XII. Llovizna de la noche
La época en que se dejaban ver aves como el andarríos y el ruiseñor —el verano y el otoño—, era también la de los mosquitos rayados, aficionados a esconderse en la espesura de las frondas. Los acompañaba el agua del estanque del jardín que, en forma de arroyo, corría a lo largo de las ventanas correderas del cuarto de estudio. Se creaba así un paisaje de una sencillez encantadora. En el anochecer de los días de verano, observaba a las luciérnagas posarse, como luminosas gotas de lluvia, en la persiana de bambú. Y en otoño, con la mano apoyada en la mejilla, sus oídos se deleitaban con el murmullo que levantaba la leve agitación de los carrizos. Sí, en la vivienda apacible del barrio tokiota de Negishi se podía saborear, desde casa y en espléndida soledad, el flujo de las estaciones. Lo que más sorprendía a su dueño, Nanso Kurayama, con sus cuarenta años cumplidos, era la rapidez del paso del tiempo, apreciable, incluso, en las hierbas y árboles del jardín que contemplaba de la mañana a la noche.
Cuando, gracias a los chubascos del atardecer de finales de verano, resbalan por la superficie de las hojas del loto unas perlas líquidas y, bruscamente, la brisa estimula los oídos con el susurro de los carrizos, ya se anuncia el paso de los amarantos a los otoñales crisantemos. Y, después, cuando las hojas de los arces son vencidas por las lloviznas, es señal de que se aproxima el final del año, la época de acercarse a contar los brotes del ciruelo, visibles hacia el solsticio del invierno, que habrán de florecer poco después. Es la época de más frío, cuando a veces hay que taparse la nariz por el abono con que se alimentan los árboles más viejos y se aprecian las frutas encarnadas, del tamaño de una perla, de la nandina y del yabukoji, especialmente hermosas sobre un fondo de nieve. Es entonces cuando más se valoran esos placeres sencillos que trae el invierno: una taza de té verde muy caliente, la contemplación de flores como el narciso y el adonis[56], dispuestas en la estantería de cualquier cuarto de estudio. Después, sin darse uno cuenta, estas flores empiezan a marchitarse. Es la señal de que ya estamos en el equinoccio de la primavera, el tiempo de separar las raíces de los crisantemos y de enterrar las semillas. Para un aficionado a la jardinería, son los días del año que más rápido vuelan. Por muy ocupado que uno esté en recibir y despedir a cientos de flores que se abren y luego se marchitan, los ojos no dejarán de alegrarse en algún momento viendo las copas de los árboles henchidas de fresco verdor y, poco después, de ensombrecerse ante la llegada de la temporada de lluvias, a comienzos de verano. Las mañanas, marcadas por la caída de las ciruelas maduras, ceden el paso a las tardes cuando las hojas del árbol de la seda se recogen para dormir. Y, en el medio, el sol ardiente de pleno día enciende la flor del granado, pero abate y derriba las flores de la trompetilla. Y, cuando todo debía estar en calma, las voces de los grillos alborotan las tinieblas, como hebras ruidosas agazapadas detrás de las plantas acuáticas perfumadas por el rocío de la noche.
Verdaderamente, el paso de las cuatro estaciones no es otra cosa que la sucesión de las páginas de una antología de poesía japonesa[57]. También este año, sin darse uno cuenta, ha llegado el día en que el ruiseñor se ha puesto a cantar, aunque todavía torpemente[58], en lo más espeso de la fronda y el andarríos a moverse meneando graciosamente su larga cola. A pesar de vivir en un mundo donde la moral pública y la sociedad cambian constantemente, Nanso se reconfortaba sabiendo que, ajeno a cambios y mudanzas, estas avecillas no dejaban de visitar su jardín puntualmente, siempre en el mismo momento del año.
