Capítulo veinticinco
Por última vez —dijo el cuerpo tendido en el agua—, vete. No volveré a decírtelo.
—Seguro —contestó desdeñosamente el reflejo—. ¿No iba a ser la última vez la última vez que intentaste deshacerte de mí? ¿Y la vez anterior?
Estaba en el aire, sintiendo la fresca brisa en las alas y las plumas del vientre. Estaba contento ahora que se había reunido con su gente, ahora que lo habían aceptado de nuevo en su mente pronto volaría hacia su hogar. Mientras tanto, se tomó un momento para observar el cadáver que yacía en el agua (aunque aún estaba vivo, mala suerte) y a su reflejo, que por lo visto hablaba con él.
—No pienso seguir escuchándote —le dijo el cuerpo a su reflejo—. No oigo una sola palabra de lo que me estás diciendo.
—Venga ya —dijo el reflejo con desprecio—. Intenta actuar como un adulto.
—De todas formas —prosiguió el cuerpo—, pronto me desharé de ti de una vez por todas. Me voy a casa.
—¿A casa? —El reflejo se echó a reír—. Ese lugar no existe.
—Sí que existe. He encontrado a mi familia y me marcho a casa cruzando el mar, y tú no puedes seguirme.
—¿Quieres que apostemos?
—No puedes seguirme —repitió el cuerpo—, y aunque pudieras, allí jamás me encontrarías, entre tantos otros. Sería como intentar buscar una hoja en un bosque.
—Te encontraré —dijo el reflejo—, te lo aseguro.
—Puedes intentarlo —replicó el cuerpo—. Supongo que lo harás, es la clase de comportamiento desagradable y obsesivo propio de ti. Pero no lo conseguirás.
Silencio, apenas un momento.
—No hace falta que hagas eso —dijo el reflejo—. Tú saldrías más perjudicado que yo. Y de todas maneras, eso no es lo que de verdad deseas.
—¿Y cómo demonios podrías saberlo?
—Lo sé todo acerca de ti. Lo sé todo desde el mismo momento de tu nacimiento. Incluso antes. Absolutamente todo lo que se puede saber de ti lo tengo aquí dentro, a buen recaudo, donde no puedes perderlo ni ignorarlo. Es mi deber —añadió—, como tu mejor mitad.
—Jamás me has conocido —dijo el cuerpo furioso—, no tienes la menor idea de cómo soy. Lo único que conoces o te importa es lo que tiene que ver contigo. Durante todos estos años has creído que me conocías, pero lo único que alcanzas a ver es tu propia sonrisa petulante en el espejo. Piensas que soy sólo una superficie pulida en la que puedes brillar. Bien, pues se ha terminado. Me marcho. Y sin mí… —De repente, hubo un gran placer en la voz—. Sin mí estarás muerto. Sencillamente dejarás de existir y te desvanecerás.
—¿De verdad crees eso? Dios, qué idiota eres.
—Muy bien, veremos quién queda cuando me haya ido con el bebé. De vuelta al hogar…
—No seas ridículo.
—De vuelta al hogar, a su familia, al lugar al que pertenece.
Cuando Poldarn se despertó, sintió pánico: que Dios me asista, pensó, dónde estoy, quién soy, maldita sea, ni siquiera recuerdo mi nombre…
Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Yacía entre barro ensangrentado junto a un río, y se veían cadáveres por todas partes; unos vestidos de una forma, otros de otra. Un cuervo apartó la vista de su comida y le dedicó una sonrisa de complicidad; un profesional reconociendo a otro.
Tranquilo, se dijo, a medida que la bruma se disipaba de su mente, estas en casa. Desde luego que estas en casa, naciste aquí (de hecho, en ese cobertizo que está ahí), y, dentro de unos minutos, llegará Copis con el carro y partiréis en vuestra misión humanitaria. A menos, por supuesto, que el mundo haya terminado mientras dormías, y este sea el nuevo mundo feliz…
Igual que el antiguo aunque más doloroso. La última vez que estuvo en ese punto de partida, no había tenido un par de púas de ocho centímetros atravesándole el pie y el brazo. Esta vez la sangre del lodo era la suya, lo que, por lo menos, le proporcionaba una sensación de pertenencia casi equivalente a la ciudadanía.
No me han tocado las venas principales, razonó, porque si no estaría muerto. A menos que esté muerto y esto sea el cielo; o a menos que yo sea un dios, en cuyo caso podrían sacar toda la sangre de mi cuerpo y hacer morcillas, y no pasaría nada.
Habría sido agradable, pensó, que hubiera habido alguien a quien preguntar. Estaba cansado de tener que reconstruir el mundo a partir de unos restos cada vez que abría los ojos; era un gigantesco desperdicio de energía mental que podría haber utilizado para propósitos más positivos y constructivos.
Se movió ligeramente, preguntándose cómo se libraría de los abrojos sin empeorar las cosas. Se trataba de una combinación de lo más interesante —pie izquierdo y brazo derecho— susceptible de plantear un fascinante reto incluso para el más ingenioso (como si, desde la última vez, hubiera ascendido de grado y lo hubieran recompensado con un rompecabezas de la correspondiente dificultad).
Vamos, Copis, llegas tarde. No, esta vez no vendría. Ahora lo recordaba. La había sacado a rastras del almacén de Deymeson, le había derramado agua sobre la cara hasta que despertó; antes de eso, había dado con un caballo que nadie parecía querer y después la había puesto sobre la grupa. Todavía estaba mareada y confusa, incapaz de articular palabra debido a la mandíbula golpeada. Había puesto las riendas en la mano de ella y había guiado al caballo fuera de la abadía tirando de la brida; después, le había dado una buena palmada para ponerlo en marcha. Ella no se había vuelto para mirarlo mientras el caballo bajaba la colina. Él se había asegurado de poner comida en las alforjas y seis cuartones que había encontrado en la manga de un monje muerto. Después, había regresado a la abadía, antes de que lo echaran de menos, y había ayudado en el saqueo y el incendio.
Y ahora ahí estaba él, y ella no acudiría a sacarlo del campo de batalla. Ni siquiera había garantía de que estuviera viva, y si fuera así, la única razón por la que se acercaría sería para acabar con él (incluso ahora, podía pasar sin esa clase de rescate).
Poldarn intentó pensar de forma práctica, cada cosa a su tiempo. Primer paso: quitarse los abrojos. Segundo paso: alejarse del campo de batalla y localizar algún lugar protegido. Tercer paso: encontrar comida y bebida. Cuarto paso: no preocuparse por el cuarto paso hasta haber superado el primero, el segundo y el tercero.
Lo intento seis o siete veces, pero no conseguía alcanzar el abrojo del pie, y ése era el que importaba, porque no podría salir de allí hasta que se hubiera deshecho de él. El del brazo era mucho menos importante; una vez que estuviera fuera del campo de batalla y en el cobertizo, podría ocuparse de él; debía encontrar alguna forma de quitarse este del pie… Pensó en hincar en el suelo otra de las púas, anclando el abrojo con la suficiente fuerza para poder liberar el pie al tirar de él (como un hombre extrayendo una espada de la funda, teniendo en cuenta que él sería la funda). El dolor que le causó una suave tentativa fue suficiente para convencerle de que debía olvidar la idea. Se dejo caer, hundiéndose de nuevo en el lodo.
¿Qué había ocurrido, se preguntó, en la batalla? ¿Quién había vencido? Cuando lo dejó, los asaltantes (¿su bando?) parecían estar perdiendo o a punto de perder, pero se trataba de los asaltantes, los invencibles, el enemigo casi sobrenatural del que tanto había oído hablar. Era prácticamente imposible creer que fueran a elegir justo esta ocasión para ir contra su propia naturaleza y fracasar por primera vez. Además, el había visto apenas una pequeña parte de la batalla, y, por lo tanto, sus impresiones podrían haber sido totalmente engañosas. En cualquier caso, la batalla había terminado, o se había trasladado lejos de allí. Quizá cada bando hubiera acabado con el otro, hasta el último hombre, quedando él como único superviviente.
Si era así, no quería saberlo.
