XI. Kiku-obana

La sesión otoñal de tres días de danzas de geishas acabó felizmente ayer. En Shinbashi, la música del samisén, practicada en cada una de las casas de geishas que proliferaban por el barrio, se oía desde el amanecer todos los días del año. Bueno, no todos, pues solamente ese día los acordes parecían haberse quedado dormidos. Tampoco era tan intenso como de costumbre el trasiego de las mujeres que iban a sus clases de música y danza. Desde la calle Konparu pasando por la calle Naka y desde la calle Ita-shinmichi hasta la de Shigaraki-michi, el ambiente parecía cansado y alicaído, como un día después de una fiesta. De vez en cuando se dejaban ver hakoyas caminando con prisa de un lado para otro, o geishas veteranas y famosas, en grupos de tres o cuatro, yendo y viniendo. Un observador de fuera podría ver en ello la señal de algún conflicto o alguna nueva queja. En realidad, lo que pasaba es que se hacían gestiones después de la función, una actividad contemplada de reojo por las geishas más jóvenes.

El descontento y la queja son, para este gremio, dos ingredientes inseparables de toda celebración. Las geishas, sin embargo, carecen de la astucia de los políticos para preparar la trampa, inventarse conflictos y después solucionarlos a su modo aprovechándose y llenándose el bolsillo. Quizá en eso tengan más dignidad que los diputados. Por eso, ese día, en los baños públicos, en la peluquería, en la planta baja de todas las casas donde estaban holgazaneando, en cualquier lugar, en fin, donde se reunían las mujeres en general para discutir, medio envidiosas, los méritos artísticos de unas y otras, todas murmuraban a las espaldas de alguien, difamaban, cuchicheaban, propagaban dimes y diretes. Pero, cuando llegó la noche, las lenguas que durante el día habían dicho una cosa cambiaban de posición en la boca y decían lo contrario. Por ejemplo, en la primera planta de la casa Obanaya había alguien que había pasado de calificar a Kikuchiyo de «prosti fina»[48] o «pez de colorines celestial» a decir que inopinadamente alguien la había rescatado. Quien trajo el rumor había sido Hanako, la aprendiza, cuando volvió de la peluquería. Y Hanako se lo contó a Komayo. Al parecer, Kikuchiyo había entrado la noche anterior bruscamente en la peluquería para hacerse un marumage, el peinado de señora respetable, antes incluso de que acabara la última función del teatro. El rumor había corrido como la pólvora, de casa en casa y de vecindario en vecindario, suscitando al mismo tiempo la pregunta de quién sería el que le pagaba el rescate. Al parecer, Kikuchiyo, nada más terminar su actuación de cantante en el Kabuki-za, se había ido directamente a la peluquería para que le hicieran el marumage, A continuación, fue a encerrarse en algún lugar secreto. Como no había llamado por teléfono desde que la tarde del día anterior saliera de casa, nadie, ni siquiera la hakoya Osada, sabía cuál era su paradero. De cualquier modo, Kikuchiyo tenía cuatro dannas, por lo menos cuatro que se supiera, aparte de clientes regulares cuyo número nadie podía precisar, a los que habría que sumar los clientes temporales y espontáneos. En otras palabras, resultaba imposible saber quién había pagado su rescate para sacarla del oficio. Todas las noches, su trabajo la llevaba a dormir fuera o incluso a irse lejos. Resultaba excepcional en ella que durmiera alguna vez en la casa. Esa noche los rumores no cesaban.

—Debe de ser cosa de ella. Seguro que no es japonés. Y, si no es un occidental, tiene que ser un bonzo chino…

En la primera planta de Obanaya, las chicas, ante la frustración de no tener respuestas seguras, decidieron unas ir a rezar al santuario, otras al baño y alguna a la peluquería.

Komayo, por el contrario, aprovechó la ausencia de sus compañeras para sentarse tranquilamente delante de la cómoda, sacar el cuaderno de cuentas y repasar todos los gastos que había tenido esos tres días en el Kabuki-za. Había que incluir los honorarios de la profesora de danza y de los recitadores de kiyomoto, las propinas a los empleados de los camerinos, al encargado del telón, y, sobre todo, a los discípulos y asistentes de Itshi Segawa, etc. Debía también tener en cuenta, sin omitir nada, las cantidades ya pagadas por ella o por otras personas en su nombre. Después de calcular todo, le salió un total de seiscientos yenes y pico[49]. Entonces se puso a fumar mientras miraba distraídamente el cuaderno. De repente se acordó de algo. Guardó el cuaderno en el cajón de la cómoda y llamó por teléfono al machiai Hamazaki. Quería saber si la dueña se encontraba en ese momento porque deseaba ir a verla para darle las gracias. Además, le pidió a la criada que comprara en su nombre un vale de regalo de la pastelería Fugetsudo para el machiai Hamazaki.