A veces, atraído por el ruido de unas tijeras de podar que cortaban las ramas secas en el jardín de al lado y abriéndose paso entre los espesos arbustos, se acercaba, como quien no quiere la cosa, hasta la valla que separaba su casa de la del vecino. Paralelo a la valla corría un seto del que colgaban desordenadamente calabazas en forma de serpiente. Observando atentamente por un agujero de la valla de bambú, trenzada al estilo de la del templo Kennin-ji, de Kioto, Nanso podía ver claramente el jardín vecino, que se extendía hasta la galería principal del edificio, con una fuente a un lado, resplandeciente por los rayos del sol. Cada vez que hacía este recorrido y entreveía la casa vecina a través de los arbustos, siempre quedaba embelesado por la estructura de su edificio principal —idéntica a la que aparecía dibujada en los libros de ninjo[59]—, por la puerta tan rústica hecha de broza, por la forma de las ramas de un gran pino. Un encantamiento del que lo sacaban bruscamente los picotazos de los mosquitos rayados.
En otro tiempo, la casa vecina había sido una villa de recreo de un prostíbulo del barrio de Yoshiwara. Llevaba mucho tiempo deshabitada. Como la familia de Nanso había vivido durante tres generaciones al lado, desde niño —se puede decir desde que estaba abrazado al pecho de su madre— se había criado escuchando de labios de sus mayores historias de las casas vecinas y de sus moradores. Entre estas historias recordaba una. Antes de que se produjera la Revolución de Meiji, en 1868, una refinada oiran de Yoshiwara[60] había muerto en esa misteriosa villa mientras estaba convaleciente, después de que le hubieran recomendado un cambio de aires. Nanso recordaba que, a pesar de ser un niño pequeño, sintió una vaga tristeza al oír esta historia. Por eso, cada vez que veía cómo el añoso pino extendía sus ramas formidables desde el borde del viejo estanque hasta la galería exterior, a Nanso, a pesar de su edad, le resultaba difícil dejar de creer que obras de joruri, como Urazato o Michitose, no fueran más que creaciones absurdas para el gusto moderno, aunque técnicamente magníficas. Era, además, de la opinión de que, por mucho que Japón occidentalizara su moral y sus costumbres, mientras siguieran oyéndose las campanadas en las noches breves del verano, continuara visible la masa blanquecina de la Vía Láctea en las noches otoñales, permanecieran vivas las plantas y los árboles, mientras perdurara todo eso, los conflictos en torno a la dignidad y la compasión, surgidos al relacionarse un hombre y una mujer, continuarían impregnados de la misma melancolía de siempre, la misma que podía apreciarse en las viejas historias de joruri.
Nanso había nacido para hombre de letras, o artista del pincel —bien como calígrafo, bien como pintor—. Los antecedentes familiares lo avalaban: su bisabuelo, aparte de médico, era un gran conocedor de la filología japonesa clásica; su abuelo, también profesional de la medicina, fue un célebre poeta de kyoka[61]; a su padre, que se llamaba Shuan, cuando iba a continuar la profesión familiar y estaba en posesión de una fortuna ya apreciable gozando además del prestigio acumulado por tres generaciones de médicos, le sorprendió la Revolución de Meiji, en la década de 1860. El resultado fue que la medicina china quedó totalmente desfasada. Así pues, su padre, casi sin proponérselo, fue abandonando el ejercicio médico y se hizo especialista en el grabado de sellos, piedras y metales. Se hizo llamar Shuasi en lugar de Shuan y, bajo el nuevo nombre, componía también poesía china, practicaba una caligrafía estimable, trabó amistad con la mejor sociedad y adquirió, finalmente, cierta celebridad en el mundo de la pintura y la caligrafía de Tokio. Un fruto de la nueva situación fue que se vio con más ingresos de los que hubiera tenido como médico. Esto le permitió ahorrar lo suficiente para evitar que sus hijos pudieran vivir sin conocer durante mucho tiempo los sinsabores de tener que ganarse la vida trabajando. Así, pudo irse feliz de este mundo.
