XVI. El día del estreno (I)
A la hora fijada, la una de la tarde, se estrenaba la nueva función en el teatro Shintomi-za. El primer número del programa constaba de la escena Badarai y del capítulo décimo de la obra Ehon Taikoki[83]. Este número había sido la especialidad del actor Juzo Ichiyama, que se hizo famoso como el niño prodigio del mundo del teatro, interpretando al protagonista al estilo Mikawaya. En el estreno presente, sin embargo, la figura estelar iba a ser Itshi Segawa, que, aunque conocido por representar papeles femeninos, interpretaría por primera vez el papel de Jujiro. Además, en el tercer número incorporaría bruscamente el episodio de la travesía del lago Biwa, con la intención de deslumbrar a los espectadores, como quien hace un truco a los niños, con una escenografía propia del cine. El número del medio consistiría en una escena del fuego fatuo que aparece en la obra de kabuki Nijushiko. El último estaría dedicado a Kami Ji, el drama de un doble suicidio por amor, con el actor de Osaka Kichimatsu Sodezaki como protagonista. Por ser día de estreno y con precio fijo —cincuenta céntimos de yen en todos los asientos de los palcos y del patio de butacas—, el teatro estaba abarrotado, a pesar de que el público sabía que los intermedios iban a ser largos y que no podría ofrecerse el programa completo. Nada más terminar la escena inaugural, ya se habían colgado carteles de «Agotadas todas las localidades» en las puertas y en las honkeya[84].
Cuando en la zona de los camerinos sonó el tambor, anunciando que los actores ya estaban listos, Komayo repartía propinas a tres o cuatro conocidos que trabajaban en las honkeya. Después llamó al asistente personal de Segawa, llamado Tsunakichi, y le entregó una suculenta gratificación. Dio también dinero al jefe del camerino y al vigilante de la entrada. En realidad, deseaba que le permitieran entrar y salir del cuarto de Segawa cuando le diera la gana, como si fuera su esposa. Además, y ya que el actor iba a interpretar un papel nuevo, Komayo le había regalado un telón después de haber solicitado fondos a todos sus conocidos de Shinbashi. Razón por la que también tuvo que dar una propina al tramoyista.
Finalmente, ocupó su asiento en el tercer palco inferior de la derecha, al lado de su compañera Hanasuke, a quien había invitado. Entonces, sus ojos pudieron gozar con la visión espléndida de la sala, llena a rebosar de espectadores una vez que terminó el número inaugural de Badarai. Dio en pensar entonces que ese éxito de entrada era debido sólo y exclusivamente a la popularidad de Itshi Segawa. «Y ¿quién es la mujer que lo ama y es amada por él? —se preguntaba henchida de una felicidad turbadora—. Yo, esta que está sentada aquí ahora mismo». Pero cuando se hacía esta otra pregunta: «¿Y cuándo podré ser su esposa con el aplauso de toda la sociedad?», su corazón se veía invadido por una sensación irremediable de tristeza y fugacidad.
—Neesan, gracias por haberse mostrado tan considerada conmigo hace un momento.
A la puerta del palco abierta con todo sigilo, que daba a un corredor en ese momento lleno de gente yendo y viniendo ruidosamente, se había arrodillado para dar así las gracias un hombre con la cara llena de arrugas. Era Kikuhachi, un discípulo del padre de Itshi Segawa, que todavía actuaba en papeles secundarios. Y, refiriéndose a Itshi, añadió:
—El amo acaba de llegar.
—Ah, ¿sí? Gracias —repuso Komayo, guardando la pitillera en el obi—. Hana-chan, el niisan ha llegado. Vamos a verlo ahora mismo aprovechando que está en el camerino…
Hanasuke, fiel a su papel de geisha acólita, se levantó sin decir nada para seguir dócilmente a Komayo.
El actor veterano, Kikuhachi, echó a andar, guiando a las dos geishas a través de la aglomeración humana que se había formado en los pasillos del teatro. Las condujo hasta la cortina del foso que daba acceso a los camerinos. Pero antes de llegar, un hombre bajito, vestido a la occidental y con gafas, reparó en el grupo y les dirigió la palabra:
—¡Hola, Komayo!