Se preguntaba Komayo si habría algún motivo especial, aparte de uno de esos trabajos urgentes suyos, para que Yoshioka, la noche de la primera función, hace tres días, no hubiera pasado por el Hamazaki como era su costumbre, sino que abandonó el teatro nada más terminar su actuación. A partir de ese día, Komayo, aunque ya había sentido el aguijón de la culpabilidad desde que mantenía relación con Segawa, estaba doblemente inquieta. El caso es que, como esa noche no había quedado con Yoshioka, pudo encontrarse tranquilamente con Segawa, pedirle su opinión sobre la actuación y escuchar de él los puntos que debía corregir. Absorta y feliz por estos intereses, resultó que esa noche ni siquiera se acordó de que había convenido en llamar por teléfono al machiai Hamazaki. El día siguiente lo tuvo totalmente ocupado con el cliente del machiai Taigetsu, su nuevo danna, dueño de la tienda de antigüedades de Yokohama. Y ayer noche, estuvo inesperadamente con un cliente de Darién llamado Sugishima, el mismo que había tratado de seducirla insistentemente y que ella había rechazado la pasada primavera, poco después de su reaparición como geisha. También esta vez rehuirlo le costó bastante trabajo y muy buenas palabras. Por todas estas razones, Komayo había aplazado hasta ese momento sus visitas de cortesía.

La dueña del Hamazaki le dijo que la noche de su actuación, Yoshioka no tenía aire de estar enfadado y que, tras decirle algo a Eda, se fue antes que nadie, debido al parecer a un asunto urgente. En cuanto a Eda, se quedó a ver una escena más y también se marchó solo. Una vez que oyó estas explicaciones, Komayo soltó para sí un «¡menos mal!» y respiró aliviada. Cuando llegó a casa, en el diminuto altar sintoísta Inari que había sobre la cómoda colocó dos kintsuba[50] comprados en el camino de regreso a casa, como ofrenda a la divinidad para ganarse su favor.

Esa noche Komayo salió a trabajar y luego volvió a casa. En cambio, Kikuchiyo seguía fuera, como era su costumbre, y sin aparecer por ningún lado. Tampoco al día siguiente, a la hora en que las geishas empezaban a maquillarse para la tarde, había dado señales de vida. La hakoya Osada empezó a preocuparse seriamente, temiendo que le hubiera pasado lo peor. La historia del rescate cedió el paso a otra de una fuga y aun se dijo que se había retirado del oficio por su cuenta. También es verdad que en alguna ocasión la misma Kikuchiyo había tenido que ir a ver a algún cliente a Kioto, por no decir a Hakone o a Ikaho, que están mucho más cerca, sin avisar a casa. Razón por la cual la neesan Jukichi no estaba todavía alarmada, aunque sí criticaba la desidia de Kikuchiyo. «¡Hay que cuidar más las apariencias, caramba! —decía—. En cuanto al rescate… ¡ni hablar!».

Acababa de decir esto la neesan cuando por fin apareció Kikuchiyo. Su peinado marumage estaba descompuesto, o más bien deshecho, y se bamboleaba tanto que parecía asombroso que no se cayera. Los polvos de su acostumbrado y excesivo maquillaje se habían corrido en algunas partes. Daba la impresión de no haberse bañado desde que salió de casa hacía tres días. Pero a ella no parecía importarle demasiado la suciedad grasienta que le oscurecía el cuello del quimono. La forma desaliñada en que iba vestida hacía pensar que acababa de levantarse. Hasta los tabi o calcetines los tenía manchados de tierra roja. Jukichi, a pesar de toda su bondad, estaba a punto de estallar. «Pasa con las geishas lo mismo que con otros artistas: si no se las educa de niños, es inútil reprenderlas cuando son mayores», pensaba la neesan. Por eso tal vez no acababan de salirle de la boca palabras de reproche.

