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Capítulo seis



No tiene sentido intentar actuar en Sansory —había dicho Copis aquel día—. No funcionaría. Si apareciera un dios en Sansory, lo secuestrarían y pedirían un rescate.

Lo primero que vieron después de haber pasado por debajo del altísimo arco de entrada a la ciudad fue una pelea. No tuvieron más remedio que detenerse y mirar, pues la multitud de enfervorecidos espectadores había colapsado la calle y era obvio que nadie iba a moverse hasta que aquello acabara. Los participantes eran dos hombres de edad avanzada: uno era alto, calvo y encorvado, y la espesa mata de pelo canoso que coronaba la nuca aparecía ensangrentada debido a dos profundas heridas en el cuero cabelludo; el otro era un poco más bajo de lo normal y tenía la frente cubierta de marcas grisáceas y la mandíbula aplastada. Luchaban con garrotes —lanzando y esquivando los golpes a tal velocidad que Poldarn no podía seguir sus movimientos— que, al chocar, producían el ruido de un vertiginoso cabrestante. No tardó demasiado tiempo en comprender por qué las heridas de ambos hombres se localizaban en la cabeza; era, claramente, el objetivo principal en la lucha con garrotes, aunque se reservaban algunos golpes para el plexo solar, la entrepierna, las rótulas y los codos. La resistencia y ferocidad de los contrincantes era impresionante, igual que su aparente habilidad para soportar las embestidas. El calvo, por ejemplo, calculó mal un movimiento de defensa y recibió un estacazo en los dientes (y no es que tuviera demasiados), seguido de dos golpes rapidísimos sobre ambas sienes, un leñazo salvaje en medio de la frente con trayectoria descendente y otro ascendente bajo la barbilla que impulsó su cabeza hacia atrás con tal fuerza que Poldarn no dudo que se había partido el cuello. Pero, después de retroceder tres o cuatro pasos tambaleándose, arreglándoselas además para esquivar un par de golpes en el camino, topó con una pared en la que apoyarse e incorporarse, y arremetió contra su enemigo con un amago de golpe al cuello, convertido inmediatamente en otro amago a la entrepierna y rematado finalmente como un estacazo sesgado a la mejilla que roció de sangre a los que se encontraban en las tres primeras filas. Entonces, fue el otro hombre el que se tambaleó. Sin embargo, dos o tres golpes después estaban de nuevo empatados y se movían con tanta rapidez y agilidad como al principio.

Poldarn se inclinó para susurrar:

—¿Estas cosas pasan…?

—Sin cesar —contestó ella, con la vista puesta en la pelea—. Es parte de su rica y particular herencia cultural. ¡Hala! —añadió, mientras el hombre más bajo acudía al ataque de su enemigo, aprovechando deliberadamente un escalofriante golpe a su sien izquierda para estamparle el garrote en la entrepierna—. Debes admitir que el espectáculo es de lo mejorcito.

Ni siquiera el hombre calvo pudo mantenerse en pie después de un garrotazo como aquel. Se dobló en dos, inclinando la cabeza hacia adelante y encontrándose de frente con un estacazo en la barbilla aún más aterrador que el que le había asestado a su contrincante hacía unos momentos. Le siguieron cuatro golpes laterales tremendos, dos en cada oreja, rematados por un golpe bajo cruzado de izquierda a derecha que le rompió la nariz y se la dobló formando un extraño ángulo, dejándole tirado y arrugado en el suelo, como un niño que se acaba de caer de un árbol. Tras eso, ya no se movió. El hombre bajo, después de darle unas cuantas patadas en las costillas para asegurarse, le escupió en la cara y se alejó cojeando torpemente, utilizando el palo a modo de bastón.

—Una cosa que tenemos que hacer mientras estemos aquí —dijo Copis— es probar el cordero ahumado. Es la especialidad local. Por lo visto, se debe al tipo de madera que utilizan.

Ahora que ya no había nada que ver, la multitud se disolvió, como tierra que se convierte en barro bajo la lluvia. Copis hacía avanzar el carro lentamente entre la masa de cuerpos.

—Estabas mirando fijamente —explicó ella—. Una cosa que nunca debes hacer en un sitio como éste es mirar así. Verás cosas mucho peores mientras estés aquí. Te lo prometo.

—Lo siento —dijo Poldarn—. Parecía tan estúpido, eso es todo. Quiero decir, a su edad, ¿no sería más sencillo esperar unos cuantos años y ver cuál de los dos sobrevive al otro?

Copis se echó a reír.

—Sospecho que eres un chico de pueblo —replicó—. En la ciudad nadie espera para nada si puede resolverlo. Lo cual es extraño —añadió— ya que vivir en una ciudad significa tener que pasarse una gran parte de la vida en colas o esperando a que el tráfico se despeje; a estas alturas lo lógico sería que la paciencia se hubiera convertido en una característica de supervivencia. Bueno —dijo, deteniendo el carro sin avisar, para indignación de los que estaban detrás—, intentémoslo aquí.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Poldarn, mientras ella descendía y ataba las riendas a un poste. El carretero que venía detrás pasó apretujado entre el carro detenido y la acera contraria, el rostro encendido por la ira mientras les lanzaba todo tipo de improperios. Copis pareció no percatarse de ello.

—Ver si podemos vender todo esto, por supuesto —contestó—. Baja un par de tarros mientras hablo con el dueño del puesto. Venga, vamos. Estamos bloqueando la carretera.

