XIV. Asakusa
Kaname Yamai había conocido al hijo de los Obanaya en una taberna de sake[76]. Por supuesto que, cuando volvía del teatro o de alguna fiesta a una hora avanzada de la noche, incluso después de visitar a alguien por un asunto serio, no podía de ningún modo regresar directamente a la pensión. Entonces, decidía caminar sin rumbo por el barrio de las geishas. Después, una vez rechazado con buenas palabras por todos los machiai por culpa de las deudas, y tras haberse dado la vuelta a los bolsillos para comprobar que no llevaba nada de dinero, ni siquiera para tomar un rikisha, acababa yendo a los barrios de prostitución oficial, como Yoshiwara o Suzaki, y allí, en el burdel más miserable y al lado de rufianes y prostitutas, dormía la borrachera. Había ocasiones en que, al despertarse al día siguiente, sentía vergüenza y arrepentimiento, pero su cuerpo, consumido después de años probando todos los estilos de vida disoluta, estaba ya completamente fuera del control de su voluntad. Yamai cantó en verso todas las emociones generadas por ese penoso estado de impotencia, llegando a acuñar expresiones novedosas por entonces, como «la tristeza de la carne», «el sabor amargo de los besos» y otras por el estilo. Todo ello lo publicó en La verdadera confesión de mi vida, como él mismo tituló el libro. Tuvo la suerte de que la crítica literaria, siempre a la busca de novedades, recibiera la obra con agrado, e incluso hubo algún comentarista que fue tan lejos como para proclamar precipitadamente que el nuevo siglo ya contaba con el gran poeta innovador, Kaname Yamai, el Verlaine japonés. El mismo Yamai, especialmente en estado de ebriedad y bajo los arrebatos que suelen acompañar a tal estado, llegó a pensar que era cierto. El caso es que, arrastrado por ambiciones artísticas, se propuso sumergirse a la fuerza en las profundidades más oscuras de las pasiones decadentes. Además, a pesar de que su formación académica era prácticamente nula —a duras penas y con malas notas había acabado la enseñanza media— y su conocimiento de lenguas extranjeras muy endeble, alcanzó poco a poco la convicción, y no por pose ni vanidad, de que se había convertido en una especie de escritor occidental. Al verse por entonces con unos forúnculos en ambas ingles debido a una sífilis, empezó a decir —en algún libro lo tuvo que haber leído— que el gran escritor francés Maupassant había enloquecido por esa misma enfermedad. Cuando supo que compartía el mismo horrible mal, ni la vergüenza ni la repugnancia más profundas pudieron sofocar el brote espontáneo de exaltación sentida bajo el impulso del entusiasmo artístico. Fruto de tal inspiración fueron decenas de poemas cortos —tanka— agrupados bajo el título colectivo de Yodoformo. También esta obra fue muy bien acogida en los círculos literarios; y Yamai, por una vez en su vida, no estafó a sus acreedores e invirtió el dinero generado por el libro de poemas en ir al hospital y pagarse un tratamiento médico.
En el parque de Asakusa, al lado de una zanja maloliente que había detrás del parque de atracciones Hana Yashiki, existía una taberna en cuyo farol anunciador, debajo del alero, aparecía escrito el nombre de Tsurubishi. Cuando Yamai no podía comprar a ninguna geisha en los machiai, o le daba pereza desplazarse hasta los burdeles de Yoshiwara o Suzaki, se quedaba a dormir en esa taberna. La encargada era una joven de veinticuatro o veinticinco años llamada Osai. Era alta, con buen pelo y tenía una tez saludable, cualidades raras en las de su vulgar oficio. Unos ojos grandes y cejas oscuras bien arqueadas compensaban holgadamente la falta de gracia de una cara plana con la nariz chata y la boca medio abierta. Yamai la conoció un día en que, estando en la calle, fue llamado por una abertura de la ventana con celosía: «Oiga, oiga, usted, el señor de gafas. Pase por aquí». Al fijarse en su cabello recogido en un peinado en forma de hoja de gingko y en un quimono recién teñido de dibujos menudos, Yamai pensó que podría tratarse de una geisha. Feliz por el hallazgo, no se hizo más de rogar y entró inmediatamente. Tampoco regateó las tarifas que le indicó la mujer: «Un ratito, un yen; toda la noche, tres yenes». Hasta la invitó a huevos revueltos a la mañana siguiente. Después de repetir el servicio tres o cuatro veces, una mañana en que volvía sin rumbo fijo desde Yoshiwara, donde había estado de copas, pasaba cerca de la casa de Osai y la vio, desaliñada y con un quimono de dormir atado con un obi delgado, asando un jurel desecado sobre la parrilla de un brasero. Estaba a la puerta de la taberna, tomando una copa con un hombre bien parecido de tez clara y de unos veintidós o veintitrés años. Éste, con un quimono acolchado de color marrón a cuadros, estaba sentado a uno de los lados de una mesita de patas de gato. Al ver a Yamai, Osai echó a correr en su dirección y lo abrazó diciéndole:
—¡Ay, qué señor tan cruel, que me ha tenido abandonada tanto tiempo! ¡Vamos, siéntese, que le voy a servir!
