XIII. De vuelta a casa

En efecto, dos días después de que la mujer interpretara sonohashi, Segawa se presentó sin previo aviso en la casa de Nanso. Tenía asuntos de que hablarle, pero también respondió a sus preguntas.

—¿Se refiere a la del otro día? Es de Shinbashi. La conoce, ¿verdad? Se llama Komayo.

—¡Ah, sí, hombre! Komayo de la casa Obanaya… Ya decía yo que me sonaba la voz. La había visto bailar varias veces. Pero que se atreva también con sonohashi… Eso sí que promete…

—Sí, dice que últimamente ha aprendido dos o tres frases.

—Segawa, esta vez parece que te está durando mucho, ¿eh? Desde fines del año pasado me vienen llegando noticias de vuestra relación. Parece como si estuvieras pensando en casarte… ¿o no?

—Pues sí, algo sí que he pensado, pero mientras mi madre adoptiva siga merodeando por ahí, creo que no hay nada que hacer.

—Bueno, ya sabes lo que se dice por ahí: esposa que no obedece a la suegra, tampoco obedece al marido. Conviene que pienses en esto con la cabeza fría y despejada del amor y de cosas así, ¿no crees?

—Sí, estoy de acuerdo. Pero, en mi casa, mi madre adoptiva es todavía una mujer joven. Apenas ha cumplido los cincuenta y uno. Éste es el motivo de que todavía no hayamos conseguido ponernos de acuerdo. Y eso que la he llevado a casa dos o tres veces. Según mi madre, Komayo es una joven dócil y le cae bien, pero dice que la mujer de un artista debe tener un poco más de encanto y más chispa. Mientras ella siga al frente de la casa, todo irá bien, pero después, según ella, tendré dificultades con la economía familiar y cosas así. Seguro que no le falta razón. Además, Komayo es una geisha de Shinbashi y habría que pagar su rescate. Y eso no le gusta nada a mi madre. ¡Vaya madre! Creo que a ella le viene como anillo al dedo ese dicho japonés: «A la mujer de Kioto la temen hasta los cobradores». En cuestiones de dinero, no hay quien pueda entrar en razón con ella.

—Sí, tal vez sea así.

—Para empezar, la culpa la tuvo mi padre. Fue una vergüenza para un tokiota. ¿A quién se le ocurre casarse con una mujer de Kioto cuando se quedó viudo de mi primera madre adoptiva?[72] Con todas las mujeres que había aquí, en Tokio…

—No te falta razón. Pero, después de todo, tienes suerte de que Komayo no sea totalmente ajena al mundo del espectáculo y de que no sea una mujer sin gusto. Es una catástrofe cuando en una familia de artistas se introduce una mujer sin idea del arte, como ha ocurrido con la familia Narita. Una ilustre familia, extraordinaria en el mundo del arte, que queda hecha una ruina.

—No se puede contar mucho con las mujeres de Kioto, aunque sean geishas. ¿Por qué las mujeres son tan mezquinas? Siempre están esperando algo a cambio de una miseria.

—Ya dice el refrán: «Mujeres y niños, malos son de criar».

—Totalmente de acuerdo, sensei. Le confieso que he pensado seriamente en casarme con Komayo. Pero es que ella insiste tanto, y siempre a cambio de esto y de lo otro…

—¿No será que quieres casarte con ella simplemente porque estás enamorado? Ésa es otra historia…

—No quiero decir que tenga algo contra ella, no. Pero tampoco soy uno de esos danna que una geisha tiene que aguantar le guste o no le guste, aunque alguna vez la he llamado como cliente. Pero, si le soy sincero, creo que no estoy tan locamente enamorado como para no poder vivir sin casarme con ella.

—¡Vaya! ¡Eso sí que no parece muy prometedor! —exclamó Nanso riendo.

—Pues así es. Se lo digo con toda confianza. Pero eso no quiere decir que haya decidido pasarme solo toda la vida. Estoy seguro de que me casaré, pero será cuando encuentre a alguien que me convenga. Me ha dicho que a finales del año pasado perdió a un danna importante por mi culpa y que, para colmo, ese danna sedujo a una compañera llamada Kikuchiyo pagándole en seguida el rescate. Como compensación, Komayo me pidió que la dejara entrar en mi casa, aunque sólo fuera tres días, para que la relación quedara formalizada. Me dijo, además, que si la abandonaba, tomaría morfina. En ese momento me quedé sin saber qué responder y, para salir del paso, le pedí que esperara un poco más, hasta que celebráramos el decimotercer aniversario de la muerte de mi padre.