El dueño del puesto resultó ser un hombre pequeño, casi esférico, con una calva suave y brillante y nariz puntiaguda, como una zanahoria. Lo sentía, pero no compraba cantidades como las ofrecidas, por muy baratas que fueran. El pedido ordinario con los agentes de la plantación estaba perfectamente calculado para proporcionarle las existencias justas, las que estaba seguro de poder vender antes de que se pusieran verdes y empezaran a germinar; si compraba más, sería como tirar el dinero. Copis resaltó que, por el precio que pedían, casi podía regalar las mercancías, atrayendo así a nuevos clientes e incrementando las ventas, sin reducir sus márgenes. Esa sugerencia disgustó al dueño del puesto, porque, tal como señaló, cada fanega de harina rebajada que vendiera significaba otra fanega de harina a su precio normal, ya pagada, de la que no podría deshacerse. En efecto, estaría librando una guerra de precios contra sí mismo. Además, explicó, tenía un contrato con el Gremio y una cuota. Si compraba o vendía más o menos de lo que constaba en su licencia y el Gremio lo descubría, serían veinte años de duro trabajo tirados por la ventana. No merecía la pena por la dudosa posibilidad de ganar unos cuantos cuartos extras. Lo sentía.

—Iba en serio —dijo Copis, frunciendo el ceño, mientras se montaba en el carro y lo ponía en marcha, a punto de causar un desagradable accidente—. No sabía que el Gremio hubiera llegado tan lejos. Vaya fastidio. No importa —añadió—, al menos no nos faltará la comida durante algún tiempo.

—¿Qué es el Gremio? —preguntó Poldarn

—Es una larga historia —respondió Copis, agachándose para evitar una señal demasiado baja—. Te lo contaré más tarde. Bueno, eso resuelve el problema de la elección de posada. La más barata.

Poldarn hizo un gesto afirmativo.

—Tendremos que preguntarle a alguien —dijo.

—No hace falta —contestó Copis, poniendo mala cara—. Eso es algo de Sansory que todo el mundo sabe.

Fue un alivio agradable descubrir que podía leer; el cartel que había sobre la amplia arcada estaba negro de hollín y moho pero podía distinguir las palabras «Caridad y Diligencia» en grandes letras rojas sobre un descolorido fondo de pan de oro.

—Era una orden religiosa —explicó Copis, mientras pasaban por debajo del arco—. Todas las posadas y los burdeles en estas zonas fueron edificios religiosos en algún momento; empezaron a cambiar realmente cuando los monjes comenzaron a cobrar por el alojamiento y la manutención. Supongo que aquello es la cochera.

Poldarn vio un enorme cobertizo enfrente de ellos, casi el doble de grande que el templo en ruinas en el que habían dormido en Cric. Al lado había otro aún más grande y, adosado a él, un gigantesco edificio de piedras cuadradas, con blancas columnas estriadas y un tramo de doce escalones de mármol, amplios y bajos, que conducían hasta un par de puertas de bronce, impresionantes a pesar de la espesa capa de verdín. Los escalones casi no se veían debido a la gran cantidad de gente que se sentaba sobre ellos, apelotonados como corderos en un corral. Había una amplia gama que iba de desaliñados a completamente andrajosos, y la mayoría se sentaban quietos y en silencio, con la vista puesta al frente o en el suelo. En el umbral de la puerta se erguían dos hombres muy corpulentos con los brazos cruzados y una expresión sombría en el rostro. Cuando uno de los desharrapados se levantó e intentó empujarlos para atravesar el umbral, le cogieron por los brazos, lo alzaron en vilo y le tiraron por las escaleras como a una bala de heno. Aterrizó mal, aunque un par de los silenciosos, que no se habían apartado a tiempo, amortiguaron en parte la caída. Se oyeron unas cuantas maldiciones estridentes, que en absoluto parecieron molestar a los hombres de la puerta, y luego todo volvió a calmarse de nuevo.

—Típico de Sansory —dijo Copis mientras aguardaban a que vinieran a abrir la puerta de la cochera—. No han podido pagar la cuenta, así que los han echado y se han quedado con sus herramientas y con todas sus cosas. Sin sus instrumentos de trabajo, no pueden ganar dinero para pagar lo que deben y recuperar sus cosas. Así que se sientan esperando que pase algo. Como te dije, éste es un sitio en el que uno se detiene porque no puede ir más allá.

Finalmente se abrieron las puertas, y dos mozos muy silenciosos y eficientes desataron a los caballos y los soltaron, mientras otros dos empujaban el carro hasta un compartimiento de una extensa hilera que se extendía a lo largo del cobertizo. Otro hombre, que se había mantenido perfectamente inmóvil mientras los demás trabajaban, les entregó una pequeña ficha de hueso con un número. Copis le explicó que pasaban demasiados carros por la Caridad cada día, no podía esperarse que el amo del establo se acordase de todos, de ahí que dieran un pequeño billete con el número del compartimiento. Tenía un agujero taladrado por el que Copis pasó una cuerda de cáñamo que había cogido del suelo (cubierta de ya se sabe qué). Ató los extremos, se lo colgó del cuello y lo escondió entre sus ropas.

—Si pierdes la ficha, pierdes el carro —dijo—. Así son estos sitios. Ahora puedes entender por qué habría preferido algo un poco menos primitivo.

—¿Qué pasa con nuestras cosas? —preguntó Poldarn, pensando en el gran pedazo de oro escondido en la parte trasera—.Los fuegos artificiales y todo lo demás. ¿Crees que estarán seguros aquí?

Copis sonrió burlona.

—Garantizado —replicó—. Tradición de la casa: nada de peleas, nada de robos, excepto por orden de la dirección. No sé si te has fijado en los dos porteros de la puerta principal; apuesto a que hay por lo menos una docena más dentro, y otros tantos en los barracones del personal esperando a que llegue su turno. Hombres de compañías independientes, probablemente; es una de las profesiones habituales para los que ya se han cansado de ir de aquí para allá.

Subir por las escaleras sorteando a toda aquella gente sentada en silencio parecía algo imposible, pero Copis exhibió una técnica muy eficiente que básicamente consistía en pisar con fuerza las manos y los tobillos de todo el que no se apartara. Poldarn seguía su estela, nervioso. Los dueños de los dedos y articulaciones aplastados los insultaban, pero no se molestaban en levantar la vista. Farfullaban sus palabrotas al aire, como monjes adormilados recitando su responso.

