XVIII. Ayer y hoy

La salita de cuatro joo y medio del machiai Gishun se había convertido en su nido de amor. Itshi Segawa llevaba ese día un quimono doble con tres delicados blasones del período de Edo estampados en las dos mangas y la espalda y sombreados discretamente al estilo shibori. Era, claramente, el gusto distintivo de la casa Daihiko, una tienda de quimonos. El quimono interior, visible a la altura de la rodilla cada vez que se ladeaba relajadamente cuando estaba sentado, tenía un tono ocre amarillento con dibujos de ruedecitas flotando entre las olas. Seguramente, un encargo de la casa Erien. El obi era un raso de seda con un antiguo diseño de rayas estrechadas por el medio y con dos ideogramas bordados en rojo. Probablemente comprado en la casa Hiranoya de Hamacho. Llevadas estas prendas por una persona ajena al mundo del espectáculo, el efecto hubiera resultado chillón y de mal gusto; pero a él, un actor especializado en papeles femeninos, lo favorecían. Una vez más, Segawa se sentó, llevándose las manos a los riñones para atarse firmemente el obi. Al hacerlo, cogió el estuche de la pipa y la tabaquera. También estos dos objetos eran primorosas obras de arte. El primero, en papel japonés lacado, estaba decorado con hojas otoñales que flotaban en el agua: una obra del artista Taishin. La tabaquera era de cuero, también lacado, pero en oro y con estampaciones de muñequitos chinos de color carmesí oscuro. El remate de la cuerda con que se cerraba imitaba un gabión y tenía en el extremo una bolita importada, una antigüedad. El accesorio de la tabaquera era de un acabado exquisito: reproducía una cestita de bambú hecha de plata con el interior decorado de guijarros en miniatura de oro. El autor de esta primorosa obra era desconocido.

—Okoma —dijo Segawa dirigiéndose a Komayo con el apelativo familiar—, voy a salir un rato. Estaré seguro de vuelta en una hora o dos. ¿De acuerdo? ¡Vamos, no te quedes así, sin decir nada, mujer! ¿Por qué no te quitas el haori?

—Bien, te estaré esperando —respondió Komayo secamente y cabizbaja, sin hacer siquiera ademán de quitarse el haori negro de crepé y hurgando en las cenizas del brasero con las varillas. Se irguió con brusquedad y, cogiendo la jarrita de sake que había sobre la mesa, se puso a llenar la taza de té. Pero Segawa, cuando el líquido estaba a punto de rebosar de la taza, le cogió la mano y le preguntó:

—¿Qué te pasa? ¿Es que no te lo he explicado una y otra vez? No es propio de ti que te lo tomes así. Se trata simplemente de un cliente regular de Osaka, un viejo amigo de la familia de los tiempos de mi padre. El hombre, Sodezaki, al que no veo desde hace mucho, ha venido expresamente hasta aquí para salir conmigo esta noche.

—Si es así, niisan, deberías saber que la cita de esta noche la teníamos fijada desde hace bastante tiempo, ¿no? Incluso en el camerino estabas diciéndole al señor Yamai que lo ibas a invitar si la función de esta noche acababa pronto… Me acuerdo muy bien. Y ahora sales con que te ha surgido un compromiso en otro sitio… No es que sospeche de ti en absoluto pero, de verdad, niisan, me haces pasarlo mal…

Hablaba con rabia contenida; y su voz, aun antes de terminar de hablar, había quedado ensombrecida.

—Ya veo. Te opones rotundamente. Está bien: de acuerdo. No iré, y en paz.

Segawa, a pesar del tono tajante de sus palabras, no dejaba de observar a Komayo en busca de alguna señal. Pero la geisha, en lugar de proferir la deseada frase de: «Bien, pues vete si es necesario», se limitaba a secarse los ojos con un pañuelo. Segawa, tal vez para dejar bien claro que no tenía prisa, sacó de nuevo la tabaquera, que llevaba en la cintura, y se puso a fumar. Entonces empezó a decir en tono de soliloquio:

—Si me dices que no vaya, pues no iré. Así de sencillo. Pierdo un cliente y ya está. —Golpeando la pipa contra el cenicero, añadió—: Al fin y al cabo, también tú perdiste a un cliente, a ese Yoshioka, ¿verdad? Ahora me toca perderlo a mí y se acabó. Mira qué bien: así estamos empatados. Ni deudas ni resentimientos, ¿verdad?