De todas formas, no importaba. La batalla, la guerra no significaban nada para él, y no pertenecía a ninguno de los bandos, o a ambos. Cierto, tenía la fuerte intuición de que los asaltantes eran su gente, pero no hacía demasiado tiempo que había sentido lo mismo respecto de los monjes espadachines. Ambos grupos no podían ser su gente, pues lo asaltantes habían odiado tanto a la orden como para derrochar tiempo y energía en borrar a los monjes del mapa. ¿Cómo podía haber algo en común entre dos enemigos tan acérrimos?
Puesto que no veía más que barro, Poldarn cerró los ojos y durante un tiempo intento no pensar en el dolor (lo cual fue peor; sentía todos los nervios del cuerpo cada vez que latía su corazón). Paso un buen rato antes de que se percatara de que había alguien moviéndose por ahí.
Se quedó completamente paralizado. Impotente como estaba, nada de lo que hiciera podría salvarle si quienquiera que fuese resultara ser un enemigo, o incluso algún carroñero de alguna granja cercana buscando restos entre los muertos. Por otra parte, si era un amigo y se quedaba quieto y callado, podría no verle, perdiendo así su única oportunidad de ser salvado. Meditó un instante; si nadie lo ayudaba, probablemente muriera allí, y sería algo largo y desagradable. Teniendo en cuenta que lo peor que podría ocurrir iba a ocurrir de todos modos, ¿por qué demonios preocuparse por la prudencia?
Intentó sentarse, pero sintió tanto dolor que no pudo reprimir un grito. Sin embargo, eso era lo que necesitaba; un instante después tenía la vista clavada en la puntera de una beta.
—¿Eres tú? —le preguntó alguien.
Era una pregunta muy buena, teniendo en cuenta las circunstancias. Pero la voz le resultaba familiar.
—¿Eyvind? —preguntó.
—Sí, me parecía que eras tú. —La voz sonaba mucho más cerca; quienquiera que fuera, se estaba arrodillando—. Bendito sea Dios, ¡cómo estás! Venga, agárrate fuerte. No sé si voy a hacer lo correcto, aunque supongo que pronto lo descubriremos.
Resultaba irritante e ilógico que casi no hubiera sentido el abrojo penetrar en su carne, pero el dolor que sintió cuando salió de su pie prácticamente fue suficiente para detenerle el corazón.
—Mierda —dijo la voz que había tomado por Eyvind—, ha empezado a sangrar. No sé; ¿dejo el otro como está o lo quito? ¿Qué te parece?
Se dio cuenta de que la voz le había solicitado una decisión, una elección entre opciones. Aquello no parecía justo, a su modo de pensar.
—No tengo la menor idea —dijo—. Tengo la sensación de que si tomas la decisión equivocada, probablemente moriré, pero eso es todo lo que se me ocurre. Lo siento.
Pudo percibir claramente un fondo de ironía en la voz cuando respondió:
—Lo único que quería era una respuesta franca a una pregunta cortés. Maldita sea, supongo que será mejor que lo deje ahí por ahora. Si lo has tenido clavado durante todo este tiempo y has sobrevivido, imagino que unos minutos más no acabaran contigo. Veremos.
Poldarn pensó en las implicaciones de aquello.
—¿Quién ha ganado la batalla? —preguntó.
—Un momento, voy a intentar ponerte de pie.
Vio dos manos que pasaban delante de su cara, y luego sintió que agarraban su camisa y lo alzaban como si fuera un saco. Por lo visto, Eyvind era más fuerte de lo que parecía.
Cuando intentó cargar peso sobre el pie herido, el dolor fue tan intenso que le hizo aullar, pero una mano le cogió el brazo izquierdo y lo pasó sobre unos hombros anchos y delgados, y fue capaz de levantar el pie del suelo y permanecer erguido.
Abrió los ojos, que había cerrado instintivamente cuando había comenzado el dolor.
—Bueno —dijo Eyvind—, seguramente ya hemos hecho lo más difícil. Despacio, no tenemos ninguna prisa.
Detrás del cobertizo había un carro. Por supuesto, sobre la caja se posaba un cuervo. Estaba seguro de que, con el tiempo, sería capaz de recordar el nombre del pájaro. Cuando ellos se acercaron, el pájaro se alejó volando, trazando una cansina línea mientras atravesaba el ancho cielo.
—Ganaron ellos —dijo Eyvind, dejándolo caer en la caja y subiendo al carro junto a él—. Fue una masacre.
—Ah —dijo él.
Eyvind cogió las riendas.
—Ni siquiera sabemos cuántos de los nuestros han sobrevivido —prosiguió, azuzando a los caballos—. No hemos tenido tiempo de hacer un recuento. Suponemos que la mitad de los nuestros han muerto. Ha sido una pesadilla.
—¿Qué ocurrió?
—Básicamente, que nos hicieron caer en una trampa —dijo Eyvind con un suspiro que mostraba más indignación y decepción que otra cosa—. Nos engañaron, por culpa de esas malditas cosas con pinchos. Después de conseguir apelotonarnos, nos empujaron hacia el rio, a la parte más profunda, claro, por donde no podíamos cruzar. Ahí cometieron un error —continuó—, porque conseguimos recomponemos y contraatacar. Nos superaban tanto en número en ese momento que las cosas deberían haber salido de otra manera, pero perdieron los nervios cuando comenzamos a abrir hueco; abrimos un agujero justo en el centro y comenzamos a retirarnos, y ahí fue cuando la caballería se dispuso a dividirnos; perdimos el control y empezamos a correr, que, por supuesto, era lo peor que podíamos hacer. El resultado fue que, cuando se hubieron dado cuenta de que habían ido demasiado lejos y ordenaron parar la persecución, estábamos completamente desperdigados en grupos de cinco o diez, incluso hombres solos, sin posibilidades de reagruparnos ni nada por el estilo. Lo dejaron y marcharon hacia la ciudad, desde entonces hemos estado dando tumbos intentando encontrarnos unos con otros. La idea es regresar con cierto orden y seguir en línea recta hasta los barcos, suponiendo que aun estén allí. —Frunció el ceño con una expresión feroz, casi cómica—. Considerando que el que supuestamente es nuestro mejor amigo sabe dónde están los barcos, está claro que no tenemos ninguna garantía. Lo único que podemos esperar es que desee que nos marchemos, ya que no querrá que se sepa que fue él quien montó todo esto.
Poldarn asintió de nuevo.
—Te refieres a la casa Amathy —dijo—. Cambiaron de bando, ¿verdad?
—¿Así se llaman? Nunca me acuerdo de esos nombres extranjeros. Sí, eso es exactamente lo que hicieron. Por supuesto, es culpa nuestra, por ser tan estúpidos y confiados. Siempre lo he dicho, esta gente no es como nosotros; no se puede creer una sola palabra de lo que digan.
Poldarn pensó en los monjes de Deymeson, y en Copis.
—¿Nosotros somos mejores? —preguntó.
—Claro que sí —contestó Eyvind—. Ni siquiera mentimos a nuestros enemigos. Por supuesto, no necesitamos hacerlo, si no hablas con ellos, no puedes mentirles. A la larga uno se ahorra problemas.
—Supongo que sí —dijo Poldarn—. ¿Adónde vamos?
—Hacia allí. —Eyvind le indicó la dirección con una leve inclinación de cabeza—. Hay una pequeña cañada bastante escondida; no darías con ella a menos que supieras donde está. Gracias a Dios que la encontramos al subir por aquí, y después de que dejaran de perseguirnos se nos ocurrió refugiarnos en ella. El plan es quedarse allí hasta que se haga de noche y luego deslizarnos por donde vinimos, pasar por ese lugar religioso que arrasamos, y encontrar la carretera noroeste por la mañana. Si avanzamos sin detenernos, el camino hasta la costa debería estar despejado, siempre que no descubran lo que estamos haciendo y nos corten el paso. Pero dudo que lo hagan; no están bastante organizados. Seguramente dentro de un día o dos estarán luchando entre ellos —agregó con desdén—. Siempre lo hacen, y sólo Dios sabe por qué luchan. No creo que ellos lo sepan.
Poldarn sacudió la cabeza.
