X. El palco inferior

Momentos antes de que Komayo saliera a escena para interpretar el papel de Yasuna, llegó al teatro Yoshioka y ocupó uno de los palcos inferiores. Lo acompañaban Eda, la dueña del machiai Hamazaki, la compañera de Komayo, Hanasuke, y la aprendiza Hanako. Cuando, a final del verano, Yoshioka recibió de Komayo la negativa a convertirse en su mantenida, en un principio, bajo el impulso del despecho, pensó en romper con ella, pero, al no encontrar otra geisha capaz de reemplazarla y pese a ponerse fuera de sí, se quedó sin saber qué decisión tomar. La dueña del machiai Hamazaki, una mujer con muchas tablas en estos asuntos, presentó mil disculpas en nombre de Komayo, logrando convencerle para que las cosas siguieran como antes entre los dos amantes. Lo cierto es que desde entonces ya no la veía mucho y sólo aparecía en el Hamazaki cada diez días o así en compañía de Eda a tomar unas copas. Pensaba que su honor como danna quedaba a salvo, cumpliendo con ella en lo que debía. Ignoraba, además, que Komayo se viera en secreto con Segawa y que tuviera otro danna.

Al cabo de muchos años de divertirse con geishas, Yoshioka, desde que se fue aquel día de la villa de Sanshunen, empezaba a estar un poco cansado. Ahora llevaba una vida tranquila y sin sobresaltos. Volvía pronto a casa de la oficina y se acostaba temprano. Los domingos, por ejemplo, iba al zoo, o a sitios así, con su mujer e hijos. Pasaba los días con toda sencillez y distraídamente, sin pararse a pensar si este género de vida era aburrido o triste, divertido o interesante. Simplemente no se le ocurría juzgarlo. Sin embargo, hoy, al verse sentado en el palco del Kabuki-za contemplando el paisaje interior de la sala, un jardín que estaba a rebosar de flores hablantes[43], tuvo la sensación de despertar de un sueño. Lo acometió entonces el deseo agudo de devorar todos los placeres que existían en el mundo sin excepción; de lo contrario, creía, no se quedaría nunca a gusto. Sus razonamientos tenían la siguiente secuencia. En las sociedades civilizadas de hoy en día, la búsqueda de los placeres sensuales, como la bebida y las mujeres, tiene su correspondencia con la caza de bestias feroces que realizaban sobre caballos vigorosos los pueblos primitivos con el fin de saciarse comiendo su carne, o con aquellos guerreros medievales de vistosas armaduras que vertían su sangre peleando entre sí. Todos estos grupos derrochan, en sus sucesivos comportamientos, una cualidad sumamente trágica de la vitalidad humana. Esta energía, a medida que se desarrolla la civilización y se amolda a ciertos parámetros sociales, se ha transformado hoy en día en una búsqueda de riquezas y placeres. El honor, la riqueza y las mujeres: he aquí la trinidad en torno a la cual gira la vida del hombre moderno. Despreciar u odiar estas tres cosas, o incluso temerlas, es un malentendido por parte de los fracasados o de los débiles, a quienes les falta valor o esfuerzo para perseguirlas.

Mientras todo esto pasaba por su cabeza, Yoshioka se dio cuenta de que la visión del jardín humano del teatro, desplegada ante sus ojos, había sido como una inyección que le había inoculado una dosis, aunque pequeña, de esa energía. Al mismo tiempo, quedó convencido de que «Yoshioka todavía no es viejo; aún es joven y puede trabajar». Una seguridad que de forma espontánea le infundió una íntima satisfacción.

De repente sonaron las tablillas y empezó a subir el telón para dar comienzo a la actuación de baile de Komayo. Los recitadores de kiyomoto[44] se pusieron a cantar a coro. Entre el público sonaron algunos aplausos. Tres bailarinas pasaron a la carrera por detrás del palco ocupado por Yoshioka, para ocupar sus puestos. Iban hablando entre sí.