Por entonces, Nanso tenía veinticinco años y ya había publicado una o dos novelas al estilo de Bakin[62] aparecidas por entregas en algunos de los periódicos cuyos directores se contaban entre los amigos de su padre. Pero Nanso no mantuvo apenas relación con el grupo literario Kenyusha de los escritores Koyo y Bizan, ni con los círculos de la «nueva literatura», preconizada por autores como Tokoku, Shukotsu, Kocho y otros[63]. Tampoco tuvo oportunidad de tratar al grupo de Waseda del primer período centrado en torno a los críticos literarios Shoyo Tsubouchi y Futo Mizutani. En cambio, halló inspiración en los volúmenes de autores clásicos chinos y japoneses, que habían envejecido en las estanterías de su casa ancestral de Negishi, en ensayos y artículos variados escritos en la época de Edo, en las obras del dramaturgo Chikamatsu, del novelista Saikaku, a veces también de Kyoden o de Sanba. De este modo, armado de la tenacidad y del espíritu humilde tradicionales en los autores de relatos populares, Nanso se pasó más de veinte años escribiendo historias con calma, atención y sin jamás saciarse. Pero la rueda de los tiempos no cesaba de girar con rapidez, sobre todo desde que empezó la era de Taisho, en 1912. Las nuevas tendencias de la literatura y del arte, incluyendo el teatro y la música popular, y también de la moral pública y las costumbres de la sociedad, no solamente distaban mucho de entusiasmar a Nanso, sino que contenían elementos que le indignaban abiertamente. En consecuencia, parecía haberse dado cuenta finalmente de que no iba por buen camino, de que no debía acabar la vida rellenando páginas para el disfrute de mujeres y niños. Tomó la resolución, entonces, de enderezar sus gustos con la investigación de las costumbres, de la vida, de los objetos del pasado. Ésa fue la senda que en los últimos años de su vida habían recorrido escritores como Kyoden y Tanehiko. Además, seguiría produciendo sólo lo justo para cumplir los compromisos contraídos anteriormente con periódicos y editoriales.
Fue así como esta antigua casa y su vetusto jardín se habían convertido en joyas insustituibles para la vida de Nanso. Poco a poco el vecindario se iba modernizando y la vieja elegancia del Negishi de Kuretake se evaporaba[64]. Pero a Nanso le seguía conmoviendo pensar que su bisabuelo, en la distante era Tenmei[65], componía versos contemplando las flores del ciruelo que había al lado del mismo estanque; y que, luego, su abuelo, compondría sus poemas satíricos admirando la luna de mediados de otoño brillando por encima del alero de barro. ¡Cómo le gustaría preservar el jardín tal cual! ¡Y también conservar la casa exactamente igual que antes, por incómoda que fuera para vivir y por mucho que costara! El carpintero, cada vez que iba a reparar una gotera o a hacer un arreglo, le aconsejaba que sería más económico emprender una reconstrucción completa. Nanso respondía con una sonrisa. Hacía sólo tres años, cuando reforzó los pilares de la casa, él mismo se había encargado de supervisar todo el trabajo, como un carpintero más, sin apartar nunca el ojo de la obra.
Lo mismo pasaba con los árboles y hasta con las hierbas del jardín: todo era un conjunto de recuerdos que lo transportaban a la poesía de sus antepasados. Igual de preciosos eran los objetos de la casa, el mobiliario, los libros, algunos de los cuales yacían en el almacén de paredes de barro. Jamás descuidaba el mantenimiento de todas esas cosas con sus propias manos, todos los años dos veces, en primavera y en otoño. Por nada del mundo deseaba que las podaderas de un jardinero, en el caso del jardín, o las manos de un empleado, en el caso de la vivienda, cortaran una rama indebida o deterioraran algún objeto.