Los porteros de la puerta principal los observaron detenidamente pero les permitieron pasar (el hombre que venía detrás de ellos no tuvo tanta suerte y terminó de espaldas sobre las escaleras) y se encontraron en un enorme vestíbulo. El techo era tan alto que Poldarn tenía que echar la cabeza completamente para atrás si quería ver las pinturas, asombrosamente bellas a pesar de los efectos de décadas de humo y mugre sobre los colores y el pan de oro. Los mosaicos de la pared eran aún más exquisitos, aunque sólo quedaban unos pocos fragmentos. Pero descubrió que no podía permitirse el lujo de quedarse ahí embobado mucho tiempo; había demasiada gente en la entrada, yendo de un lado a otro a toda velocidad. Por su parte, Copis se abrió paso hasta una mesa instalada sobre un caballete en el extremo izquierdo del vestíbulo. Volvió algo después con dos fichas más, una de las cuales le entregó a él.

—Estas no son tan importantes —dijo—. Tenemos que enseñarlas para conseguir comida o un sitio para dormir en las habitaciones. Aunque, si pierdes la tuya, terminarás fuera con el resto de los miserables, porque ya no nos queda dinero. Será mejor que pensemos como vamos a conseguir más.

De nuevo le vino a la cabeza el pedazo de oro, y probablemente lo habría mencionado si ella se hubiera quedado quieta un momento. En vez de eso, comenzó a empujar a la gente y a deslizarse hacia la puerta.

—Para serte sincera —explicó, cuando estuvieron respirando el aire fresco—, no me gusta mucho ese sitio. Demasiada gente, y no me entusiasma excesivamente el olor. Vamos a buscar el mercado de trastos, a ver si nos dan algo por las botas de tu predecesor.

El quinto puesto de botas que tantearon en el mercado estaba comprando, y consiguieron tres cuartos y medio, un cuarto más de lo que Copis había esperado.

—Lo cual significa que piensa que puede conseguir cinco —señaló, mientras se ponían de lado para pasar por el estrecho hueco que quedaba entre dos carretillas—. Me pregunto por qué se vende toda esta chatarra. Pánico, seguramente; por lo que pasó en Josequin. La gente se asusta y los precios suben. La realidad de la vida.

Había algo en las mercancías a la venta en el mercado de trastos que Poldarn encontró familiar, aunque no acertaba a descubrir qué era. Solamente cuando tuvieron que detenerse y esperar al lado de un puesto de ropa mientras pasaba un carro y vio una gran mancha marrón alrededor de un agujero en una túnica, se dio cuenta de dónde procedía todo.

—Eso es —confirmó Copis cuando le preguntó—. Es uno de los mayores negocios de la ciudad. Alguien me dijo una vez que tres cuartas partes de las cosas que les quitan a los cadáveres en el campo de batalla terminan tarde o temprano en los mercados de Sansory. La razón es que muchas de las compañías independientes tienen su sede aquí y el resto cuenta, por lo menos, con una oficina de reclutamiento o un barracón. Están todas en la zona alta de la ciudad, por supuesto; ni muertos se dejarían caer por aquí abajo, en el sumidero.

—Es una pena —dijo Poldarn—. Si lo hubiéramos sabido, habríamos podido ganar algo de dinero aquí.

—¿Qué quieres decir?

Se acordó; no le había contado que se había despertado entre dos docenas de cadáveres. No había surgido, y ahora ya era demasiado tarde.

—Oh, simplemente estaba pensando en los jinetes con los que nos topamos —dijo.

—Cierto. Pero en ese momento no pensábamos venir aquí. Y llevar prendas militares usadas no es lo más seguro del mundo que digamos, especialmente si se han conseguido por ciertos medios, como nosotros.

—Tienes razón —dijo—. Bien —añadió, deteniéndose y mirando a su alrededor—, al menos nadie ha quemado la ciudad todavía. Por lo que a mí respecta, resulta agradable para variar.

Los puestos, como mínimo, mostraban un vistoso colorido, y (como Copis trató por todos los medios de resaltar) era poco probable que existiera algo así en cualquier otro lugar del imperio. Había, por ejemplo, un puesto entero repleto de yelmos, más de la mitad aplastados, rajados o perforados de una forma u otra; los de las estanterías traseras habían sido enderezados, alisados y parcheados, mientras el resto se encontraba presumiblemente tal como los habían hallado los rebuscadores. Había varios puestos que no vendían más que ganchos sueltos para las cotas de malla, y detrás, varias viejas se dedicaban a deshacer poco a poco las que estaban demasiado estropeadas para repararse. Una de ellas cortaba los remaches con unas enormes tijeras, mientras otra abría los anillos con unas pinzas y los dejaba caer en una vasija de cobre que tenía a sus pies. Se podía elegir entre una selección de botas de marcha para el pie izquierdo; había tres puestos que solo vendían las del pie izquierdo y cuatro que vendían las del derecho. Había puestos de cinturones, de hebillas, puestos de túnicas, capas y pantalones, de botones, puestos que vendían platos, cazos, sartenes y calderos, puestos con ordenadas bandejas de botones de asta, agujas de acero y hueso, piedras para afilar y lazadas de cinturón para llevar las piedras dentro; puestos con morrales, cantimploras, mantas y tiendas. Había estanterías de herramientas para herreros, armeros, herradores, carpinteros y otros muchos oficios. También palas, púas e incluso unas pocas carretillas; sillas, mesas y camas plegables. Era difícil pensar en algo que no estuviera allí, adoptando cualquier forma o hechura, hasta zapatillas forradas de piel, libros e instrumentos musicales, aunque la rareza comparativa de tales objetos sugería que procedían de oficiales muertos, más que de ordinarias personas de a pie.

—¿No has visto suficiente? —le preguntó Copis, intentando apartarle de una muestra de gruesos calcetines de lana—. Por si quieres saberlo, este montón me pone los pelos de punta.

Poldarn se encogió de hombros.

—Sólo estaba curioseando —dijo—. Después de todo, si veo algo que recuerdo, como un uniforme que pueda haber llevado en algún momento, o algún equipo de aspecto particular procedente de personas contra las que yo solía luchar, podría saltar la chispa y ayudarme a recordar el resto.