Kikuchiyo, por su parte, ajena a la impresión causada, desprendía un misterioso aire de triunfo. Poniendo un acento especial en sus palabras, le dijo a Jukichi:

—Neesan, tengo algo que decirle.

¿Sería eso? ¿Sería que el rumor del rescate al final iba a ser verdad? Fue la conjetura de Jukichi, sorprendida por segunda vez. Después de mirar de nuevo fijamente a Kikuchiyo, se levantó y se dirigió a la sala del fondo, donde no había nadie.

Al cabo de poco menos de una hora, Kikuchiyo subió al piso de arriba con su marumage todavía bamboleándose y los bajos del quimono mal puestos, mientras las otras geishas se preparaban para salir a trabajar. Kikuchiyo se sentó y, estirando la pierna en el centro de la sala, murmuró:

—Es mi última noche aquí…

—Neesan, eso hay que celebrarlo, ¿no? —dijo la aprendiza.

—Pues sí, gracias a todos —contestó sin dirigir su agradecimiento a nadie en particular. Y añadió mirando a la aprendiza—: Hana-chan, ven a verme cuanto tenga mi casa.

Las demás, sin poder aguantar más el silencio, estallaron. Hanasuke fue la primera:

—Kiku-chan, ¡qué bien!, ¿verdad? ¿Y vas a dejar el oficio para siempre o vas a trabajar como jimae[51]?

—Me aburriría sin hacer nada, así que mi intención es independizarme como jimae.

—Una buena decisión. No hay nada más interesante que trabajar a tu aire —terció Komayo.

—Kii-chan, ¿ves esto? —preguntó Hanasuke haciendo una señal con el dedo pulgar[52]—. No será el señor O., ¿verdad?

Kikuchiyo respondió riendo y moviendo la cabeza con desaprobación en un gesto de niña caprichosa. Ahora fue el turno de Komayo, que preguntó:

—¡Ya está! ¿A que es el señor Ya?

Pero Kikuchiyo seguía riendo.

—¡Vamos, Kii-chan, dinos quién es! Estamos entre compañeras, ¿no?

—Es que me da vergüenza —confesó con una risita.

—Ya… Eso es porque eres muy discreta, ¿no es eso?

—No… Es que es una persona que conocéis todas. Como es un donjuán, no tardaréis en enteraros.

Solicitada por las llamadas apremiantes del machiai, Komayo tuvo que dejar la conversación en ese punto. El esfuerzo y los gastos invertidos en su actuación de Yasuna no fueron en vano, pues, nada más entrar en la sala de espera de las geishas, cayó sobre ella una lluvia de elogios.

—Koma-chan, ¡qué gran actuación!

—¡Una verdadera exhibición de arte!

En la sala de fiesta ya había quince o dieciséis clientes y una veintena de geishas de todas las edades, incluyendo veteranas y aprendizas. Como parte del espectáculo, Komayo bailó Urashima, una pieza de kabuki, que mereció muchos aplausos. Además y a petición espontánea de los clientes, interpretó la danza Shiokumi, igualmente del repertorio del teatro kabuki. Cuando terminó con esta actuación, salió a otro destino.

Esta vez se trataba del machiai Hamazaki y el cliente era Yoshioka. Éste, al verla, le dijo:

—Me ha llegado el rumor de que Kikuchiyo, tu compañera, ha sido rescatada y va a empezar como jimae. Me gustaría felicitarla y quisiera que tú también lo hicieras.

Con estas palabras la obligó a aceptar, a pesar de la negativa de la geisha, un billete de diez yenes. Esa noche se retiró al cabo de más o menos una hora, sin haber bebido mucho sake y con el pretexto de que últimamente había mucho trabajo en su oficina.

A pesar de eso, Komayo se alegró de haber guardado las apariencias ante el machiai gracias a la presencia de Yoshioka y de haberse quitado de encima la inquietud de la noche del primer día de la función. Después, hizo el regalo de enhorabuena a Kikuchiyo.

Entre tanto, Kikuchiyo había hallado una casa de alquiler que estaba libre en la calle Ita-shinmichi. A la puerta puso un letrero que decía «Kiku-obana» para mostrar que venía de la casa Obanaya. Siguió frecuentando la misma peluquería de antes y tratando a Komayo, cuando coincidía con ella, con la misma actitud ambigua e intrascendente de siempre, sin mostrar ningún cambio en su comportamiento. Quizá por eso, Komayo pasó bastante tiempo sin saber en absoluto que el danna que había rescatado a Kikuchiyo no era otro que el suyo, el señor Yoshioka.

