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Capítulo diecisiete



 

Vagas imágenes. Imágenes que cambiaban demasiado deprisa para significar algo, dejando tan sólo impresiones, como los destellos de color tras los párpados cuando se mira directamente al sol. Recuerdos tempranos, formados antes de que dispusiera de palabras para darles forma: tumbado boca arriba en una cesta viendo pasar el cielo y el horizonte, asustado por el zarandeo, preguntándose por qué corría su madre; tumbado en un lugar oscuro con la mano de su madre tapándole la boca, intentando apartar sus dedos, el rostro de un hombre encima, tan enorme que su cara, su boca y su bigote parecían llenar el mundo, y el conocimiento instintivo de que algo iba mal; unos años después —de pie, mirando hacia abajo—, le enseñaban un largo rectángulo de tierra fresca con el aspecto do haber sido recién cavada y se preguntaba por qué habían plantado a su madre en la tierra. Y otro recuerdo precoz: sentado en una cuna o algo parecido, agitando las manos para intentar ahuyentar al enorme pájaro negro de aspecto cruel que estaba posado a un lado y que le estudiaba con negros ojos redondos y vacíos. Imágenes vagas, pero por primera vez sabía que estaba ahí, que los ojos a través de los cuales miraba eran los suyos: un gato con tres patas cruzando un patio adoquinado, un anciano de barba blanca señalando al cielo, un interminable viaje en carro por accidentadas carreteras…

 

Se despertó y abrió los ojos. Estaba oscuro. Yacía tumbado boca arriba, igual que en el sueño (ya casi desvanecido; apenas unas pocas imágenes adheridas a su mente como las lapas a una roca, aunque fuera de contexto carecían por completo de significado); podía oír la respiración de otra persona en la habitación.

Entonces se acordó. La mujer que estaba tumbada a su lado era Copis, por supuesto, y no había nada malo o siniestro en el hecho de que estuviera allí. Más bien al contrario, podría decirse, o eso le pareció en su momento. Ahora ella estaba echada sobre su costado izquierdo, con un brazo debajo del cuerpo (¿cómo se podía dormir así?; debía de ser muy incomodo), no exactamente roncando, sino emitiendo un tenue resoplido cada vez que respiraba; nada escandaloso en absoluto, pero una vez percibido, imposible de ignorar. El permaneció un rato sin moverse, escuchando el ruidito, contando los intervalos entre una respiración y la siguiente. Su pelo olía a agua de lluvia.

Cerró los ojos e hizo un esfuerzo consciente por no oír el ruido, lo cual, cómo no, fue contraproducente. ¿Le resultaba natural, se preguntó, compartir una cama con alguien? Debía de ser algo que se aprende, la habilidad de mantenerse en un lado de la cama, como la destreza para no rodar y acabar en el suelo. Si había adquirido la técnica, ¿tenía una esposa en algún sitio, o la había tenido alguna vez? Se concentró, intentando repescar un rostro en la oscuridad. No hacía falta decir que allí no había nada; el sueño se había esfumado hacía tiempo, e incluso Copis, la única mujer que conocía ahora, era difícil de visualizar en la mente, y tenía que reconstruir su cara con pequeños fragmentos de recuerdos: ojos y nariz, contorno de las mejillas, el radio de la frente, las suaves líneas en las comisuras de la boca. Se le ocurrió pensar que cuando habían dormido los dos en el carro, ella no había emitido esos resoplidos (pero nunca habían dormido juntos en una cama, así que tal vez solo lo hiciera cuando disponía de un colchón y almohadas, o cuando se apartaba para dejarle sitio a alguien). Alejó esos pensamientos de su mente, y después de un rato se encontró a si mismo buscando algo que no estaba allí, una línea curva que debería haber sido visible en el aire, un círculo.

Si iba a pasarse toda la noche en vela pensando, se dijo, sería mejor utilizar el tiempo para considerar las implicaciones de todo aquello, el efecto que inevitablemente traería en la forma de afrontar el futuro. Estaba bastante seguro de que no estaba enamorado de Copis, y de que ella no estaba enamorada de él. El amor no era la cuestión, ni la pasión ni el placer, ni siquiera el afecto. Consideró el término ‘compañía’, pero también lo desechó. ‘Asociación’ (¿en qué lenguaje estaba pensando?; no tenía la menor idea) era lo más apropiado. Había claramente algo de negocio en su relación, algo relacionado con un contrato o acuerdo sellado con alguna muestra formal de una extremada buena fe, requerida precisamente porque ninguno de los dos confiaba en el otro. Luego había obligación, como si fueran los últimos de su especie en el mundo y el emparejamiento fuera una necesidad. Pero nada de afecto, a menos que lo fuera la unión instintiva entre dos soldados que se conocen en el campo de batalla mientras están formados en una apresurada línea, después de que se haya paralizado una retirada desesperada y se haya convertido en un último intento de detener al enemigo; seguramente nada más que un propósito común, una compartida y oportuna necesidad de ayuda y apoyo al enfrentarse a un peligro con el que no se puede lidiar en solitario. Camarada de armas, empresa conjunta, aliado en la adversidad, alma gemela, unidos por una necesidad común, pero fuera del círculo o rozándolo sin traspasarlo. Tan delicada geometría; y todo hecho de forma instintiva, mientras dormían.

Empezaba a tener calambres en la pierna izquierda y necesitaba volverse. No sabía cómo moverse sin molestarla, no consciente y deliberadamente, sino ejecutando un movimiento como el de un esgrimista o un luchador. Ese pensamiento permaneció en su mente un momento y de alguna forma se convirtió en la sombra de un recuerdo, en algo aprendido con tanto esfuerzo y denuedo que jamás podría perderlo. Solamente el maestro más hábil puede igualar la habilidad del novicio; fuera cual fuera el significado. Pensó en ello. ¿Tenía algo que ver con la noción de que antes de aprender a hacer algo en la forma correcta y aceptada, se hace de forma instintiva, sin pensar, y que la esencia de la habilidad es recuperar ese instinto a través de una interminable práctica y perfeccionamiento de la técnica? Probablemente, aunque no veía muy claro qué relación tenía eso con darse la vuelta en la cama.

Abrió los ojos de nuevo, y esta vez se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo distinguir las formas de la habitación, las graduaciones de profundidad de la sombra. Se trataba del cuarto de arriba de la casa de Copis (la casa de Copis, pagada con su oro; a quien pertenecía de verdad aquel oro, no venia al caso).