—Es Yasuna… ¡Fíjate!

—¡Ah, Yasuna con la neesan Komayo…! ¡Ay, qué maravilla!

—Normal, ¿no? ¿No ves que la ayuda el señor Segawa?

—Andan liados, ¿no?

Entre los murmullos de la gente que iba y venía, las palabras de las bailarinas acertaron a entrar claramente en los oídos de Yoshioka el cual, de forma involuntaria, volvió la cabeza en dirección a las voces. Pero las bailarinas, que se alejaban corriendo, tan sólo le dejaron ver sus espaldas, cubiertas con el quimono de mangas largas ceñidos por obis, rápidamente ocultas por la gente que se cruzaba. No pudo, por lo tanto, distinguir quiénes eran, ni a qué casa de geishas pertenecían.

Pero le bastaron las tres últimas palabras que se le habían metido en los oídos, «andan liados, ¿no?», para lanzarse a las siguientes deducciones: «Si alguien me hubiera dicho eso mismo a la cara, sería necesario verificarlo. Pero a este imprudente rumor soltado con toda naturalidad por una chiquilla inocente, una aprendiza de baile, que ha pasado por aquí sin ninguna intención y sin que supiera que yo estaba al lado, hay que concederle todo el crédito que se merece. Interpretado con rigor, es como si hubiera hablado el Cielo que, a falta de boca, se expresa con la lengua de alguien». Tal fue la conclusión inicial a la que llegó Yoshioka, que, luego, se puso a repasar con el mayor detalle posible la actitud reciente de Komayo. Al mismo tiempo, se inquietó por la posibilidad de que Eda, que siempre estaba a su lado, lo hubiera sabido antes que él y que, por miedo a herirlo, hubiese mantenido la boca cerrada. «A ser posible, deseo ser yo el primero en enterarse. Si no, pareceré un tonto». Yoshioka, que se las daba de ser todo un experto en el mundo de las geishas, sintió una profunda vergüenza, tanto más cuanto que había quedado expuesto a los ojos de todo el mundo. Y empezó a sentir cómo, muy dentro, le nacía una ira sorda contra Komayo.

A la derecha del escenario los recitadores, sentados en hilera sobre un estrado de joruri, acababan de cantar al unísono un pasaje inicial:

Como aguas que corren por las rocas,

así las lágrimas por un amor no correspondido

se estrellan contra mi pecho.

Los redobles de los tamboriles sembraron tensión entre los espectadores. Era el momento de la entrada del personaje de Yasuna. Las miradas de todo el público se clavaron al mismo tiempo en el telón lateral que había en el pasillo elevado por donde salían los artistas. En las butacas de arriba ya alguien aplaudía. De repente, ante los ojos de Yoshioka apareció Komayo en el papel de loco, irrumpiendo en medio de la bruma y hollando las hierbas de primavera. Pero él, exasperado, evitó posar los ojos en la geisha y, desviando la mirada al espacioso techo, se puso a pensar morosamente en las posibles razones de Komayo para no aceptar ser rescatada del oficio. Lo quisiera o no, se veía forzado a pensar en ellas. Hasta ese día, jamás había quedado del todo convencido de los motivos aducidos por la geisha; ahora, en cambio, comprendía todo claramente. «Ha llegado por fin el momento de dejarla —se dijo—. Me haré el tonto que no sabe nada para así sorprenderla con algún buen golpe inesperado. De todos modos, volver con mi antigua amante, Rikiji, sería una sandez a estas alturas. ¿No habrá por ahí, en todo Shinbashi, con sus más de mil ochocientas geishas, alguna que yo pueda echarme de amante para que Komayo llore realmente de rabia?». Yoshioka quiso abarcar con la mirada a todas las geishas que poblaban los palcos y la platea del teatro, sin omitir a las que estaban de pie en los pasillos. El público, sin embargo, seguía con la mirada fija en la escena de los delirios de Yasuna cuando iba al centro de la escena y se ponía a buscar a su amante. En ese instante, alguien abrió con sigilo la puerta del palco.