Ella chasqueó la lengua.

—¿Todavía sigues con eso? —dijo, de forma cansina—. Mira, yo en tu lugar me olvidaría de esa historia. Después de todo —añadió, bajando la voz—, existe la posibilidad de que vuelva todo de golpe y sean cosas que verdaderamente no quieres saber. O que no quiera saber yo, en realidad. Déjalo estar, es mi consejo.

Antes de que Poldarn pudiera exponer su punto de vista sobre el asunto, Copis levantó la mirada al cielo y anunció que tendrían que regresar si no querían perderse la cena. Como para reforzar su postura, añadió que llegarían más rápido si tomaban un atajo a través del mercado de la chatarra.

—Por aquí —dijo sin vacilar, y echó a andar apretando el paso, de forma que él tuvo que correr un poco para no perderla.

El mercado de la chatarra ocupaba un largo y estrecho callejón situado entre la parte trasera de la Fe y Esperanza (antiguamente el templo prebendado) y el muro del jardín de una de las grandes casas comerciales. Había puestos a ambos lados, dejando tan solo el espacio suficiente para dos hileras de peatones o un carro. Parecía un lugar de lo más ilógico para comprar y vender metal a granel, pero Poldarn estaba aprendiendo con rapidez que la lógica tenía poco que ver con el diseño y el crecimiento de las ciudades. Aquí, explicaba Copis, mientras serpenteaban abriéndose camino a empellones, es donde acaba todo el metal golpeado y destrozado que se queda tirado en el campo de batalla, lo que solo sirve para ser cortado o fundido.

En realidad, la explicación no era necesaria; las mercancías se apiñaban a su alrededor: pilas de petos destrozados, con el óxido agolpándose en los afilados bordes de los desgarrones y los aguieros, cajones y barriles repletos de espadas rotas en la hoja o en la espiga, puntas de lanza arrancadas, flechas con las puntas retorcidas como conchas; plaquines, baberas y gorjales deformados hasta adoptar extrañas formas, capas de placas y chapas con la memoria de la herida mortal congelada en la deformación del metal, por donde otro metal las había atravesado para luego volver a salir. Cada artefacto destrozado era tan elocuente como un testigo en un juicio, con su propio fallo grabado: una barda rajada a lo largo de un trozo defectuoso, mostrando la blanca y áspera fibra; un yelmo partido por una juntura soldada; la punta de una lanza doblada por exceso de temple; anillos de una cota de malla cuyos remaches habían saltado bajo la fuerza de un hachazo. Era una especie de castigo eterno del metal, donde a cada pieza se la condenaba a permanecer para siempre en el estado del último instante de debilidad, el punto en el que había traicionado a su amo o simplemente se había rendido y no conservaba ya la forma que le había dado su creador. En cada desgarrón, perforación, fractura y deformación subsistía la memoria de su propia muerte.

¿Ése es el castigo para las almas de los hombres malvados?, especulaba Poldarn; ¿congelarlas para siempre en el momento agónico de la transición? Esperaba que no fuera así, ya que él no tenía idea de lo que había hecho y, por lo tanto, no podía arrepentirse y perseguir la salvación, y no quería terminar en un puesto de algún atiborrado mercado de restos de almas.

—¿Para qué demonios quiere la gente toda esta chatarra? —preguntó.

—Puede que a ti te parezca chatarra, pero para algunos es mejor que un campo de ranúnculos —dijo Copis sonriendo—. Piensa un momento en ese pueblo por el que pasamos, donde habían talado hasta el último árbol para hacer carbón. Cuesta una pequeña fortuna fabricar hierro de calidad, y otro tanto convertirlo en acero, y aquí tienes toda la materia prima que puedas desear, lista para ser calentada y adoptar cualquier forma, nada de ese pesado rollo de fundir, laminar y martillar para conseguir algo. Todo esto es buen material —continuó, gesticulando vagamente en dirección a los montones y las pilas—. No hacen las armaduras y las armas con cualquier pedazo de chatarra. ¿En qué otro sitio se podrían conseguir cincuenta kilos del mejor acero templado con aceite por veinte cuartos? —Se dio cuenta de que Poldarn la miraba con cara rara—. Yo tenía un cliente regular que se dedicaba a esto —explicó—. Le encantaba su trabajo, supongo; hablaba durante horas acerca de lo que él llamaba «la poesía inherente» en la chatarra; ya sabes, coger algo que está completamente destrozado y acabado y convertirlo en algo nuevo e útil. Debo admitir que la idea me atraía de un modo un tanto curioso. Quiero decir, ya que han de existir las guerras, es agradable que al final alguien extraiga algo provechoso de ellas.

Poldarn asintió con gravedad.

—Es una pena que no puedan hacer lo mismo con los cadáveres —dijo.

—No creas —Copis sacudió la cabeza—. Está la harina de huesos y el abono; y dicen que con la ceniza de las piras funerarias se hace una lejía estupenda, para jabones y perfumes y cosas así. Nunca he conocido a nadie que se dedicara a eso, pero claro, no es el tipo de asunto que se airearía, a menos que quieras espantar a todos los clientes potenciales. Quiero decir, todas las pastillas de jabón se parecen mucho. ¿Quién sabe o a quién le importa de dónde ha salido?.

—Estás bromeando, ¿verdad?

—Sí —admitió Copis—. Probablemente. Vaya cara que has puesto. No sabía que eras tan remilgado.

—¿Lo soy?

—Eso parece. Mi opinión es que en tu vida anterior eras una especie de escribiente, y te pasabas la vida encaramado en un taburete copiando cartas y maldiciendo cuando te cortabas el dedo al afilar la pluma.

Él la miró con expresión seria.

—¿Crees que es una posibilidad?

—Cualquier cosa es posible, pero eso estaría al final de la lista.

La cena en Caridad y Diligencia consistía en puerros y col lombarda cocidos con una ligera salsa grisácea, un pedazo del tamaño de una teja de pan de cebada rancio y un trozo de queso duro.

—Nutritivo —afirmó Copis con la boca llena—, sano, y asqueroso. Bienvenido a la ciudad.