Komayo no era la única de todo Shinbashi que tardó en saberlo. Y es que Yoshioka se las había ingeniado bien y había reflexionado bastante para ser discreto; y todo con el motivo secreto de herir a Komayo. La misma noche del primer día de la función, mintió al mismo Eda, su amigo; y, desde un machiai de Nihonbashi que él conocía, llamó a Kikuchiyo. La convenció con unas razones que a ella la sorprendieron un poco y juntos se fueron a Mukojima. Era la noche de un sábado y hacía mucho tiempo, desde el día en Sanshunen, que Yoshioka no lo pasaba tan bien.

Al principio, Kikuchiyo estaba algo nerviosa, pero a medida que fue emborrachándose, la realidad superó la fama que corría sobre ella. Hasta el punto de que Yoshioka llegó a pensar que estaba con una geisha ajena por completo al pudor femenino. Tanto fue así que él, un hombre que siempre organizaba meticulosamente su tiempo, esa noche tuvo que llamar a su casa para avisar de que no volvería. Pasando la noche con ella, iba a comprender el nivel inapreciable de su voluptuosidad. Yoshioka, que presumía de entendido del mundo de las geishas, nunca se había encontrado antes con una mujer como Kikuchiyo. Entre la mujeres de Japón no había una igual. Pertenecía absolutamente a la categoría de las mujeres occidentales. Tenía detalles del comportamiento de las prostitutas: se desnudaba completamente, se montaba sobre las rodillas del hombre, pasaba la noche jugando y blandiendo una copa de champán en la mano.

Puestos a enumerar sus rasgos y cualidades, lo primero que llamaba la atención era la blancura de su piel. Entre las mujeres japonesas no había muchas con la piel tan blanca como la suya, una blancura que en ciertas partes del cuerpo adquiría matices de rosa claro. Eran tonalidades indescriptibles.

En segundo lugar, estaba su cuerpo carnoso. Como suele decirse en Japón, la textura de su piel era idéntica en elasticidad y finura a la piel de una tortita de arroz. Sus carnes apretadas estaban bien equilibradas, ni fofas ni enjutas, con un punto de suave flexibilidad que hacía que se pegaran por sí solas, sin dejar resquicios, al cuerpo del hombre que las abrazaba. El cuerpo de Kikuchiyo estaba lo que se decía maravillosamente rellenito, especialmente desde la garganta o desde el costado hasta la línea del hombro en que se asentaba la clavícula. Sin embargo, como su cuerpo era más bien pequeño y no se quedaba quieto ni un momento, moviéndose de forma galopante de un lado a otro, no producía en absoluto una sensación pesada o cargante, como podría ser el caso de las mujeres grandes o gordas. Era fácil colocarla sobre el regazo y también abrazarla. Cuando uno la colocaba sobre el regazo, sus senos, a punto de estallar, se quedaban pegados en el pecho del hombre, la redondez de sus nalgas se asemejaba a una pelota de goma que se estrechara ligeramente al recibir la presión del muslo masculino, y, por último, la parte interior de sus muslos, suaves como la seda, se adhería, igual que un edredón de plumas, a las caderas del hombre. Cuando éste la abrazaba de lado, todo su cuerpo pequeño se quedaba hecho una bolita suave entre los brazos. Sin embargo, la delicadeza de su piel daba la sensación de que, cuanto más fuerte se la estrechara, más parecía resbalar y liberarse de la presión del abrazo. Y si el hombre abría los dos muslos, como una gamba, y la apresaba, entonces la piel y el cuerpo inefable de Kikuchiyo, desde su abdomen hasta el pubis, penetraba entre las piernas, derritiéndose como un caramelo blando: parecía un líquido que fluía por toda la espalda. En otras palabras, Kikuchiyo movía su cuerpo pequeño de un lado a otro mientras se le estrechaba; era, en resumen, como si se tuviera entre los brazos a varias mujeres diferentes, cada una con un nuevo abanico de tentaciones voluptuosas que ofrecer.

