XVII. El día del estreno (II)
La silueta imponente del personaje de Jujiro, que en ese momento estaba interpretando Segawa, fue pronto transformada, al cambiar de ropa, en una estampa rebosante de donaire: un samurái con la coraza atada con cordones rojos. Su espléndida gracia era exactamente igual a la de esas imágenes en relieve que decoran las raquetas con que juegan los niños en Año Nuevo. Todo el público se quedó embelesado contemplando su figura de espaldas cuando se retiraba heroicamente de escena por el pasillo elevado del escenario. Entre los ojos de ese público estaban los de tres mujeres sentadas en la tribuna de la derecha, justo encima del palco de Komayo. Una de ellas era una mujer delgada que bien pudiera haber pasado los treinta años, con el peinado estilo «hoja de gingko» adornado con un pequeño prendedor antiguo de coral importado. Llevaba un quimono ligero y discreto con dibujos pequeños, las solapas de color gris azulado y el chaquetón de crepé negro. El obi estaba formado por dos telas estampadas al estilo batik y sujetas por un broche de cobre puro en forma de empuñadura de espada, que sin duda tenía su historia. En la mano llevaba una sortija de platino con un diamante no muy grande. Todo en ella era sencillo pero cuidado, con una dosis discreta de lujo. Debía de ser una neesan famosa. La otra mujer tendría veinticuatro o veinticinco años. De su peinado marumage pequeño, elaborado en la peluquería Sado, colgaba un pañuelo de color lila, y se sujetaba con una peineta y adornos de laca fileteados en oro y con incrustaciones de perlas. Vestía dos quimonos de seda de Oshima, con un estampado de grandes hexágonos, y encima un haori a juego con los quimonos. El obi, de seda gruesa, estaba doblado y sujeto con un broche enjoyado. Llevaba una sortija con un diamante espantosamente grande rodeado de perlas, que podría haberle costado más de mil yenes. Su tez clara y rostro alargado, pero lleno, armonizaban bien con la vistosidad de su atuendo; lograba llamar la atención de la gente de alrededor y merecía ser calificada de belleza. Por su maquillaje y forma de llevar el quimono, tampoco debía de ser una mujer cualquiera. La tercera mujer del grupo, con todo el aspecto de ser la dueña de algún machiai, rondaría los cuarenta años. Su cara tenía el aire vulgar de una mujer de pueblo, y probablemente empezó de camarera en algún sitio. Las tres, después de apartar los binoculares del rostro y mirarse, como de común acuerdo, dijeron con un suspiro:
—¡Ay, qué hombre tan guapo…!
Poco después, cuando el personaje de Mitsuhide Takechi, interpretado por Juzo Ichiyama, apareció al fondo de la escena, la guapa del marumage le cogió de repente la mano a la neesan del peinado «hoja de gingko» y en voz baja pero intensa le dijo:
—Neesan, te lo digo de verdad: ya está bien de amar de lejos y no ser correspondida.
—En ese caso, ¿por qué no lo invitas a algún lugar adecuado?
—Si pudiera, lo haría. Así dejaría de pasarlo mal. Cuando estaba en el oficio de geisha, no me hubiera sido difícil, pero ahora me daría demasiada vergüenza dar el primer paso. Y además, neesan, parece que Segawa va en serio con la de Obanaya, ¿no es eso?
—¡Bah…! ¿Te refieres a Komayo? —dijo la del peinado «hoja de gingko» con tono de desdén—. Dicen que se da buenas mañas. Una mujer tan mimada y tranquila como tú jamás podría competir con ella…
—Pues por eso renuncio. Además —siguió diciendo con la voz dulzona y sin vocalizar bien—, si doy el primer paso y no me hace caso, sufriré demasiado.
Aprovechando que la escena empezaba a flojear en interés, en el momento en que se ponía a hablar el personaje de la madre anciana mortalmente herida, las dos mujeres empezaron a cuchichear animadamente sin prestar la menor atención a la actuación. Pero, en cuanto el personaje de Jujiro, herido en la batalla y tambaleándose, reapareció por el pasillo del escenario, las dos geishas, como despertadas de un sueño, cogieron otra vez los binoculares y se pusieron a mirar. Después, mientras Jujiro exhalaba el último suspiro, reanudaron sus cuchicheos, como si de nuevo se hubiera esfumado todo interés en la obra.