—Así no se puede actuar para los ángeles[73]. Por nada del mundo me gustaría ser el galán en esta escena…

—Sensei, me desconcierta que usted me diga eso. La verdad es que no quiero ser cruel con ella. Llevarla a casa no me conviene a causa de mi madre; y, si la veo en el machiai, puedo perjudicarla en su carrera. Con que, después de pensarlo bien, he decidido que nos veamos en esta casa ya que está libre. Por lo menos, aquí podemos estar en calma.

—Claro que sí. Con lo tranquilo que está todo por aquí… Por cierto, Segawa, hay algo que deseaba preguntarte hace tiempo. Se refiere precisamente a vuestra casa, esta de aquí… ¿pensáis seguir usándola como segunda vivienda?

—Bueno, de momento no hay ningún comprador a la vista, así que no nos queda otra opción que dejarla tal como está. Mi madre dice que más vale eso que caer en las garras de una inmobiliaria poco escrupulosa que nos empuje a venderla a toda prisa.

—Bien, pues dejémoslo así. Se queréis vender, siempre habrá tiempo. Creo que es mejor dejarla tal cual en espera de que aparezca un comprador serio y capaz de apreciarla. Si se la pasáis a una agencia, lo primero que hará será calcular el valor en función de la superficie del terreno, sin tener para nada en cuenta la vivienda, que considerará poco menos que un edificio en ruinas. Pero, si se encapricha con ella alguien con gusto, seguro que valorará como se merecen los muebles, la columna del tokonoma, hasta el papel de las puertas. Todo tiene valor porque todo lo que tenéis dentro es antiguo. Sí, mejor dejarla así. Con el tiempo, aumentará su valor.

—Sensei, si no es mucha molestia, la verdad es que queríamos dejar en sus manos este asunto de la casa. El otro día mi madre también me dijo que, si lo veía a usted en el teatro o en algún sitio, se lo pidiera por la amistad que nos une. Pero me había olvidado de hacerlo.

—¿De verdad? Bien, de acuerdo, déjalo en mis manos. Haré lo que pueda para que todo vaya bien.

Nanso, olvidado ya del asunto de Komayo, se lanzó a comentar con entusiasmo la belleza de la puerta de broza y del pino del estanque.

Segawa había venido con la intención de despedirse de su anfitrión, volver pronto a su casa en Tsukiji y dormir tranquilamente para estar fresco al día siguiente en que, temprano por la mañana, debía ir a trabajar para la primera función en el teatro de Shintomi-za. Pero, distraído por la animada conversación con Nanso, con quien no conversaba tranquilamente desde hacía mucho, el tiempo se le había pasado como por ensalmo. Cuando se levantaba ya para marcharse, sorprendido de que en ese veranillo de San Martín empezara a irse la luz tan pronto, le sirvieron la cena. Después de un buen rato de sobremesa, eran ya las ocho. Y era de noche cuando finalmente abandonó la casa por la pequeña puerta flanqueada de bambú.

En la calle reinaba la oscuridad y soplaba un viento frío. La luna estaba suspendida sobre el bosque de Ueno y se sentía una tristeza indecible al oír pasar las locomotoras y escuchar sus pitidos plañideros. Hasta el momento de poner el pie fuera de la casa de Nanso, Segawa había estado pensando que tal vez le conviniera quedarse a pasar la noche solo en la villa, teniendo en cuenta la hora y la distancia que debía recorrer hasta Tsukiji. Pero, al verse fuera, cambió de idea y echó a andar con paso rápido, hasta quedarse sin aliento, hacia una calle principal por donde pasaban tranvías. Mientras esperaba el tranvía de Minowa, se preguntó cómo era posible que alguien pudiera vivir en un barrio tan oscuro y alejado del centro de la ciudad. «Puedo entender que lo haga un hombre de letras, como el señor Nanso o un pintor, pero mi padre… ¿cómo se le ocurrió retirarse a este lugar tan incómodo sólo para practicar la ceremonia del té y cosas por el estilo? ¡Qué hombre tan excéntrico!». Inconscientemente, se puso a comparar su carácter y forma de actuar con los de su padre adoptivo, Kikujo, y su mundo con el mundo que a éste le había tocado vivir.