Después, lo sentó al otro lado de la mesita con tanta fuerza que casi lo hizo caer. Yamai, cuando alzó la vista, vio que el joven había desaparecido sin dejar rastro.
No era que Yamai frecuentara a Osai por haberse encariñado de ella. El caso es que, sin ninguna razón concreta le pareció extraña la presencia de aquel cliente y le preguntó por él. Osai, después de responder que no era ningún cliente, sino su hermano pequeño, se le arrimó con coquetería y, mostrando la desenvoltura de siempre, lo arrastró al piso de arriba sin preguntarle si le apetecía o no. Realmente, no era el piso de arriba. Se trataba más bien de un ático formado por una recámara medio secreta de tres tatamis, instalada en la azotea de aquella casa de una sola planta, y con papel en las paredes y en el techo para evitar que cayeran dentro hollín y excrementos de ratón.
Yamai juntó las monedas de cobre y plata que le habían sobrado del cambio de la noche anterior hasta alcanzar un yen, se las dio a la mujer y abandonó la casa con aire furtivo. Al sentir el sol y el aire, su estado de ánimo cambió por completo. Como si llenar el estómago le hubiese hecho olvidar el hambre de hacía un rato, Yamai no parecía en absoluto haber estado con una fulana de nivel ínfimo que le había costado un yen. Caminaba con dignidad bajo los árboles del parque y con un bastón debajo del brazo. Al llegar ante el templo de Kannon, se detuvo y se puso a contemplarlo con el gesto de un especialista en arte[77]. Su actitud no tenía nada de pose. Yamai era serio en todo. Días antes había leído en alguna revista una crítica sobre La catedral, una novela de Blasco Ibáñez, el Zola de España, en la cual el novelista describía la vida de la gente en torno a la catedral de Toledo. Esto le había inspirado la idea de escribir una novela larga cambiando la catedral española por el templo de Kannon de Asakusa. Yamai estaba dotado de esa agilidad mental que le permitía transmutar una simple alusión, leída en cualquier revista que reseñara una obra literaria occidental, en el germen de un proyecto sobre el que se ponía a trabajar con entera libertad. Pero jamás leía la obra original. Su carencia de preparación académica era el fundamento de su buena suerte: la razón de evitar ser acusado de plagio y la razón de no poner freno a su imaginación sin ningún respeto a la obra original.
Estaba, pues, de pie contemplando distraídamente el templo de Kannon mientras acababa de fumarse un cigarrillo. De improviso oyó que alguien decía: «Sensei Yamai». Se dio la vuelta sorprendido y, al ver el rostro de quien lo había llamado, no sólo su sorpresa creció, sino que se vio invadido por un temor desapacible. Tenía delante al joven de tez clara que poco antes había estado comiendo chazuke[78] con Osai al lado del brasero alargado en la puerta de la taberna.
—¿Qué? ¿Desea algo de mí? —preguntó Yamai, mirando alrededor varias veces.
—Perdone por abordarle a usted así, de repente —empezó a decir el joven haciendo rápidas y sucesivas reverencias—. Yo… el caso es que… soy un participante de los concursos literarios de las revistas. El año pasado gané un premio en la revista X estando usted en el jurado. Tenía muchas ganas de conocerle…
Con el aire un poco más sosegado, Yamai se sentó en un banco cercano. Y, a continuación, de labios del mismo joven, que resultó ser el hijo de los dueños de la casa Obanaya, Takijiro, se dispuso a escuchar su relato.