Este género de apego a las cosas no se quedaba en lo propio, sino que iba más allá: atravesaba la valla y alcanzaba el jardín de la casa vecina. Esta villa, después de que el prostíbulo quebrara, había permanecido deshabitada mucho tiempo por falta de comprador. Entonces, sin que nadie supiera de dónde salió, empezó a correr el rumor absurdo de que estaba encantada. Se decía que aquella oiran que había muerto dentro de sus muros se aparecía en forma de espíritu de las nieves; o que merodeaban por allí zorros y tejones que gastaban bromas pesadas a la gente. Eso, al parecer, dificultó aún más hallar un comprador. A pesar de todo, a nadie en la familia Kuroyama, contando a las mujeres y a los niños, le había parecido extraña la casa vecina. Por ejemplo, el padre de Nanso, el viejo Shusai, tenía la costumbre, en las noches de luna, de adentrarse tranquilamente por el agujero de la valla en el jardín vecino, cuando se cansaba de pasear por el propio; y allí daba vueltas alrededor del estanque declamando versos chinos, como
Que fuera la luna, de niño yo no sabía,
y la llamaba «plato redondo y blanco».
Que fuera, yo sospechaba también,
el espejo de un palacio muy alto
donde vivían las hadas y que volando un día
se quedó colgado tras las nubes blancas[66].
Otras veces, cuando algún cliente le reclamaba un trabajo ya apalabrado y Shusai no sabía qué responder, se escapaba de la casa con todo sigilo y se colaba en el jardín. Su mujer y la criada, inquietas, se ponían a buscarlo por todas partes hasta que se les ocurría meterse en el jardín de la casa vecina. Ahí lo encontraban siempre. Con el tiempo, empezó a preocuparse del viejo pino que había al lado del estanque y a lamentar que, si continuaba siendo víctima de la incuria, se echaría a perder la belleza de sus vetustas ramas. Entonces, sin pensar quién fuera a comprar la casa, decidió encargarle a su propio jardinero que lo cuidara y quitara del suelo las hojas muertas. Tampoco podía quedarse de brazos cruzados ante el deterioro de la puerta de broza después de que un temporal la dejara medio caída. Como ya entonces no había artesanos, por mucho que se les hubiera pagado, capaces de reparar una obra de artesanía como la de aquella puerta, él mismo, con todo secreto, se puso manos a la obra hasta que la restauró. No pasó mucho tiempo antes de que se colara dentro del edificio por una de las contraventanas de la sala principal. ¿Sería en esa sala donde antiguamente las oiran recuperaban la salud, escribían sus cartas y quemaban inciensos? Esta pregunta, que se hacía el padre de Nanso poniendo en juego toda su fantasía, era sólo una expresión más de la fascinación nostálgica que en él ejercía ese edificio. El caso es que se sentía tan bien en su interior que en ocasiones se hacía traer sake y algo de picar para pasar allí un buen rato bebiendo en soledad. La vieja villa de recreo, sin comprador y perteneciente a un antiguo burdel, acabó, por lo tanto, convertida en una especie de segunda casa para el anciano Shusai.
A pesar de que seguía vivo el rumor de que estaba encantada, los visitantes de los Kurayama solían visitarla guiados por el anfitrión. Habituados a verla, dejaron de considerarla extraña. Entre esos huéspedes surgió un comprador muy serio. Era el actor de kabuki Kikujo Segawa, es decir, el padre adoptivo de Itshi Segawa, que tenía amistad con Shusai Kurayama, maestro grabador. El simple hecho de que fueran amigos indicaba que era un hombre con buen ojo para las letras y las bellas artes, algo poco habitual en un actor. Kikujo fijó su residencia en la antigua villa del prostíbulo y allí, olvidado de los dimes y diretes del oficio, se entregó a los brazos elegantes de la poesía china y japonesa, y al sutil encanto de la ceremonia del té, pasando feliz el resto de su vida. Cuando el actor falleció, su segunda esposa, de una edad muy dispar a la de su difunto marido, expresó el deseo de trasladarse a un barrio popular y animado. Así, después del primer aniversario de la muerte de su marido, se fue a vivir al céntrico barrio de Tsukiji. La casa volvió a quedar deshabitada. Pero no fue puesta en venta como antes, sino que los Segawa se ocuparon de contratar a alguien para que hiciera de jardinero. Además, de vez en cuando, especialmente en primavera y otoño, venían una temporada a disfrutarla.