Habían venido porque estaba lloviendo; habían ido nada menos que a ver un carro, que Copis quería comprar, y ella protestando todo el rato porque en realidad no sabía nada de carros y necesitaba una opinión experta. Resultó ser un cacharro, el fantasma de un carro, algunos trozos de madera y de acero corroído cosidos por el recuerdo del que otrora fuera un carro… Copis pensó que podría arreglarse, y que sería más barato comprar un trasto viejo y repararlo a medida que dispusiera de dinero. Le había llevado un buen rato frente a una jarra de vino tinto peleón en una taberna, mostrarle lo erróneo de su proceder, y para entonces estaba oscuro como boca de lobo y la lluvia caía de lado, con ímpetu suficiente para forjar el acero, y la casa Falx estaba en el otro extremo de la ciudad, mientras que la de Copis se encontraba a la vuelta de la esquina. Luego, hablando con propiedad, ella lo había seducido…, pero con tal gravedad y seriedad en las formas y el propósito que le vino a la mente un artesano aceptando un importante trabajo justo en el umbral de su competencia. Habría sido una grosería rechazar la oferta, se dijo. Y ahora ahí estaba, y probablemente algo había cambiado; se había cerrado toda una tanda de opciones y se había abierto otra para reemplazarlas.

Todavía llovía, y por alguna razón descubrió que el sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado lo relajaba y lo alteraba a la vez, como si lo arrastrara hacia un recuerdo que estaba ahí pero no podía alcanzar. Bostezó y movió los dedos de los pies. De ninguna forma iba a conseguir dormir ya, pero ahí estaba, en una casa ajena. Seguramente había algún tipo de etiqueta o protocolo que regía este tipo de situaciones y que todos los hombres de su edad en el mundo conocían excepto él: bajo qué circunstancias se puede abandonar la cama de la mujer antes de que ella se despierte; si es mortalmente insultante levantarse, ir a la planta de abajo, encender una lámpara y leer un libro o zurcir un agujero del abrigo…, matices que bien podrían causar un daño permanente, un momento crítico de su vida en el que de repente todo parecía en estado de cambio. Un instante, aquí y ahora, podía alterar todo lo que sobrevendría (y para bien o para mal, convenía no olvidarlo). Qué sencillo seria si pudiera volver a dormirse y permitir que sus instintos y reflejos le guiaran a través de estos arrecifes hacia la seguridad de la mañana…

Estaba intentando convencerse de que ella no notaría si él se levantaba y se iba abajo un rato, cuando abrió los ojos y los encontró plenos de la luz del día, que inundaba la habitación y arrastraba las sombras. Se había quedado dormido, después de todo, y en una postura que podía haberle causado serios daños en el cuello y los hombros.

—Ah —dijo Copis. Estaba levantada y vestida, sentada frente a un tocador pequeño y de aspecto barato—. Por fin te has despertado. Iba a esperar una hora más y luego habría mandado a buscar al de la funeraria.

El emitió un gruñido y se incorporó.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—El sol salió hace cuatro horas —respondió ella. Le daba la espalda, pero podía ver su rostro reflejado en el espejo—. ¿Falx Roisin os permite dormir hasta tan tarde? Debe de haberse suavizado con la edad.

Sonó como si le conociera; mejor no preguntar ahora.

—Maldita sea —dijo-. Tenía que empezar una hora después del amanecer. Hemos de llevar un carro a Deymeson…

—A estas alturas ya habrá partido sin ti, me imagino —contestó Copis—. ¿Era importante?

El hizo un gesto de indiferencia.

—No tengo ni idea. Nadie me lo dice, y me parece bien. Quiero decir, sí, debe de ser bastante importante o no necesitaría ir mediante mensajero especial…

—Mensajero especial —lo imitó Copis, no demasiado bien—. ¿Te das cuenta de que no es más que la jerga de Weal para «alguien lo suficientemente tonto para aceptar el trabajo…»? Bueno, bueno, no hace falta que me mires con esa cara. Era sólo un decir, nada más.

—No te miro con ninguna cara —respondió Poldarn, arrugando el gesto.

Ella ajustó la posición del espejo para poder verle.

—He metido la pata —dijo con gravedad—. De todas formas, supongo que Falx Roisin habrá encontrado otro mensajero especial, así que puedes tomarte el día libre. De hecho…

Se preparó para lo que se le venía encima. La noche anterior, con el vino, Copis le había lanzado unas indirectas que pesaban como yunques.

—No —dijo—. De ninguna manera.

—Venga, vamos. Me ayudarías…

—No. —Movió la cabeza bruscamente de un lado a otro—. Mi carrera de dios se ha terminado para siempre.

—Apenas lo has hecho una vez —señaló ella—.Y tampoco es que fueras una maravilla.

—Bueno —dijo él, descubriéndose inesperadamente ofendido por la crítica—. En ese caso no querrás que lo haga de nuevo. Y me parece perfecto, porque no voy a hacerlo.

—Pues deberías. —El reconoció la crucial transformación, de herida a enfadada; falsas ambas emociones. Se le daba mucho mejor el enfado—. Si no te hubieras cargado a mi maravilloso dios…

—Maravilloso dios. —Poldarn rió con crueldad—. Era un memo. Menos mal que te libraste de él antes de que te rebanara el pescuezo y vendiera tu cuerpo a una curtiduría.

Ella estaba a punto de entrar en el círculo de Poldarn para luchar, pero se detuvo y esbozó una sonrisa.

—Cierto —dijo—. Por eso necesito a alguien que no me falle, ni me robe ni cualquier otra cosa horrible, y la única persona así que se me ocurre eres tú. ¿Debo pedírtelo por favor? —añadió.

De algún modo, le resultaba extremadamente difícil rechazarla.

—No —dijo. Y agregó rápidamente, antes de que ella pudiera esquivarle y contraatacar—: Pero si buscas un socio para una empresa que no tenga nada que ver con dioses en carros, estaría interesado. Para algo como esa idea que me contaste el otro día —prosiguió, consciente de que le atendía.

Ella no parecía demasiado complacida.

—Oh —dijo—. Eso.

Poldarn asintió.

—Querías que yo invirtiera dinero.

—Eso era antes… —Poldarn tuvo la impresión de que ella no pretendía decir lo que había dicho, o al menos no de esa manera—. He estado pensando en ello —prosiguió—. Después de todo, quizá no sea tan buena idea.