Tras estas palabras se recostó de lado como diciendo: «Haz lo que te dé la gana». Por su experiencia con las mujeres, sabía desde el principio que al final Komayo, enamorada como estaba, acabaría por ceder y pedirle que se fuera. «Y en el caso improbable —se decía— de que se obstinara en no dejarme ir, pues yo también actuaría con obstinación, hasta el punto de quitármela de encima a la fuerza y abandonarla. Aunque le diga claramente que me tiene harto y ella diga lo mismo de mí, a estas alturas las mujeres no tienen agallas para romper. Estoy seguro de que, si la dejo abandonada medio año, o incluso uno, y después empiezo a mostrarme otra vez cariñoso con ella, volverá a mí como una corderita. No hay más que mirar a Yonehachi o a Adakichi para saberlo[89]». ¡Así de lejos llegaba la clarividencia de Segawa! La verdad era que, en el fondo de su corazón, ya había empezado a perder interés en Komayo. «Tan pronto encuentre una buena sustituta, le doy el esquinazo. Y, en el caso de que no podamos romper definitivamente, le daré a entender que ya no podemos seguir siendo tan íntimos como hasta ahora. Si prolongo medio año más o un año la relación con esta mujer, que parece estar ya hasta el cuello de deudas[90], no me quedará más remedio que casarme con ella a la fuerza y tendría que apechugar con esa cadena. Pero, en fin, si ése fuera mi destino, lo aceptaría». Con estas ideas rondándole la cabeza, Segawa se sentía preparado para todo lo que pudiera depararle el futuro. En este sentido, tenía una ventaja indudable sobre la geisha.

Ella, por su parte, no deseaba de ningún modo dejarlo marchar esa noche, pero sentía un vago temor a que se enfadara si se veía retenido a la fuerza. No debía olvidar que enfrente tenía a Segawa, un hombre terco, de ideas fijas, insensible a los halagos, rasgos todos ellos de su personalidad y la causa principal de que se hubiera enamorado de él. Pensaba además, en vista del aplomo y del tono sincero con que le hablaba, que tal vez fuera cierto después de todo y que se tratara de un cliente exigente de Osaka. Así, paulatinamente, la irritación anterior fue cediendo el paso al ablandamiento. Acercándose, le dijo mientras examinaba su rostro con recelo:

—Niisan, se está haciendo tarde. ¡Vamos, vete en seguida y vuelve pronto, por favor! No te reprocharé nada…

—Bueno… si no voy, pues no voy, y en paz —dijo Segawa levantándose perezosamente—. También podría ir un momento para disculparme…

—¡Vaya un aprieto! Ya son más de las once. ¡Vamos, niisan, vete y no tardes en volver, por favor! Como me agobia estar sola, yo también me iré a casa. Volveré después. Venga, vete…

—¿De verdad que no te importa? —preguntó el actor—. Me desagrada, pero creo que es mejor así…

Con estas palabras acabó de levantarse mientras tomaba la mano de la geisha, como si necesitara ayuda, y empezó a arreglarse la solapa del quimono con aire de mala gana.

Casi pegada a él por detrás, Komayo, con el amor propio a flor de piel, lo ayudaba a ponerse el haori mientras pensaba que el destino fútil de la mujer enamorada de un artista era hacer de tripas corazón y enviar a su galán así, radiante de gallardía, a esa fiesta con un cliente desconocido. Parecía una escena sacada de una obra de uno de esos grupos modernos de teatro realista. Segawa arqueó el cuerpo hacia atrás y, con la punta de la mano, de repente descubierta por la manga del haori, se apoderó de la mano de Komayo.

—Todo está bien ahora, ¿no? Espérame sin falta.

Acto seguido, apoyó la mano en la puerta mientras, a sus espaldas, Komayo salía al pasillo para seguirlo, llevándole la caja ropero donde guardaba el abrigo, el sombrero y la bufanda.