El padre de Nanso, Shusai, se había ido al mundo de los muertos pocos años antes que Kikujo, pero las buenas relaciones entre las dos familias se hicieron aún más estrechas en la generación de Nanso. Debido a que éste era un crítico teatral ya conocido desde hacía tiempo, el hijo adoptivo del fallecido Kikujo, Itshi, venía a visitarlo casi a diario. Nanso lo recibía con mucho gusto, porque entonces abrigaba en su interior ambiciones en el mundo del teatro.
Sin embargo, una vez que la madre adoptiva se mudó a Tsukiji, la relaciones entre el actor y el crítico dejaron de ser tan estrechas. Vivían muy lejos uno del otro; Itshi volvía a la casa de su difunto padre muy raramente y Nanso, de año en año, perdía interés por la literatura y el teatro. Así, aunque mañana y tarde atravesaba la valla para acercarse al jardín de la casa vecina y ensimismarse solo y secretamente en recuerdos nostálgicos, había perdido las ganas de ver y charlar con el joven actor.
Entre tanto, el jardín vacío se tornaba silencioso y las hojas caídas se acumulaban. El sonido de las podaderas dejó de oírse incluso en otoño. Tan sólo se escuchaba el trino agudo del alcaudón en otoño y los gorjeos del ruiseñor persa en invierno. Había vuelto a ser igual que cuando, en vida de su padre, Nanso, entonces un niño, andaba temeroso detrás de la figura paterna para echar una ojeada. Ahora también contemplaba el jardín vecino desde la valla después de cumplir en el suyo mañana y tarde diligentemente con sus tareas de jardinería. Suponía que la familia Segawa —la señora por supuesto y el joven dueño, Itshi— ya no tenían interés alguno por la antigua villa del prostíbulo y, tal y como estaba de abandonada, deseaban venderla en cuanto apareciera un comprador.
Si bien es cierto que Nanso había perdido toda ambición de labrarse un nombre en el mundo de la escena, el hecho de que siguiera escribiendo reseñas sobre teatro por su vinculación con los periódicos, cada vez que le tocaba una obra en la que actuaba Itshi, pensaba que le gustaría ir a visitarlo al camerino y hablar con él un rato después de tanto tiempo. Aprovecharía así para preguntarle, como quien no quiere la cosa, por la casa deshabitada. Tal vez, incluso, hasta podría aconsejarle amistosamente que, si ése era su deseo, la vendiera a alguien con sensibilidad por la belleza del lugar, alguien capaz, por ejemplo, de valorar aquel pino añoso y la puerta rústica de brezo que su padre había cuidado con tanto mimo. Aunque, reflexionando bien, acababa preguntándose: «¿Y qué necesidad tengo yo de entrometerme en asuntos ajenos? ¿Sería, además, un consejo inútil en esta época en que a la gente, aun sin apremios económicos, le ha entrado la locura de hacer dinero vendiendo tesoros familiares acumulados generación tras generación? Ahí está el caso de la familia de los Date, de Sendai, por ejemplo». Con estas y parecidas reflexiones dejaba pasar el tiempo, inquieto en el fondo del corazón por si un día aparecía un nuevo comprador o una mañana veía cortado el pino del estanque. Una inquietud a la que daba desahogo contemplando mañana y tarde el jardín de al lado desde la valla.