—Yo creo que es una idea estupenda —dijo Poldarn, esforzándose por sonar optimista y entusiasta—. Botones. Todo el mundo necesita botones, y la mayor fábrica de botones de esta zona se encuentra en Sansory. Compramos botones, los cargamos en un carro, vamos por los pueblos y los vendemos. En el camino de regreso, compramos huesos para vendérselos a la fábrica. Genial.

Ella negó con la cabeza.

—No sé nada de huesos. Ni siquiera me gustan.

Poldarn rompió a reír.

—No creo que sea absolutamente necesario —dijo—. Mira, yo tampoco sé nada de huesos. Ni de botones. Pero podemos aprender.

—No sé. —Ella apartó la mirada, y Poldarn comenzó a preguntarse si acaso ella no lo estaría manipulando, si esta no sería una argucia para arrastrarlo al comercio de los botones.

Si era así, decidió, no le importaba, porque se trataba de una buena idea, aunque fuera una de las suyas—. Es que no sé.—dijo ella—. No sé si tengo madera de comerciante. Me falta paciencia.

Poldarn avanzó hasta ponerse frente a ella.

—Si puedes hacerte pasar por una sacerdotisa, bien puedes vender botones. Ser sacerdotisa era un trabajo duro y el sueldo, asqueroso.

—Sí, ya lo sé. —Arrugó el ceño y se mordió el labio. Lo último le pareció a Poldarn un poco demasiado afectado, inclinándole hacia la teoría de la argucia—. No me decido. ¿Qué pasa si sin darnos cuenta acabamos en una de las aldeas en las que hice la actuación del dios del carro?

—Haremos todo lo posible para que eso no pase.

A estas alturas el ya estaba convencido.

—De acuerdo —dijo ella—, ¿a ti qué te parece? Después de todo, el dinero es tuyo.

Al oír eso, el no pudo evitar sonreír.

—Me he cansado del negocio de los guardaespaldas, y ambos estamos hartos del negocio de los dioses. Y los botones se pueden vender igual que cualquier otra cosa.

 

—Dejarlo para empezar un buen negocio, agradable y seguro con una mujer rica que está loca por ti —dijo Eolla, examinando la manta—. Debes de estar loco.

Poldarn arrugó el ceño.

—Yo no he dicho que esté loca por mí —replicó.

—Es lógico, ¿no? Si no, ¿por qué iba a aceptarte? Quiero decir, no tienes dinero, no sabes nada acerca de botones ni de huesos…

—Ella tampoco.

—Más a mi favor —dijo Eolla con una sonrisita—. Si no estuviera loca por ti, buscaría a alguien que conociera el negocio. Vaya golpe de suerte, hijo mío. —Examinó la manta detenidamente—. Este roto no estaba aquí antes —dijo—. Será un cuarto; por deterioro.

Si hubiera sido otro, Poldarn no habría estado tan seguro. Pero no le cabía duda de que Eolla conocía cada centímetro cuadrado de cada manta de sus almacenes, igual que un dios sabe los nombres de todos los hombres y mujeres de su mundo. Pagó.

—Pues ya está. —Todo lo que le había entregado la casa Falx, todas las posesiones que se consideraban necesarias, dobladas y en una ordenada pila; excepto dos cosas.

—Falta la espada —señaló Poldarn—. Y el otro libro.

Para su sorpresa, Eolla negó con la cabeza.

—Quédatelos —dijo—. El libro no vale nada; le falta una página, la doscientos cuarenta y ocho, y tiene una gran mancha parda en la cubierta. Para lo que vale, no merece la pena tomarse la molestia de volver a inventariarlo.

A Poldarn no se le había escapado lo de la mancha; teniendo en cuenta de dónde procedía todo en Sansory, no era difícil adivinar qué era.

—Bueno —dijo—. Gracias. ¿Y la espada?

Eolla hizo una mueca.

—No la quiero. Por una cuestión de superstición, ¿sabes? Mala suerte.

—¿Mala suerte? ¿Por qué?

—Es sólo una sensación. En este trabajo te ocurre a veces, con algunas cosas. No la quiero en la estantería, por si acaso fuera algo contagioso.

A Poldarn no le gustó como sonaba aquello, pero no quería discutir. Había visto una espada igual que la suya en un puesto del mercado de hierro por doscientos cuartos, e incluso aunque el precio de compra fuera sólo la mitad, seguiría siendo una buena suma para el negocio.

—Gracias —dijo—. Bueno, entonces hemos acabado.

Eolla asintió.

—Eso es. —Se volvió y comenzó a dejar las cosas en sus correspondientes pilas, arcones y estantes—. Probablemente sea lo mejor, de verdad —dijo—. Para empezar, has durado en el puesto más que muchos, y tu eres el único que lo ha dejado y no ha salido de aquí en una caja. Y los muchachos… —Se rascó la cabeza—. Nada personal contra ti, claro.

—Sólo superstición.

—Ya sabes lo que pasa. Quiero decir, si estuvieras en su piel, ¿querrías viajar contigo?

En el rostro de Poldarn se dibujó una sonrisa un tanto sombría.

—Antes lo dejo —respondió.

—¿Lo ves? —Eolla cogió las botas y les limpió la puntera con la manga—. Te diré una cosa, y puedes tomártelo como te venga en gana. Si crees que puedes esconderte en el comercio de botones, te estás engañando a ti mismo. Eres un buen tipo, siempre has sido honesto conmigo, y me alegro por ti; pase lo que pase, no te ocurrirá nada. Pero que Dios asista al que se asocie contigo.

Poldarn se quedó callado durante un buen rato; luego abrió la puerta.

—Gracias por el libro —dijo.

—De nada. Cuídate.

