XV. En el Gishun

Antes de terminar con el relato del hijo de los dueños de la casa Obanaya, que Yamai contaba incansablemente y por extenso, el tranvía llegó a la calle Ginza. Segawa se levantó bruscamente del asiento y se bajó. También Yamai se apeó del tranvía y lo siguió. Cuando Segawa se detuvo delante de la relojería Hattori para esperar el tranvía de transbordo, Yamai se colocó detrás de él. Extrañado, Segawa le preguntó:

—¿Y su casa?

—Mi casa está en Shirokane de Shiba.

—¿También tiene que hacer transbordo aquí?

—No, no. Generalmente lo hago en Kanasugibashi de Shiba —contestó Yamai dando un paso y preguntando—: Por cierto, ¿qué hora es? Parece que aún es pronto para volver a casa.

—Todavía no son ni las diez —respondió Segawa, comparando la hora del reloj de oro que llevaba en su muñeca con la hora de los relojes alineados en el escaparate de la relojería.

—¿Y cómo van últimamente las cosas en Shinbashi? Hace tiempo que no me acerco por ahí a relajarme un rato…

Yamai seguía de pie, sin hacer ademán de moverse, a pesar de que habían pasado dos tranvías seguidos.

Segawa adivinó lo que debía de estar pasando por la cabeza de Yamai. Seguro que estaba esperando que lo llevara a algún sitio para ser entretenido y pasarlo bien a su costa. Por un lado, pensó que sería un fastidio cargar con ese gorrón; por otro y sin saber por qué, le daba pena dejarlo allí solo, haciendo como que no se daba cuenta. «Al fin y al cabo —se dijo— ¿no dicen que quien ayuda a los demás se ayuda a sí mismo? Si lo invito esta noche, a lo mejor me sirve de algo en el futuro». Entonces, dijo con aire distraído:

—Bueno, resulta cansado esto de viajar en el tranvía tanto tiempo, ¿verdad? ¿Por qué no vamos a descansar un rato? —dijo Segawa y echó a andar para cruzar al otro lado de la calle.

Yamai, con el gesto radiante, saltó detrás de él. Iba pensando: «Habría sido grave haber dejado escapar esta presa», cuando, al ver un coche que venía en dirección contraria, exclamó con devoción:

—¡Cuidado!

Segawa ya había cruzado la calle y estaba frente a la cervecería Lion. Se volvió ligeramente para preguntarle:

—Yamai, ¿no tiene un machiai del que sea cliente habitual?

—Bueno, no es que no tenga. Lo que pasa es que el que conozco es bastante feo y no está bien. Dañaría su prestigio entrar en él. Por lo tanto, esta noche dejo que usted me lleve al que sea su favorito. —Y, echándose a reír, añadió—: Le guardaré el secreto. Se lo juro.

Segawa parecía dudar adónde dirigirse y aminoró el paso. Habían llegado, entre tanto, a la altura del puente Miharabashi. Juzgando que ya no había más remedio, Segawa anunció:

—Bueno, este establecimiento no es nada del otro mundo, ¿eh? Pero, para pasarlo bien, un sitio sin pretensiones creo que es mejor que un lugar grandioso.

Acompañado de Yamai, Segawa entró en su machiai de siempre, el Gishun. La camarera Omaki, antes de conducirlos a la sala principal del piso de arriba, los saludó ceremoniosamente de rodillas y con las manos en el tatami. Después, en tono de confianza, le dijo a Segawa:

—Señor, justo ahora hemos recibido una llamada…

—¿De quién?

—Ya sabe usted de quién. Le diré que venga.

La camarera estaba a punto de retirarse cuando Segawa la retuvo:

—¡Espera un momento, Omaki! Está bien que venga Komayo, pero habrá que llamar a alguien más.

—¿A quién quiere usted? —preguntó Omaki, volviendo a sentarse en el suelo y mirando las caras de Segawa y Yamai.

—Yamai, ¿a quién prefiere usted? —preguntó esta vez Segawa.

—¿Por qué no esperamos a que venga primero Komayo y luego lo decidimos? Mientras, un poco de sake, por favor.

