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Capítulo dos

 

Te parece eso una respuesta? —dijo ella.

Él reconoció el tono de voz: desaprobación, impaciencia, deja-de-hacer-el-tonto-esto-es-serio.

—Una respuesta directa, me temo —contestó él bostezando—. No tengo la menor idea de quién soy. Me han dado un porrazo en la cabeza, vamos a dejar los detalles embarazosos por el momento, y no recuerdo nada. Llevo todo el día andando por ahí, y…

—Oh —dijo la mujer—. Ya entiendo. Aún así, no tienes derecho de ir por ahí matando a la gente.

El no pudo evitar fruncir el ceño; ¿por qué era tan importante el lugar?

—Lo siento —dijo por tercera vez—. Había que elegir: él o yo. Sea cual sea mi identidad, no quería que me matara un borracho por no quedarme quieto y dejarme atropellar. ¿Quién era él? —continuó—. ¿Tu marido?

La mujer se eche a reír.

—Venga ya —dijo—. No, era mi dios.

—¿Tu qué?

—Mi dios. Y bien que me costó encontrarlo. Una pérdida de tiempo, eso es lo que ha sido.

Vamos a suponer que hay una explicación racional.

—¿De qué estás hablando? —preguntó, con toda la delicadeza de la que fue capaz.

—¿Qué? Ah, ya. No era un dios de verdad —explicó la mujer—.En realidad yo no creo en los dioses, en fin, sería bastante difícil teniendo en cuenta mi trabajo.

—¿Ah sí? ¿Y cuál es?

—Soy sacerdotisa.

El dio un suspiro. Tal vez, si recordara alguna cosa, sabría que el mundo era así normalmente, aunque, sinceramente, era difícil de imaginar.

—Eres sacerdotisa —repitió.

—De mentira, tonto. Igual que él no era un dios auténtico. Venga, piensa un poco. ¿O es que perdiste el cerebro junto con los recuerdos?

—Ah, comprendo —contestó él—. Sois… —no se le ocurría ninguna forma educada de decirlo: estafadores, timadores, embaucadores—. Imitadores —dijo al fin.

—Me gusta —replicó ella—. Imitadores divinos. Eso es lo que somos, o lo que éramos, hasta que apareciste tú. Él era el dios y yo su sacerdotisa. Vamos por los pueblos y las aldeas aguantando a los paletos por dinero. Es un medio de vida. —Suspiró—. O lo era. ¿Ahora qué demonios voy a hacer?

Él se echó a reír, aunque se dio cuenta de que no era lo más apropiado.

—Tanto tu como yo… —replicó, y mientras pronunciaba esas palabras se le ocurrió una idea—. ¿Adónde vas? —preguntó.

—¿Qué? —Parecía preocupada—. Ah, hay un pueblecito a un día y medio hacia el oeste; íbamos allí. Ya no tiene sentido ir, claro, aunque supongo que podría vender el carro; probablemente conseguiría lo suficiente para llegar hasta Josequin. Aunque vengo de allí; el maldito tema era precisamente salir de Josequin.

—¿Cómo se llama el pueblo?

—Cric.

—Cric —repitió él—. No.

—¿Cómo que no? Ah, ya comprendo. Querías ver si el nombre te resultaba familiar. Y supongo que no es así.

—Por desgracia, no. —Se dejó caer sobre los talones, mientras se frotaba la cara con las manos—. No hay que preocuparse—dijo—, lo conseguiré. Debo conseguirlo, porque si no voy a tener graves problemas.

—Si quieres —ese ya era otro tono de voz; un poco de compasión, y, además, ella deseaba algo—. Si quieres —prosiguió— yo te llevaré hasta allí en el carro. Al fin y al cabo, a mí me trae sin cuidado.

Él levantó la vista.

—Gracias —dijo—. Muy amable por tu parte.

—No hay problema. Nos quedaremos aquí hasta que amanezca. Además, será mejor que enterremos a este hombre.

—Esta vez había algo más en su voz, la forma en la que dijo hombre; una transformación deliberada, de valioso activo perdido a una molestia que hay que solucionar. De lo más pragmática, esta mujer—. Me voy a meter debajo del carro.

—¿Por qué?

—Porque ahí abajo se está seco, tonto. Tú estás tan empapado que ya te da igual, pero yo estaba cómoda y calentita bajo la lona. Pues vaya una sacerdotisa que iba a parecer con la nariz goteando como un grifo.

Ah —pensó él—, así que eso es lo que quería.

—¿Te importa si yo también me meto ahí debajo?

—Eres idiota si no lo haces —replicó—. Está lloviendo.

Se tumbaron uno al lado del otro en la oscuridad, con la parte inferior del carro a un palmo de sus narices.

—Me llamo Copis —dijo ella.