—Perdón por el retraso.

Quien saludó así, en voz queda, fue Kikuchiyo, la compañera de Komayo en la misma casa, Obanaya, la misma del maquillaje en exceso y de la que las malas lenguas decían que tenía cierto aire de prostituta.

También Kikuchiyo había actuado en la función de ese día. Había cantado en un papel secundario en kairaishi[45], el número segundo en el programa. Llevaba un peinado de estilo takashimada[46] y un quimono estampado en los bajos con bordados en hilo dorado hasta la solapa. Iba todavía más maquillada de lo habitual en ella. Cuando Yoshioka involuntariamente volvió la cabeza, al sentir cómo se abría la puerta, el rostro de la geisha, que se alzó rápidamente el cuello postizo, le pareció el de esas muñecas de trapo con las que juegan los niños en Año Nuevo.

A los ojos femeninos, Kikuchiyo era una mujer poco agraciada; los hombres, en cambio, se sentían atraídos por ese cuerpo gordito que parecía estar pidiendo que lo tocaran, así como el aspecto entre atrevido y meloso que reflejaban su manera de maquillarse y ademanes. Todo esto, que por un lado manifestaba falta de elegancia y cierto abandono, por otro, lejos de causar desdén por carecer del refinamiento de una geisha de primera, parecía inflamar y tentar el corazón masculino.

En el palco ya había cuatro personas sentadas. Kikuchiyo, por llegar tarde, tuvo que colocarse en el medio de las cuatro, casi encima de las rodillas de Yoshioka, sentándose con las piernas cruzadas en un gesto natural. Accidentalmente, Yoshioka se fijó en la nuca inmaculadamente blanca de la geisha y también en buena parte de su espalda, pues llevaba el cuello del quimono, por la parte de atrás, caído en exceso, tanto que dejaba ver el blanco algodón de su ropa interior, escondida debajo de la solapa interior del quimono de gruesa seda. Esta visión le transmitió la sensación de que podía olfatear el cuerpo de esa mujer, cuya misma piel parecía desprender calor.

Yoshioka se acordó entonces de que la relación entre Komayo y esa Kikuchiyo estaba teñida de cierta rivalidad. Una prueba había sido la misma función ese día. Komayo actuaba bailando en el papel de Yasuna en una obra perteneciente al género kiyomoto; pero resultaba que Kikuchiyo era la encargada en Obanaya de todo el repertorio de kiyomoto, por lo cual lo correcto hubiera sido pedirle a ella que interpretara una parte de la canción. Komayo, pensando que si lo hacía otra geisha no iba a destacar suficientemente la parte que ella bailaba, había pedido, a través de Segawa y sin escatimar dinero, que se contratara a recitadores profesionales en lugar de a Kikuchiyo. No era cuestión de impedir que su compañera cantara en su número, ni de creer que Kikuchiyo cantara mal. Simplemente quería llevarse ella sola todos los aplausos y adquirir, exclusivamente ella, celebridad en todo Shinbashi por esa danza. No tenía tampoco tiempo de reflexionar sobre las otras circunstancias de la situación. Pero, para Kikuchiyo, verse relegada así había sido un desaire. El hecho, además, de ser testigo con sus propios ojos del probable éxito de Komayo la molestaba vivamente; por eso, en el fondo no deseaba asistir a su actuación. Sin embargo, no podía comportase así de cara a la dueña del machiai y a un cliente regular. En consecuencia, por conciencia profesional se vio obligada a acudir al palco del danna de Komayo, e incluso probablemente a tener que decir, aunque sólo fuera de labios afuera, algún cumplido. En el fondo de su corazón, sin embargo, Kikuchiyo estaba furiosa y con ganas de llorar.

Engañado por el cuervo en una noche de luna,

permanece sin moverse en el mismo lugar.