—No hay duda de que es complicado —dijo—. Ahora que lo pienso, no te he preguntado qué fue de ti cuando te marchaste, después de que nos conociéramos.
Eyvind se echo a reír.
—Un asombroso golpe de suerte —dijo—. El día después de que nos encontráramos, me topé con un grupo exploradores; me habrían matado, pero reconocí a uno de ellos y grité su nombre. Es como si me protegiera la providencia —continuó—. Y lo mismo te pasa a ti, supongo. Si no te hubiera visto cuando atacamos aquella columna de jinetes en la que te encontrabas…, bueno, ahora mismo estarías sirviendo de alimento para los cuervos, de eso no hay duda. Y ahora otra vez; pura fortuna que encontrara ese carro, en medio de la carretera y con los caballos aun enganchados. Y no había salido en busca de supervivientes, simplemente se me ocurrió mirar en esta dirección y ahí estabas tú, así que me acerqué para ver si todavía respirabas. No tengo idea de por qué lo hice, sencillamente me parecía que era lo correcto. Supongo que hay alguien ahí arriba que te protege, así que me voy a quedar junto a ti como una lapa, a ver si así se me pega algo. Eso dicen ¿no? Hay que pegarse a los que tienen suerte.
—Imagino que tiene sentido —contestó Poldarn. No había pensado en sí mismo como un hombre especialmente afortunado, pero entendía los argumentos de Eyvind. Y hay distintos tipos de suerte, algunos más deseables que otros. Meditó un momento y luego preguntó—: ¿Puedo ir con vosotros cuando regreséis a los barcos?
Eyvind le miró con curiosidad y luego se echo a reír.
—¡Qué pregunta tan extraña! —exclamó—. Si, por supuesto que vienes con nosotros, eres uno de los nuestros. Está bien, puede que hayas perdido la memoria, pero eso no cambia el hecho de que pertenezcas a nuestro grupo. Jamás se nos ocurriría abandonarte aquí.
Poldarn asintió.
—Gracias —dijo—. ¿Y qué voy a hacer cuando llegue a tu país? Nuestro país —corrigió.
Eyvind se encogió de hombros.
—Imagino que o bien recordaras quién eres y donde vives, o bien te reconocerá alguien al poco tiempo de llegar. Si no es así, puedes venir y quedarte con nosotros todo el tiempo que quieras. Confía en mí, en cuanto vuelvas a las islas, todo volverá por sí sólo. Quiero decir, piénsalo. Quizá la única razón por la que no hayas recuperado la memoria en tanto tiempo es porque estás en un país totalmente extraño para ti, entre una gente que no se parece en nada a nosotros, así que, naturalmente, nada te resulta familiar, no hay nada que pueda refrescarte la memoria. Lo veo bastante claro después de que yo mismo me haya encontrado sólo y perdido en este país. Te lo aseguro, debo reconocer que había veces que dudaba de quién era y de dónde venía. Cuando cerraba los ojos e intentaba pensar en mi hogar, sólo aparecía una imagen borrosa, como recubierta de una niebla otoñal. Resultaba muy desconcertante, te lo juro, me ponía los pelos de punta. Lo que ha tenido que ser para ti, durante varios meses… se me hiela la sangre con sólo pensarlo.
No faltaba demasiado para la cañada de la que le había hablado Eyvind, y era verdad: estaba tan bien escondida que, cuando se quiso dar cuenta, ya rodaban cuesta abajo penetrando en ella por el sendero del ganado. Era mucho más grande de lo que había imaginado, y estaba prácticamente llena de gente, la mayoría tumbados o sentados en el suelo, hablando unos con otros o echando una cabezada o jugando a los dados o a la taba, como si estuvieran en una especie de festival o excursión. Se preguntó qué haría falta para que actuaran como personas abatidas…
(¿Matar a la mitad de ellos? No, eso no ha funcionado. ¿Matar a la otra mitad, tal vez? No, en ese caso sencillamente estarían animadamente muertos. ¿Estoy contemplando seriamente la posibilidad de ir a vivir a un lugar donde todo el mundo está alegre todo el maldito tiempo? Si no estoy loco ya, pronto lo estaré…)
Alguien se asomó y gritó:
—Eyvind, aquí.
Eyvind detuvo el carro. Un par de hombres se pusieron de pie y se ocuparon de los caballos; nadie se lo había ordenado o pedido.
—Por aquí —dijo—. Quiero que conozcas a mi tío Sigfus.
Había algo extraño, casi como de ensueño, en la sorprendente bondad de todo aquello. Eyvind no dijo «Tío, este es mi nuevo mejor amigo», pero la espléndida sonrisa y el firme apretón de manos parecían sacados de alguna fantasía del luminoso e imposible Lugar Mejor, donde todo el mundo ha aprendido a llevarse bien simplemente siendo amables unos con otros… Recién salido del campo de batalla, con un abrojo atravesándole el brazo, no estaba seguro de poder soportarlo.
Eyvind le estaba pidiendo opinión a su tío; y el tío Sigfus estaba diciendo que, si lo sacaban ahora, podrían provocar una fuerte hemorragia, pero, por otra parte, en algún momento habrían de extraerlo, y cuanto más tiempo permaneciera clavado ahí, peor sería. Parecía estar hablando de una muela cariada.
—El tío Sigfus lo sabe todo acerca de heridas y lesiones graves —le dijo Eyvind—. Te curará en un periquete.
El tío Sigfus tomó la decisión de forma repentina y tiró del abrojo como si estuviera cogiendo una manzana.
—Malditos cacharros —dijo, frunciendo el ceño, mientras sujetaba y examinaba el abrojo—, esta no es forma de combatir. —Poldarn todavía se tambaleaba por el dolor—. Rápido —prosiguió Sigfus—, corre a buscar algo para vendarlo. Quizá te duela durante un rato —le dijo a Poldarn—, pero me temo que tendrás que aguantarte.
(Si me dice que soy un soldadito muy valiente, decidió Poldarn, no tendré más remedio que cortarle el pescuezo. Sencillamente es algo que no se puede tolerar)
Luego se sintió tremendamente débil, y Eyvind y Sigfus lo cogieron por los brazos y lo tendieron con sumo cuidado en el suelo, como si fuera una jarra un poco agrietada.
—Quédate quieto y descansa un poco —le dijo Sigfus—. Todavía faltan un par de horas para el atardecer; cerrar los ojos durante un rato te sentará de maravilla.
Pero Poldarn no quería cerrar los ojos, ni dormir. De hecho, estaba descartado…
—Bueno —dijo el cuervo—, aquí estamos otra vez.
Poldarn levantó la vista y miró a su alrededor. Su instinto le gritaba que echara a correr o se escondiera, pero descubrió que no se podía mover.
—¿Un sueño? —preguntó.
—¿En el lugar de donde vienes hay muchos cuervos que hablan? —preguntó paciente el cuervo—. De acuerdo, entonces. Al menos, puedes estar bastante seguro de que estas despierto. Si se trata, en sentido estricto, de un sueño o una visión, no lo sé, jamás fui a la universidad. Un monje espadachín lo sabría; lo digo por si ves a alguno por ahí.
Aquello era probablemente una clara alusión a su participación en el ataque a Deymeson, así que decidió ignorarla.
—De todas formas, ¿qué está pasando aquí? —preguntó.
El cuervo dio un salto de cuarenta y cinco grados.
—Ahí —dijo—, está la destrucción de Sansory. Observarás que entraron por la puerta sur…
—¿Quién entró? —preguntó Poldarn.
—… lo cual —prosiguió el cuervo— es un buen ejemplo del antiguo dicho militar acerca de atacar las fortalezas del enemigo, no sus debilidades. —Dio un salto de otros veinte grados—. Ahí tenemos los disturbios de Mael, justo antes de que los rebeldes abrieran las puertas al enemigo…
—¿Quién es el enemigo?