—Copis —repitió él—. No, no me es familiar. Tampoco es que me resulte desconocido. Ni una cosa ni la otra, en realidad.

Ella se echo a reír.

—Muchas gracias —dijo—. La verdad es que me sorprendería que lo conocieras. Es que no es un nombre bohec. Soy de Torcea, justo al otro lado de la bahía.

—No me suena de nada —contestó él.

—¿De verdad? ¿Ni siquiera sabes dónde te encuentras? Eso es… —Se detuvo durante un instante, probablemente para ordenar sus pensamientos—. Muy bien —continuó—, te lo voy a explicar. La verdad, no me resulta fácil, porque la geografía no es mi fuerte; a ver, estamos justo al sur del río Mahec. ¿Te suena?

—No.

—Bien. Veamos. Ahí está el Mahec, que nace en las montañas del este y se dirige hacia el oeste hasta llegar al mar, creo que es así. Al sur del Mahec hay una enorme y accidentada planicie; ¿puede haber una planicie accidentada? Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Llanura y montes y valles, la mayoría demasiado elevados para poder cultivar, así que los pueblos y las aldeas se encuentran abajo, en los valles. Justo en el centro esta Josequin, la única ciudad que merece la pena al norte del Bohec. ¿Todavía no?

—No —respondió él—, pero es muy interesante. ¿Qué es el Bohec?

—Es otro río —contestó ella—, más o menos paralelo al Mahec, mucho más grande y más importante, porque es navegable hasta Mael; Mael Bohec, ese es su nombre completo, y hay otras tres ciudades importantes: Boc Bohec, en la costa oeste, Weal Bohec, a un día hacia el interior, y Sansory, a dos días río arriba desde Mael. ¿Entendido?

—Creo que sí.

—Muy bien. De todas formas, desde el Bohec hasta la costa sur, la bahía, hay otros dos días de camino, y un día de navegación atravesando la bahía desde uno de los puertos de la costa sur hasta Torcea, de donde yo procedo. Pero, claro, eso sólo se puede hacer en verano; el resto del afro hay que dar toda la vuelta, por el este. En dirección oeste esta el mar abierto, por supuesto, y nadie tiene la menor idea de lo que hay al otro lado. Y ya está todo. Al menos, son los únicos lugares en los que yo he estado, y son suficientes por el momento.

Le estaba entrando sueño, pero se trataba de buena información, información sólida, tan útil como las herramientas o las armas.

—Gracias —dijo—. ¿Y dónde nos encontramos ahora mismo?

Ella rompió a reír.

—Oh, en medio de ninguna parte —contestó—. Estamos por lo menos a tres días de Josequin; en realidad, Weal o Mael están más cerca, pero hay dos cadenas de montes en el camino.

—¿Tienes algo para comer?

—Sí —respondió ella—. En el carro. Levanta la tapa de la caja y encontrarás un tarro. Galletas de Josequin. —Se echó a reír—.Y si no te refrescan la memoria, es que no eres de por aquí.

Las galletas de Josequin resultaron ser redondas, planas y delgadas, ligeramente más grandes que la palma de la mano; avena endulzada con miel, también tenían pequeños trozos de frutos secos y pasas. No las recordaba y quizás habrían sido un poco demasiado dulces para su gusto si no hubiera tenido tanta hambre. Se comió dos.

—Es una de las cosas curiosas de este tinglado —dijo Copis—. O te mueres de hambre en la carretera entre un trabajo y otro, o comes cosas maravillosas como ésta; tan solo los manjares son apropiados para el dios, ya sabes. Salmón, cordero ahumado, perdices, pavo; mucha comida de ese tipo, pero si quieres unas tortitas y un trozo de queso para cocinar, olvídate. Lo mismo con la bebida. Si me hubieras dicho hace cinco anos que llegaría un día en que cambiaría una jarra de vino por la misma medida de leche, me habría reído en tus narices. Aunque la verdad es que nunca me ha gustado mucho el vino. ¿Y a ti? Supongo que no lo sabes.

—No.

—Bueno. —El pudo sentir que ella estaba a punto de preguntar algo—. Sabes —continuó ella—, he estado pensando. He perdido a mi compañero, tú no tienes nada que hacer hasta que recobres la memoria. Es de tontos vagar de un sitio a otro sin un medio para ganarse la vida.

—Quieres que ocupe su lugar. Que me haga pasar por un dios.

Ella soltó una risita.

—No un dios. El dios. ¡Caray! Supongo que también tengo que explicarte eso, ¿no?

—Estaría bien.