En tercer lugar, su forma de «estar». Por ejemplo, Kikuchiyo no temía la luz de las lámparas, ni la luz solar. No mostraba esas vacilaciones ante la iluminación que tienen otras geishas o, en general, las mujeres japonesas. Ante la más mínima insinuación del hombre, se mostraba exactamente igual de sensual antes de acostarse como a altas horas de la noche. Podría decirse que, para ella, la finalidad de la ropa, incluyendo la de cama, no era ocultar el cuerpo, sino solamente proteger del frío. Aunque Yoshioka se había entregado a los placeres de la carne todo lo que había podido, que era mucho, como no era médico, jamás había investigado ciertas zonas del cuerpo de la mujer. Había lugares que no osaba recorrer o explorar para no lastimar la sensibilidad femenina. Pero estos deseos insatisfechos los pudo por fin saciar en una sola noche con Kikuchiyo.

En cuarto lugar, su carácter. Su personalidad se manifestaba, por ejemplo, en su conversación, totalmente distinta de la de las geishas normales, en sus comentarios en el lecho, en su charla. Kikuchiyo no hablaba de las artes tradicionales, que ejercían las geishas, ni de otras, ni juzgaba a los actores de teatro, ni criticaba a las compañeras. Tampoco contaba chismes de la jefa, ni se quejaba de los machiai donde acudía a trabajar. Sólo hablaba de sí misma. Además, nada de lo que contaba tenía una forma definida, excepto las historias en las que había sido juguete de los hombres. Desde cuando había servido en la mansión del vizconde no sé quién, hasta el día aquel en que, siendo ya geisha, había sido la muñeca con la que se habían entretenido muchos hombres y de muchas maneras. Ése era su tema. Aunque a veces intercalaba en la conversación historias de otras geishas, siempre era en relación con las intimidades con los clientes o, exactamente, historias de alcoba. Temas como viajes, baños termales, teatros, cines, el parque de Hibiya… todo lo que salía por la boca de Kikuchiyo, en fin, giraba, única y exclusivamente, en torno a cosas íntimas.

Si, por ejemplo, se hablaba del teatro Kabuki-za, Kikuchiyo decía algo así: «Cuando el actor Omodakaya estaba haciendo el papel de Kanjuncho, en mitad de su actuación, uno de los espectadores del palco principal hizo una cosa rara y toda la escena salió mal. Incidentes así siempre han ocurrido en el teatro. Hasta hay quien piensa que traen buena suerte y la gente del teatro se alegra de que sucedan».

Si salía la historia de Hakone, la contaba del modo siguiente: «Una vez, en Hakone, hice algo muy grave con un desconocido. Con la intención de despejarme del sake que había bebido, me metí en el agua caliente de la gran bañera. Cuando estaba a punto de dar una cabezada a mis anchas, siento que de repente estoy tocando la piel peluda de un hombre. En seguida pensé que se trataba del cliente con el que había venido a Hakone, pues era un señor con mucho pelo por todo el cuerpo, tanto que hasta me daba miedo por su parecido a un oso. Pero sobre la bañera flotaba mucho vaho y no se veía nada bien… En fin, me precipité. Bueno, el caso es que con los ojos medio cerrados por la somnolencia, cogí la mano del hombre y me acerqué a él. Además, yo deseaba pedirle después una buena propina, así que pensé que ésa era una buena ocasión para mostrarme cariñosa. Pensando que, como estaba dentro del agua caliente, tenía que estar muy limpito, se me ocurrió de repente la idea de probar con él cierta técnica que, días atrás, me había enseñado alguien recién regresado de Occidente. Ese servicio que iba a darle, te advierto, no era por amabilidad, sino por la propina que me iba a dar… ¡Podría darme hasta el doble! En fin… por pura codicia. Pero fíjate lo que me pasó. ¡Qué tonta! Pensaba que era algo que no podía hacerse, ni siquiera en ocasiones especiales; por eso tal vez sentía cierta curiosidad y, luego, cuando perdí el control, figúrate cómo debía estar. Bueno, el caso es que aquel tío también fue un descarado. Se estaba tan calladito. No me dijo, el muy canalla, que me había confundido de persona, ni nada. Y yo, tonta de mí, haciendo lo que no se le ocurre hacer a ninguna geisha, ni tampoco generalmente a las prostitutas. Así me estuvo dejando hacérselo un buen rato, sin decir nada, hasta que el tío saca una voz nasal muy desagradable y se me pone a temblar. Y yo que dentro de la boca noto una cantidad enorme de… Bueno, cuando abrí los ojos, porque ya no sabía qué hacer, oigo al lado la voz horrorosa de una mujer. Los tres nos quedamos mirándonos como idiotas. En fin, que quien yo creía que era mi cliente era un tipo al que no conocía de nada. ¡Qué asco! Dijo que la tía que acababa de aparecer era su mujer y que estaban recién casados. Me enteré después de que se divorciaron en seguida. En mi vida había hecho algo tan repugnante. ¡Qué horror! ¡Es más asqueroso que ser violada por un ladrón por detrás!».