—Bien, pues, ¡hasta luego! —se oyó decir a Segawa mientras se guarecía en el fondo de la capota de su propio rikisha, dejando atrás las voces de la dueña y de las camareras que habían salido a despedirlo. Antes había echado inconscientemente un vistazo al reloj de oro que llevaba en la muñeca. Evidentemente, era del todo imposible atender a dos compromisos a la vez, en especial la noche de un estreno que había terminado más tarde de lo habitual. Pero la dueña de la honkeya Kikyo lo había engatusado con sus mañas de celestina despertando en él, como en un niño veleidoso incapaz de estarse quieto en sueño o en vigilia hasta que no le dan el juguete deseado, un anhelo irresistible. Sabía que era injusto con Komayo, pero se había dejado ganar por las sutilezas de la alcahueta, que, desplegando toda la camándula de su larga experiencia en estos asuntos, le había asegurado con la voz zalamera: «Si es por Komayo, no se preocupe usted. Ya me encargaré de disculparme con ella de alguna manera. Yo asumiré toda la responsabilidad». Así que, una vez que la alcahueta se había hecho responsable, a él no le quedaba más que aceptar, aunque no tuviera muchas ganas. Además, estaba esa mujer rellenita del marumage, que parecía tan guapa vista en el palco desde el escenario, y que, al parecer, había pertenecido al mundo de las geishas, pero que lo había dejado por una fidelidad de muchos años a la memoria de su difunto marido. Circunstancia, en fin, que contribuía también a que el corazón del actor palpitase con curiosidad. Hasta había decidido que, dependiendo de si las cosas le iban bien en esa nueva cita, no volvería al Gishun. ¿Qué más le daba lo que pudiera pasar después? No había terminado de fantasear sobre este romance que de repente alboreaba en su camino cuando el rikisha se detuvo a la puerta de la casa Kutsuwa, al otro lado del río Tsukiji.

La dueña del Gishun invitó amablemente a Komayo a quedarse un rato a charlar con ella en la recepción. Incluso le prometió que llamaría por teléfono al otro machiai, el Kugetsu, en el caso de que Segawa no volviera pronto. Pero Komayo, incapaz de aguantar esperando tranquilamente sentada, le respondió que saldría a dar una vuelta hasta el barrio de Ginza y que volvería más tarde. Así pues, sin molestarse en llamar un vehículo, salió decidida a caminar sin rumbo fijo. Dejó a un lado una calleja flanqueada por varios machiai con dos o tres coches y cuatro o cinco rikishas esperando a sus amos y casi bloqueando el camino tanto por delante como por detrás. Frente a ella se erguía la mole del Ministerio de Comercio y Agricultura.

La noche de principios de invierno derramaba sus sombras turbias con una extraña sensación de calor, como si fuera el barrunto de un temblor de tierra. Y los objetos de las calles secas aparecían envueltos en un claro de luna tan brillante que recordaba caprichosamente el verano. Komayo sintió la caricia de la brisa jugando con los cabellos de sus sienes y, sin saber por qué, se acordó de aquel día en que el niisan Segawa la había llamado por primera vez al Gishun, de aquel camino sombrío que había recorrido de vuelta a casa, después de decirle adiós, de aquel alborozo al que no había dado crédito pensando si sería producto de un sueño o de la treta de algún duende travieso. Sí, había sido una sensación demasiado gozosa para que la perturbara el tráfico de los vehículos y el ajetreo de los peatones que salían a las calles iluminadas y bulliciosas. También aquella noche, para saborear más su dicha y a pesar de un cansancio que le hacía temblar las dos rodillas, había dado un rodeo por callejas oscuras. Era la época en que, al caer la noche, el calor del final del verano se fundía con los primeros vientos refrescantes del otoño, y el relente del aire penetraba en el cuerpo a altas horas de la noche.