 

La casa Potto estaba en medio de una pequeña plaza, casi en el medio de Sansory. Era típico de la ciudad, que el medio no fuera el centro. Todos los mercados, templos y edificios públicos estaban en la zona oeste, en el casco antiguo, mientras que en el medio se encontraban las casas comerciales de segunda categoría. Constituía lo más próximo a un barrio tranquilo y respetable que se podía esperar. Durante el día no había demasiadas riñas ni robos y prácticamente nada se prendía fuego ni se derrumbaba debido a las vibraciones de los carros que pasaban. El padre de Potto Ilec había construido la casa hacia cuarenta años, cuando hubo conseguido suficiente dinero con el negocio de los botones para abandonar la zona norte para siempre. No podía levantarla de golpe, por supuesto, pero tenía una idea muy clara de lo que deseaba, así que comenzó con el ala izquierda, con la cocina, el establo y las dependencias de los sirvientes, y fue avanzando poco a poco hacia la parte derecha a medida que el tiempo y el dinero se lo permitieron. Cuando falleció, veinte años más tarde, sus hombres estaban a punto de encajar el marco de la puerta principal. A su hijo, Ilec, le había ido bien, mucho mejor que a su padre, y sería cuestión de apenas algunos años antes de que la casa se completara con la adición de los aposentos de la familia y el dormitorio del amo. Hasta entonces, Potto Ilec y su familia dormían sobre colchones en el vestíbulo, mientras sus sirvientes, trabajadores y escribientes tenían cada uno su habitación, con su propio balcón. Al oír la historia, Poldarn decidió que las características fundamentales de la familia Potto debían de ser la paciencia y la determinación. En cambio, Copis concluyó que eran idiotas.

La puerta principal estaba abierta y no había portero en la entrada. Se quedaron por allí unos minutos, esperando a que apareciera alguien, pero tanto la casa como el patio parecían desiertos, como el pueblo fantasma que habían atravesado en la llanura. Poldarn seguía esperando ver cuervos. Al final, la impaciencia de Copis pudo más que su discreción y entró en la casa. Mascullando algo entre dientes, Poldarn fue tras ella, y se encontraron en una mezcla de patio y claustro interior bellamente proporcionada, con una fuente de granito en medio de un césped muy bien cuidado. El efecto se estropeaba en gran medida debido a una montaña de huesos en el extremo norte.

No había nadie.

—Sólo por una vez —dijo Poldarn—, me gustaría ir a algún sitio y que todo fuera claro y sencillo. ¿Esas cosas ocurren alguna vez o soy un ingenuo?

Antes de que Copis pudiera responder, en el muro del claustro se abrió una pequeña puerta y por ella salió un hombre de aspecto anodino que llevaba un largo abrigo verde y cargaba con un libro de contabilidad. Los observó durante un instante y arrugó levemente la expresión.

—¿Puedo ayudaros? —dijo.

Copis dio un paso al frente y sonrió con amabilidad.

—Sí —dijo—. Estamos buscando a Potto Ilec.

—Soy yo —dijo el hombre—. ¿Qué puedo hacer por vosotros?

—Desearíamos comprar unos botones, por favor.

Potto Ilec suspiró.

—Sí, por supuesto —dijo—. ¿Alguna idea de lo que queréis? Tamaño, estilo, cantidad…

—Diversos tamaños y estilos —respondió Copis—; en cuanto a la cantidad, empezaremos con doce mil.

—Oh. —Fue como si el paciente y sufrido Potto Ilec se hubiera desvanecido en el aire y hubiera sido reemplazado por una persona completamente distinta que resultaba llevar su misma ropa. Incluso su rostro era otro: animado, cordial, entusiasta—. No hay problema —dijo el nuevo Potto Ilec—. Si sois tan amables de seguirme, mi oficina está ahí mismo.

Empujó la puerta por la que acababa de salir, y los guió por una docena de escalones hasta una habitación grande y oscura que apestaba a humedad, polvo y queso. En lo alto de la pared había una ventanita, y el suelo estaba cubierto de losetas. Potto Ilec se entretuvo durante un rato con una caja de yescas, hasta que consiguió encender una rechoncha lámpara de bronce y una vela alta y gruesa.

—Por favor —dijo, indicándoles un par de altos taburetes—, tomad asiento, poneos cómodos. ¿Os apetece beber algo?

Sin esperar una respuesta, cogió una jarra de cerámica y llenó dos copas de asta. El vino tenia polvo y no sabía demasiado bien.

—Entonces —continuó Potto Ilec, sentado en el borde de lo que supuestamente era su escritorio—. Doce mil botones. Si, seguro que podemos complaceros. ¿Os gustaría ver algunas muestras?

—De nuevo, Potto no esperó una posible respuesta; desapareció debajo del escritorio y reapareció unos momentos después con algo que parecía un libro, pero que resultó ser una caja de madera con bisagras, delgada y plana, que al abrirse se convertía en dos bandejas. Dentro había unas veinte hileras de botones, aproximadamente unos doce botones por fila, sujetos a la caja con pequeñas tachuelas de bronce. La mayoría de los botones estaban amarillentos por el paso del tiempo, lo cual daba a entender que la casa Potto no era aficionada a innovaciones innecesarias.

Poldarn se quedó mirando los botones durante un rato, intentando pensar en algo apropiado que decir. A él le parecían botones, ni más ni menos. Si había algo que los distinguiera a la hora de elegir, estaba claro que él no lo percibía. El enfoque de Copis era mejor. Estaba seguro de que no entendía de botones mucho más que él, pero no daba esa impresión. Inspeccionó todas las filas rápidamente e hizo un pequeño mohín, decepcionada pero no sorprendida, como un niño pequeño al que acaban de decirle que después de todo no podrá quedarse levantado para la fiesta. Tras aguantar la mueca un momento, levantó la vista, con un leve destello de esperanza aun ardiendo en sus ojos.

—¿Tiene algo más para enseñarnos? —preguntó.

—Lo siento —respondió Potto Ilec torpemente—. Ahí están todos nuestros diseños.

—Ah.

—Es la mejor selección de Sansory —dijo Potto Ilec a la defensiva—.Y no creo que sean mucho mejores en Weal ni en Boc, ni siquiera —añadió con una obvia falta de sinceridad—, en Torcea. Por supuesto, si el pedido fuera lo suficientemente grande, estoy seguro de que podríamos crear algo según sus propias especificaciones.

Copis sacudió la cabeza.

—No importa —dijo—. Al fin y al cabo, lo que más nos interesa es la cantidad y la continuidad en el suministro. Empezaremos con, digamos, cincuenta de cada modelo y ya veremos qué pasa.

Poldarn no dijo nada durante las negociaciones que tuvieron lugar después. Copis, ella sola, parecía estar haciendo un buen trabajo, aunque ninguno de los dos habría sabido distinguir entre una ganga impresionante y una estafa despiadada (y de dónde había sacado Copis la cantidad de doce mil, no tenía la menor idea). El resultado, bueno o malo, fue que acabaron con doce mil botones surtidos por quinientos cuartos.

—¿Tenemos quinientos cuartos? —preguntó nervioso Poldarn una vez que estuvieron de nuevo en la calle.