Hasta el otoño en que cumplió trece años, Takijiro había vivido con su padre, el narrador de historias Sounken Gozan, y su madre, la geisha Jukichi. Todos los días de colegio recorría el camino desde la casa de geishas de Shinbashi, su hogar, hasta la escuela primaria más cercana. Pero, un año antes de pasar a la enseñanza media, su padre, pensando que una casa de geishas no ofrecía el ambiente más apropiado para los estudios de su hijo, decidió que le convenía cambiar de domicilio. La madre, la neesan Jukichi, no podía contradecir la opinión de su marido. Después de consultar a algunos clientes más habituales, los padres le pidieron a un abogado, doctor en Derecho, al que durante muchos años Jukichi había acompañado en sus canciones tradicionales, que lo admitiera en su casa en calidad de shosei[79]. Este abogado vivía en una casa señorial del barrio de Surugadai. Se decidió que Takijiro iría al colegio de ese barrio desde su nuevo domicilio. Ahí estuvo la raíz de todos los males futuros. La intención de Gozan era buena: creía que, para que el adolescente se concentrara plenamente en los estudios más serios que lo esperaban a partir de los trece años, el ambiente de una casa de geishas, aunque había sido su hogar durante muchos años, no era el mejor. Por el contrario, tal vez el joven habría llevado mejor camino quedándose en su casa y siguiendo bajo el control de un padre terco con mentalidad de caballero, en lugar de marcharse a una casa ajena. Los dos padres, Gozan y Jukichi, en efecto, habrían de arrepentirse de su decisión, pero, como dice el refrán, «a burro muerto, cebada al rabo».
Takijiro, en los dos primeros años desde que se mudó al dormitorio de los shosei de la casa del abogado —es decir, hasta que cumplió quince años— fue verdaderamente un estudiante aplicado y prometedor. Pero, al final de ese segundo año en la casa del abogado, la mujer de éste contrajo una enfermedad del corazón y tuvo que irse para convalecer en la segunda casa que tenía la familia, una villa en Omori, en las afueras de la capital. Se fue con ella su hija única, de modo que el abogado pasaba cada vez más días y noches con su familia en Omori. La casa principal pasó a ser poco más que una sucursal que el abogado utilizaba por la mañana para despachar asuntos administrativos. El resultado natural de la nueva situación fue que los shosei y las criadas empezaron a aprovecharse de la ausencia del dueño haciendo en la casa lo que les daba la gana. Por añadidura, los estudiantes de Derecho nunca se han distinguido por su buena conducta. Como los cinco o seis shosei compartían el mismo dormitorio, éste se convirtió todas las noches en el campo de batalla de partidas de cartas. En la casa había dos criadas, una en la cocina y otra encargada de la limpieza en general. Los shosei más atrevidos no tardaron en seducir a las dos. Los otros, los menos osados o más lentos, envidiosos de la suerte de sus compañeros, iban a medianoche a molestarlos. Después, con lo que habían ganado con las cartas, empezaron a salir a comprar las caricias más baratas que podían ofrecerles las mujeres de Yoshiwara, Suzaki, Asakusa, Gundai, Hamacho, Kakigaracho, barrios de prostitución bien conocidos entonces. La verdad es que, al comienzo, Takijiro se resistía y alguna vez incluso llegó a llorar cuando fue invitado a la fuerza. Pero eso fue sólo al principio. Muy pronto absorbió el efecto ponzoñoso de las malas compañías y un año después, con diecisiete añitos cumplidos, era un libertino incorregible. Cuando llegaba la noche, era incapaz de quedarse en casa. Salía a acechar a mujeres o a las jovencitas de los quioscos de granizado, a las hijas de los carniceros, a las estanqueras, etc., del vecindario. Cuando volvía, a altas horas de la noche, competía con los otros shosei por los favores de las criadas. También en las horas diurnas estaba activo: se esforzaba al máximo para seducir a las colegialas que tomaban el mismo tranvía que los llevaba a todos al colegio. Una noche tuvo la mala suerte de que, cuando estaba a punto de atraer con engaños a la hija del estanquero detrás del santuario sintoísta de Kanda Myojin, en el centro de Tokio, fue sorprendido por unos detectives de la policía que justo a esa hora hacían una redada de delincuentes juveniles. A pesar de oponer resistencia, fue detenido y le abrieron un expediente que llegó al colegio. Takijiro fue expulsado fulminantemente y, al mismo tiempo, en la casa del abogado le pidieron cortésmente que hiciera las maletas.