—De acuerdo. Últimamente (digamos en los últimos diez años, año más, año menos) mucha gente, especialmente por esta zona, ha empezado a creer en este nuevo dios; bueno, no es exactamente nuevo, está en todas las historias antiguas, pero por lo visto desapareció y ha de volver justo antes del fin del mundo. Se supone que separa el bien del mal, comoquiera que se defina eso; los buenos sobrevivirán y heredarán la tierra, mientras que a los malvados les espera el enemigo. En cuanto al enemigo —continuó— se refiere a los piratas, o al menos así lo entiende la gente, y no se les puede culpar, bien mirado. Por supuesto, es todo una sarta de estupideces. Pero ya sabes lo que dicen: las oportunidades y los champiñones…

—¿Las oportunidades y los champiñones qué?

—Nacen en la mierda —explicó ella—. ¿Qué te parece? La verdad—añadió—, tampoco tienes tanto donde elegir, ¿no?

El se echo a reír.

—Antes estaba pensando —dijo— que de repente todo son alternativas; todas las opciones que jamás se pudieran desear, y ninguna razón en para favor de una o de otra. No sé —prosiguió—. ¿Qué pasa si aparecemos en algún sitio y resulta que yo he estado allí y me reconocen?

—Vamos—dijo ella—. ¿No sería bueno?

—Eso depende de lo que hubiera estado haciendo allí la última vez—respondió él—. Imagínate que soy uno de esos piratas, por ejemplo.

—No tienes por qué preocuparte en ese sentido —contestó Copis—. Nadie conoce el aspecto de los piratas. Adivina por qué. Su proceder habitual es no dejar supervivientes. Así es todo mucho más sencillo, ¿no?

—De acuerdo —dijo él, conteniendo un bostezo con el dorso de la mano—. Pero lo más probable es que, en cuanto recupere la memoria, me largue como alma que lleva el diablo. Quiero que ese quede claro…

—Está bien —contestó ella—. Entonces, bienvenido al equipo. Supongo que será mejor que te cuente en qué consiste el trabajo.

—Más tarde —masculló él, mientras se le cerraban los párpados—. Hoy ha sido un día muy largo.

Ella estaba diciendo algo cuando él se durmió, y el sueño empezó casi con impaciencia, como un niño al que se le ha prometido una excursión. Aquí era fácil recordar; recordaba al hombre de corta estatura y al muerto del granero y a la mujer, pero cuando miraba a su alrededor todo era distinto.

Esta vez se encontraba cerca de una fuente en medio de un patio. Era mucho más joven, y el reflejo en la charca le mostraba una cara redondeada y un tanto regordeta, coronada por una maraña de rizos rojizos y con las primeras trazas desaliñadas de una barba. Volvió la cabeza porque había alguien detrás de él.

—¿Preparado?

Se vio a si mismo asentir, mientras el otro hombre (quizás uno o dos años mayor que él, vestido con la misma sencilla camisa blanca y unos pantalones grises bastante elegantes) abría una caja de madera y le pasaba un puñal. Lo cogió y le examinó con atención, estudiándolo como si los detalles fueran de mucha importancia. Teniendo en cuenta como son les puñales, se podría decir que era un puñal bonito; la hoja, de doble filo, medía unos dieciocho centímetros de largo y se estrechaba suavemente hasta la punta; la empuñadura era de marfil y estaba tallada en forma de espiral. Parecía caro y nuevo, o muy bien cuidado. Se preguntó por qué era importante.

—Recuerda —dijo el otro hombre—, comenzará por tu cara, intentará asustarte. Mantente en guardia, no le permitas que se acerque y todo irá bien. Es importante que utilices les pies; no le sigas el juego, arriba y abajo en línea recta. Echa el pie atrás, intenta rodearle todo el tiempo, no temas cubrirte con la izquierda. Eres más rápido que él; él es más grande y más fuerte, pero eso no debería importar. Deja que se canse, así se descuidará y bajará la guardia. Con que lo haga una vez, tienes la victoria asegurada. ¿Entendido?

Durante un momento había dejado de prestar atención; observaba la estatua que constituía la pieza central de la fuente. Ni por asomo podía decirse que fuera bonita, pero si impresionante: un cuervo, reproducido de forma muy realista, con un anillo de oro en el pico.

(Ah, ahora ya sé dónde estoy, he vuelto a mi memoria. Muy bien.)

—Muy bien —dijo asintiendo con la cabeza—, yo debería ser capaz de manejar la situación. Si te soy sincero, me preocupa más lo que pueda ocurrir después.

Aquello pareció molestar al otro hombre.

—No pienses en eso —dijo—. En serio. Podría distraerte, crearte indecisión en el momento crucial. Por lo que a ti respecta, lo único que tienes que hacer es clavarle ese puñal en las costillas. Ya veremos que hacemos luego; no te preocupes.

Hacía un agradable frescor en el patio, cerca del agua. Aprovechando que el otro no miraba, extendió la mano para coger un poco; mientras bebía a pequeños sorbos, se oyeron unos ruidillos e inmediatamente se sintió avergonzado.