¡Qué distinta era la estación de ahora! Sin embargo, eran semejantes a aquella noche inolvidable —sí, inolvidable, a su pesar— el cielo nocturno, hasta donde subía el aire denso respirado al cabo de un día de aglomeraciones en el teatro, los tejados de las casas arropadas por la niebla que filtraba el claro de luna, la caricia del viento nocturno que corría por las callejas, los acordes del samisén tocados por los músicos callejeros, las luces de las primeras plantas de los machiai que brillaban entre los setos de las casas, todo el entorno… Sí, era todo parecido a entonces o, al menos, a su imaginación así se le antojaba. En medio de estas divagaciones, de repente y mientras caminaba, a Komayo se le agolparon las lágrimas en los ojos. Con el gesto aturdido, se ocultó el rostro con el pañuelo y miró furtivamente alrededor. Por fortuna, a su lado sólo se levantaba la mole inmensa del edificio del ministerio. Al otro lado, discurría la penumbra de la calle. Era la hora del ajetreo de los rikishas llevando y trayendo a las geishas de un lado para otro. Los letreros de los machiai —Hiyoshi, Daisei, Shintake, Mihara, Nakamino y otros— brillaban en la oscuridad como estrellas titilantes en la noche. Al principio y al final de la calle, hasta donde llegaba la vista, reinaba el silencio, quebrado sólo por el ruido de un automóvil que se acercaba desde el puente de Uneme y por las voces ruidosas de dos o tres geishas que se acercaban caminando bastante borrachas y riéndose. Komayo apresuró el paso para doblar a la izquierda en el cruce de Kobikicho y ocultarse en una calleja, oscura como la boca de un lobo, donde por fin, agachada y con las mangas apretadas en la cara, pudo dar rienda suelta a un caudal de lágrimas. Sabía que, sin nadie que le impidiera llorar ni la consolase, podía desahogarse a sus anchas y aliviarse. Una extraña costumbre que la gente atribuía a ese carácter retraído e innato en ella. En situaciones en las que se veía irremediablemente perdida, lo primero que hacía era buscar un lugar donde no hubiera nadie y esconderse; y, cuando hasta esto se le negaba, metía la cabeza en el armario empotrado de cualquier habitación y se despachaba a gusto llorando a lágrima viva. Sí, un hábito raro, pero que a ella le parecía gracioso pasada la tormenta; lo había adquirido —aunque no sabía exactamente cuándo— después de casarse y verse sola en la lejana provincia de Akita, rodeada días y meses de gentes que, con la salvedad de su marido, no la comprendían en absoluto, mirara donde mirara. Sí, también eso lo sabía Komayo, la cual, sin embargo, era igualmente consciente de la imposibilidad de zafarse de esa costumbre a pesar de haberlo intentado. Por si fuera poco, sentía que las razones de su llanto se habían ido acumulando año tras año, y no había tenido ocasión para desahogarse. Ahora, mientras lloraba sumida en la oscuridad de esa calleja, de repente se le ocurrió la idea de que tal vez había nacido para pasarse la vida llorando. Un pensamiento que, redoblando su tristeza, le empapó las mangas del quimono interior, recién confeccionado a medida para que hiciera juego con el del niisan, hasta el punto de que alguien habría podido retorcerlas y escurrirlas.

El ladrido de un perro cercano y el ruido de un coche, que pasó levantando una polvareda, sacaron a Komayo de su escondite en la calleja. Sin rumbo, echó a andar dejando que sus pies la llevaran a donde quisieran. Aparecieron en ese momento dos geishas con pinta de volver del trabajo. Caminaban sólo unos tres o cinco metros delante de ella. Sin saber de qué hablaban, a sus oídos llegaron claramente las palabras «el niisan de Hamamuraya», uno de los apodos de Segawa. Quiso entonces seguirlas con sigilo, debajo de los aleros de las casas, e incluso acercárseles un paso más para escuchar furtivamente. Las dos geishas, ignorantes de su presencia, hablaban sin ninguna reserva:

—Seguro que se trata del niisan de Hamamuraya… ¡Uy, qué envidia! ¿Y adónde habría ido?

—¿Y si apostáramos algo? Mañana yo llamo a la neesan Komayo sin decirle la razón. Y, si me entero de que esta noche no ha trabajado con el niisan de Hamamuraya, te invito al cine.

—En ese caso, si pierdo, soy yo la que te debe invitar, ¿no? Pero espera un momento. Si el niisan de Hamamuraya y esa otra geisha han estado juntos, la cosa es grave, ¿verdad? Creo que la neesan Komayo sospecharía de nosotras. No; no me parece una buena idea eso de llamarla por teléfono.