—… un gran error de su parte, pues una vez que el enemigo penetra, mata a todos los que encuentra, independientemente del bando al que pertenezcan, e incendian el lugar, haciendo sumamente irrelevante la guerra civil. Cerca —otros quince grados— está el derribo de las murallas de Boc Bohec. Un poco más allá, si observas con atención, podrás ver el humo de los incendios de Torcea, justo al otro lado de la bahía, lo que demuestra lo enormes que son. Todas esas techumbres de paja, ¿comprendes?, y todos esos antiguos edificios de madera al pie de las murallas en los pueblos miserables. Cualquier idiota habría podido predecir que sobrevendría el desastre, pero, por supuesto, nadie quiere oír las cosas desagradables. Finalmente —añadió el cuervo, saltando y situándose a unos pocos grados del punto de partida—, tenemos el incendio de Turcramstead, más pequeño pero igual de importante por lo que a ti respecta; mira, se ve a la gente que intenta escapar por los agujeros de los tejados, y al enemigo con sus largas estacas empujándolos hacia dentro de nuevo. Lo cual nos trae de vuelta a Sansory, por supuesto.
Poldarn se volvió despacio, estudiando los modelos de destrucción mediante el fuego: las constantes y las variables.
—Parece el fin del mundo —dijo.
—Muy bien —replicó el cuervo—.Y, por supuesto, todo es culpa tuya; todo absolutamente culpa tuya. Quiero que recuerdes bien este momento, más tarde, cuando ocurra todo esto.
Poldarn miró de nuevo a su alrededor, fijándose cuidadosamente en varios detalles: un edificio desplomándose entre una lluvia de chispas, un grupo de soldados sacando a una mujer a rastras de su casa, quitándole un bebé de las manos y lanzándolo a las llamas como si fuera un trozo de leña, datos significativos que refrescarían su memoria cuando llegara a presenciarlos.
—¿Qué quieres decir con que la culpa es mía? —preguntó—.¿Tiene que ver con aquel que era, o con aquello en lo que voy a convertirme?
El cuervo miraba a lo lejos.
—Es lo mismo —dijo—. Serás quien siempre fuiste. Tu pérdida de la memoria no cambia quién eres; lo único que ha hecho es reajustar un poco el esquema, añadir algunos matices, modificarse ligeramente con algunas de las cadenas causales. Quiero decir —prosiguió— que no has cambiado nada, a pesar de este nuevo comienzo que se te ha concedido, esta oportunidad de dejar de ser tú. Has actuado de modo diferente, principalmente porque no has estado en posición de causar daños deliberadamente, pero sigues teniendo la misma mente, el mismo temperamento.
—Comprendo —dijo Poldarn—. Bueno, si puedes mostrarme el futuro, ¿puedes enseñarme también el pasado? Me gustaría verlo.
El cuervo no se movió, pero todo lo demás se transformó a su alrededor. Ahora estaban en la celda de una prisión alumbrada por una ventana situada en lo más alto del muro. A través de ella Poldarn apenas distinguía las piernas y los pies de los viandantes. Descubrió que se encontraba sentado en el suelo, tan amarrado con cadenas que apenas podía moverse y mucho menos hacer nada.
—Esa es tu esencia —dijo el cuervo—, atrapada en la prisión de tu propia mente, ¿y sabes por qué? Las prisiones pueden ser cosas muy ambiguas, ¿sabes? Quizás ésta no sea lo que tú piensas. El hombre que está en el medio eres tú. Algunas prisiones no se construyen para evitar que los internos salgan, ¿comprendes?, sino para impedir que entren los demás, con una cuerda y una silla para tratarte como te mereces.
—¿Quién eres? —le preguntó Poldarn.
—Ésa —dijo el cuervo— es muy buena pregunta. Deberías hacérsela a él —agregó, desplegando las alas y posándose sobre el hombro del hombre encadenado—. Podría decírtelo, si consiguieras llegar hasta él. Pero no puedes, porque en el fondo, tan en el fondo como la ubicación de esta prisión, no quieres descubrirlo, porque ya lo sabes. Claro, no sabes un nombre ni tienes recuerdos, pero puedes sentir la clase de hombre que eres, y realmente, no deseas regresar. Sabe Dios que es comprensible, pero no te va a servir para nada.
El cuervo desapareció de repente, en menos tiempo del que tardaría un monje espadachín en desenfundar, y en el lugar que había ocupado el hombre encadenado, Poldarn vio a un monje. Se encentraba en mal estado, con la sangre cubriéndole el rostro y atravesando la tela de la camisa.
—¿Quién es usted? —inquirió Poldarn.
—¿Sabe?, me parece que no lo recuerdo —contestó el monje—. Pero últimamente he estado utilizando el nombre de Monach. Significa «monje» en el lugar del que yo procedo.
—Monach, entonces —dijo Poldarn—. Está bien, ¿sabe quién soy?
El monje se echó a reír.
—Claro que sí —dijo—. Usted es el maldito cabrón que me hizo ésto. Al menos —agregó—, eso creo. Su cara es diferente, pero puedo verle con toda claridad escondido detrás de sus ojos.
—No le comprendo —dijo Poldarn.
El monje se encogió de hombros.
—No importa —dijo—, lo importante es lo que ha hecho. ¿Le gustaría verlo? Una parte, en cualquier caso, pues no tenemos tiempo para muchos ejemplos.
Antes de que Poldarn pudiera responder, el monje se había esfumado. Poldarn miró a su alrededor buscándole, y se dio cuenta de que se encontraba volando a gran distancia del suelo. Por doquier se alzaban columnas de humo, y cuando bajó la vista se percató de que el humo procedía de las ciudades.
—No está mal —dijo una voz que parecía salir de sus hombreras. Sonaba como la voz del monje con el que acababa de hablar—. Teniendo en cuenta que cuando llegó a este país sólo tenía lo que llevaba puesto y un sable, es un legro bastante impresionante. Ahí está Culhan Bohec, mire…; por supuesto, nunca ha oído hablar de Culhan Bohec. Hoy en día, poca gente ha oído hablar de él. Y ahí está Sirouesse, que estaba en la costa noroeste, donde el Mahec llega al mar; su primer trabajo importante, y muchos piensan que el mejor. Ah, y ahí está Josequin. Supongo que esa podría ser su obra maestra póstuma, ya que, en rigor, ocurrió después de la muerte de su memoria. Y aunque no estaba allí en persona, no hay duda de que fue obra suya, concebida, planeada, desarrollada y llevada a la práctica por usted; tiene su firma por todas partes. Otra cosa que hay que tener en cuenta es lo rápido que logró todo esto. Doce años, maldita sea; si hubiera continuado como monje, igual que yo, ¿qué habría conseguido en esos doce años? Quizá, trabajando duro y comportándose como un pelota en la facultad, podría haber pasado del noveno curso al duodécimo, al grado en el que le permitirían aprender la forma de luchar contra tres enemigos imaginarios simultáneamente. —La voz suspiró con nostalgia—. Increíble, ¿verdad?, cómo evoluciona nuestra vida. Usted continuó hacia adelante e hizo algo por sí mismo, en el mundo: quemó ciudades, mató a millares —tal vez, decenas de miles, centenares incluso—, coronó y derrocó emperadores, jugó a la taba y al conejito travieso con los destinos de millones de personas. Yo permanecí en la abadía, cortando bonitas tajadas de aire vacio, hasta que me permitieron salir al exterior y matar… ¿qué, dos docenas? ¿Tres? Ahora mismo no me acuerdo, pero no pueden haber sido más de cinco docenas, y eso incluyendo a guardias, testigos y demás escoria. En cuanto a hacer algo importante y desviar el curso de la historia, olvídelo. Está bien, puede que me deshiciera de algunos narizotas aquí y allá, pero jamás tuve la menor idea de quienes eran o por qué eran importantes, así que no tengo derecho a reclamar nada. —La voz emitió una especie de chasquido—. Hay que afrontar los hechos —dijo—. Si existe la vida después de la muerte y nos reunimos todos en una especie de pozo de azufre para un reencuentro de la clase, está claro quién recibirá el premio al logro de toda una vida. Bueno, ¿quién más de su promoción se ha convertido en un dios? No, yo no haría eso si fuera usted. —agregó la voz, mientras Poldarn sintió que perdía altura, descendiendo con sus anchas y flacuchas alas negras hacia los humeantes tejados de Josequin— No se ofenda, pero será mejor que no vaya allí. Puede ser malo para su salud, no sé si me entiende.