—De acuerdo. Ahora mismo se lo traigo —respondió la camarera abandonando la sala.

—Las geishas son raras. Si coinciden dos de diferente grupo, nos pueden aguar la fiesta.

El comentario era de Yamai, que se sentó con las piernas cruzadas y apoyó resueltamente ambos codos en la mesa de palisandro de la sala; daba la impresión de tener la intención de quedarse para rato.

—En contra de lo que aparentan, todas las mujeres están empeñadas en preocuparse por su honra, ¿no cree, Yamai?

—Bueno, supongo que eso es lo que llaman el «temperamento femenino».

Yamai alargó la mano y se sirvió unos confites japoneses que había en el cuenco.

—Oiga, Segawa, ¿qué rumor es ese que vengo oyendo de que va a casarse? ¿Es cierto?

—¿Con Komayo?

—Sí. Es un rumor que no dejo de oír de vez en cuando.

—¿De verdad? ¿Tanto se comenta? ¡Qué vergüenza…!

—No hay nada de que avergonzarse, ¿no? ¿O no es un suceso feliz?

—La verdad es que no tengo experiencia en eso, pero parece que casarse no es muy interesante, ¿verdad? Creo que me gustaría continuar como ahora, sin preocupaciones, y seguir soltero un poco más. —Y, en tono de disculpa, añadió—: Naturalmente, eso no quiere decir que ella me disguste. Eso es otro cantar…

Por ningún motivo en especial, Yamai identificaba el matrimonio con el fin de una vida libre y alegre —el género de vida que él llevaba— y con un extraño estado de opresión. Tal vez por eso, dijo:

—En fin, si desea casarse, puede hacerlo en cualquier momento que lo desee. Lo que quiero decir es que no hay que darse prisa para casarse. De todos modos, se trata de una experiencia en la vida del hombre, y algún día hay que pasar por ella.

La camarera trajo sake y unos aperitivos. Y anunció:

—La neesan Komayo vendrá en unos treinta minutos. Acabamos de recibir una llamada suya.

—Si ha dicho treinta minutos, será hora y media. Por eso, Omaki, me gustaría llamar a alguna otra que nos haga compañía mientras llega Komayo. No hay ninguna geisha en todo Shinbashi que no haga esperar a los clientes.

—Y después de haberle hecho a uno esperar, en seguida la reclaman para salir corriendo a otro compromiso, ¿verdad?

Era evidente que Yamai hablaba por experiencia propia, habida cuenta de que, como tenía deudas en varios machiai, las geishas lo esquivaban.

—Así es —asintió Omaki suspirando como si sinceramente fuera de la misma opinión. De repente, pareció recordar algo—: Por cierto, hay por ahí una chica que ha anunciado su debut como geisha. ¿Quieren que intente ponerme en contacto con ella a ver si puede venir y los entretiene mientras esperan? Es gordita y de tez clara. Y parece estar en buena forma. —Omaki rio al decir esto. Y añadió—: Dicen que era la esposa de un médico muy respetable.

—¡Qué raro! ¿Y qué la habrá llevado a meterse a geisha? —preguntó Yamai.

—Bueno, no sé si será verdad o mentira, pero la gente dice que fue por propia elección, porque tenía mucha curiosidad por vivir la experiencia de ser geisha.

—¿De verdad? Si es así, me gustaría conocerla —dijo Segawa, que preguntó con gravedad—: Yamai, ¿no llaman a personas así «las nuevas mujeres»?

—Podría ser. De las mujeres que vienen a que les corrija sus poesías, seguro que hay alguna que no vacilaría en hacerse geisha.

—De todos modos —empezó a decir Segawa—, reconozco que os tengo envidia a los escritores. Para empezar, no estáis encadenados a un horario. Y luego, cuando os apetece pasarlo bien, lo hacéis en secreto y nadie se entera. Pero a nosotros, los actores, la cara nos delata en seguida… ¡Qué aburrido, no poder irse de juerga cuando uno quiera!