—¡Anda, el señor Yamai! ¿Qué tal fueron las cosas anoche?
—¡Uh, ni hablar de eso! Resultó ser una geisha espantosa…
—Sin embargo, usted nos hizo muchas demostraciones del cariño que le tenía, ¿no? Hoy no podrá pasar sin invitarnos para celebrar su buena suerte —dijo Komayo riendo.
En realidad lo había conocido apenas la noche anterior pero, como era una persona que había traído el niisan, mostró con él, con Yamai, una familiaridad algo artificial, todo con el propósito de caer bien. Komayo, en general, no hacía distinciones en su trato con la gente. Cuando veía que alguien era un conocido de Segawa, fuera quien fuera, derrochaba entusiasmo dándole a entender lo mucho que se preocupaba de su amante. Buscaba así la simpatía de cuantos rodeaban al niisan, la simpatía de personas que no lo perdonarían si dejaba pasar la oportunidad de casarse con ella. Además, cuando se enteró de que Yamai era escritor, juzgó que estaba delante de un potencial buen aliado. Pensó incluso, una vez que supo que Yamai era de los que no pagaban, en encargarse ella misma de correr con los gastos de una o dos noches de fiesta. Por la escasa experiencia del mundo que tenía, Komayo creía que un escritor es una persona que se dedica a escribir con detalle acerca de los sentimientos humanos y de ello vive, igual que un abogado vive de la interpretación de las leyes. Estaba segura, por lo tanto, de que no se equivocaría si algún día tenía que pedir ayuda a Yamai para un asunto en el que estuvieran en juego los sentimientos humanos.
Siguiendo a Komayo hasta bajar al foso, Yamai dijo:
—A decir verdad, pensaba comentarle a Segawa lo de anoche.
Después de atravesar el foso del sótano, donde brillaban débilmente lucecitas de gas dispuestas aquí y allá, salieron a la zona de camerinos. Por ser día de estreno, la afluencia de gente también ahí era considerable. Komayo y Hanasuke, cogidas de la mano, vieron cómo por la escalera subían y bajaban apresuradamente asistentes de escena vestidos de negro y otros hombres con los bajos del quimono recogidos. Una vez arriba, a la izquierda del pasillo, llegaron frente a un cuarto en cuyo dintel había un letrero de madera: «Itshi Segawa». Komayo deslizó la puerta corredera y se hallaron en un recibidor de unos tres joo de superficie, la mitad de la cual estaba entarimada.
Nada más verlas entrar, el asistente de Segawa, Tsunakichi, que en ese momento estaba en un rincón calentando agua en un hornillo de gas, se levantó en seguida —sin duda por el efecto de la reciente propina— y llevó unos cojines a la sala para que pudieran sentarse.
Segawa, que llevaba un quimono acolchado de seda con rayas, ceñido por un obi estrecho, estaba disolviendo los polvos del maquillaje. Se hallaba sentado en el suelo frente a un tocador laqueado de rojo, con las piernas cruzadas sobre un grueso cojín de seda escarlata. Tras haberlos visto entrar a todos por el espejo del tocador, saludó en primer lugar a Yamai con un «gracias por la velada de anoche» y luego tuvo un detalle de cortesía con Hanasuke, rogándole que se sentara en el cojín.
Komayo, haciéndose eco de la invitación del niisan, dijo:
—Hana-chan, siéntate.
Ella misma, sin embargo, lejos se sentarse, se apartó a un extremo de la sala y se puso a servir el té que había llevado Tsunakichi, empezando por Yamai. Se conducía en todo como si ya estuviera casada con el actor.
—Y anoche… ¿qué pasó después? Se quedaría usted a dormir, ¿verdad? —dijo Segawa dirigiéndose a Yamai, mientras se limpiaba con una toalla el dedo manchado por los polvos.
—No, no, yo también me fui —repuso Yamai sonriendo con aire de suficiencia—. Pero, cuando llegué a casa, ya eran las tres.
—Vamos, vamos, que no me lo creo.