—No puedo evitarlo —respondió Poldarn—. No puedo ascender.
—Ah —dijo el monje—. Es una pena. Seguramente mi peso le esté haciendo perder altura. No importa, probablemente será rápido, si eso le sirve de consuelo. Por supuesto, si consiguiera despertar en este punto, nos ahorraría a ambos muchas molestias.
—No puedo —dijo Poldarn.
—Maldición. ¿Sabe?, cuanto más nos acercamos, tanto más claro se ve; dejan de ser pequeños puntitos escurridizos y se convierten en personas. Eh, ¿quiere mirar eso? Es muy reciente. De este mismo día, en realidad. ¡Mire!
Una ráfaga de aire se apoderó de él y le arrastró hacia abajo; batir las alas no le sirvió de mucho, y no podía entregarse al viento para aminorar la marcha. Sobre aquel suelo que cada vez se aproximaba más, distinguió el cobertizo abandonado de Vistock, a la vieja loca que vendía huesos, y a cuatro hombres que la arrastraban hacia la luz. Observó a un quinto hombre: calvo, con una bronceada cabeza moteada de manchas, sin duda ni un día menos de ochenta años, pero todavía alto, erguido, imponente. Se entretenía haciendo giros de muñeca con un sable que brillaba como un espejo, mientras esperaba que le trajeran a la mujer para arrojarla sobre sus rodillas mediante una hábil presión en las articulaciones de sus brazos estirados. Ella maldecía y gritaba en una lengua que no entendió. Se encontraba en medio de una frase cuando el viejo lanzo el sable hacia atrás para ganar velocidad y le cortó la cabeza con un fluido y elegante movimiento.
—Es un estilo digno de admiración —dijo el monje con aprobación—. Jamás dio ni una sola clase formal, supongo, pero ¿ha visto ese movimiento interior? Que me cuelguen si consigo hacerlo yo, incluso con una espada como Dios manda, no con uno de esos desproporcionados machetes. Imagino que a eso se refieren cuando dicen que la verdadera habilidad es la falta de habilidad, tan sólo instinto. —Uno de los hombres se había agachado y había levantado la cabeza por el pelo—. Bueno —continuó la voz—, usted quería saber más cosas acerca de su familia.
Habían cogido un palo, y uno de ellos le estaba sacando punta con un pequeño cuchillo.
—¿Se acuerda —continuó la voz (y el suelo se veía cada vez más grande y más cerca)— de cómo empalaba a los cuervos muertos, con un palito afilado atravesándoles la mandíbula, para mantenerles la cabeza erguida y hacer que los señuelos parecieran vivos? A lo mejor tomo la idea de usted.
—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Poldarn; en cualquier momento se darían contra el suelo, pero, aunque podía sentir la velocidad y el impulso, no parecían moverse…
—Una de las paradojas de la religión —explicó el monje—. Perfectamente ejemplificada en el movimiento de desenvainar, aunque es una norma fundamental de la forma en que concebimos el universo. El movimiento más veloz es el que no existe, por ejemplo, el movimiento de la mano respecto a la empuñadura, tan rápido que en realidad no ocurre, ese momento jamás existe. ¿Qué sucedería, especulamos, si de alguna manera alguien quedara atrapado en ese no—momento para siempre? Quizá, seguimos especulando, en eso consista ser un dios. Por supuesto —agregó, mientras se suspendían inmóviles y el resto del mundo pasaba por delante de sus ojos—, no es más que una hipótesis. No hay forma de probar nada, ni en un sentido ni en otro.
Los hombres habían clavado la cabeza de la vieja en el poste; uno de ellos se había agachado, sujetando la cabeza boca arriba en el suelo, mientras el otro le hincaba la estaca en la tráquea. Ahora estaban levantando y plantando el poste en el suelo.
—¿Ve? —dijo el monje, mientras Poldarn por fin conseguía ladearse en el viento, sintiendo el impacto del aire en sus alas y reduciendo su velocidad lo suficiente para poder echar las alas hacia atrás y descender—. Este método suyo de los señuelos siempre funciona.
Se despertó sobresaltado, se incorporó y levantó la mano para proteger el rostro. Alguien se inclinaba sobre él y le empujaba hacia atrás.
—No pasa nada —dijo la voz—, tenías una pesadilla, eso es todo.
El cielo estaba de nuevo sobre su cabeza, donde tenía que estar; pero podía sentir el recuerdo del sueño moviéndose a toda prisa, como si estuviera cayéndose de él. Un hombre lo observaba desde arriba con una mueca de preocupación. Era viejo, tendría por lo menos ochenta años, con la cabeza calva y curtida por el viento y enormes hombros.
—¿Se pondrá bien? —preguntó el hombre.
—Creo que sí. —Parecía la voz del tío de Eyvind, Sigfus—. Está agotado, creo. Y además, Dios sabe cuándo fue la última vez que comió algo.
El hombre le observó unos momentos.
—¿Me reconoces? —preguntó.
—No —dijo Poldarn, y luego matizó—: Si, estaba en mi sueño.
Le cortó la cabeza a una anciana.
El hombre asintió.
—Así es —dijo—. ¿Cómo lo sabías?
—¿Quién es usted? —inquirió Poldarn.
La voz del Viejo era muy profunda, y tenía los ojos hundidos en el cráneo.
—Me llamo Halder —dijo pausadamente—. Soy tu abuelo.
Poldarn se quedó pensativo un momento.
—¿Está seguro? —dijo.
Esta vez el viejo sonrió, apenas una leve mueca en la comisura de la boca, pero sus ojos brillaban con afecto.
—Si —dijo—. ¿Sabes quién eres?
—No —dijo Poldarn.
El Viejo asintió.
—Te llamas Ciartan —dijo—, por mi padre; así que tu nombre completo es Ciartan Tursten, de Haldersholt. Tursten era mi hijo —prosiguió el hombre—. Murió antes de que tú nacieras; curiosamente, a menos de veinte metros de donde estamos ahora.
Poldarn aspiró aire despacio y luego lo expulsó.
—La anciana… —dijo.
—Si —dijo el Viejo—. Mató a mi hijo. No es que se lo reproche, pero había que hacerlo. Lo único que siento es haber tardado tanto.
Poldarn pensó en ello, y recordó lo que había dicho la mujer, acerca de vender los huesos viejos que quedaban entre las cenizas a la casa Potto, para fabricar botones.
—A mi no me importa —dijo—, al menos de momento. No recuerdo nada.
El hombre se enderezó un poco y se frotó los riñones.
—Eso me han dicho —dijo—. Extraño asunto el tuyo, pero ya había oído de otros casos así. Bueno —prosiguió—, hay algo que he de admitir. Jamás pensé que volvería a verte, después de casi veinticinco años.
Debo de conocer a este hombre, pensó Poldarn, porque, aunque no hay ninguna expresión en su voz o en su rostro, lo conozco lo suficiente como para distinguir la alegría cuando la veo. Hay algo en sus ojos y en la forma de sus labios. Esta diciendo la verdad.
(Y entonces se abrió una puerta en su memoria, tan sólo una rendija entre la puerta y el marco, a través de la cual alcanzaba a ver una pequeña parte del paisaje que había detrás: un alto seto cortado a escuadra descendiendo por una empinada colina, un viejo recortando el seto con una hoz, mientras el niño rastrillaba los restos; invierno, nada que hacer en la granja, momento de recoger, de imponer unas cuantas líneas y bordes rectos en las curvadas y redondeadas formas de la naturaleza. El viejo era todo líneas rectas y bordes a escuadra, recordó. Por supuesto, entonces no era viejo, observó Poldarn, veinte años más de los que tenía el ahora, quizás algunos más, pero para mí era tan fuerte, severo, remoto e intemporal como un dios, indiscutido dueño de dos enormes valles; todo el mundo se refería a él como el jefe o el propietario. Apenas ha cambiado en todos estos años, pero el chico —soy yo, reconozco esa vieja camisa verde—, algo debe de haberle ocurrido en este tiempo, alguna enorme pena o prueba, o una apoteosis indeseada.)