Acabado el acto del capítulo décimo del Ehon Taikoki, se hizo la habitual omisión de los días de estreno —esta vez le tocó al episodio de la travesía del lago Biwa— y se pasó directamente a la escena del Nijushiko, programada como el número central de la función. Cuando terminó esta escena, con Itshi Segawa en el papel de la princesa Yaegaki flotando mágicamente en un jardín rodeado de fuegos fatuos, bajó el telón en medio de una atronadora ovación.
Como era la hora de cenar, el restaurante del teatro estaba lleno. Las tres mujeres consiguieron, sin embargo, sentarse a una mesa cerca de la entrada y se dedicaron a mirar a la gente que iba y venía. De improviso, la del marumage dijo a la del «hoja de gingko» tirándole de la manga:
—Neesan Rikiji, mira, está allí. Como suponíamos…
En esa dirección estaban de pie Komayo y Hanasuke. Y, naturalmente, pegado a ellas como una lapa, Yamai. Quizá Komayo sólo estaba buscando una mesa libre. El caso es que pareció no darse cuenta de que acababa de pasar al lado de Rikiji; y después se alejó para reírse de algo con los otros dos.
En ese momento, Rikiji, que no era otra que la del peinado «hoja de gingko», mirando cómo se alejaba Komayo y sonriendo sardónicamente, dijo:
—Mírala. Se cree muy guapa… No la aguanto.
Había pronunciado estas palabras con la voz lo bastante alta como para que las oyeran todos.
Para Rikiji, que no solamente era mayor que Komayo, sino mucho más influyente en el mundo de las geishas, la conducta de ésta había sido imperdonable. Y rumiaba así su rabia: «¡Habrase visto tal insolencia…! ¡Pasar riéndose delante de mí sin saludarme siquiera, a mí que soy respetada como la neesan de todo el barrio! Se ha aprovechado del gentío para hacer que no se daba cuenta, porque estoy segura de que, en realidad, no deseaba saludarme». La verdad era que… llovía sobre mojado: Rikiji no se había quitado del corazón la espina de que hubiera sido Komayo quien, hacía algún tiempo, le había robado al danna Yoshioka. Si desde entonces hubiese encontrado en algún momento la ocasión de vengarse, sin duda la habría hecho llorar por su atrevimiento. Evidentemente, no era cuestión de coincidir con ella en una fiesta, y cantarle las cuarenta, pues así sólo conseguiría pregonar su propia afrenta. Esperaba otra ocasión mejor, como alguna función de teatro o una situación semejante; pero, por desgracia, hasta la fecha no se había presentado ninguna oportunidad. La espada seguía, por lo tanto, en alto. Ahora, sin embargo, la situación iba tomando un cariz inesperadamente favorable a sus planes de venganza.
En su casa de geishas había trabajado una tal Kimiryu. Ésta había tenido de danna a un empresario fallecido recientemente, pero no sin antes haberla rescatado y dejarle la bonita suma de diez mil yenes contantes y sonantes, además de una casa estupenda con 100 tsubo[88] de terreno en una buena zona del barrio de Hamacho. Cómo disponer de esa suma de dinero era una cuestión que Kimiryu no dejaba de plantearse: «¿Debo montar una casa de geishas por mi cuenta, o bien abro un hotelito? ¿O qué tal si dirijo un machiai, o tal vez un restaurante de carne de pollo? ¿Y si, en lugar de gastar ese dinero, lo guardo para mi futura dote? Con una dote así, podré casarme bien, con un hombre bueno y bien parecido, alguien que me sea fiel, que me quiera sólo a mí y consienta mis caprichos… ¿No sería eso más cómodo y me daría más tranquilidad en el futuro, en lugar de vencer los mil obstáculos que supone montar un negocio?».