El padre, Gozan, se puso hecho una furia; la madre, Jukichi, se deshizo en lágrimas. Pero no había remedio. Takijiro fue acogido temporalmente en su casa, la casa de geishas de Shinbashi. Gozan, indignado con este hijo que «había echado barro a la cara de sus padres», le prohibió estrictamente salir de casa. Pero a Takijiro ya no le resultaba fácil obedecer una orden tan rigurosa. Todos los días, lloviera o hiciera viento, Gozan, provisto de su haori descolorido y blasonado en cinco puntos y del abanico de papel dentro del bolso shingen[80], se iba a actuar a la sala de vodevil después de comer y no volvía hasta la hora de la cena, después de la cual volvía a salir para la función de la noche. Había días, incluso, en que no volvía a casa para cenar e iba directamente de una sala a otra, especialmente cuando entre éstas había mucha distancia. Por su parte, la profesión de geisha de Jukichi la obligaba a salir todas las noches. La consecuencia era que en casa no había nadie que vigilara al joven Takijiro, por lo cual de nada sirvió la estricta prohibición paterna. Por entonces, el hijo mayor, el actor Raishichi Ichikawa, gozaba todavía de buena salud y vivía en casa. Pero tampoco él pasaba ahí mucho tiempo: después de desayunar se iba a casa de su maestro o al teatro, hubiera o no función ese día, donde ensayaba o trabajaba toda la jornada y por la noche no volvía antes de las diez.
A ojos de alguien de fuera, una casa de geishas pudiera dar la impresión de un espacio dominado por el desorden y la negligencia, pero cuando uno está dentro, comprueba que en ella todo el mundo, desde la criada de la cocina hasta la hakoya, pasando por el matrimonio dueño de la casa, está ocupado con su propia tarea. Por ejemplo, la dueña de la casa Obanaya, Jukichi, trabajaba todas las noches, yendo de fiesta en fiesta, hasta pasada la medianoche o la una de la madrugada, y volvía a casa agotada. Pero al día siguiente debía madrugar porque, si no, llegaba tarde a clase. Todas las mañanas, en efecto, tenía que ir a los ensayos dirigidos por los maestros de las diferentes artes y escuelas de canto con samisén, tales como tokiwazu, kiyimoto, itchu, kato, sonohachi, ogie y utazawa. A continuación, debía regresar para dar clase a las aprendizas de su propia casa. Además, era su deber estar todo el tiempo disponible para que sus geishas la consultaran acerca del vestido y accesorios, tenía que decidir cuántas iban a actuar en cada fiesta, organizar los preparativos en caso de colaborar con geishas de otras casas, etc. Como además era una de las veteranas del barrio, estaba obligada a colaborar en los ensayos de las diferentes actuaciones. Con todas estas ocupaciones, antes de darse cuenta, llegaba la hora del baño y del peinado. Cuando podía tomar un respiro para fumarse un cigarrillo, llegaba la hora de preparar la cena. Con las geishas de la casa pasaba algo parecido. En cuanto a la hakoya, estaba siempre tan atareada con los libros de contabilidad, contestando el teléfono, encargándose del vestuario y de las pertenencias de las geishas que, aunque tuviera cuatro manos, todavía le faltaría trabajo por hacer. Tampoco se podía decir que la criada, que se encargaba ella sola de la comida, de lavar la ropa y de preparar el baño para tanta gente, tuviera exactamente tiempo para estar de brazos cruzados.