—Creo que te recuerdo —dijo Poldarn—. Tenías un sombrero de fieltro gris con las alas muy anchas. Una vez lo cogí cuando tu no mirabas y lo olvidé bajo la lluvia, y se estropeó.
El anciano rompió a reír; un frágil y triste sonido.
—Siempre estabas cogiendo cosas sin pedir permiso —dijo—, y luego se te rompían y decías que no habías sido tú. Dios, ¡cuántas discusiones!. Jamás escuchabas, era como hablar con una pared.
(Cierto, nunca estuvimos muy unidos, realmente cómodos el uno con el otro. Nada de lo que a mí me importaba tenía importancia para ti, y jamás intentaste entenderme. Yo siempre fui un segundón, la resentida y exigua compensación por tu gran hijo muerto. Recuerdo que una vez fuimos en carro a un lugar a dos días de la granja, y no nos dirigimos la palabra ni una sola vez en todo el camino.)
—Eso me suena —dijo Poldarn—. Pero el nombre… Ciartan, has dicho; no significa nada para mí.
El viejo se encogió de hombros.
—Era de esperar —dijo—. No creas que nadie te llamaba así más de una o dos veces al año. Allí la mayor parte de las veces te llamaba chico, o tú; hijo, tal vez, cuando me olvidaba o intentaba ser amable. Ahora que lo pienso, no recuerdo que tu jamás me llamaras nada. De todas formas, tampoco hablabas mucho. —Suspiró—. Pero eras un buen trabajador, tengo que reconocerlo, y un buen estudiante, cuando te molestabas. Por el amor de Dios, ¿qué has estado haciendo todos estos años?
—Bueno —interrumpió Eyvind (a Poldarn se le había olvidado que estaba allí)—, está claro que tenéis que hablar muchas cosas, así que os dejaremos solos. Acordaos, nos vamos en cuanto anochezca. —Se volvió y se alejó, cogiendo de paso a su tío Sigfus por el codo. El tío Sigfus no parecía querer marcharse, pero no tuvo otra elección.
—No lo sé —dijo Poldarn—. Lo siento, pensé que Eyvind te lo había explicado. Veras, me dieron un golpe en la cabeza y perdí la memoria…
—Sí, ya me lo han contado —interrumpió el viejo—, lo he mencionado hace unos minutos, ¿o acaso no estabas escuchando? Pero tendrás que ser capaz de recordar algo.
—No. Bueno —matizó Poldarn—, casi nada. Ahora mismo acabo de recordar algunas cosas de cuando era niño. Pero no eran más que retazos, trozos, imágenes. No recuerdo nombres de personas, de lugares, ni nada por el estilo que sirva para algo.
—Entonces, no ha servido de mucho, ¿no?.—El anciano sacudió la cabeza— Será diferente cuando lleguemos a casa. En cuanto veas Haldersdale y la granja, todo regresará, ya lo verás. Siempre estuviste muy apegado al valle.
Empezaba a hacer frío, y Poldarn no tenía nada para cubrirse; sólo lo que llevaba puesto. Pensó en preguntar al viejo si le sobraba algún abrigo o una manta, pero no lo hizo. Mostrar debilidad en esta fase de su relación probablemente tendría repercusiones más tarde…, el viejo no parecía el tipo de persona que olvida inmediatamente esa clase de cosas.
—Entonces, cuéntame algo acerca de mi persona —continuó—, a ver si funciona.
El hombre se quedó meditabundo un momento.
—Muy bien —dijo. Y se puso en cuclillas, apoyándose bien en las plantas de los pies para no perder el equilibrio, como si esperara tener que saltar y comenzar a luchar en cualquier momento. Aquello hizo que Poldarn se preguntara que clase de sitio sería Haldersdale.
—Bueno —dijo el anciano—, cuando llegaste a mí eras apenas un bebé; no servías para nada. En cuanto cumpliste cinco años y tuviste edad suficiente para sujetar un rastrillo, te puse a hacer trabajillos en el patio, la clase de tareas que hay que hacer, aunque no merecen que se emplee a adultos. Hacías cosas como rastrillar el patio, dar vueltas a las manzanas, meter y sacar al ganado de los corrales…Y eso es todo, de verdad, hasta hace unos meses. Los vientos no han sido buenos, ¿sabes?, y tuvimos que poner los barcos en el agua antes de tiempo si queríamos salir. Igual que el año en que tú naciste, ahora que lo pienso; ese año también partimos antes de lo normal, y aquella vez también salió todo al revés. Un castigo de Dios, supongo, por nuestra condenada prisa.
—¿Y mi padre? —preguntó tímidamente Poldarn.
—Se llamaba Tursten —le recordó el viejo, mirando el trozo de tierra que tenía entre las rodillas—. Era un buen chico, Tursten, y estaba empezando a formarse para ser un granjero como Dios manda. Era la segunda vez que salía —prosiguió— y esa perra le asesinó. No tenía necesidad de hacerlo.
Mi madre, pensó Poldarn, que ha muerto hoy, justo el día en el que he reencontrado a mi gente y a mi familia. Será mejor no pensar en ello. Levantó la vista, preguntándose que cara pondría el viejo, ahora que él se había enfrentado a ese tema en particular. Para su sorpresa, no percibió ninguna diferencia notable. Tampoco era tan extraño, racionalizó, pues la he visto sólo una vez y me faltó tiempo para escapar de allí, es decir, de aquí. O a lo mejor es que soy insensible por naturaleza. También puede ser.
—¿Somos más? —preguntó—. En la familia, quiero decir.
El viejo asintió.
—Primos —dijo—. El hijo de mi hermano Turcram, casi de la misma edad que tu padre, que tiene cuatro hijos: Cari, Stearcad, Healti y Oser. Luego esta Turlifi el hijo de Eolph, que tiene dos chicas: Renvyck y Seun; y después están los otros primos, los de Colsness. No es una familia demasiado grande o especialmente unida, pero es mejor que estar sólo.
—Qué bien —dijo Poldarn, preguntándose como sería conocer a alguien de toda la vida. Muy extraño, decidió, como formar parte de un rebaño de animales o de una bandada de pájaros—. Tengo ganas de conocerlos —añadió. Por una vez, parecía que había dicho lo correcto.
—Se van a quedar de piedra cuando te vean —dijo el viejo, y esta vez apareció una brizna de afecto en su sonrisa—. Les vendrá bien —añadió— apartar la mente de todo esto durante un tiempo. No habrá ninguna familia en la isla, a excepción de la nuestra, que no haya perdido a alguien. Y seremos uno más, en vez de dos o tres menos —prosiguió, observando la puesta de sol más allá de la cabeza de Poldarn—. Bueno, dicen que, incluso en la peor de las épocas, siempre pasa una cosa buena por cada seis malas. Supongo que alguien debe de estar mirando por nosotros, teniendo en cuenta como ha salido todo.
Cada vez estaba más oscuro, y algunos hombres comenzaban a agacharse, a recoger sus cosas, a atarse los cordones de las botas y a recoger sus bolsas. Me pregunto, pensó Poldarn, qué se sentirá volando de vuelta a los árboles y reuniéndose con el grupo. ¿Seguiré siendo un individuo, o sencillamente parte de la familia? Por supuesto, nadie en el mundo excepto yo haría una pregunta como ésa.
—¿Estamos muy lejos de los barcos? —preguntó.
El viejo hizo un gesto negativo.
—Un par de días, quizás algo menos; si cubrimos parte del camino esta noche, tanto mejor. Lo que nos preocupa son sus malditos jinetes. Uno de estos días construirán barcos con los que podremos traer a nuestros caballos; entonces sabrán lo que es bueno, fíjate lo que te digo. Pero en este maldito país nunca se encuentran caballos. El gobierno seguramente confisca para su ejército todos los que merecen la pena.
Empezaban a avanzar. Nadie dio la señal, ni hizo sonar un cuerno, y nadie especificó una dirección.
—Se te ha caído esto —dijo el anciano, mostrándole el sable que le habían prestado—. Puede que lo necesites antes de que acabemos.
Poldarn se puso de pie.