—Qué más quisiéramos —contesto Copis—. ¿Cuánto has dicho que podías sacar por la espada?

—Tal vez cien. Y tengo otros cien. ¿Y tú?

—En metálico —respondió Copis, evitando mirarle—, libres y disponibles, sin olvidar los otros gastos que hay que cubrir, por lo menos treinta. Pero no pasa nada —agregó rápidamente, al ver que Poldarn emitía un sonido de cierta desesperación—, el pago no vence hasta dentro de diez días. Hay tiempo de sobra.

—¿Tiempo de sobra? ¿Para conseguir doscientos setenta cuartos?

—Sí.

Poldarn torció el gesto. Ella no parecía tener ninguna duda. Pero también había mostrado una confianza absoluta cuando había regateado con Potto Ilec.

—Bueno —dijo él—. ¿Cómo?

Ella sonrió.

—Ven conmigo y lo veras.

Ninguno de los dos abrió la boca hasta que Copis se detuvo de repente ante una grandiosa mansión situada en una hilera de igualmente grandiosas mansiones y golpeo con insistencia el portillo. Cuando apareció la cabeza del portero a través del hueco, le dijo que deseaba ver a Velico Sudel, inmediatamente.

El portero la miró como si tuviera un tercer ojo en medio de la frente y abrió la puerta.

—Esperad aquí —dijo, haciéndoles pasar a la caseta—. ¿Qué nombre?

Copis enarcó levemente una ceja.

—Ah, dígale que venimos de la casa Potto. Nos recibirá. La oficina de Velico Sudel era bastante original. Detrás del escritorio principal había una mesa larga con docenas de escribientes sentados a su alrededor. Más allá se alzaba un enorme tablero de contar, tan grande como la base de un carro, y otra docena de hombres se inclinaban sobre él moviendo las fichas arriba y abajo con rastrillos de largos mangos. En todas las paredes había casilleros repletos de papeles enrollados, la mayoría guardados en tubos de bronce o plata. Velico Sudel resultó ser un hombre delgado, de pelo plateado, que llevaba un grueso y pesado abrigo de lana. Tenía anillos de oro en los ocho dedos, y una enorme gema roja en la que estaba tallado su sello engarzada en oro, en el pulgar izquierdo. Los observó detenidamente, como si estuviera intentando decidir si los compraría o no.

—¿Os envía Potto Ilec? —inquirió.

—Podría decirse así —respondió Copis, con un tono de voz inapropiadamente animado, juguetón incluso—. Sugirió que usted era la persona indicada para hacernos un préstamo.

—Comprendo —respondió Velico Sudel—. ¿Por qué?

—Imaginé que él le debía algún favor —dijo Copis—, o quizá simplemente lo aprecia. En fin, necesitamos trescientos cuartos prestados durante dos meses. ¿Puede conseguirlo?

—¿Por qué creéis que voy a prestaros trescientos cuartos?

Copis arrugó el ceño.

—Usted es un banquero —dijo.

—Cierto. Pero yo no presto dinero a cualquiera. ¿Y la garantía?

—Ah, eso. —Copis extrajo la carta de venta que les había entregado Potto Ilec—. Eche un vistazo y verá que acabamos de adquirir doce mil botones de hueso de la mejor calidad a la casa Potto por quinientos cuartos. ¿Le sirve?

La actitud de Velico Sudel cambió ligeramente.

—¿Doce mil? —dijo—. ¿Qué pensáis hacer con doce mil botones?

—Venderlos, por supuesto —dijo Copis, con una paciencia un tanto exagerada—. Por los pueblos y las aldeas. Una perspectiva firme como una roca.

La expresión en el rostro de Velico Sudel indicaba que tenía sus dudas al respecto.

—De acuerdo —dijo—, así que tenéis botones por valor de quinientos cuartos. Imaginemos que conseguís venderlos. Mi garantía se esfuma.

—Ah —dijo Copis, con una expresión de impaciencia en el rostro—, pero el dinero que consigamos con los botones lo usaremos para pagarle, y no necesitará ninguna garantía. Si lo piensa, es bastante sencillo.

Velico Sudel parecía un hombre intentando discutir con un niño que es demasiado pequeño para darse cuenta de que si papi no tiene una respuesta a sus preguntas es porque no hay respuesta, no porque papi sea idiota.

—Sí, pero ¿qué ocurre si os roban en el camino de regreso, o si alguno de vosotros se escapa con el dinero? O imaginemos…—Arrugó el entrecejo, desplegando su imaginación como un viejo estirando las piernas después de haber permanecido sentado demasiado tiempo en la misma silla—. Imaginemos que intentáis atravesar un río desbordado y el carro es arrastrado por la corriente. ¿Qué pasa con mi garantía?

Copis suspiró.

—Mi socio ha sido mensajero especial de la casa Falx, así que cualquiera que intente robarnos terminará sirviendo de alimento para los cuervos. Por la misma razón, yo jamás osaría escapar con su dinero, y él no se irá de mi lado porque está enamorado de mí. —Eso era nuevo para Poldarn, pero Velico Sudel pareció aceptarlo como un argumento válido, así que no dijo nada—.Y en cuanto al tercer punto, le juro sobre la tumba de mi padre que seremos especialmente cuidadosos cuando crucemos ríos. Además —añadió, mientras Velico Sudel emitía sonidos de desaprobación—, como es lógico, no llevaremos todos los botones cada vez que salgamos de viaje. Seguramente, no más de un millar cada vez, lo cual significa que, incluso si nos ocurriera alguno de esos horribles percances, aún quedarían botones más que suficientes para asegurar sus podridos trescientos cuartos. ¿Satisfecho?

Velico Sudel no parecía satisfecho en absoluto, pero tenía el aspecto de alguien que de buena gana pagaría trescientos cuartos para quitarse a Copis de encima.

—¿Y Potto Ilec les ha mandado aquí? —inquirió.

Copis asintió.

—Dijo que hay muchos ladrones y delincuentes por ahí que intentarían sacarnos el cinco por ciento en un crédito tan sencillo como éste, pero que usted no era así, que le bastaría con el dos por ciento. Oh, dijo que simularía poner el grito en el cielo —prosiguió, mientras el rostro de Velico Sudel adoptaba una mueca de ferocidad y su boca se abría—, pero sólo por costumbre. Así que —dijo ella—, ¿tiene el dinero aquí o necesita un momento para conseguirlo?