Todas sus historias eran de ese tipo.

Después de haber pasado sólo una noche con ella, Yoshioka tomó la resolución de no dejar escapar a esta mujer tan particular. Si la dejaba ir, no encontraría a ninguna otra capaz de sustituirla. Llegó a la conclusión de que todo su historial en materia de mujeres, del que tan orgulloso estaba, no había sido más que un curso introductorio para conseguir a esta única mujer. Al punto, se puso de acuerdo con ella sobre los detalles del rescate y después, con toda frialdad, le dio instrucciones precisas sobre la manera de burlar a Komayo.

Ha terminado la temporada de ropa ligera. En las mesas del Kagetsu, un restaurante lujoso de Shinbashi, ya han dejado de ser un manjar precioso las aromáticas setas hatsutake o shimeji, que llegan con los primeros días del otoño; en cuanto a las matsutake, a esas alturas del otoño, las echan hasta en las sopas del restaurante Matsumoto, del barrio de Ginza. Igualmente, los crisantemos del parque de Hibiya, que en sus días de esplendor tanta gente habían atraído, han desaparecido sin dejar rastro y sin saberse desde cuándo. Sí, han llegado los días en que las hojas caídas de los árboles corretean por todas partes, llenas de polvo, al lado de colegiales que se tiran la pelota en las plazas amplias cubiertas de grava. Han empezado otra vez las sesiones en el Parlamento; y, en los machiai de Shinbashi, además de las caras de siempre, vuelven a aparecer rostros provincianos al lado de otros bigotudos y avejentados. Después, a medida que se celebran las asambleas generales de las grandes empresas, con sede en el barrio financiero de Maronouchi, se suceden noche tras noche los banquetes organizados por los gerentes. Entonces, la marea de los rumores empieza a subir como la espuma. Se dice, por ejemplo, que una joven, ayer una aprendiza cualquiera, hoy se ha convertido en geisha.

En la calle de Ginza las hojas de los sauces no han terminado de caer, pero ya amarillean. Los adornos de la tienda han cambiado de la noche a la mañana, y día a día se ven, cada vez más y en todas partes, banderitas rojas y azules. El son de las bandas callejeras llena el aire de notas estridentes, que hacen a la gente volver la mirada, y se mezcla con los gritos de los vendedores de periódicos que anuncian: «¡Extra, edición extra!». Extrañados, los transeúntes miran el titular y comprenden que se trata del comienzo de la liga profesional de sumo, que desde mañana va a animar las columnas de los diarios. Por su parte, las geishas van haciendo ya mentalmente sus cálculos para las fiestas de Año Nuevo. Aunque en ese momento estén delante de sus clientes, no vacilan en sacar la agenda, que guardan entre el obi y el quimono, y anotar sus planes de trabajo para el Año Nuevo, después, eso sí, de lamer discretamente la punta desgastada de unos lápices que nunca han afilado.

Fue por entonces cuando Komayo empezó a inquietarse realmente por el señor Yoshioka, que no había vuelto a aparecer desde aquella tarde en el Hamazaki. ¿Qué habría pasado? Acababa de celebrarse el banquete anual de la empresa de seguros, donde él trabajaba, y habían vuelto a llamar a casi todas las geishas invitadas en años anteriores. Al día siguiente de la celebración de tal banquete, Komayo se enteró de labios de otra persona que solamente a ella no la habían llamado. Seguramente que… Pero, en fin, ¿de qué servía cavilar después de lo mal que lo había pasado? A lo hecho, pecho.

Hacía una semana que el niisan Segawa, concluidas las actuaciones en Shinbashi, había partido de gira artística a las ciudades de Mito y Sendai, al norte de Tokio. En su compañía, la estrella era Juzo Ichoyama, muy popular por su voz ronca y amenazadora al estilo de Danzo. Estaba también Tsuyujiro Kasaya, un actor capaz de interpretar una gran variedad de papeles —hombre maduro, mujer, anciano, joven— debido seguramente a sus inicios como actor versátil en una pequeña compañía teatral de bajo nivel. El caso es que el niisan no iba a volver a Tokio hasta fin de año. Desde su partida, Komayo había empezado a sentir la punzada de la soledad. Tuvo tiempo, entonces, de repasar tranquilamente varios asuntos que tenía aparcados: Yoshioka, que sin darse cuenta había dejado a un lado; la marcha de sus cuentas, que tenía totalmente abandonadas, etc.