—Tal como estaba comportándose Ranka, no creo que lo dejara irse así por las buenas —intervino Komayo que, dirigiéndose a Itshi, añadió con una sonrisa—: ¿No crees, cariño?
—Bueno, mejor será no poner excusas —dijo Yamai riendo—. De todos modos, era una tipa rara. En Shinbashi a veces se ven geishas curiosas. Al final ni siquiera se dio cuenta de que usted era actor.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Komayo abriendo los ojos con asombro.
—¡Sí que tiene gracia la cosa!
Después de decir esto, Segawa puso en el brasero el cigarrillo que tenía en los labios y se bajó el quimono acolchado hasta dejar desnudos los hombros y la espalda. Entonces, con las dos manos, empezó a aplicarse por el rostro y el cuello los polvos disueltos. Los demás se callaron inmediatamente para ver a través del espejo cómo se maquillaba. En particular, Komayo lo observaba absorta con tal fervor que parecía que todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión.
—Señor Yamai, saldremos otra vez… Seguro —añadió Segawa mientras se pintaba con presteza cejas y labios. El asistente, que llevaba un rato preparando el vestuario y los accesorios del actor, esperaba que éste se levantara del tocador para ayudarle a ponerse un bonito kamishimo[85] con las hombreras en pico y el blasón en forma de farolillo bordado con hilos dorados. Detrás de él estaba el peluquero, sosteniendo una peluca con la mecha de delante recogida en un gran moño. En un abrir y cerrar de ojos, Segawa se transformó en un apuesto joven. Su figura habría sido imposible de representar ni siquiera en la más acabada de las xilografías en color. Si no hubiera habido otras personas en el camerino, Komayo, que seguía mirándolo con ojos arrobados, no habría resistido el impulso de acercarse y acurrucarse tiernamente en sus brazos, robándole el papel al personaje femenino de la obra, Hatsugiku. Le era totalmente imposible despegar la mirada del actor. El joven de radiante belleza que tenía enfrente no se parecía en nada al personaje de los papeles femeninos que ella estaba acostumbrada a ver. Para una mujer enamorada, descubrir con los propios ojos al amado envuelto de repente en la aureola de una belleza jamás imaginada era un placer casi insoportable. A Komayo se le escapó discretamente un suave suspiro al pensar que estaba mucho más enamorada de lo que creía, tanto que casi se sentía humillada. Segawa, por su parte, indiferente a lo que pasaba por el corazón de la geisha, volvió levemente la cabeza para preguntar con el tono de un niño mimado:
—Tsunakichi, ¿todavía no es la hora? —Y, con el cigarrillo a medio fumar colgado de la boca, se levantó para irse.
En ese momento volvieron todos la cabeza al oír cómo uno de los discípulos de quimono negro, que había estado ordenando las sandalias a la entrada, saludaba a alguien con una cortesía especial. Apareció entonces una señora elegante con un chaquetón de color óxido y el pelo corto. Al entrar se dirigió a Segawa con un «¡enhorabuena!». Komayo, sorprendida, se retiró inmediatamente de su cojín para, desde el suelo[86], saludar a la recién llegada diciéndole:
—¡Enhorabuena a usted, señora! Quiero disculparme por haber sido tan descuidada y no haberla visitado desde entonces.
Era Ohan, la segunda esposa del difunto Kikujo y madre adoptiva de Itshi. Ohan tenía un rostro ovalado de ojos grandes y nariz recta. Aunque llevaba el pelo corto[87], en la frente marfileña y brillante no se observaban arrugas. Estaba dotada de los rasgos característicos de las mujeres guapas que pueden verse en Kioto y alrededores. Pero su belleza poseía la gracia inexpresiva de una muñeca de porcelana. Hablando de hermosura, mirándola desde la línea del cuello hasta las puntas de los dedos de sus manos, no podía decirse que fuera una mujer mayor. Su porte desprendía además una elegancia tan natural que, de algún modo, hacía pensar en la viuda de una familia noble o de la Casa Imperial.