Como actor que era, criado y entrenado en la casa de los Segawa, Itshi continuaba interpretando papeles femeninos. Hubo un tiempo, sin embargo, en que a los periódicos y revistas les dio por expresar opiniones contrarias a que fueran hombres los que encarnaran a las mujeres en la escena. Decían que un papel femenino debía interpretarlo una mujer. Lo contrario era una antigualla del pasado, de la época de Edo, cuando se prohibió que aparecieran mujeres en la escena del teatro kabuki. A Itshi por entonces también le parecía absurdo tener que hacer de mujer; y empezó a detestar su trabajo. Esto le hizo chocar varias veces con su padre adoptivo, un hombre de ideas tradicionales. Hasta llegó a pensar en mandar a paseo la profesión de actor. También lo tentó la idea de incorporarse a alguna compañía de teatro moderno, e incluso de irse a Occidente. Pero, bueno, al final, todas esas ideas fueron ambiciones pasajeras y, cuando la polémica de los periódicos sobre el teatro tradicional se apagó, él mismo, sin darse cuenta, se olvidó de todo. Al fin y al cabo, era un actor que desde niño había aprendido a meterse en la piel de una mujer. Una práctica que todos los meses lo tenía ocupado en diferentes teatros. Sin ningún esfuerzo sobrehumano, había ido acumulando una experiencia que ahora el público había empezado a apreciar. La sociedad lo consideraba un actor ya bastante formado, y él mismo también había empezado a creérselo. Afortunadamente, esta opinión de sí mismo había coincidido con el enfriamiento de la postura en favor de las actrices, tan entusiasta años atrás, y con una creciente popularidad de la idea de que, en el teatro japonés, debía ser un hombre quien interpretase un papel femenino. Sin duda, esto debió de contribuir a la confianza cada vez mayor que Itshi tenía en sí mismo como actor y a su convencimiento de que la ficción de que un hombre hiciera de mujer tenía más valor que la realidad. Esta nueva actitud empezaba ahora a causarle descontento con los papeles que le daban y a ponerles las cosas difíciles a los directores de escena y a los encargados del teatro que eran, en definitiva, quienes decidían todo.

—¡Hombre, señor Segawa! ¿De dónde viene?

Al ir a subir al tranvía, un hombre de unos treinta años, con gafas y hakama de sarga, sentado en un rincón cerca de la puerta, lo saludó haciendo ademán de quitarse el sombrero de terciopelo marrón.

—¡Pero si es el señor Yamai! No me diga que viene de Yoshiwara[74] —dijo Segawa riéndose y ocupando el asiento de al lado.

—Sería estupendo que diera esa impresión —respondió Yamai riendo también. Y añadió—: Mañana es el estreno en el Shintomi-za, ¿verdad?

—Sí, espero que venga.

—Iré sin falta.

Yamai sacó entonces una de las cuatro o cinco revistas que llevaba dentro de la manga de su abrigo. Y explicó:

—Todavía no se la había enviado, pero se trata de…, ya sabe, la revista que le comenté el otro día.

En la portada de la revista, de tamaño A5, se veía el desnudo de una mujer occidental. Estaba escrito Venus y «número 1». Yamai añadió:

—Es una revista sólo para socios. La suscripción es un yen al mes. No se vende en ningún sitio. Mi intención es publicar novelas y desnudos que no tengan posibilidad de aparecer en revistas convencionales.

—Entonces, va a ser bastante fuerte, ¿verdad?

—Bueno, el número uno todavía no tiene un contenido muy bueno, pero a partir del dos he decidido incluir fotos de modelos desnudas. Está visto que los desnudos al óleo no llaman la atención…

—Interesante, ¿eh? Me encantará hacerme socio.

—Su dirección es Zona 1, Distrito de Tsukiji, ¿verdad? —preguntó Yamai sacando una libreta del bolsillo del abrigo y apuntando la dirección de Segawa.