Estas y parecidas reflexiones solía compartirlas Kimiryu con la neesan Rikiji cada vez que iba a visitarla a la casa de geishas Minatoya. En una de estas visitas había sido invitada al teatro Shintomi-za. En los tres años desde que fuera rescatada del oficio por su danna, ya entonces completamente canoso, le había sido fiel; además, no había tocado el samisén ni ido al teatro una sola vez, actos de renuncia que ahora no entendía cómo había aguantado. Gracias sin duda a esa fidelidad, el danna la había favorecido hasta el punto de que en su testamento incluyó un epígrafe, titulado «Kimiryu», con las disposiciones indicadas. Según ella, en realidad todo se lo había ganado a costa de trabajo y sacrificios. El caso es que ahora, fiel tal vez al dicho de que «la ocasión hace al ladrón», no podía estar tranquila viéndose con la libertad, en cuerpo y alma, para hacer lo que le viniera en gana. En tal estado de ánimo había ido al teatro, la primera vez en mucho tiempo. Nada más ver al personaje de Jujiro, el primer papel interpretado por Segawa, sintió que perdía la cabeza. «¡Ay!, ¿sería posible que esta misma noche, después del teatro…?». Tal era el antojo que de sopetón acababa de comunicar a la neesan Rikiji.
Ésta, aunque turbada al principio ante tal impaciencia, en el fondo se frotó las manos. Era la ocasión largamente esperada. No perdió tiempo, por lo tanto, en responder afirmativamente a la petición de Kimiryu:
—De acuerdo. Déjalo todo en mis manos.
Daba la casualidad de que Rikiji conocía a la dueña del Kikyo, una honkeya del teatro con buenas relaciones con el personal. En uso de la confianza que tenía con esa mujer, le comunicó muy secretamente su plan y le pidió que de inmediato se pusiera en contacto con Segawa para que se pasara, aunque sólo fuera un ratito, por un machiai llamado Kutsuwa, en el barrio de Tsukiji.
La dueña del Kikyo, una maestra consumada en las artes de tercería, se las arregló para recibir antes de lo esperado —de hecho, antes incluso de que concluyera el segundo número del programa, el titulado Kamiji— una respuesta afirmativa del actor, que hizo dar saltos de alegría tanto al corazón de Kimiryu como al de Rikiji. La dueña del machiai Kutsuwa, que era la tercera mujer del grupo de Rikiji, nada más conocer el feliz desenlace de la componenda y con el objeto de organizar los preparativos necesarios para el encuentro, abandonó el palco antes de que se iniciara la escena del brasero de Kamiji, pero no sin dar una palmadita en la espalda de Kimiryu.
Ahora que todo ya estaba organizado, Kimiryu se transformó. Súbitamente había abandonado el arrojo y la osadía de las frases de antes para mostrarse ahora abstraída y con aire preocupado; a las bromas que le había gastado la dueña del Kutsuwa antes de irse, respondió poniéndose colorada. Después, cuando de nuevo se alzó el telón y Segawa reapareció en escena en el papel femenino de Koharu, uno de los personajes de Kamiji, el cuerpo de Kimiryu se encogió involuntariamente detrás de Rikiji, utilizándola como escudo, al tiempo que ocultaba medio rostro con el pañuelo que llevaba en la mano. Eso no le impidió, sin embargo, clavar la mirada en la Koharu de Segawa mientras contenía secretamente el aliento. Cuando la neesan Rikiji, de improviso, le tiró de la manga, Kimiryu volvió a sonrojarse con la respiración entrecortada. La neesan, como si de un asunto propio se tratara, le dijo con un susurro:
—¡Fíjate! Otra vez está mirando hacia aquí… ¡Vamos, Kimi-chan, muéstrale un poco más tu cara!
Sí, también Kimiryu se da cuenta de que Segawa, mientras actúa, mira de reojo su palco aunque finge estar dirigiendo la mirada hacia otro lado. Pero, ahora que Rikiji se lo ha dicho claramente, su rostro de nuevo enrojece y baja la mirada con modestia.