Ocurrió una noche en que la lluvia golpeaba con estrépito las hojas de loto del jardín. Nanso había recogido ya los libros desparramados, y tirado a la papelera trozos de papel. Pensaba ya en irse a dormir mientras daba una última chupada a su pipa larga de plata cuando, de repente, a sus oídos, habituados al ruido de la lluvia, llegó el sonido de un samisén. No se trataba solamente de que nunca hubiera oído tocar el samisén en ese vecindario. Lo más extraño era la pieza que se estaba tocando. Era una melodía del estilo plañidero de sonohachi bushi y la acompañaba una atractiva voz femenina. Nanso, con buenos conocimientos de este género de música, abrió la ventana redonda. Su sorpresa creció aún más. Ahora se veía una luz encendida en la casa supuestamente deshabitada de donde, con toda seguridad, procedía la música. La cantante había llegado al pasaje donde pronuncia Toribe yama[67], unas palabras solemnes y tristes que, volando mágicamente a través de la llovizna silenciosa de la noche, le llegaron a Nanso preñadas de una hermosa melancolía. Tan misterioso le pareció ese instante que inmediatamente pensó que tal vez fuese cierto lo de la casa encantada y que allí había un fantasma. Si la melodía hubiera sido del repertorio de kiyomoto o nagauta[68], no habría tenido esa sensación, pero se trataba del género musical del sonohachi-bushi, cuya temática está dedicada exclusivamente a asuntos de dobles suicidios por amor. El intérprete, cuando canta esta modalidad, trata de borrar la distinción entre realidad y sueño a través de los tonos más sombríos y melancólicos de todo el repertorio del joruri. Nanso no pudo evitar pensar que el alma en pena de aquella prostituta muerta en la villa estaba desahogando su secreto rencor contra el mundo.
—Cariño, he traído un té.
Era su mujer que había abierto en silencio la puerta corredera del estudio. Nanso, volviéndose bruscamente, le dijo:
—Ochiyo, es realmente asombroso.
—¿Qué?
—Eso, el fantasma…
—¿Cómo, cariño?
—Escucha un momento… Fíjate… Están cantando sonohachi en la casa deshabitada de los vecinos.
—Vamos, déjelo —dijo Ochiyo haciendo de improviso un gesto de alivio—. No ha conseguido asustarme. Es que yo sé más que usted[69].
Nanso, sin comprender el porqué de la calma de su mujer, normalmente tan asustadiza, le preguntó:
—¿Es que conoces ya al fantasma ese?
—Sí, lo conozco. En cambio, usted todavía no lo ha visto, ¿a que no?
—Claro que no —respondió Nanso.
—Bueno… pues el fantasma tendrá unos veinticuatro o veinticinco años, o tal vez más, aunque parece joven. Tiene la cara redondeada y el cutis moreno… Seguro que, si la ve, le gustará. Es una joven elegante y verdaderamente encantadora. —Ochiyo se detuvo para escuchar la canción atentamente—. Y su voz también es buena: serena y profunda. ¿Estará tocando el samisén ella misma?
Ochiyo, aunque era una mujer ajena por completo al mundo del espectáculo, poseía unos conocimientos de estilos musicales, como sonohachi, kato, itchu, ogie-bushi y otros, superiores a los de una geisha normal. La razón era que había nacido en la casa de un gran maestro de bunjin ga[70], y desde pequeña se había codeado con pintores, literatos, actores, artistas, etc. Hacía ya más de veinte años que, al casarse, había entrado a formar parte de la familia de su marido, los Kuroyama. A pesar de tener ya más de treinta y cinco años y dos hijos, cuando salía de compras con el peinado en forma de hoja de gingko o ichoo, la gente a veces la confundía con una geisha. Su temperamento juvenil, despreocupado y muy generoso contrastaba con el de su marido, un hombre bastante reservado, lo cual bien pudiera ser una de las claves de la armonía de su convivencia.
—Ochiyo, ¿por qué sabes tantos detalles? ¿No habrás ido a fisgonear?
—Claro que no. Tengo una buena razón para saberlo tan bien. Pero no se la digo a cambio de nada.
Pero en seguida se acercó a él y se lo explicó. Al parecer, esa misma tarde, cuando volvía de la compra, al ver que dos rikishas que venían detrás de ella se habían parado de repente a la puerta de la casa deshabitada, se detuvo extrañada. Al volver la cabeza, vio descender primero a Itshi Segawa y después, de un rikisha con capota, a un mujer elegante con aspecto de geisha.
—¿No es hermoso? Traérsela secretamente a la segunda casa para que nadie se entere… —añadió riendo alegremente.
