ¿verdad? ¿Qué ha sido de él?

—¡Uf…! ¡Vaya tema! Mejor, ni hablar. Hará tres años me llegó el rumor de que frecuentaba una taberna al lado del parque de Asakusa. Decidí ir en su busca a ver qué pasaba y, si era posible, decirle algunas palabras, razonar con él, en fin, intentar algo. Aunque lo había desahuciado hacía mucho tiempo, en mi corazón seguían latiendo los sentimientos de padre… Usted ya me comprende. Así que anduve por las tabernas de ese barrio preguntando a unos y a otros, y haciéndome pasar por un cliente más…

—Ya, ya. ¿Qué me va a decir usted? Si todos los padres somos iguales…

—En fin, cuando pregunté a los vecinos sobre él… ¡vaya trago! Estoy seguro de que está poseído por algún demonio. Pensé que si lograba verlo cara a cara y le daba algún consejo, yo iba a sentir todavía más lástima. Como no había ninguna esperanza, lo mejor era dejar las cosas así y no echarme a la espalda más sufrimiento en los años que me quedan de vida. Así que me volví a casa y no quise buscarlo más. Naturalmente, no le he dicho nada de esto a su madre.

—Ya, ya. Pero… ¿de qué fue de lo que se enteró?

—¡Bah…! ¡No vale la pena ni hablar! Vive en la misma casa de una, no sé, su mujer o lo que sea. A ese canalla de Taki, mi hijo, no solamente no le importa ver cómo esa pobre desgraciada se prostituye recibiendo clientes en la misma casa, sino que toma la iniciativa en buscar amigos y conocidos para ofrecérsela. Incluso la utiliza para hacer películas guarras, de esas que están prohibidas. Todo de espaldas a la policía, claro. Después, el dinero que gana así, a los pocos días, se lo funde en el juego. Hasta las busconas del barrio echaban pestes de él y se compadecían de la mujer. En fin, que un hombre así, con el corazón tan podrido, no tiene remedio. Cuando lo supe, abandoné toda esperanza. Sin embargo, sigue siendo para mí un quebradero de cabeza la posibilidad de que en cualquier momento vaya a meterse en un lío y ande a vueltas con la policía. En fin, creo yo que todo esto ha sido el pago por haberme ganado la vida a lo largo de varias décadas contándole al público la vida de gente perdida.

En ese momento, una mujer con aspecto de criada abrió la cristalera exterior y, con la respiración jadeante, exclamó:

—¡Señor, señor! ¡He venido corriendo de Obanaya!

—¿Qué ha pasado? ¿A qué viene ese escándalo?

—Algo grave le pasa a la neesan…

—¡Qué! ¿Algún mal repentino? De acuerdo, de acuerdo. ¡Vamos, sécame!