El comedor, que había cumplido esa misma función cuando el edificio era una casa religiosa, era casi tan grande como el vestíbulo. Había cuatro largas líneas de mesas y bancos a cada lado, espacio suficiente para trescientas personas a quienes no les molestara tener el codo del vecino metido en su salsa. Estaba a rebosar y había un enorme bullicio. De vez en cuando, un sirviente subía y bajaba por los pasillos con una gran jarra de barro. Menos mal que se las habían arreglado para conseguir asientos en el extremo de una mesa situada cerca de la cocina y del dispensario, porque las jarras no parecían llegar más allá de un tercio de la distancia de la sala antes de quedarse vacías.

Captar la atención del sirviente era un tema que se solucionaba simplemente con alzar el brazo o la rodilla. Las pinturas del techo no eran tan buenas como las del vestíbulo, pero les frescos de la pared habrían sido exquisitos en su día, antes de que la humedad se metiera debajo y los levantara.

—Escenas de las escrituras —le había explicado Copis bostezando, cuando le había preguntado—. No es que sea una experta; la mitad no me dicen nada. Pero ahí está Actis, robándoles el sol a les gigantes (es una historia estúpida) y ése de ahí es Cadanet cribando las estrellas; se supone que esa cosa grande y redonda es un cedazo, y la escena que está al lado representa a Sthen y a Theron bebiéndose el mar. —Vaciló un instante, y luego le miró—. No tienes idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad? —dijo.

—Debemos de tener dioses diferentes en el lugar del que yo procedo.

—En fin… —Se encogió de hombros—. No quiero saber nada. Cómete la cena antes de que se te enfríe.

Sin duda, era una sugerencia sensata, y mientras comía, intentó no mirar las paredes ni el techo. Sin embargo, era lógico. Un hombre podía olvidar su nombre y su familia, pero algo tan básico como las escrituras (o la mitología, o los cuentos de hadas, como se les quiera llamar) tenía que haber permanecido en algún sitio, junto con el idioma, como hacer nudos y con qué mano limpiarse el culo. Incluso aunque estuvieran relegadas junto a cosas inservibles, la visión de los dibujos que contaban las historias debería traerlas de nuevo a la luz. Pero ella tenía razón: ninguna significaba nada para él, excepto…

Se quedó helado, mientras masticaba el último trozo de queso. Había reconocido una de las pinturas, estaba seguro. La había reconocido, pero le resultaba tan familiar que no se había fijado en ella. Su mente había pasado de largo buscando algo más interesante. Se dio la vuelta; tuvo que mirar varias veces antes de encontrarla…

—Ésa de ahí —dijo señalando con el dedo—. Ahí, justo debajo de la ventana.

Copis puso cara de pocos amigos.

—Realmente, preferiría no hablar de eso —dijo.

—Sí —replicó el irritado—, pero creo que sé lo que es. Ese hombre grande de la barba blanca, ¿no está a punto de abrir esa caja? Y cuando lo hace, creo que escapa algo.

—Eso es —dijo Copis, excitada—. Las cuatro estaciones. El hombre mayor es Cadanet, por supuesto, y…

—Cadanet —replicó—. Sí, ya lo sabía. Y su esposa… es la mujer delgada del sombrero raro…

—En realidad, es un velo de estrellas, pero…

—Su nombre —prosiguió, cerrando los ojos—, es Holden. Ella le dio la caja.

—Ya lo tienes. —Copis asintió frenéticamente—. Continúa, ¿qué más recuerdas? ¿De dónde sacó la caja?

Él apretó los puños, como si intentara exprimir la información de entre sus dedos.

—No —dijo—. Eso no lo sé. Pero era una especie de trampa.

—Así es —dijo Copis—. Olfar le dio la caja mientras Cadanet dormía.

—Y antes de que él la abriera ¿era siempre verano?

—Exacto. —Copis suspiró aliviada—. No sabes cómo me anima oírte decir eso.

Él se concedió un instante de reflexión antes de contestar.

—De acuerdo —dijo—, pero no prueba nada. Simplemente o porque recuerdo una historia…

—Es el comienzo —interrumpió Copis—. Y es una historia bastante sencilla, la caída en desgracia. Creo que la primera vez que la oí tenía cuatro años. Quizá menos, porque antes de los seis años mis recuerdos no son más que un gran embrollo. Lo que quiero decir es que podría ser una de las primeras que aprendiste; por eso es lógico que sea una de las primeras que recuerdes. Eso suponiendo que funcione así —añadió.

—¿Suponiendo?

—Bueno, no sé, ¿no? ¿Y por qué tienes que ser tan negativo? A veces me sacas de quicio.

El sonrió.

—¿Quién es negativo? Acabo de recordar un nombre. No tienes ni idea… —Se detuvo. Otra pintura había captado su atención. Qué fastidio; estaba muy alta y demasiado lejos para ser vista con claridad, pero, desde luego, distinguía a un hombre y a una mujer en un carro, con una ciudad en llamas al fondo. La señaló.

—¿Qué? —dijo Copis.

—Ahí —replicó él—. En la esquina de la izquierda, arriba. Le da la sombra, pero…

—Dios mío, sí, fíjate en eso. —Copis se inclinó hacia atrás para verla mejor, dándole con el codo a la mujer que estaba sentada a su lado; ésta lanzó una maldición y continuó comiendo—. ¿Sabes? —dijo Copis—, es extraño. Habría jurado que lo del carro fue idea mía.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Cuando era niña, el dios del fin-del-mundo iba de un sitio a otro montado en un corcel negro con una mancha blanca en la frente. Pero, cuando diseñé la actuación, no había corceles negros con manchas blancas que se ajustaran a mi presupuesto, así que opté por un carro. Sí, esto no me gusta.

—Quédate aquí —dijo él, poniéndose de pie—. Voy a ver la pintura de cerca.