Velico Sudel la escrutaba como si fuera algún temible monstruo legendario en el que jamás había creído y que de repente se materializaba en su oficina y comenzaba a construir su guarida.

—Ni siquiera me habéis dicho como os llamáis —dijo, perfectamente consciente de lo mal que sonaba aquello pero incapaz de pensar en algo mejor.

—No sé si nos lo ha preguntado —respondió Copis—. Mi nombre es Copis Bolidan, y él es mi primo Balga.

—¿Copis Balga?

—Balga Bolidan —corrigió Copis—. Somos de Torcea, allí los nombres se manejan de otra manera.

—Y dice que es su…, bueno, no importa. —El rostro de Velico Sudel adoptó un encendido tono rojizo—. Eso es asunto suyo, supongo, a mi no me incumbe. Y no tiene nada que ver con el tema —dijo, levantando la vista repentinamente—. Aun así, sigo sin ver cómo puedo prestarles trescientos cuartos únicamente con la garantía de la mercadería.

Pero libraba una batalla perdida, y los tres lo sabían. En honor a la verdad, lo cierto es que prolongó la discusión durante otro cuarto de hora antes de llegar a un acuerdo: trescientos cuartos durante dos meses a un dos por ciento de interés, con la garantía de los botones. Cuando por fin se dio por vencido y envió a un escribiente a que recogiera el dinero, Copis le entregó la carta de venta para que endosara el préstamo en el reverso. Velico se entretuvo un buen rato afilando la pluma, y su letra era menuda.

—¿Qué demonios has hecho? —le preguntó Poldarn cuando salían del edificio.

—Ha funcionado, ¿no?

Poldarn pasó la bolsa con las monedas a su mano izquierda.

—Si —admitió—. Pero seguro que no se puede hacer eso…, ofrecer algo en garantía cuando aún no se ha pagado.

Copis bostezó.

—Es posible que tengas razón —dijo—. Por eso tuve que ponerle nervioso. Creo que lo conseguí.

—Desde luego, a mí me pusiste nervioso —replico Poldarn—.¿Y ahora qué?

—Llevamos el dinero a la casa Potto; si hay una cosa que no soporto es deberle dinero a alguien; luego compramos un carro, volvemos, cargamos todos los botones que tengan y decidimos dónde vamos primero. Para que perder el tiempo, ¿no?

Potto Ilec pareció sorprendido aunque complacido de volver a verlos, y redactó una orden para que el encargado del almacén les entregara los botones.

—Ojala pudiera decirles exactamente con cuántos botones contamos —dijo—, pero ahora mismo no puedo; los libros de inventario están en la fábrica. —Una inconfundible expresión nostálgica se adueñó de su rostro—. No creo que les interese ver la fábrica —agregó.

—Encantados —dijo Copis rápidamente antes de que Poldarn pudiera declinar la oferta—. Si vamos a vender sus botones, la verdad es que debemos ver la fábrica.

Potto Ilec sonrió complacido.

—Espléndido —dijo—.Bueno, iremos directamente.—Antes de que cambien de idea, no precisó añadir. Su sonrisa lo hizo por él.

Tardaron más de media hora a paso ligero por estrechos callejones y pasadizos sobre los cuales los aleros de las casas de ambos lados casi se encontraban en el centro, y Potto Ilec no paró de hablar hasta que llegaron a la entrada de la fábrica. Ni Copis ni Poldarn comprendían bien lo que Potto decía. La mayor parte eran abstrusos detalles mecánicos de los nuevos modelos de tornos, pozos para serrar y aparejos para la muela que acababa de construir, intercalados de vez en cuando con algunas alusiones acerca de lo mucho que se preocupaba por el bienestar de sus empleados y de cómo para él constituían una familia y no sus sirvientes. Poldarn estuvo todo el rato intentando llamar la atención de Copis para hacerle un gesto de fastidio por haber accedido a tal pérdida de tiempo, pero ella tenía la habilidad de mirar hacia otro lado justo en el momento oportuno.

—Aquí está —anunció Potto Ilec, deteniéndose de repente frente a una grisácea puerta de madera rajada que se alzaba en el muro de un callejón especialmente oscuro y estrecho—.Nuestra fábrica, y probablemente la mejor instalación de este tipo al norte de la bahía.

Dio tres golpes en la puerta con el puño. No ocurrió nada.

—Seguramente no nos oyen debido al ruido de las maquinas —explicó—. No me puedo quejar, significa que están ocupados y concentrados en el trabajo. —Golpeó la puerta por cuarta vez.

Una pequeña astilla de madera se desprendió y cayó a sus pies. Y Poldarn se estaba cansando y cada vez estaba de peor humor.

—Venga —dijo—, déjeme intentarlo —y le dio a la puerta una patada como para partirle las costillas a un hombre. Algo cedió y la puerta se abrió de golpe. Potto Ilec le miró perplejo y se sumergió en el interior como un pato lanzándose al agua.

Estaba muy oscuro, más oscuro aún que la oficina de la casa Potto.

—Cuidado con la cabeza —dijo Potto Ilec, doblándose prácticamente en dos para evitar una viga muy baja—. Ah, y ojo también con los pies. Un taller desordenado es un taller atareado, eso es lo que siempre digo.

Atravesaron otra puerta que daba a un gran vestíbulo. Estaba un poco menos oscuro; algún rayo de luz conseguía atravesar las largas y delgadas hendiduras verticales situadas a unos dos tercios de distancia del suelo que hacían las veces de ventanas. El vestíbulo estaba repleto de hombres, mujeres y niños, la mayoría sentados en fila en el suelo y con las piernas cruzadas delante de un poste o tocón de madera instalado sobre el húmedo suelo de barro. Entre las filas había pasos de tablones colocados sobre ladrillos. El hedor era repulsivo: carne podrida y hueso quemado, sudor, orina y un olor grasiento y dulce que se pegaba a la lengua en cuestión de segundos. Todas las superficies aparecían cubiertas de un fino polvillo blanco como la nieve.

—Aquí está —dijo orgulloso Potto Ilec—. Ojalá mi padre hubiera vivido para verlo.

Poldarn escudriñó a la figura achaparrada que tenía más cerca, que finalmente consiguió identificar como un hombre. En la mano izquierda sujetaba un botón. En la derecha tenía un palo hecho con juncos trenzados. Estaba puliendo el botón con el palo.