—Pero, a cambio de esos dos inconvenientes, nunca tenéis que preocuparos de ser acogidos con frialdad. En cambio, nosotros sí…

—No se crea, no se crea. No todo es color de rosa para los actores…

Los dos se echaron a reír divertidos. Poco después, se abrió silenciosamente el fusuma y apareció un peinado shimada[81] saludando de rodillas desde el suelo, en el umbral de la puerta. Debía de ser la geisha debutante a la que se refirió Omaki. Tendría en torno a los veinte años y vestía un quimono negro, blasonado con estampados en los bajos, y solapas blancas. Llevaba el cabello pulcramente liso, las cejas oscuras, y los ojos, de grandes pupilas, daban la impresión de estar abiertos de par en par. En cambio, su frente era bastante ancha y la redondez del rostro estaba acentuada por una barbilla corta. La incomodidad que transmitía un cuerpo carnoso, enfundado en el quimono negro, las manos regordetas, la forma de recogerse el cabello en las sienes, el excesivo maquillaje —detalles todos impropios de una geisha con experiencia— despertaron, por extraño que parezca, el interés en los dos hombres. Ella parecía, sin embargo, relativamente habituada al trato social, pues aceptó sin ningún miramiento la copa que le tendió Yamai.

—He venido corriendo… Así que no he podido evitar jadear… —dijo en tono de disculpa. Bebió un sorbo y devolvió la copa con un thank you. En su voz se detectaba un fuerte acento de alguna región.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Ranka.

—¿Ranka? Parece un nombre chino. ¿Por qué no has elegido uno más de moda?

—Bueno, yo quería que mi nombre de geisha fuera Sumire, pero como ya había otra que se llamaba así…

—¿Y dónde trabajabas antes? ¿En Yoshicho? ¿En Yanagibashi?

—¡Ay, no, señor! —exclamó Ranka elevando el tono y delatando así, todavía con mayor claridad, su acento de provincias—. Es la primera vez que ejerzo de geisha, la primera.

—Entonces, ¿antes? ¿Eras actriz?

—¡Ay, actriz! ¡Ya me gustaría! Creo que, si no se me da bien esto de ser geisha, me haré actriz.

Segawa cruzó una mirada con Yamai y, sin querer, esbozó una sonrisa.

—Si vas a ser actriz, ¿tienes pensado qué papel te gustaría hacer?

—Me gustaría hacer de Julieta, la de Shakespeare —respondió con toda desenvoltura Ranka, a quien la pregunta no parecía haberla turbado lo más mínimo—. ¿Conocen ustedes la escena del balcón en que ella le da un beso a Romeo mientras escucha cantar a un pájaro? ¡Ay, qué escena! En cambio, no me gusta nada el papel de Salomé que hace Sumako Matsui[82]. No sé… Es como si saliera para que la gente la vea desnuda. Aunque, bueno, seguramente llevaba unas mallas puestas, ¿no les parece a ustedes?

Segawa, algo perplejo al verla hablar así, se quedó callado. Yamai, por el contrario, daba la impresión de estar alborozado y no dejaba de vaciar copa tras copa. Le dijo a la geisha:

—Creo, Ranka, que es una lástima que te quedes de geisha. ¡Vamos, anímate y hazte actriz! Si das el paso, te prometo ayudarte en todo lo que pueda. Al fin y al cabo, yo también soy artista. En aras del arte, los artistas no hacemos distinción alguna.

—¡Uy! ¡No me diga que es usted también artista! ¿Cómo se llama? ¡Dígame su nombre, por favor!

—Soy Kaname Yamai.

—¡Ay, no me diga! ¿Es usted sensei Yamai? ¡Ay, sensei! Que conste que tengo comprados todos sus libros de poesía.

—¿De verdad? —preguntó Yamai, más contento todavía—. En tal caso, Ranka, tú también tienes que haber hecho tus pinitos. A ver, recítanos algunos versos tuyos.

—¡Ay, no, sensei! Demasiado difícil para mí. Pero ¿a que el mejor consuelo, cuando uno sufre, es ponerse a componer poemas? ¿Verdad, sensei?

Segawa, cada vez más atónito, se limitaba a fumar mirando con atención los rostros de Yamai y Ranka a través de la cortina de humo del tabaco.