—Cuéntame algo sobre la granja —dijo.
Aquello complació al hombre.
—Haldersholt —dijo—. No es una gran extensión, pero tenemos de sobra. Hay un pequeño río que pasa por el centro de Haldersdale; está a unas mil… —El viejo mencionó una unidad de medida que, por supuesto, no significaba nada para Poldarn—. Y en el extremo del valle hay una profunda y antigua cañada, que forma más o menos un ángulo recto. La zona norte está repleta de bosques, con un pequeño riachuelo en la parte de abajo, buenos pastos al otro lado, en lo alto, aunque muy empinados. Las granjas están en la confluencia del riachuelo y el río. Siempre hemos tenido unas doscientas ovejas, cien reses, treinta y tantas vacas lecheras, y unas pocas docenas de caballos. La zona oeste del valle está arada, y cambiamos de lado todos los años, alternando la siembra y el barbecho. El trigo nunca llega a mucho, pero la cebada está bien, y hay huertos para verdura y cosas así en la parte trasera de las casas; también hay árboles frutales, y un jardín de lúpulo. Tenemos nuestra propia cantera en la parcela, lo cual es una bendición, y un pequeño molino en el riachuelo de la cañada. Siempre hay algunas cabras y cerdos y pollos por ahí, aunque las mujeres son las que se ocupan de todo eso. Cuando yo era pequeño, en el sur de la cañada había parras, pero llegó un año malo y mi padre las arrancó, aunque seguramente prenderían otra vez. En el bosque hay algunos ciervos, pájaros en temporada, y en el extremo sur del valle había una encañizada para los salmones, pero en los últimos años no nos hemos ocupado de ella, desde que los Barnsriver construyeron la suya y nos dejaron sin pescado. Aún así, que yo sepa, en sesenta años jamás hemos tenido necesidad de comerciar para conseguir lo que fuera; tenemos todo lo que necesitamos y prescindimos de lo que no tenemos. Que además, no es mucho.
—Me gusta cómo suena eso —dijo Poldarn—. Debes de tener a unos cuantos hombres trabajando para ti.
El hombre lo miro con cara rara, y luego se encogió de hombros.
—Has perdido la memoria de verdad, ¿eh? —dijo—. Las cosas no funcionan así en nuestra casa. Ya te lo explicaré, cuando tengamos tiempo. Pero puede que seamos unas cincuenta o sesenta personas en la granja, y quizás haya una media docena más arriba, en los prados de la colina y en las turberas; como he dicho antes, no es grande pero es suficiente. ¿Quieres conocer a algunos? Gracias a Dios, la mayoría no han venido esta vez; hasta ahora, no hemos perdido más que uno, en la batalla. Vamos —prosiguió, alargando el paso y obligando a Poldarn a trotar como un chiquillo. De repente, el viejo se detuvo, se metió dos dedos en la boca y comenzó a silbar. Dos hombres que iban más adelante se volvieron y miraron a los lados; el viejo les hizo señas con las manos para que se acercaran.
—Este es Raffen —dijo el viejo—. Puede que te acuerdes de él, ¿no? Es una pena. Solíais jugar juntos cuando erais pequeños.
El hombre llamado Raffen era muy alto y fornido, más grande incluso que el viejo. También estaba calvo, con un mullido collar de pelo grisáceo rodeándole la cabeza de oreja a oreja, y una corta y cuidada barba. No dijo nada, pero asintió, y sus ojos afirmaban que había reconocido a Poldarn después del tiempo transcurrido, y que incluso se alegraba de verlo.
—Raffen es el jefe de los pastores —prosiguió el viejo, mientras los dos hombres comenzaban a caminar a su lado—. Es la segunda vez que sale de la granja en toda su vida, y me imagino que será la última, ¿verdad?
Raffen asintió de nuevo y torció el gesto. Poldarn se preguntó si sabría hablar.
—El otro se llama Scaptey —continuó el viejo, y el tono de su voz varió levemente; desaprobación e indulgencia a la vez, lo que indicaba que Scaptey era una especie de bribón tolerado, al que soportaba debido a alguna habilidad o cualidad especiales. Era muy bajo para ser un asaltante, con una espesa y rubia cabellera, vivaces ojos azules y tez curtida y bronceada, y tenía una forma de andar que más bien se asemejaba a un balanceo—. Scaptey es un latazo la mayor parte del tiempo —prosiguió el anciano—, pero sólo porque sabe que siempre se sale con la suya. ¿No es verdad, Scap?
El hombrecillo se encogió de hombros.
—Si tú lo dices —respondió—. Ya me conoces, no me gusta discutir.
—Cuando no está dando la lata —prosiguió el hombre— es un carpintero bastante decente; arregla y repara cosas. Ahora recuerdo que el invierno pasado construyó un cobertizo y todavía sigue en pie. Ah sí, y es tu primo, segundo o tercero; es el nieto de mi tía Ranvay, que se casó en la costa norte, en Locksriver. Supongo que lo admitimos porque no está bien que uno de los nuestros esté viviendo entre extranjeros.
Poldarn imaginó que se trataba de alguna antigua broma o pulla familiar, porque Scaptey hizo una mueca e incluso Raffen sonrió. Por alguna razón, a Poldarn le molestó un poco quedarse fuera.
Iban a paso ligero; ya le empezaban a doler las rodillas y las pantorrillas (demasiado montar en carro y poco caminar…; la voz de su mente que le decía esas cosas comenzaba a sonar como el viejo, como su abuelo; por un instante, le pareció oír la voz del dios de los cuervos dándole la bienvenida). Se había hecho demasiado oscuro para ver con claridad, pero alcanzaba a distinguir la cabeza del hombre que tenía delante, que parecía saber adónde iba, así que él lo seguía. En seguida se hizo una oscuridad total, pero de alguna manera presentía dónde se encontraba el hombre de delante. La técnica funcionaba; no tropezó ni metió el pie en ninguna madriguera, y después de un rato, a medida que el ritmo se fue apoderando de él, dejó de sentir dolor.
Cuando ellos paraban, el paraba, sin saber por qué ni cómo podía mantenerse quieto y en silencio. Algo estaba ocurriendo en la parte delantera. Cerró los ojos e intentó captar algún sonido, pero ni siquiera se oía la respiración.
Han topado con algo, hemos topado con algo, así que vamos a mandar a nuestros exploradores. Cuando regresen, sabremos qué pasa y decidiremos qué vamos a hacer. Centró su mente en permanecer perfectamente inmóvil, naturalmente, cuanto más se concentraba, más intensa se hacia la necesidad de mover los pies y cambiar de postura, así que intentó pensar en otra cosa. Pensó en la granja. En su mente ya la veía, pero era plana y artificial, como las pinturas que colgaban de las paredes de la posada de Sansory. Ahí estaba el rio, y ahí el riachuelo, de un azul ni muy claro ni muy oscuro, sobre su cabeza, el cielo aparecía de un luminoso azul claro, y la hierba era de un verde fresco y uniforme, interrumpido aquí y allá por unas esponjosas ovejas blancas. Probó a meditar sobre los dos hombres, Raffen y Scaptey; que Dios me asista, pensó, estoy a punto de embarcarme y navegar hacia la Tierra de los Arquetipos, donde todo el mundo es un criado fuerte, silencioso y fiel, o bien un delicioso bribón. Pensó en el viejo, pero por alguna razón su mente resbaló en la superficie de ese pensamiento, como una lima en el acero templado. Hizo un esfuerzo por recordar algo de su hogar, pero no deseaba acercarse demasiado a las imágenes que aparecían en su mente, por temor a que la pintura estuviera todavía húmeda y pudiera emborronarse.
De repente, se percibió movimiento, unos gritos y puñetazos en la parte delantera. Algo se desplomó y dio un golpe que Poldarn pudo sentir en la planta de los pies. Mientras una voz aullaba de dolor, el comenzó a avanzar, apretando con la mano la empuñadura del sable y sintiendo un borde duro donde la madera había encogido desplazándose ligeramente de la espiga de la espada. Alguien había encendido una antorcha, varias antorchas, formando un círculo de luz alrededor de una docena de hombres y un carro.