—Trozos de cola de caballo —explicó Potto Ilec, siguiendo con la vista a Poldarn—. Son afilados y ásperos, perfectos para alisar las marcas de la sierra, y son gratis. Sencillamente enviamos a alguien a la zona donde crecen y cargamos un carro.

Al lado de la rodilla izquierda del hombre había un gran tarro de barro repleto de botones sin pulir. Junto a su rodilla derecha había otro igual, a medias lleno de botones pulidos. Poldarn observó que las manos del hombre estaban agrietadas y cubiertas de sangre.

—Aquí —prosiguió Potto Ilec, caminando pesadamente sobre los tablones en dirección al fondo—, tenemos las mesas de corte, donde serramos el hueso en finas laminas. Absolutamente maravillosas, las nuevas sierras. Tan sólo se necesitan tres hombres: uno hace girar la manivela, otro pone los huesos en la tolva, y el tercero los empuja hasta el sitio de corte. Mire.

Se requería cierta dosis de interés, así que Poldarn dio un paso para acercarse a la sierra más próxima. A su pesar, el proceso le pareció fascinante. Un niño alto y huesudo accionaba una manivela (tenía que ponerse de puntillas para llegar arriba) que ponía en marcha un complicado juego de engranajes que hacían girar la hoja redonda de la sierra a una velocidad increíble. Dos tercios del filo se encontraban enterrados en un gigantesco banco de madera, y en paralelo se abría una profunda hendidura tan larga como el banco por la que circulaba una lanzadera encajada con tornillos de madera, ingeniosamente diseñada para sujetar diferentes formas y tamaños de huesos.

Un hombre calvo ataviado con una raída camisa roja empujaba la lanzadera hacia la hoja de la sierra, que despedía un chorro de tino polvo blanco, como una fuente —Poldarn observó que le faltaba la mitad del pulgar izquierdo y prácticamente todo el dedo corazón de la mano derecha—, mientras detrás de él, un niño bajo y rechoncho sujetaba otro hueso en otra lanzadera.

El hedor del hueso quemado por la fricción era nauseabundo.

—Aquí —dijo Potto Ilec—, tenemos los bancos para taladrar. Otra maravillosa innovación; no verán nada igual en ningún otro lugar de la tierra, estoy seguro.

Lo primero que observó Poldarn acerca del banco para taladrar fue la fila de lo que parecían horcas en miniatura: un poste vertical, de la longitud de un brazo, con dos barras que formaban ángulo recto, a un palmo una de otra. En el extremo de cada barra había un agujero atravesado por un eje de madera con un anillo de bronce que sujetaba una pequeña taladradora.

Alrededor del eje había cinco o seis vueltas de cuerda y los extremos de la cuerda estaban sujetos a un arco de madera que un trabajador empujaba hacia adelante y hacia atrás, haciendo girar la perforadora. El segundo hombre de cada perforadora presionaba la parte superior del eje con unos trapos o, a veces, con la palma de la mano desnuda, empujando las brocas contra la pieza: un cuadrado de hueso procedente de las largas y delgadas láminas que producían las sierras, sujeto por dos pinzas de madera. Cuando el agujero estaba listo, el que presionaba aflojaba las empulgueras y colocaba el cuadrado de hueso en la plantilla, listo para realizar el siguiente agujero, obteniendo así cuatro agujeros en un cuadrado perfecto, justo en el centro de la pieza de hueso.

—Veo que su socio comparte mi pasión por la maquinaria— le dijo Potto Ilec a Copis en un tono animado—.A mí me pasa lo mismo; podría pasarme las horas muertas mirando.

Poldarn, que observaba el mecanismo perforador, estaba de espaldas a Copis y no podía ver la expresión de su cara, pero el gruñidito que emitió le dio una idea bastante aproximada de lo que ella opinaba de todo aquello.

—El siguiente proceso es realmente inteligente —afirmó Potto Ilec, abriendo la marcha por los inestables tablones demasiado deprisa. —Idea de nuestro ingeniero jefe, aunque debo confesar que parte del perfeccionamiento es obra mía. Veamos si adivináis cuál es.

Poldarn no tenía ninguna intención de hacerlo, pero la máquina —para redondear las piezas cuadradas— era bastante ingeniosa, a su manera. Básicamente se trataba de un torno; un chico accionaba una manivela, transmitiendo energía por medio de correas y volantes a un eje de roble macizo, en cuyo centro había un nudo con cuatro clavos que sobresalían formando un cuadrado. Estos clavos atravesaban los agujeros del botón y lo encajaban en los correspondientes huecos de una superficie giratoria montada en el torno. Cuando el chico accionaba la manivela, el eje giraba a gran velocidad, y el tornero aplicaba el borde de un cincel a los extremos del botón cuadrado hasta desprenderlos, consiguiendo un botón perfectamente circular.

Esta operación sólo llevaba unos segundos, después de lo cual el torno se retiraba, el botón se echaba dentro de un tarro y se colocaba una nueva pieza. Cuando el tarro estaba lleno, suponía Poldarn, se lo llevaban a uno de los pulidores que trabajaban agachados sobre el húmedo suelo. Poldarn le preguntó a Potto Ilec por que no había construido otra máquina que hiciera ese trabajo.

Potto Ilec parecía desolado.

—Dios sabe que lo he intentado —dijo—. Pero el problema es sujetar el botón. Intentamos modificar el sistema de sujeción del torno, pero incluso cuando encontramos un sistema que funcionaba, tan sólo podíamos pulir los extremos, y seguíamos teniendo que pulir la parte central a mano, así que no merecía la pena. —Suspiró—. Quiero decir —prosiguió—, si se le ocurre una forma de montar el botón en el eje, me encantaría que lo compartiera conmigo. Pero no creo que sea posible.

A Poldarn se le ocurría una solución obvia —un fino anillo en el torno que sujetara el botón por el borde, permitiendo que los rugosos juncos frotaran la superficie—, pero por alguna razón no le apetecía mencionarla.

—Bueno —dijo, intentando parecer entusiasmado—, gracias por la visita. Saber cómo se fabrican hace que los vea con una perspectiva totalmente diferente.

—Encantado —respondió Potto Ilec. Y luego añadió—: Ha sido un placer. Ahora ya saben que cuando digo que podemos hacer literalmente cientos de botones al día y todos idénticos, estoy diciendo toda la verdad. No hay muchos profesionales de cualquier oficio, no sólo del negocio de los botones, que puedan decir lo mismo.