La casa Obanaya tal vez fuera un caso extremo pues, gracias a la forma de ser del dueño Gozan —un viejo cascarrabias al que llamaban «el gruñón»—, todo estaba meticulosamente controlado. Tanto que probablemente no hubiera en Shinbashi una casa más ordenada. El rigor del entrenamiento de sus geishas en el ejercicio de su profesión, comparable al seguido en un arte marcial, como la esgrima japonesa, era famoso desde hacía mucho tiempo. Esto se debía, asimismo, a la severidad del carácter colérico y obstinado de Gozan, que no dejaba nada a medias. A pesar de ser uno de los narradores más veteranos, no tenía ni aceptaba a ningún discípulo, lo cual, según sus colegas, se explicaba por el rigor extremo que exigía a cualquier aspirante. A la misma disciplina sometía a las geishas de su propia casa. Si él se encargaba de entrenarlas, no se contentaba con un aprendizaje inferior al recibido por cualquier especialista. A veces, por ejemplo, fruncía el entrecejo preguntándose qué era ese ruido del samisén que se oía en los pisos de arriba de alguna casa vecina. Para Gozan las geishas y los actores eran las flores de la sociedad. «Si te ocurre algo fuera —solía decir— y la gente se entera de que tu aseo no es impecable, serás la deshonra, no sólo para todos los de tu casa, sino para las generaciones futuras de tu familia. Cuando pongas un pie fuera para salir a la calle, asegúrate todos los días de que llevas ropa interior fresca y perfectamente limpia. En cambio, no hay que gastar tanto en quimonos ni accesorios». Unas recomendaciones que, en su casa, habían adquirido categoría de preceptos. Su esposa, Jukichi, en cambio, era una mujer de trato suave, tranquila y afable, cualidades que equilibraban la severidad terca de su marido y servían para armonizar las relaciones de todos los miembros de la casa, incluidas las geishas.
Takijiro, en esta casa en la que todo el mundo estaba ocupado en un sinfín de quehaceres, era el único que no tenía nada que hacer, como no fuera estar todo el día sentado, leyendo entre bostezo y bostezo los periódicos y revistas desparramados por la casa. La idea de su padre era que, si ahora que aún era joven —antes de pasar el reconocimiento médico para ir al servicio militar— se le amonestaba seriamente y lograba reformarse, podría tener algún futuro. Había que resignarse al hecho de que los estudios, abandonados a medio camino, no iban con él. Se le podría colocar de aprendiz en alguna empresa importante o en la Administración Pública. Con estos planes en mente, indagó entre sus contactos, pero nadie apostaba por el joven después de saber que era hijo de una casa de geishas y que había sido expulsado del colegio. Su madre se apoyaba en el refrán de «cuales fueron los padres, los hijos serán» para reclamar la conveniencia de enseñarle, a pesar de que ya no era un niño, alguna de las artes tradicionales. Pero, a la hora de concretar, no sabía en qué clase de artista se podría convertir. Desde el punto de vista de Takijiro, no se trataba de una decisión de la noche a la mañana. Su hermano mayor ya era actor y, además, de cierta popularidad. A Takijiro le resultaría, por lo tanto, incómodo trabajar para ser un artista del montón y estar por debajo de su hermano. Otra opción era que lo formara su padre, es decir, convertirse en su discípulo y estar sometido continuamente a las reprimendas de un maestro tan severo. En cuanto a aprender a tocar el samisén, tampoco era muy realista, habida cuenta de que su cuerpo era demasiado grande. Tampoco le interesaba ser actor de teatro moderno, ni hacerse aprendiz de cómico en una compañía como Soganoya.
Un día en que estaba leyendo al buen tuntún revistas y periódicos, de repente le pasó por la cabeza la idea de que tal vez fuera interesante convertirse en novelista o escritor. Pero, como no tenía ni idea de qué hacer para llevarlo a cabo, el pensamiento se esfumó como el humo. En fin, incapaz de saber personalmente qué hacer con su futuro, de momento y gracias a los buenos oficios de un conocido, entró a trabajar como empleado en una empresa de corretaje.
Allí trabajó obedientemente por espacio de medio año. No más tiempo. Lo pillaron malversando una pequeña cantidad de dinero, que destinaba a comprar prostitutas en el vecino barrio de Kakigaracho, y fue despedido. De nuevo lo acogieron sus padres en la casa de Shinbashi, pero él, cada vez más desesperado, no estaba dispuesto esta vez a vivir bajo la vigilancia de un padre tan estricto. Así pues, no habían pasado tres días cuando una noche, aprovechando que no había nadie en la casa, desapareció llevándose algunos quimonos y accesorios valiosos, como horquillas, de su madre y de las otras geishas de la casa.