Yamai pertenecía a esa categoría de los llamados «nuevos artistas»; por eso, no tenía ni seudónimo ni nombre artístico, y era conocido por su nombre real, Kaname Yamai. Originalmente no había pasado de graduarse de la enseñanza media, sin llegar a realizar ningún estudio especializado. Pero, como no le faltaba ingenio natural, desde que era alumno de enseñanza media se había dedicado a enviar a revistas juveniles poemas de estilo moderno, a equiparse de un bagaje de terminología de filosofía y estética, y a discutir con soltura sobre la vida y el arte, produciendo la falsa impresión de ser un estudioso de cierto nivel. Una vez graduado de enseñanza media, formó un grupo con dos o tres compañeros y, juntos, lograron embaucar al hijo tonto de un aristócrata haciéndole pagar todos los gastos de una revista de arte. En sus páginas pudo publicar no sólo sus poesías, sino también guiones dramáticos y, una tras otra, novelas. El resultado fue que, al cabo de tres o cuatro años, se había labrado un nombre respetable en la sociedad literaria del momento. Yamai tenía, además, ambiciones ilimitadas en el mundo de la escena. Dispuesto a sacar partido de su reciente fama en los círculos literarios, reunió un grupo de actrices, él mismo se hizo actor y puso en escena varias obras dramáticas extranjeras. Entre tanto, un periódico sacó a la luz un escándalo con una actriz en el que se hallaba implicado, lo cual, sumado a sus impagos, no sólo al dueño de la sala de teatro, sino al fabricante de pelucas, al diseñador de vestuario, a los decoradores, lo convirtió en persona no grata en el mundo del teatro. Así, se alejó de las tablas de forma natural y volvió a la literatura.

Aunque probablemente Yamai pasaba ya de los treinta, vivía como un estudiante veinteañero. No tenía casa, ni esposa, ni hijos, y por donde pasaba iba dejando un reguero de deudas. Por ejemplo, en las pensiones donde había vivido. Si alguien, al ver en él a un artista, manifestaba inquietud por su futuro, Yamai, con absoluta indiferencia, se encogía de hombros. Cuando una editorial le pagaba algún anticipo, interrumpía la escritura del libro de marras; o, si lo acababa, se lo ofrecía a otra editorial, vendiendo así la obra dos veces. Si algún amigo de confianza escribía algo sin contrato de por medio, él añadía algunas páginas de su cosecha y se lo vendía a alguna editorial como si fuera todo suyo. Tampoco pagaba cuando comía en los restaurantes occidentales, ni pagaba en el estanco ni en la sastrería. En todos los machiai, desde los barrios de Shinbashi, Akasaka, Yoshicho, Yanagibashi, hasta los de la zona de Yamanote, en el extrarradio, las geishas y camareras, como a todas les debía dinero, cuando lo veían entre el público en un teatro o alguna sala, en vez de apremiarlo para que les pagara, huían de él despavoridas por miedo a ser engañadas de nuevo con su palabrería. Nadie sabía a quién se le ocurrió el apodo, pero, a sus espaldas, la gente empezó a llamarlo Izumo Toshu-san, es decir, «el señor que nunca paga»[75].

Pero la sociedad es grande, aunque parezca pequeña. Y, a pesar de su ademán adusto, tiene un lado amable. Así, entre los actores y las geishas seguía habiendo quien no se daba cuenta de que Yamai estaba desacreditado y su trato era peligroso. Había, en efecto, almas bondadosas a las que simplemente les daba pena ver a pintores y escritores bohemios de la especie de Yamai. No era que desconocieran el peligro al que se exponían o que bajaran la guardia; más bien, sentían cierta curiosidad por conocer a personas de tan baja estofa y deseaban disfrutar escuchando sus historias innobles y groseras, con el aliciente morboso de que ellas no podrían nunca contarlas. Por eso, no les importaba invitarlo a beber, como se hace con el animador de una fiesta. Pues bien, Itshi Sewaga era una de esas almas. Sin duda, ése fue el motivo por el que se vio forzado a comprarle la revista Venus, la del desnudo en la portada. El hecho de adquirirla, además, sirvió para ponerlo de buen humor.

—Amigo Yamai, parece que últimamente no ponen ninguna película interesante, ¿verdad? ¿No se estrenará por ahí alguna de esas fuertes, como aquella que vimos los socios?

—Claro que ponen alguna. Lo que pasa es que yo ya no me encargo.

Y, como si de repente se acordara de algo, Yamai añadió mirando a Segawa:

—Por cierto, ¿no conocerá usted al hijo de los Obanaya, la casa de geishas de Shinbashi? ¡Pues bien, él es ahora el encargado!

—¿El hijo de los Obanaya? No, no lo conozco. A quien conocía era a Raishichi Ichikawa, que murió el año pasado. No sabía que tuvieran más hijos.

—Bueno, éste es el hermano pequeño de Raishichi. Es también hijo biológico de los dueños de la casa Obanaya, aunque dicen que su padre lo ha desheredado desde hace mucho tiempo. Es un tipo joven, de unos veintidós o veintitrés años, pero con un ingenio endemoniado para los vicios: un verdadero crápula. Yo no le llego ni a la suela de los zapatos.

Entonces, Yamai empezó a contar por extenso el caso del segundo hijo del viejo Gozan de Obanaya.