Aunque el sol todavía no aparece por el este,

intenta dormir, pero todo es en vano.

Y, en el momento de partir, de insomnio se queja.

La danza avanzaba hacia la parte más interesante. Hanasuke y la dueña del Hamazaki, dirigiéndose a Yoshioka, se deshacían en elogios del arte de Komayo.

—Ciertamente se ha convertido en una verdadera artista, ¿no cree usted?

—Esto demuestra que el esfuerzo siempre tiene premio, ¿a que sí?

—Nadie puede encontrar en su interpretación el más mínimo fallo…

Oyéndolas hablar así, Kikuchiyo se limitaba a suspirar. Yoshioka, en cambio, empezó a sentir en su corazón un enojo cada vez más vivo. Sintió cómo se hacía más intenso el deseo de llevarse a Kikuchiyo y de poner en ridículo a Komayo.

Cuando la danza estaba por el pasaje en que se decía «dentro de la lona de la fiesta se pueden ver las flores de cerezo», Yoshioka, de improviso y sin mediar palabra alguna, se apoderó de la mano de Kikuchiyo. Ésta no la retiró, ni hizo movimiento alguno. Parecía no haberse dado cuenta de que le habían cogido la mano y seguía con la mirada vagamente perdida en el escenario. Ante eso, Yoshioka aumentó la presión a pesar del sudor que empezaba a sentir en su mano y se quedó pendiente de la reacción de la geisha. Poco después, Kikuchiyo, que en ningún momento había hecho ademán de soltarse, empezó a buscar un cigarrillo con la mano libre. Yoshioka entonces, sin decirle nada, le ofreció el cigarrillo que, en ese momento, ya tenía en la boca. La geisha lo aceptó y se lo llevó a los labios con toda naturalidad. Yoshioka empezó a cobrar interés. Adelantando un poco su cuerpo y fingiendo que algo en la escena le llamaba la atención, estiró el cuello hasta casi rozar con su rostro la mejilla de Kikuchiyo y, al mismo tiempo, empezó a presionar la rodilla contra el cuerpo de ella.

La pasividad de Kikuchiyo, que seguía callada y sin hacer ni un gesto a pesar de las claras insinuaciones de Yoshioka, le hizo a éste disfrutar aún más de una situación de la que, estaba seguro, ella ya debía haberse hecho cargo. A partir de ahí y llevado por su presunción natural, Yoshioka se puso a analizar, naturalmente a su favor, los sentimientos de esa mujer: «Seguro que Kikuchiyo, en el fondo de su corazón, ya antes debía de estar enamorada de mí. Consciente de la solicitud con que cuido a Komayo, es evidente que hace ya tiempo que envidia su suerte por tener tan buen danna. Si estoy en lo cierto, la situación se volverá todavía más interesante».

