XXI. Alboroto
La pasada primavera la neesan de Obanaya, Jukichi, sufrió un derrame cerebral mientras trabajaba en uno de los machiai. No fue grave, pero tuvo que dejar totalmente la bebida, que le gustaba tomar de vez en cuando, y limitar el consumo de tabaco. Aquel día, sin embargo, con objeto de arreglarse para un compromiso a las dos de la tarde en una casa de té, se había ido por la mañana a la peluquería. Nada más volver a casa, se desplomó desmayada junto al teléfono sin otras señales de estar viva que unos fuertes ronquidos.
En ese momento, la hakoya de la casa, Osada, estaba fuera, cobrando facturas de las casas de té y de los machiai, las dos aprendizas se encontraban en clase y Hanasuke había ido al templo a rezar. En la casa sólo estaban, por lo tanto, la criada de la cocina, Oju, y Komayo. Ésta se disponía a coger el peine para recogerse el cabello por las sienes antes de entrar en el baño, e irse luego al teatro porque ese día era la última función en el Shintomi-za. Fue en ese momento cuando la criada gritó: «¡Que venga alguien, por favor!». Komayo tuvo que bajar corriendo asustada por el grito de alarma. La geisha mandó a la criada a buscar a Gozan, llamó ella misma al médico y, por último, intentó llevar a Jukichi, que continuaba caída en el suelo, a la sala de estar. Pero, incapaz de sostenerla sola, la cubrió con una colcha y se quedó a su lado.
Cuando Gozan y Oju volvieron jadeando, entre los tres pudieron a duras penas llevarla y acostarla en la sala de estar del fondo de la casa. El médico vino a los pocos minutos y la examinó. Dijo que no podía pronunciarse sobre su estado hasta ver cómo pasaba la noche. Prohibió que la movieran de donde estaba, incluso para llevarla al hospital. De momento, dijo, lo único que se podía hacer era dejarla acostada tranquila y sin moverse. Después de dar otras instrucciones a Gozan, se marchó. Un poco más tarde, se presentó una enfermera.
Las que estaban ausentes de la casa cuando se produjo el desvanecimiento de Jukichi fueron llegando una tras otra y, entre todas, pudieron llegar a un acuerdo para cuidar a la enferma. Sin apenas tiempo para un suspiro de alivio, empezaron a llegar visitas que ya se habían enterado del accidente. La cancela de entrada no paraba de abrirse y cerrarse por la gente que entraba y salía de la casa. Eran geishas, dueñas de machiais y de casas de geishas, animadores profesionales de fiestas y hakoyas. El teléfono tampoco paraba de sonar. Era tal el alboroto dentro de la casa que hasta los sanos habrían tenido motivo para ponerse enfermos. La hakoya, Osada, iba de un lado para otro sin tiempo de comer ni de contestar el teléfono. Lo mismo pasaba con Komayo y Hanasuke, que no disponían ni de un momento para sentarse a fumar, ocupadas como estaban en recibir, en la entrada de la casa, a los que venían a interesarse por la enferma. Únicamente a la hora de encender las luces de toda la casa, empezó por fin a bajar la marea de visitas.
—Koma-chan, ¿vamos a comer algo, ahora que tenemos un momento de tranquilidad? ¿Qué te apetece?
—No he probado bocado desde esta mañana —respondió Komayo—. La verdad es que no sé por qué, pero se me han quitado las ganas de comer.
—¿Qué te parece comida occidental? —propuso Hanasuke—. Es más práctico.
Cuando iba a levantarse, sonó el teléfono. Hanasuke contestó y, después de responder con un repetido «sí», se volvió a su compañera para decirle:
—Koma-chan, para ti. Es la señora de Gishun. Dice que te llaman del Shintomi-za.
Komayo fue al teléfono.
—Ah, ¿sí…? Lo siento mucho… A decir verdad, señora, hoy tenemos en casa un jaleo impresionante… Sí… Nuestra neesan, que se ha puesto enferma de repente. Por eso no he tenido tiempo de llamarla por teléfono, ¿sabe? Lo siento de verdad… —Después de decir algo más en voz baja, colgó el teléfono.