Aquel anticuario, «el monstruo marino», cuya tienda por cierto tenía un nombre, Chomondo[53], bastante evocador de su aspecto, y al que Hanasuke la había arrojado casi a la fuerza en el Taigetsu, no dejaba de aparecer cada cinco o diez días. Al principio, Komayo se vio obligada a aceptarlo como danna por compromiso con Hanasuke, pero después ya no supo cómo quitárselo de encima. Como quien no quiere la cosa, ya había estado con él dos y tres veces. Seguro que ninguna otra geisha, con la excepción posible de Kikuchiyo, hubiera aguantado tanto. En alguna ocasión llegó incluso a ser cruel con él, con la esperanza de que tal vez así, por muy bondadoso que pareciera, no volvería a llamarla. Pero el monstruo marino, imperturbable, se limitaba a sonreír como de costumbre. Cada vez que llegaba a la ciudad, convocaba una cohorte de geishas famosas, en el centro de las cuales siempre la ponía a ella. Había que reconocer que, en ocasión de las actuaciones de baile de otoño y con la buena intención de aumentar el prestigio de Komayo en todo Shinbashi, el hombre tuvo la delicadeza de reunir a las geishas veteranas del barrio para pedirles que hicieran todo lo que estuviera en su mano en favor de ella. Sabía todo de su relación con Segawa, incluso antes de que ella se lo contara; y no le importaba en absoluto. Es más: hasta le mandó un telón de regalo al mismo Segawa[54]. Se trataba, en suma, de un danna que la apoyaba y se portaba mejor que mil otros dannas corrientes, pero también era verdad que la amargura y la repugnancia que sentía al estar con él eran cien o mil veces mayores que si estuviera con cualquier danna normal. Una y otra vez, temblando de disgusto, se decía: «Ésta sí que va a ser la última vez». Pero, al cabo de cierto tiempo, se erguía el aguijón de la codicia de ganar más, sobre todo a fin de mes o en momentos de dificultad económica. Entonces, el danna la perseguía, la acosaba, la acorralaba. Después, sin que ella tuviera escapatoria posible, la violaba. Una conducta simplemente odiosa, pero ante la cual de nada valía gritar, pidiendo socorro o llamándolo «asesino». No le quedaba más consuelo que derramar lágrimas silenciosas de rabia por la situación tan miserable en la que se encontraba.

Ver esas lágrimas de rabia, ver el aspecto desgraciado de una mujer que apretaba los dientes pero no podía hacer nada, eso era justamente lo que más disfrutaba el dueño del Chomondo. El monstruo marino, consciente de su piel renegrida, desde su juventud se había conducido agresivamente con las mujeres. En Yokohama disponía de un machiai y una casa de geishas de las que podía ser cliente habitual. No debían faltarle, por lo tanto, mujeres. Sin embargo, habituado a muchos años de vida disoluta, no podía estar en paz sin pasarse por algún machiai cada vez que venía a Tokio. Sabía perfectamente bien que su presencia no era agradable para las mujeres que visitaba. Quizá por eso, este monstruo marino disfrutaba tanto acosando y maltratando a las que caían en sus garras. Con el tiempo había desarrollado una personalidad retorcida capaz de hallar un placer inefable en violar a una mujer que no quería estar con él. El canalla andaba siempre preguntando a las dueñas de los machiai si conocían alguna geisha que estuviera apurada de dinero por gastárselo todo en un actor o por estar hasta el cuello de deudas. Poniendo ante los ojos de su presa el dinero como cebo y sólo por eso, la mujer elegida, con lágrimas en los ojos, soportaba la conducta perversa de este verdadero ogro. Contemplar fríamente la situación de sus víctimas desde arriba debía de resultarle interesante y divertido. Para este comerciante de clase social baja, criado en Yokohama, perversión y vileza eran reglas de comportamiento fundamentales. En resumidas cuentas, Komayo, mientras tuviera como amante a Segawa, resultaba ser la víctima perfecta para «el monstruo» por más que ella quisiera deshacerse de él.