Mientras hablaba se oyó un fuerte golpe procedente del fondo del taller, acompañado de un estremecedor aullido y seguido de gritos de confusión. Poldarn se dio la vuelta y vio que las largas correas de cuero de uno de los tornos se habían soltado. La manivela, repentinamente liberada de su carga, se le había escapado al chico de las manos girando a toda velocidad y le había golpeado en el mentón, haciéndole perder el equilibrio.

Potto Ilec dio un grito de angustia y retrocedió por los tablones, abriéndose paso entre los trabajadores que se agolpaban en torno al muchacho.

—No pasa nada —dijo, casi sin aliento, mientras se unía a ellos—. La correa ha quedado inservible y la manivela se ha doblado, pero lo demás está bien. Me temía que las ruedas se hubieran atascado y se hubieran roto los dientes.

Habían sentado al chico e intentaban apartarle la mano del rostro. Había mucha sangre, pero Poldarn no podía ver la herida del muchacho porque había demasiada gente a su alrededor.

—Está bien —masculló—. ¿Qué pasa con el chico? ¿Es grave?

—¿Qué? Ah, sí es verdad. —Potto Ilec suspiró—. Supongo que depende de dónde le ha golpeado la manivela. No puede haber sido en la frente porque estaría inconsciente, o incluso muerto. —Se le ocurrió algo que pareció animarle—. Tengo que hablar con nuestro ingeniero jefe para ver si se le ocurre una forma de lubricar el eje de la manivela, por si vuelve a suceder una cosa así. Sería un gran reto, creo; algo con una correa paralela y dos tambores suspendidos a ambos lados del eje. —En su rostro se dibujó una amplia sonrisa—. ¿Sabe? —dijo—, si lo pensamos un poco quizá también se nos ocurra algo para modificar las sierras.

Salir del taller, escapar de la penumbra y del insoportable hedor, fue una pura delicia. A Poldarn se le dio bastante bien ocultarlo. Copis ni siquiera lo intentó, pero afortunadamente se encontraba tres pasos detrás de Potto Ilec y él no la vio. —Bueno, ya saben todo lo que hay que saber acerca de la fabricación de botones —dijo Potto Ilec—. Ahora, honestamente, no tiene nada que ver con lo que habían imaginado, ¿verdad?

—No —dijo Poldarn, sin más.

Cuando llegaron a casa de Copis ya había anochecido.

—No sé cómo estás tú, pero yo estoy agotada —anunció Copis tan pronto como cerraron la puerta tras ellos—. Creo que me voy a acostar; mañana, pienso ir a la casa de baños. Dios sabe si conseguiré quitarme esta peste del pelo, pero lo voy a intentar. Si no, tendré que cortármelo.

Ella desapareció escaleras arriba, dejando a Poldarn sentado en una silla al lado de la fría chimenea. El silencio le agradó, después del estruendo de la fábrica y las palabras de Copis sobre lo que pensaba de Potto Ilec y de sus maravillosas máquinas, que había dicho sin interrupción desde que salieron de la fábrica hasta que llegaron a la casa. Copis consideraba que la fábrica de botones era una aberración. El entendía su punto de vista, aunque prefería llegar a lo mismo desde otra perspectiva (ella no soportaba el olor y el aire húmedo de la fábrica; hacían que se sintiera sucia y desaliñada); pero, por otro lado, había algo en las máquinas —su capacidad, su potencia y su inhumana crueldad— que le resultaba atractivo a una parte de sí mismo a la que no estaba seguro de conocer. La capacidad de hacer miles de unidades de algo, de forma que cada una de esas cosas sea exactamente como tú quieres, tu idea hecha realidad, y sin ningún esfuerzo de tu parte, ya que las máquinas y la gente que se ocupa de ellas hacen todo el trabajo de acuerdo con tu diseño…, pensar en ello e intentar imaginar lo que se sentiría, le dio una pequeña idea de cómo podrían sentirse los dioses. Un dios, después de todo, no se agacharía cortando, limando y puliendo cada vida de forma aislada. Un dios tendría hileras e hileras de máquinas que darían forma a cientos y miles de vidas simultáneamente (y cada máquina formaría parte de él, y ninguna máquina por sí sola sería el todo), y la esencia de su divinidad sería su poder de construir e instalar las maquinas, trabajar la secuencia de los procesos, encajar las transmisiones y los sistemas de engranaje, para que la fuerza de la mano de un niño ejercida sobre la manivela se transformara en la energía suficiente para atravesar el hueso con sólo tocarlo, y los agujeros de la pieza encajarían en los clavos de la base de forma exacta, siempre, sin tener que pensar, de forma que una vez accionada (con una vuelta de la manivela, un instante de fuerza aplicado a la punta fija), la secuencia de acciones y procesos conduciría a un final seguro y absolutamente estudiado, y todo ello con el amo de espaldas y ocupado en otros asuntos. Los dioses, le pareció, sentirían ese mismo orgullo feroz y absurdamente equivocado que Potto Ilec había desplegado, un amor apasionado por el proceso y el producto en sí mismos, sin otro interés que su valor intrínseco, su lugar en la cadena de procesos que transporta los botones desde Sansory al resto del mundo y que los coloca, al final de una secuencia de funciones y al principio de otra, donde siempre han debido estar, en el abrigo de alguien.

Cerró los ojos. ¿Y si acaso hubiera algunos dioses que sólo accionan la manivela, que hacen funcionar una maquina que no entienden o cuyo funcionamiento han olvidado? ¿Y si alguien debía construir una máquina y perder la memoria, de forma que no pudiera recordar cómo funcionaba la máquina o para que servía? Pero al menos sabría accionar la manivela y hacer girar los engranajes y las poleas, y seguramente intentaría descifrar el funcionamiento y el propósito de la máquina observándola cuando estuviera en marcha, hasta que la lógica y los principios básicos dejaran claro cuáles eran sus procesos y objetivos. Durante un buen rato intentó descifrar esa pregunta, a la vez despierto e inmerso en breves y oscuros sueños, en algunos de los cuales aparecían cuervos y batallas y hombres a los que no conocía; otros puramente mecánicos, la mera máquina y sin manos ni caras humanas. Había sido un día largo y ya había tenido bastante, pero no parecía querer irse. Algunos trocitos se le incrustaban en la mente, como se aloja en el ojo una esquirla de acero que salta de una muela, o en la carne la cabeza de una garrapata después de haber arrancado el cuerpo.