—Hoy es la última función en el Shintomi-za. Me había olvidado por completo… Oye, ¿no tenías que ir? —preguntó Hanasuke.
—Sí, pero ya le he dicho que no puedo. ¿Cómo voy a salir un día como hoy?
—Pero ¿por qué no? No estamos en la casa de nuestra familia. Es la de nuestro trabajo. Y, si nos llaman para trabajar, ¿qué pasa? Precisamente esta noche yo no tengo ningún compromiso y, si se trata de estar aquí para recibir a las visitas, pues yo me quedo. Por eso no te preocupes, mujer. Nuestra neesan, además, parece que está más tranquila. Anda, ve y da la cara, aunque sea un momento.
—Es que ni siquiera he tenido tiempo de ir al baño y tengo el pelo fatal… —diciendo esto, Komayo hundió los dedos en el centro de su peinado en forma de hoja de gingko, que no estaba tan mal como dio a entender, y lo sacudió bruscamente como si quisiera deshacérselo. Después, agitando la cabeza en un gesto de impaciencia, añadió—: Si todo fuera como antes, no me importaría cumplir con mi deber y asistir a la función de clausura. Pero, tal como están las cosas entre nosotros, ¿qué necesidad tengo de esforzarme por él? Prefiero quedarme aquí, antes de poner los pies en el teatro y tener que ver algo desagradable o recibir un desaire.
—¿Ves? En eso te equivocas por ser como eres. Te comportas con timidez; y eso a él le da pie para tratarte con indiferencia y egoísmo. Yo en tu lugar no me encogería, y menos en público: me encantaría quitarle la careta para ponerlo en ridículo delante de todo el mundo.
—¿Y qué ganaría con eso, si sus sentimientos han cambiado para siempre? ¿De qué serviría? ¡Ay, estoy harta, harta, harta! —exclamó Komayo con el semblante tenso—. Hana-chan, si el niisan se decide finalmente a casarse con ella, se me caerá la cara de vergüenza al mirar a la gente. Preferiría, entonces, cambiarme de barrio.
—¡Vamos, mujer! ¡Siempre te pones en el peor caso! Todos los hombres son iguales: encuentran un nuevo amor que les sorbe el seso y se olvidan de todo. Espera que pase un poco de tiempo y verás… ¿No dicen que «no hay mejor copa de árbol que la base del tronco»[96]? Al final, tu sinceridad va a triunfar… ¡Ya lo verás! ¡Venga, deja de poner excusas! Date prisa y pásate un rato por el teatro. Creo que te estoy dando un buen consejo…
Komayo, a pesar de haber expresado su negativa a salir, sabía que no podría quedarse satisfecha si no iba al teatro. Las palabras alentadoras de Hanasuke, por lo tanto, tuvieron el efecto de impacientarla por salir de una vez.
—Bueno, pues sí. Me pasaré un momento. ¿No le ocurrirá nada a nuestra neesan entre tanto?
—Si te necesitáramos, te llamaría de inmediato.
—Hana-chan, gracias, de verdad.
Komayo se dirigió a la cocina para preparar agua caliente con la que alisarse ella misma el cabello. Después subió calladamente al primer piso y se quedó mirándose en el espejo. Normalmente arriba se armaba demasiado bullicio, pero ese día no había nadie. Reinaba el silencio. Frente a ella, la superficie del espejo reflejaba la luz encendida. Al sentir su brillo, Komayo, llevada tal vez por la fantasía, tuvo una sensación de abatimiento. Sacó del armario el quimono que la hakoya solía ayudarla a ponerse y acabó de vestirse ella sola, incluido el obi, que siempre era difícil de ajustar, y de alisarse los pliegues del quimono.