A principio de diciembre, la época en que todo el mundo busca afanosamente dinero hasta de debajo de las piedras para liquidar sus deudas antes de que acabe el año, el monstruo marino debió de juzgar que era el momento ideal para ir tranquilamente al Taigetsu y reclamar los servicios de Komayo.

A pesar de la brevedad de aquel día de invierno, todavía había algo de luz en la calle. Mientras iba por la calle Ita-shinmichi en dirección a la mercería de siempre, Komayo se fijó en una casa con el letrero de «Kiku-obana», visible bajo la luz de la farola. Se dio cuenta entonces de que aún no había visitado, ni una sola vez, a su antigua compañera desde que se independizó. Decidida a hacerlo ahora, se acercó y llamó desde la puerta.

—¡Adelante, por favor! —se oyó desde dentro.

—Ahora voy de compras a la mercería Tamasen, pero pasaré a la vuelta —respondió Komayo y siguió su camino.

En ese momento vio cómo se acercaba en dirección opuesta un rikisha con la capota echada. En el momento de cruzarse con el vehículo, Komayo distinguió el perfil de alguien muy parecido a Yoshioka. La geisha, apenas sin tiempo de parar y volver la cabeza, vio que el rikisha se detenía a la puerta de Kiku-obana y que de él se apeaba un pasajero. El color de los pantalones le resultó conocido. «¿No es extraño?», se dijo. Pero al mismo tiempo le costaba pensar que su sospecha fuera cierta. Decidida a observar mejor para estar segura, se acercó a la puerta. Entonces, una muchacha de catorce o quince años, con el aspecto de criada, salía de la casa para abrir la celosía. Komayo aprovechó para preguntarle:

—¿Qué? Una visita, ¿verdad?

—Sí, señora.

—¿Es el danna de la neesan?

—Pues sí.

—Entonces, vendré en otra ocasión. Saluda de mi parte a la neesan.

—Así lo haré, señora.

La muchacha iba a la tienda de licores. Cuando entró, pidió con la voz chillona:

—Una botella grande de sake. Que sea del bueno.

Komayo, ya tocada al tener confirmada su sospecha, la oyó claramente.

Regresó a casa demasiado alterada para que le salieran las lágrimas. «Hasta hoy no lo sabía; por eso, ingenua de mí, la he llamado para saludarla cuando pasaba ante su casa. Seguro que ahora están los dos riéndose a mandíbula batiente de esta tonta». El coraje que sentía era inexpresable.

Justo en ese momento, la hakoya Osada entró para avisarla de que tenía trabajo en el Taigetsu. «Si es en el Taigetsu, seguro que se trata del monstruo marino». Al hacer esta deducción, creció su rabia. Komayo le dijo a la hakoya que deseaba tomarse un día de descanso, a su propio cargo, porque se sentía indispuesta. Subió al piso de arriba pero, a la media hora, cambió de idea y le dijo a la hakoya que iría a trabajar.

Más tarde, a la hora en que se encendían las luces de la casa, Komayo estaba hablando con su compañera Hanasuke por teléfono.

—Me voy ahora mismo a Mito —le dijo Komayo—. Díselo a Osada y a la neesan con buenas palabras, ¿de acuerdo? Por favor. Cuento contigo.

Estaba a punto de colgar cuando Hanasuke, desconcertada, le pidió:

—¡Espera un momento, Koma-chan! ¿Dónde estás ahora? ¿En el machiai Taigetsu?

—No. He ido al Taigetsu un rato, pero ahora estoy en el Gishun. He hablado ya con la dueña de Gishun, para que me apunte estos días a mi cuenta[55]. Habría sido complicado habérselo explicado por teléfono. Volveré mañana o pasado. Es que me ha pasado algo que quiero tratar con el niisan. ¿De acuerdo? Por favor, te lo ruego, hazme este favor.

Komayo, de modo inexplicable, había empezado a experimentar el deseo imperioso de ver la cara del niisan, de desahogar en su compañía la rabia y el despecho que sentía en sus entrañas. Se daba cuenta de que le hervía la sangre, pero no tenía a nadie a quien acudir ni con quien consolarse. Estaba abatida, a merced de una gran zozobra. Sin pensárselo dos veces, había decidido correr a Mito, la ciudad donde Itshi Segawa estaba de gira artística.