—Sí que lo es. Se ve que lo ha pensado bien. Este Hamamuraya —siguió diciendo Nanso, llamando al actor por su nombre tradicional de escena y riendo también— está haciendo estragos últimamente.
—¿Será una geisha de verdad? ¿O crees que es una amante de algún sitio?
—Parece que la lluvia ha amainado —dijo Nanso sin responder a su mujer—. Enciende el farol… Voy a mirarla un poco…
—¡Vaya, vaya! Sí que es usted cotilla, ¿eh?
Con estas palabras, Ochiyo se levantó, sacó un farol del armario de la galería exterior y lo encendió.
—¿Estarán ya dormidos los niños?
—Sí, hombre. Ya hace tiempo que se han acostado.
—En ese caso, ¿quieres venir conmigo? Venga, quien lleva el farol debe ir delante…
—¡Bueno…! Por lo menos, la lluvia ha parado.
Ochiyo empezó a bajar los escalones de acceso a la casa poniéndose los chanclos de andar por el jardín y alargando la mano que sostenía el farolillo para ver bien dónde pisaban.
—Parezco la criada de una obra de teatro —dijo riendo.
—Resulta agradable salir a pasear por el jardín con un farol. Yo haría el papel del apuesto protagonista del Genji juni dan[71]. Pero, bueno, esto de llevar a la propia mujer a mirar por el agujero de la valla debe ser para dar celos a la que esté al otro lado.
Tras decir esto, Nanso se echó a reír, divertido con su ocurrencia.
—¡Que van a oírnos si se ríe usted tan fuerte!
—¡Fíjate! Pobrecitos los grillos, todavía cantando… Ochiyo, no vayas por ahí, que hay un charco detrás del granado. Es mejor que pases por debajo del árbol de Júpiter.
El matrimonio, después de seguir el camino marcado por las piedras escalonadas, se internó en la penumbra de los arbustos. Ochiyo, ocultando la luz del farol con la manga de su quimono, andaba conteniendo el aliento. En ese momento, cesó la música. En la casa sólo quedaba la luz que iluminaba la puerta de papel. Todo el edificio estaba en calma. No se oían ni voces ni risas. Silencio.
La mañana siguiente amaneció con un cielo despejado y limpio después de la lluvia de la víspera. El aire tibio del veranillo de San Martín levantaba una nube de vapor de la tierra aún húmeda y de las tablas cubiertas de musgo que formaban los aleros de la casa. Nanso estaba plantando los bulbos de narciso chino. Esta vez fue Itshi Segawa quien, desde el otro lado de la valla, lo vio.
—Sensei, siempre cuidando su jardín con tanto esmero, ¿eh?
Alzando la mano manchada de barro, Nanso se quitó el sombrero viejo que llevaba puesto y, acercándose hacia la voz, respondió:
—Ya hacía tiempo que no nos veíamos, ¿verdad? Como nunca coincidimos… ¿Desde cuándo estás por aquí? No tenía ni idea…
—Bueno, vine ayer para dormir y relajarme un poco. Sin tiempo apenas para acercarme a saludarle…
—De veras que hacía bastante tiempo que no te veía. ¿Por qué no entras y charlamos un rato? Mi mujer también está hablando siempre de ti. Espero que sabrás disculparnos por ser tan poco atentos, pero tráete a tu acompañante si quieres. —Y, bajando la voz, añadió—: Sinceramente, ayer ese sonido… uf, me conmovió de verdad. ¡Qué bien sonaba!
—¿Se la oía? Pues entonces, sensei, no me queda más remedio que confesárselo todo…
—Me gustaría mucho conocerla.
En ese instante se oyó una voz que venía de la galería:
—¡Niisan! ¿Dónde estás?
—Sensei, hablaremos más despacio otro día. A decir verdad, hay un asunto sobre el que quiero conocer su opinión.
Segawa se alejó de la valla y, mientras caminaba hacia la casa, se le oyó gritar:
—¿Qué pasa? ¡Estoy aquí!