Desde el otro extremo de la sala, levantando la vista y mirándola directamente, pudo distinguir bastantes más detalles. El hombre, por ejemplo, tenía una barba corta y negra y una corona de oro o algo por el estilo (nada que se pareciera a la tiara esa que utilizaban en la actuación), y, mientras blandía con su mano izquierda lo que supuestamente era un rayo, con la derecha agarraba una extraña espada curva. La ciudad en llamas se representaba simplemente con una serie de negras siluetas cuadradas y rectangulares, pero los caballos del tiro eran píos, igual que los dos que los mozos acababan de guardar en el establo. Sin embargo, la parte que más llamó su atención fue el otro panel de la pintura, que no era visible desde donde estaban sentados. El hombre era, sin duda, el mismo que el del primer panel; no había rastro de la mujer ni, desde luego, del carro, pero había otros dos hombres con él, uno a cada lado, y él caminaba y por la planchada de un barco en dirección a un paisaje con verde hierba y unas ovejas decididamente poco naturales.

Estaba a punto de darse la vuelta cuando alguien tropezó con él. En vez de insultarle, el hombre se disculpo, lo cual le hizo pensar que también él era forastero.

—No se preocupe —mascullo él, esperando que se marchara.

Pero no lo hizo.

—¿Mirando la pintura? —preguntó el hombre.

—¿Qué? Ah, sí. Bastante buena, ¿verdad?

El hombre sonrió.

—A mí me parece horrible. Pero es un tema interesante. De hecho, he hecho un viaje de doce días sólo para verla.

Poldarn volvió la cabeza y le miró. Era gigantesco, con las trazas de un oso que se ha colocado de aprendiz con un herrero. Tenía una barba corta y negra, igual que la del hombre de la pintura, una naricilla pequeña, y enormes y redondeados ojos marrones. Sonreía.

—Curiosidad profesional —explicó el hombre—. Es la única representación pictórica conocida de este mito concreto fuera de Morevish. Es una pena que tenga que encontrarse en un agujero como éste, de verdad.

Poldarn asintió, sin saber muy bien que pensar de él.

—Si volviera más tarde —dijo—, cuando termine la cena, podría estudiarla mejor.

—Oh, lo haré —respondió el hombre—.Y alquilaré una escalera, a lo mejor hasta un andamio; también unos cuantos escribientes para que me la dibujen; nunca se me ha dado bien el dibujo, ni siquiera cuando era pequeño. No he venido hasta aquí sólo para mirarla embobado desde abajo y regresar a casa.—Sonrió—. No me reconoce, ¿verdad? —añadió.

—No.

El hombre se echo a reír.

—Vaya —dijo—. Es agradable, para variar, de verdad. Me llamo Cleapho.

Obviamente se suponía que ese nombre significaba algo sin necesidad de mayor explicación. El rostro de Poldarn debió de traicionar sus pensamientos, porque el hombre se echo a reír de nuevo.

—No pasa nada —dijo—, no se preocupe. Como le dije, en realidad es bastante agradable que no me reconozcan, por una vez. Entonces —continuó, y Poldarn sentía como el otro le observaba—, a usted simplemente le gusta, ¿verdad?

Poldarn asintió.

—¿Conoce usted la historia que hay detrás?

—Sí. ¿Y usted?

Tono cortante el de su voz al preguntar aquello.

—Ni idea —respondió Poldarn—. Pero me complacería que me la contara.

Cleapho hizo un gesto afirmativo con la cabeza, aparentemente satisfecho de sí mismo por una cosa u otra.

—Se trata de una leyenda del sur —dijo—. Morevish, Tulice, Thurm, sitios así. No es muy conocida hoy en día; esa pintura tiene unos trescientos años, quizá más. El hombre del carro es un dios, y trae consigo el fin del mundo. La mujer es simplemente una especie de sacerdotisa. En algunas versiones de la historia tiene nombre, Machaira, pero probablemente proceda de una interpretación posterior. En la primera escena el dios quema una gran ciudad; y resulta interesante, porque hay una versión que mantiene que la ciudad que se quema en este punto de la historia ha de estar en algún lugar del norte, entre dos grandes ríos, lo cual se podría entender referido a Josequin… Bueno, puede usted observar la actualidad del tema, ¿verdad?. Por desgracia, se trata de una versión bastante tardía y, en todo caso, de una fuente muy pobre, poesía épica manierista, nada fidedigna; adaptaban las historias antiguas y las plantaban ahí, simplemente para conseguir las rimas, así que probablemente no represente una tradición genuina ni nada, simplemente la imaginación de algún acaudalado diletante. Por supuesto, será más sencillo cuando pueda subir ahí arriba y ver lo que pone.

—¿Ver lo que pone? —dijo Poldarn entornando los ojos—. Yo no veo que haya nada escrito.

—No, no puede desde aquí abajo. Es algo religioso, no importa que usted o yo podamos leerlo; no es a nosotros a quien va dirigido. Hay montones de estupideces así en la religión. Parecen ingeniosas la primera vez que las oyes, pero luego son simplemente un plomo. Sabe —prosiguió, acariciándose la barba—, trescientos años tal vez sea un poco conservador. Por supuesto, es complicado intentar fechar una pintura religiosa, porque los estilos no varían como ocurre con las cosas comerciales. Es otra característica religiosa —añadió con un profundo y bastante exagerado suspiro; a Poldarn le dio la impresión de que Cleapho estaba compartiendo un chistecito consigo mismo—. De todas formas —continuó—, como le decía, podría ser mucho más antigua, aunque, por supuesto, yo no soy ningún experto. Interesante, desde luego.

—Supongo que sí —dijo Poldarn.

—Pero no para usted, evidentemente. Y no pasa nada por eso, tampoco… —El hombre se reía de nuevo. Cualquiera que fuera el chistecito, estaba claro que era muy gracioso—. Es un fastidio que a algún maldito estúpido se le ocurriera abrir una condenada ventana justo en la parte interesante —dijo—. Por supuesto, nadie me lo mencionó antes de salir de Torcea, o no habría tenido tantas ganas de venir hasta aquí. Después de todo, el principio de la historia está bastante claro; el problema es el final. Y en vez de un final, lo único que tenemos es una enorme ventana. ¿Sabe?, seguramente sea altamente simbólico, aunque de que, no tengo la menor idea.