—Gracias a usted por tomarse siempre tantas molestias por mi hijo —repuso sonriendo con simpatía a Komayo—. Por cierto, ¡qué bien le han dejado el pelo! ¿Ha sido en la peluquería Sadoya? Aunque, bueno, con un cabello tan hermoso, cualquier peinado le sienta bien…
—¡Vaya! ¡Gracias! —dijo Komayo riendo como si no pudiera hacer otra cosa. Y, para restar importancia al cumplido, añadió—: Con el postizo pueden hacer casi cualquier cosa.
Desde el escenario se oyó el tableteo que anunciaba la subida del telón. Segawa se puso en pie de repente y, con un «poneos cómodos» dirigido a todos, salió del camerino. Su asistente Tsunakichi lo siguió llevándole la taza de té con la tapa de laca roja. Yamai clavó los ojos en Komayo y en Hanasuke como diciendo con la mirada: «Sería una pena perder esta ocasión de ver el estreno de nuestro gran Segawa en este papel». Y se levantó. Las dos geishas aprovecharon la oportunidad para saludar a Ohan brevemente y salir detrás de Yamai. Cuando bajaban al foso por donde antes pasaron, Hanasuke musitó:
—Koma-chan, ¿es esa señora la madre del niisan?
—Sí, claro.
—Es una mujer distinguida y guapa, ¿no te parece? Por su aspecto creía que era una maestra de ceremonia del té o de ikebana.
—Ya. Como todo cuanto la rodea es distinguido y pulcro, no acepta que estén cerca personas zafias como nosotras. Por eso…
Komayo se interrumpió al darse cuenta de que inconscientemente había elevado el tono de la voz. Volvió la cabeza, pero por el foso en penumbra no pasaba nadie. Sólo se oía el martilleo lúgubre del tramoyista en el escenario. Al parecer, aún no habían subido el telón.
—Por más cuidado que pongo —continuó Komayo—, de nada me sirve. En primer lugar, me dice Itshi que ella no consiente en que nos casemos. ¡Me siento tan miserable cuando lo pienso…!
—Ya antes de ser tu suegra, te hace sufrir, ¿eh?
Las palabras de Hanasuke estaban en su línea de decir exactamente lo que su interlocutor deseaba escuchar, fuera o no verdad. En realidad, para sus adentros pensaba que tal vez la madrastra no fuese tan mala, y que parte de la culpa pudiera tenerla el niisan Segawa, que, aunque pareciera sincero, también tendría sus caprichos. De todas formas, era imposible que Komayo, habida cuenta de lo perdidamente enamorada que estaba, escuchara una opinión sincera. No compensaba, por lo tanto, afligirla diciéndole la verdad y, además, incurrir en su resentimiento.
Por su parte, Komayo pensaba que las palabras de Hanasuke eran certeras. Todo el mundo sabía que ella y el actor tenían relaciones, a pesar de lo cual hasta ahora no habían llegado a ninguna clase de acuerdo, ni parecía probable que llegaran. La causa de esta situación no era otra que la presencia de esa mujer, la madrastra, que se interponía entre los dos. Convencida íntimamente de que ella y sólo ella tenía la culpa, Komayo creía además que cada vez que Ohan le dirigía palabras amables y almibaradas, ella se veía atada e incapaz de expresarse con libertad. Lo único que podía hacer era sentir una cólera sorda en su interior y una sensación creciente de frustración. «¡Ay! ¿Por qué el mundo no funciona como uno quiere?», se dijo con un suspiro.
Cuando salió del foso, estaban subiendo el telón. La animación pintoresca del público en el auditorio, que contrastaba con el foso, la distrajo de inmediato y, seguida de Hanasuke, apresuró el paso hasta llegar a su asiento en el palco. En ese momento, Yamai, sin ser invitado, entró detrás de ellas sin decir ni una palabra. Realmente era un hombre con esta especialidad: en el teatro, en el restaurante, en el machiai, en todos los sitios, se colaba silenciosamente siguiendo la estela de cualquier conocido que caminara delante. Después, mientras fumaba teniendo a un lado a Komayo y a otro a Hanasuke, se puso a pasear la mirada por el público y el escenario con un aire de perfecta compostura.