—Tienes razón. Pero, oye, ¿a quién crees tú que tiene el señor Segawa aparte de la neesan Komayo?

Conteniendo el aliento sin darse cuenta, Komayo esperaba la respuesta. Pero fue en vano porque, en ese instante, pasó a toda velocidad un automóvil que interrumpió la conversación de las dos geishas. Éstas, además, acababan de trasponer la cancela de acceso a uno de los machiais de esa calle, a cuya dueña habían saludado desde fuera con un «¡buenas noches, señora!». Sin embargo, había sido suficiente para prender la inquietud en el corazón de Komayo. Sin saber bien de qué trataba la conversación que acababa de entreoír, las cuatro palabras que le habían entrado por los oídos habían bastado para situarla en el vaivén de la zozobra. «Debo llamar a ese Kutsuwa adonde el niisan dijo que iba y preguntar si es verdad que está allí… En caso de que se trate de una cena normal y corriente, no hay motivo de preocuparse. Si reconocen mi voz, a nadie le extrañará que pregunte… ¿Por qué no se me habría ocurrido antes una cosa tan sencilla?».

Casi a la carrera, Komayo volvió al Gishun, desandando el camino que acababa de tomar, y, sin detenerse ni un momento, descolgó el teléfono de la recepción. Fue capaz, sin embargo, de enmascarar la voz con un tono de sosegado reposo.

—¿Es la casa Kutsuwa? Perdone que le moleste, pero ¿podría decirle al señor Segawa que se ponga al teléfono? —Tras una pausa, añadió—: ¿Que de parte de quién? Ya… sí, de parte de… del domicilio de los Segawa.

Se quedó esperando. No hubo respuesta. Presa de un repentino furor, empezó a gritar por el auricular. Pero, en ese instante, lamentablemente, se produjo un cruce de líneas y tuvo que colgar.

La camarera, Omaki, que estaba al lado, no pudo quedarse de brazos cruzados y llamó en su lugar otra vez a Kutsuwa. Esta vez la respuesta escueta fue: «Ya tiene que haber vuelto a su casa». Teniendo en cuenta que Komayo había dicho que llamaba desde el domicilio de los Segawa, no podía replicar ahora que no era cierto que hubiera vuelto a casa. En medio de la desazón, a Komayo se le ocurrió pensar que a lo mejor su amante había dicho eso en Kutsuwa con la intención de pasar por el Gishun para estar con ella. Pero, cuando pasó el tiempo y el reloj dio las doce, las olas de la agitación empezaron a batir con fuerza en su pecho. Incapaz de controlarse, cogió otra vez el teléfono y les pidió francamente: «Dígale que Komayo lo espera en el machiai Gishun». Al cabo de un largo rato de espera, la respuesta fue la siguiente: «El señor Segawa ha vuelto ya a su casa en Tsukiji». En un acceso casi de locura, Komayo llamó a su casa. «No está aquí», le dijeron.

Era evidente que el paradero de Itshi Segawa estaba completamente envuelto en el misterio. En cualquier caso, ya había pasado medianoche y el machiai tenía que cerrar sus puertas. La camarera Omaki, con todas las señales de compadecerse de Komayo, dejó entreabierto el portal y se quedó de pie en la calle, musitando: «A lo mejor todavía aparece», como si hablara consigo. Fue entonces cuando, como salida de la nada, apareció una silueta masculina en ropa occidental que se apoyó en Omaki. Tenía todas las trazas de estar bajo el efecto de la embriaguez. La camarera, asustada, intentó cerrar el portal, lo cual sólo sirvió para alborotar aún más al borracho, que gritó:

—¡Espera, espera…! ¡Que soy yo…! Eh… ¿no está Komayo?

—¡Anda! ¡Pero si es usted…, el de anoche! Lamento no haberlo reconocido… —contestó Omaki con una risita.

—¡Claro que soy yo…! Yamai… naturalmente —dijo el borracho.

La camarera quiso rechazarlo con una frase al estilo de: «Lo siento, no queda ninguna sala libre en toda la casa…», pero el hombre ya se había descalzado bruscamente y colado en el interior.