—Me estaba usted contando la historia —le recordó Poldarn.

—¿Qué? Ah sí, es verdad. ¿Dónde estábamos?

—El dios acababa de incendiar una ciudad.

—Eso es, sí. Aquí es donde la historia se complica un poco, porque depende de la versión que se escoja. En la versión tulicitana, por ejemplo, es el punto en el que se encuentra con el creador de falsas imágenes; aunque aquí hay un problema de traducción, porque la palabra tulicitana trahidur también puede referirse a un venerador de falsos dioses, a un embaucador o a uno de esos que se dedican a raspar un poquito de plata de las monedas, básicamente a elección de cada uno. Aunque lo de creador de falsas imágenes suena mejor. Bien, esa es la versión de Tulice. En la versión Morevish… bueno, hay dos versiones Morevish, pero en los textos preferentes el encuentro con el creador de falsas imágenes (aunque en esta versión se trata del hombre que hace pequeñas estatuas de bronce de demonios y les otorga vida), bien, el encuentro con el sucede después de que pelee y venza al Salvador del Pueblo, que es el único hombre de la tierra que podía detenerle y salvar al mundo (aunque no lo hace, es un mito muy deprimente), pero es que hay otra tradición en algunos de los manieristas tardíos, que bien podría proceder de una fuente Morevish que ya se ha perdido, en la cual él asesina a todos los sacerdotes de la fe verdadera antes de vencer al Salvador; versión que normalmente se descartaría considerando que los manieristas se están pasando de listos, si no fuera por el hecho de que, en la tradición de Thurm, que por lo que sabemos es muchísimo más antigua, la parte del Salvador viene antes que la del creador de falsas imágenes. En realidad, antes de la vieja de la cabaña y las falsas imágenes y el acto de beber de la fuente solitaria pero después de la visita al museo de almas perdidas, lo cual es verdaderamente perverso, a mi entender.

—Ya veo —dijo Poldarn—. Si usted…

—Y, por supuesto, ahí —continuó Cleapho— es donde realmente se empieza a liar la historia, porque, de repente, hace unos trescientos veinticinco años, cuando uno menos se lo espera, aparece esta tradición puramente doméstica, sin avisar, en la cual el dios del carro en realidad no es Poldarn sino el hijo de Poldarn, qué le parece, y la batalla contra el Salvador ocurre justo después del museo…

—Perdone —le interrumpió Poldarn—, pero ¿cuál es el nombre que acaba de mencionar?

—Poldarn. Él. —Dijo Cleapho, señalando la pintura—. El dios del que hemos estado hablando todo el rato.

—¿Poldarn?

—Eso es.

Poldarn respiró profundamente.

—Es el nombre del dios ¿no?

Cleapho frunció el entrecejo, con aire de perplejidad.

—Claro, por supuesto. ¿No lo sabía? Lo siento, suponía que lo conocía; si no, ¿por qué iba a interesarle la pintura? Sí, ese es el nombre. Es originario del sur.

—¿Y con cientos de años de antigüedad?

—Más todavía en Morevish y Thurm. Más bien miles de años de antigüedad. Son muy conservadores allí abajo, casi nunca cambian sus dioses. No como nosotros. —En ese momento, pareció percatarse de algo y farfulló un juramento—.Mire —dijo—, pensará usted que soy muy grosero pero acabo de darme cuenta de que he dejado a mi escolta y a unos doce mozos esperando en el patio —vine directamente aquí, desde el embarcadero— así que realmente debo marcharme y organizarlos, antes de que piensen que me han asesinado y destrocen todo buscándome. Si tiene interés en todo esto, búsqueme un poco más tarde y le seguiré contando. Adiós entonces.

Antes de que Poldarn pudiera contestar, Cleapho ya se estaba yendo a toda prisa por el pasillo y desaparecía por la puerta. Era bastante asombroso que algo de su tamaño pudiera moverse tan rápido sin la ayuda de una plataforma con ruedas, eso como poco. Poldarn le echó una última ojeada a la pintura y se volvió para regresar a la mesa, descubriendo que Copis había decidido acercarse y se encontraba a unos metros de él.

—Tú sabes quién era ese con el que estabas hablando, ¿verdad? —susurró.

Poldarn, que estaba a punto otra cosa, puso mala cara.

—Dijo que se llamaba Cleapho —replicó.

—Eso es, Cleapho —afirmó Copis, sonando desconcertada por una vez—. Cleapho, el capellán personal del emperador. Hasta yo le he reconocido, y llevo años sin pisar Torcea.

—Torcea —repitió Poldarn.

—Correcto. Ya sabes, donde vive el emperador. Debo haberle oído cuando predica en el templo… oh, docenas de veces. Y no es una voz que se olvide fácilmente.

Poldarn no había percibido nada particular en su voz, pero ese no era el tema del que quería hablar.

—Dijiste que se te había ocurrido el nombre al recordar una teja.

—¿Qué?

—Ya sabes, el nombre. Poldarn. Me contaste que era el nombre de unos ladrillos.

Copis parecía aún más confundida.

—Sí; es verdad.

—No, no es así —replicó Poldarn—. Es el nombre del dios ese que se supone que soy, y ese hombre, Cleapho…

—Fuera —interrumpió Copis—. Antes de que nos oiga cualquiera.

Salieron al patio y se dirigieron a un rincón alejado y fuera de la vista.

—… me contó —continuó Poldarn, enfadado— que el tal Poldarn es un dios de verdad, de algún lugar del sur, y hay todo tipo de historias acerca de él, incluyendo una en la que va por ahí en carro con una sacerdotisa y se dedica a incendiar ciudades. Tenías que saberlo, no puede ser una coincidencia. Entonces, ¿por qué me dijiste que habías elegido el nombre al azar?

—Porque es así. Tiene que ser simplemente una coincidencia, eso es todo. Mira, olvídate de todo eso ahora, no tiene importancia. ¿Te das cuenta de que acabas de pasar diez minutos hablando con uno de los hombres más poderosos del imperio?