—Hablando de suerte —decía uno en la lengua del país—. ¿Alguien sabe quiénes pueden ser estos payasos? Parecen bastante importantes.
—Encontrad a Ciartan Tursten —dijo la voz de Eyvind. ¿Quién? De repente, Poldarn se dio cuenta de que se refería a él—. Conoce su lengua, puede hacer de intérprete.
Fue como si alguien hubiera puesto una mano entre sus hombreras y lo hubiera empujado hacia adelante. Los hombres se hacían a un lado sin volverse a mirar (entonces, ¿cómo sabían que se aproximaba?). Cuando alcanzó el borde del círculo (llego hasta él, pero no lo violó, todavía se mantenía en el filo de la oscuridad) anuncio:
—Aquí estoy.
—Estupendo —dijo la voz de Eyvind…
(¿Estaba Eyvind al mando? No lo creía. Al menos, antes no había sido así, pero ahora ahí estaba, decidiendo lo que había que hacer. Poldarn hizo un pequeño esfuerzo y ajustó su mente. Eyvind estaba al mando ahora, para este trabajo en particular. Cuando terminara, seria absorbido de nuevo por el grupo, la banda, la fusión. Por lo visto, así es como hacemos las cosas.)
—Estupendo —repitió Eyvind—. De acuerdo, yo hago la pregunta, tú la traduces a su lengua y luego me cuentas lo que han dicho. ¿Preparado? Bueno, ahí va. ¿Quiénes son?
Esta vez, Poldarn tuvo que pensar; no pudo sencillamente volverse hacia ellos y pronunciar las palabras de forma instintiva.
—¿Quiénes sois? —dijo.
Sin respuesta. Su primera reacción fue pensar que no lo había traducido bien; luego se apercibió de que le habían entendido perfectamente, pero se negaban a contestar. Aquello le pareció de lo más grosero. Improvisó.
—Si no contestáis —dijo—, cogeremos a ese hombre alto de la izquierda y le cortaremos las manos. Y ahora, ¿quiénes sois?
Ya sabía parte de la respuesta. Eran soldados, probablemente imperiales más que de la casa Amathy: ocho soldados de caballería y cuatro hombres que parecían oficiales.
—Ey, aquí hay otro, pero parece que está mal —gritó alguien de la columna que estaba inspeccionando el carro de los prisioneros.
Poldarn reflexionó un momento.
—El del carro —gritó—, ¿quién es?
—Ésa —replicó una débil y gastada voz— es una pregunta bastante complicada, de hecho. Pero mi nombre es Monach.
Uno de los soldados intentó subir al carro, seguramente para hacer callar al herido. Alguien lo cogió del hombro y lo empujó hasta ponerlo de rodillas, aparentemente sin ningún esfuerzo.
—Monach —dijo Poldarn—. ¿También es un soldado? No lo veo.
—¿Yo? No, yo no soy soldado. —Había algo en su voz; decía la verdad, pero la decía por una razón propia, no por temor a la muerte o a la tortura. Tramaba algo.
—Está bien —dijo Poldarn—. ¿Quiénes son éstos, y que está haciendo usted con ellos?
—¿Por qué demonios se lo diría?
Poldarn tuvo que explorar en su mente para dar con las palabras apropiadas.
—Porque si no lo hace, lo mataremos. ¿Le parece una buena razón?
La voz rompió a reír, y la risa se transformó en un ataque de tos.
—La verdad es que no —contestó—. ¿Por qué no se acerca un poco más para que pueda verlo?
¿Y por qué? Por alguna razón, Poldarn se resistía a penetrar en la luz.
—Puedo hablar con usted perfectamente desde aquí —respondió.
—Como guste. Su voz me suena ligeramente familiar, eso es todo.
—La suya también, ahora que lo pienso. —Poldarn frunció la frente. Aquello no servía de ayuda, y pudo sentir el malestar de Eyvind—. Conteste a la maldita pregunta—dijo—. ¿Quién es esta gente?
Se hizo un breve silencio, y luego la voz dijo:
—El de estatura mediana que está en medio es el general Cronan. —Dos de los soldados se pusieron en tensión, como si hubieran estado a punto de ir hacia el carro y en el último momento les hubiera faltado valor—. No se los nombres de los otros tres, pero son oficiales de alto rango. Enhorabuena, quienquiera que seáis, habéis tirado un nueve doble. Creo que eso significa que podéis volver a tirar.
Poldarn supuso que el que hablaba sabía el significado de aquello.
—¿Y usted? —dijo.
—Por si le interesa —dijo la voz—, soy un monje de la abadía de Deymeson. Seguramente el último, no sé; ya no importa.
Moriré muy pronto.
—De acuerdo —dijo Poldarn—. ¿Y por qué debería creer que me está diciendo la verdad?
—Si quiere, puede creerme; supongo que es como la religión, una cuestión de fe. Pero si desea saber por qué estoy traicionando al general, la verdad es que cumplo órdenes. El abad me envió para matarlo, ¿sabe? Y hasta ahora no he tenido ocasión de hacerlo.
El hombre que supuestamente era el general Cronan giró la cabeza y maldijo al que hablaba; uno de la columna dio un paso al frente y le asestó un golpe en la nuca que lo desparramó por el suelo.
—De todas formas, antes de la batalla no habría sido acertado —prosiguió la voz llamada Monach—. Lo necesitábamos, ¿sabe?, para que se ocupara de vosotros. Pero ahora ya ha cumplido con su deber. —La voz parecía muy cansada, pero aún era clara y audible—. Imagino que todo esto les resultará un tanto extraño, pero me gustaría contarle a alguien lo listo que he sido. ¿Quiere que se lo explique?
—Si lo desea —contestó Poldarn.
—Muy amable de su parte. Ahí va, entonces. Necesitaba a Cronan para vencerles, porque nadie más habría podido hacerlo y era imprescindible. Pero ahora que ya lo ha hecho, tiene que morir; el único hombre que ha enfrentado y derrotado a los asaltantes…; esto lo convierte en la más terrible amenaza para la seguridad del imperio. Solo necesitaría pronunciar una palabra y todo el ejército imperial lo seguiría sin dudarlo un instante. Así que nos lo quitamos de en medio. ¿Quién queda? Tazencius es un ser insignificante, y nadie va a confiar en Feron Amathy; las tropas del gobierno han caído sobre Sansory, y esto significa que la casa Amathy puede saquear la ciudad, tal como planeaba hacer. Todo ha salido bastante bien, me parece a mí.
Poldarn no estaba seguro de que algo de eso tuviera sentido, pero, de todos modos, no era asunto suyo. Volvio la cabeza hacia Eyvind.
—Un golpe de suerte —dijo en la lengua de su gente—. Parece que hemos tropezado con el general del enemigo, el responsable de todo lo que ha pasado. Los otros tres son sus consejeros, y el hombre del carro es un traidor. Creo que dice la verdad.
—Dios mío —dijo Eyvind—. Bueno, parece que las cosas van mejorando. ¿Qué quieres hacer con el traidor?
Poldarn consideró el asunto.
—El cree que de cualquier manera va a morir —dijo—. Lo dejaría en paz.
—¿Por qué no? —observó Eyvind, y mientras hablaba, un sable atravesó el cuello del general Cronan. El sonido perduró en la oscuridad un buen rato. Uno de los oficiales intento decir algo, pero no fue suficientemente rápido. Murieron todos en silencio.
—Gracias —dijo la voz del carro—. Es tal como decían; todos los que van conmigo en el carro acaban muriendo, más tarde o más temprano. Lo que resulta perturbador es… ¿qué habría pasado si hubiera evitado el fin del mundo? No creo que fuera eso lo que debía hacer.
Por alguna razón, Poldarn supo que ahora era seguro penetrar en el círculo. Caminó hacia el carro y miró en su interior. Apenas había luz para distinguir el rostro del hombre.
—Disculpe —dijo Poldarn—, ¿le dice algo el nombre de Poldarn?
El hombre le devolvió la mirada.
—¿Se está haciendo el gracioso? —dijo, luego su cara se retorció en una mueca de dolor y perdió el conocimiento.