Kikuchiyo originalmente no era una geisha de Shinbashi con todas las de la ley pues no había pasado por todas las fases del oficio. Hija de un pequeño comerciante, a los quince años había entrado a servir en la mansión de un noble, una especie de vizconde. Antes de estrenar ropa de señorita, ya tenía relaciones sexuales clandestinas con un estudiante que trabajaba también en la misma casa. Incapaz de resistir las propuestas del mismo vizconde, no tardaría en convertirse en el juguete sexual de los dos, del noble y del estudiante, del viejo y del joven. Poco después, al regresar el señorito de la casa de Occidente, en la mansión le colgaron la etiqueta de «peligrosa». Cuando el viejo vizconde se encontró con que no sabía qué hacer para librarse de ella, apareció Jukichi, la geisha veterana, que desde hacía largo tiempo, todos los veranos, frecuentaba la casa para presentar sus respetos el día de la fiesta de Obón. El vizconde le preguntó qué se podía hacer con la chica. Jukichi respondió que, si se la confiaban a esa edad, podría hacer de ella una buena geisha. La jovencita, a la que siempre se le habían ido los ojos con admiración hacia los lujosos quimonos de las geishas que asistían a las fiestas en el jardín de la mansión, aceptó sin ninguna reserva. Una vez con el permiso oficial para dejar el trabajo en casa del vizconde, y tras pasar brevemente por su casa natal, Jukichi preparó con toda discreción su debut como geisha y le puso el nombre de Kikuchiyo de Obanaya. Había cumplido entonces los diecisiete años, tenía una piel muy blanca y la complexión regordeta de una muñeca de goma. Agradaba especialmente a los clientes entrados en años y siempre andaba bastante ocupada. Por incomprensible que pudiera parecer, se le daban especialmente bien los clientes exigentes que no se satisfacían con geishas normales y corrientes. El comentario general sobre Kikuchiyo, que corría por los machiai, a cuyas fiestas iba, era que «no había una chica tan útil y buena como ella», un comentario que a Jukichi, con la mentalidad de antes, y a Gozan los dejaba boquiabiertos. «¿Cómo es posible que digan eso con lo espantosa que es?», decían los dos. En efecto, por mucho que trataran de enseñarle detalles sutiles sobre cómo entretener a los clientes o cómo saludar a las neesan de mayor edad que ella, jamás los aprendía. El terco de Gozan llegó a sugerirle a su mujer que la dejara irse a otra casa, pues tener a semejante «geisha-almohada»[47] dañaba seriamente la imagen del negocio. Pero a Jukichi le daba pena, aparte de que tampoco podía quedar mal con los muchos machiai que la reclamaban. Por lo tanto, aunque a veces la chica se le iba de las manos y tenía problemas con ella, la retuvo en su casa y se volcó en inculcarle, a pesar de lo ocupada que estaba, algunas nociones artísticas. A fuerza de práctica y con el paso de uno o dos años, sin saber bien exactamente desde cuándo, Kikuchiyo empezó a entender algo del camino de las geishas. Se hizo incluso con dos o tres danna fijos, y además buenos. Así, de forma espontánea, llegó a ser la Kikuchiyo que era ese día, la misma capaz de interpretar un papel secundario, nada menos que en el Kabuki-za.

En vista de que desde un principio había sido más bien indiferente a asuntos como el honor o el espíritu, temas que suelen interesar más a las geishas criadas desde niñas en casa de geishas, como era el caso de Komayo, Kikuchiyo no distinguía entre un cliente viejo y uno joven, entre uno vulgar y un dandy, ni siquiera entre el que le gustaba y el que le disgustaba. Para ella los hombres o, en potencia, todos los clientes, eran seres que actuaban como animales cuando bebían alcohol y se emborrachaban. No es que hubiera llegado a semejante conclusión por alguna razón especial, sino que parecía haber pensado siempre así. No creía que la lascivia de sus clientes fuera deshonrosa, sucia o desagradable; tampoco, por supuesto, que fuera lo contrario, algo bueno. Por eso tal vez, como parecía que le daba igual pasar por situaciones que otra mujer de cuerpo menos fuerte no hubiera aguantado, y que incluso hallaba placer en ello, a la gente le dio por propagar el rumor de que Kikuchiyo poseía un apetito sexual fuera de lo común.

Esta habladuría estimuló naturalmente la curiosidad masculina. De hecho, el mismo Yoshioka la había oído, y llegado a pensar que, si no perteneciera a la misma casa que Komayo, le gustaría seducirla. Ahora, en cambio, resuelto a hacerla su amante por despecho contra Komayo, estaba impaciente por llevar a término su plan. Se veía incapaz de aguantar hasta el final de la función.

Cuando la danza de Yasuna recuperó el ritmo básico del comienzo y se oyó aquello de «Si hay alguien que se le parezca, decídmelo. Y con el quimono se turba y enloquece…», se oyeron las tablillas. Fue el momento elegido por Yoshioka para saltar del asiento como impulsado por un resorte.