—¿Qué? —dijo Poldarn desconcertado—. Creía que habías dicho que era una especie de sacerdote.

—Claro, una especie de sacerdote. Y una especie de oficial del gobierno del emperador. ¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Y de qué habéis estado hablando durante todo ese tiempo?

Poldarn estaba tan perplejo que tardó un momento en recordar.

—De la pintura —dijo—. Me explicó que había venido desde muy lejos, Torcea, creo, sólo para ver esa pintura. Luego empezó a contarme la historia, aunque se desviaba del tema continuamente.

Copis sacudió la cabeza.

—Cleapho es probablemente el hombre más inteligente del imperio. Si ha estado hablando contigo durante todo ese tiempo, no ha sido simplemente para pasar el rato. ¿Qué le contaste? Sobre nosotros, quiero decir.

—Nada. No me ha preguntado.

—No, no te has dado cuenta. El nunca haría que sonara como una pregunta. La gente como él no habla con personas como tú durante un cuarto de hora a menos que haya una emergencia nacional.

Poldarn negó con la cabeza.

—Dijo que la pintura tenía trescientos años. Si es una emergencia, no puede ser nada muy urgente.

—No. —Copis puso su expresi6n decisiva—. Algo pasa. No sé ni me importa lo que es, pero no quiero tener nada que ver con eso. Vayámonos a Mael Bohec ahora que todavía estamos a tiempo.

—Pero acabamos de llegar.

—¿Y qué? ¿Tenías pensado hacer algo especial mientras estuvieras aquí?

De nuevo pensó en la masa de oro fundido que estaba en la parte trasera del carro; ¿qué mejor ocasión para contárselo que ahora? De alguna manera, sin embargo, sentía que no era el momento; quizá fuera el no saber cómo iba a reaccionar cuando descubriera que le había estado ocultando la buena suerte, o quizá cierto recelo, un resto del extraño que había sido que había sobrevivido a la disolución, u otra cosa demasiado enterrada como para dar con ella.

—Simplemente es que no veo cual es el problema, eso es todo —dijo—. Si este Cleapho es tan importante, ¿por qué narices iba a tener el menor interés en nosotros?

Ella le miró.

—Descríbenos —dijo—. Bien, yo sé exactamente quién soy.

Tú, sin embargo…

No había pensado en eso. Algo que había dicho el enorme hombre barbudo. No me reconoces, ¿verdad? En ese momento pareció ajustarse perfectamente al contexto. Pero tomado de forma aislada, podría significar un montón de cosas.

—¿Tú crees que él sabe quién soy? De antes…

Copis miró hacia otro lado.

—Yo no he dicho eso.

—Tú piensas que él me conoce.—dijo Poldarn, levantando un poco la voz— Es más, crees que yo soy la razón por la que él está aquí.

Ella intento alejarse pero él la agarró por el brazo. Apretaba lo suficiente como para hacerle daño, pero ella no dijo nada.

—¿Crees que un hombre como él vendría hasta aquí sólo para mirar una vieja pintura mohosa?

Poldarn aflojó un poco la presión.

—Es una pintura religiosa. El es un sacerdote. Por lo que yo sé, podría ser increíblemente importante.

—¿Hizo que diera esa impresión cuando hablaba contigo?

—¿Cómo iba yo a saberlo? No sé como hablan los curas. No sé cómo habla nadie. —Cerró los ojos y expulsó aire, intentando aclarar la mente-. Piensa en ello. Estas sugiriendo que ha venido a propósito para buscarme. ¿Cómo demonios iba a saber que me encontraba aquí? Ni siquiera nosotros sabíamos que íbamos a venir hasta hace unos días. ¿Cuánto puede haber tardado en llegar aquí desde Torcea? ¿O lo que estás diciendo es que simplemente empaquetó sus cosas y emprendió el camino por si se topaba conmigo en algún lugar de las provincias del norte?

Copis puso cara larga.

—Sí, de acuerdo —dijo irritada— tú ganas. No es que sea poco probable, es imposible. —Levantó la cabeza y le miró a los ojos—. Pero sigo pensando que deberíamos quitarnos de en medio —dijo—. Cuando alguien así aparece de repente, sin recepción civil, ni desfiles de niñitas que se acercan para entregarle ramos de flores, significa que pasa algo. Y eso significa problemas. Y significa que la gente sensata como nosotros se marcha de la ciudad. Por eso…

Ella clavó la vista en algo que estaba más allá del hombro de él, quien giró la cabeza para ver de qué se trataba y divisó a dos soldados que se aproximaban a paso ligero por el patio. Una vez más, no se parecían al resto de soldados que había visto, eran magníficas criaturas ataviadas con petos y gorgueras de acero bruñido, que en el brazo llevaban un yelmo descubierto y coronado con un penacho. Llevaban ropa limpia y planchada, y las botas ni siquiera tenían barro. No había que ser muy listo para deducir con quien habían venido.

Durante un breve instante Poldarn notó que estaba haciendo una valoración táctica, pero no se encontraban en una llanura, cualquiera en medio de ninguna parte, sin testigos ni transeúntes y, además, su espada había quedado en el carro. Desechó esa opción. Sólo quedaba escapar o permanecer allí y ver qué pasaba. Una nueva elección. Qué divertido.

—La próxima vez que diga que hay que marcharse —susurró Copis, pero el negó con la cabeza. Los soldados iban directamente hacia ellos. En realidad, ya no había ninguna posibilidad de que se dirigieran a otro sitio. Era en momentos como éste, reflexionó, cuando verdaderamente deseaba saber cuál era su auténtico nombre.

Los soldados se detuvieron más o menos a un metro de ellos y, asombrosamente, saludaron. Como él no tenía idea de la forma de devolver el saludo, se quedo quieto y esperó a que ellos dijeran algo. Y lo hicieron.

—Con los respetos de lord Cleapho —fue lo que dijeron—, ¿desearíais encontraros con él para cenar?