Cuando terminó, con el aire de querer huir cuanto antes de la soledad del piso de arriba, se dispuso a bajar, pero en ese momento algo se cayó al suelo con un ruido metálico. Asustada, dio un paso atrás parar ver qué era y descubrió que se trataba del broche del obi. Era un accesorio de metal en forma de rueca labrado con pintura brillante de color púrpura oscuro. Lo había comprado ella misma un día en que paseaba con el niisan Itshi Segawa de regreso a casa, cuando todavía eran amantes. Ese día, al pasar frente a la mercería Hamamatsuya, en el barrio de Takekawacho, el niisan abrió de golpe la cancela de entrada a la tienda y entraron en ella. Pidieron que les enseñaran algunos bolsos o accesorios de moda. Komayo se fijó entonces en ese broche con forma de rueca. Decidió comprarlo porque el primer ideograma de la palabra «rueca» era el mismo con el que se escribía el nombre de Itshi, que significa «hilo». Por su parte, el niisan le compró otro accesorio en forma de potro, relacionado a su vez con las dos primeras sílabas del nombre de ella[97]. Esa mercería, Hamamatsuya, era la proveedora habitual de la familia Segawa desde hacía varias generaciones, famosa por ser donde compraban en exclusividad sus accesorios actores célebres de la época, como Naritaya, Otowaya, Takashimaya, Tachibanaya.
Komayo estaba a punto de ponerse otra vez el precioso broche en forma de rueca que se le había caído a los pies cuando reparó en que la arandela del cierre no ajustaba bien y se soltaba nada más cerrarlo. En un momento así, los detalles más triviales le ponían los nervios de punta. Éste, por ejemplo, le inspiró una indecible sensación de disgusto y desaliento. Pero ¿qué podía hacer? Resignada a no llevar el broche, se puso otro que usaba antes y tenía forma de perla. Así, decaída y controlando el ruido de sus pasos, bajó la escalera y salió de casa.
Poco después, cuando llegó al teatro, empezó en seguida a pensar obsesivamente que nunca había tenido un día más inoportuno y de peor suerte. De hecho, estaba segura, lo del broche había sido un presagio funesto. En realidad, fue sólo el comienzo. Para empezar, cuando llegó el rikisha a la puerta de la honkeya, como la función ya estaba empezada, no había nadie para recibirla. No tuvo más remedio que entrar sola y esperar un rato. Por fin apareció una camarera, a la que conocía de vista, bajando presurosa del primer piso. Al pedirle que la condujera a su asiento reservado, la camarera la informó de que no tenía dónde sentarla porque la dueña del Gishun le había dicho que ya no vendría nadie más y su asiento se lo había dado a otro cliente. Después, apareció la dueña de la honkeya deshaciéndose en disculpas y rogándole que aceptara otro asiento. Cuando la llevaron a éste, se dio cuenta de que estaba al final de la fila, en la zona nueva de butacas. Komayo no estaba dispuesta a sentarse allí, en un lugar, además, tan a la vista y donde seguro que pasaría mucha vergüenza. Se quedó, por lo tanto, un rato de pie al comienzo del pasillo.
Al asomarse a la sala de teatro, lo primero con lo que chocaron sus ojos fue con el peinado marumage, amplio y adornado con una cinta roja, de su rival en amores, Kimiryu. A su lado, en el palco, estaba Rikiji, la dueña de la casa Minatoya, con otra mujer, la dueña del machiai Kutsuwa. También estaba Ohan, la madre adoptiva de Segawa, sentada al otro lado de Kimiryu, con quien charlaba animadamente. Era evidente que Kimiryu había sabido ganarse a la madre del niisan, lo que en ese momento sumió a Komayo en un estado de profunda desdicha. Por la forma familiar en que hablaban, se veía a simple vista que se trataban como una suegra y una nuera unidas por una relación de mutuo afecto. Al mismo tiempo, tuvo la sensación de que, sin darse cuenta, la habían convertido en una completa extraña. Quizá porque ya se le había pasado la tristeza y la rabia, no le salió ni una lágrima. Pensando que, si la veía toda la gente que la conocía de vista, sólo sentiría vergüenza y dolor, y que la obra —que ni siquiera sabía cuál era— ya estaba empezada, decidió huir precipitadamente. Con toda la rapidez que pudo y presa de la desesperación, regresó a casa. Nada más subir al piso de arriba, se derrumbó de bruces enfrente del tocador.