—Bueno —dijo el otro hombre, asomándose tras la columna en dirección a la verja del patio—, ya viene. Ya sabes lo que hay que hacer. Buena suerte.

(¿Ya sé lo que hay que hacer? Esto va a ser interesante.)

Sonrió a modo de respuesta, deslizó su puñal entre el fajín y la espalda y se alejó de la fuente en dirección a la verja, fuera de la vista de cualquiera que viniera del patio principal. El otro hombre se sentó en un banco entre las sombras del extremo oeste del patio, sacó un libro, lo abrió al azar y comenzó a leer. No mucho después, vio una sombra que atravesaba la verja y supo que era el momento de entrar en escena. El tempo era importante aquí. Conto en voz baja, uno, dos, y empezó a caminar con brío hacia la verja. A los cinco pasos, se dio de bruces con el hombre cuya sombra acababa de ver. Sin detenerse a recuperar el aliento, soltó lo aprendido:

—Cuidado, maldito estúpido. ¿Es que no mira por dónde va?

El hombre con el que acababa de tropezar le había cogido, sujetándole por los codos para evitar que cayera.

—Lo siento —dijo—. Ha sido culpa mía. Lo siento mucho.

Un hombre corpulento, el recién llegado, más de un metro ochenta de estatura, ancho de hombros, pelo negro, largo y liso, barba espesa, con unas cinco o seis canas, y ojos castaños, con una expresión que en seguida se adivinaba dulce. Sonreía.

Nada bueno.

—Con eso no basta —improviso él—. Chocar conmigo de esa forma, podría haberme hecho daño. —Sonaba nervioso, y tenía la desagradable sensación de que el hombre corpulento se había dado cuenta. En fin—. Alguien debería darle una lección —continuó, intentando sin demasiado éxito que su nerviosismo sonara a enfado.

—Ya he dicho que lo siento. —respondió el hombre, soltándole los brazos—Tengo un poco de prisa, eso es todo, y estaba distraído. No estás herido ¿verdad? —preguntó.

—No. Pero no es eso. —Todo estaba saliendo mal; este hombre horrible, este enemigo del imperio, debería ser tan fácil de provocar como un avispero. Y sin embargo, era como intentar buscar camorra con una almohada—. Anda por ahí como si fuera el dueño del lugar. Y no lo es. Al menos, por ahora.

Eso atrajo su atención; pero en lugar de enfadarse, simplemente parecía sentir curiosidad. Maldición, lo ha descubierto, he revelado el juego. Sabe que le hemos tendido una trampa.

—Qué cosas más raras dices —observó el hombre—.Y siento mucho haberte enfadado. Ha sido un accidente, nada más.

—A mí no me lo parece. —Por el rabillo del ojo podía ver al otro hombre, a su amigo, con aspecto avergonzado, lanzándole una mirada de la-has-fastidiado desde las páginas de su libro. Eso le enfureció—. Creo que lo ha hecho a propósito.

—¿Qué dices? Ni siquiera sabía que estabas ahí.

—Lo ha hecho a propósito —machacó—, porque disfruta mangoneando a la gente como nosotros, le gusta avasallarnos porque le hace sentirse fuerte. Bueno, pues vamos a ver lo fuerte que es. —Y en esa línea tan poco afortunada, sacó el puñal, retrocedió un paso y se agachó, adoptando una postura de perfecto manual de entrenamiento.

El hombretón le miró y suspiró.

—Ya veo —dijo. No se inmutó-. ¿Ha sido idea tuya? —preguntó.

—No sé a qué se refiere. —Resultaba deliciosamente embarazoso permanecer ahí en la segunda postura defensiva (un pie atrás, cargando con el peso del cuerpo, la cabeza y los brazos echados hacia adelante, el codo izquierdo arriba, la mano derecha abajo), respondiéndole a un enemigo erguido, desarmado y con los brazos cruzados sobre el pecho—. Vamos —dijo, consciente de que él iba subiendo el tono de voz a medida que crecía en nerviosismo—. ¿Es que tiene miedo?

—Si —replicó el hombre (aunque no lo parecía)—. La gente que me amenaza con puñales normalmente me produce ese efecto. —Maldición, estaba empezando a retroceder, se escapaba. Esto no tenía que suceder; había que hacer algo. Si se marchaba y luego iba contando por ahí lo que acababa de suceder, que le habían tendido una trampa… Sintiéndose desconsoladamente estúpido, dio un paso hacia delante bruscamente con la pierna derecha, hizo un amago de ataque a la cabeza y lo convirtió en una estocada a la entrepierna. El hombre no tuvo dificultad para cubrirse con la mano izquierda, mientras le golpeaba en la nariz con la derecha.

No se lo esperaba; no eran formas, dar un puñetazo en una pelea con puñales. Y dolía… Retrocedió tres o cuatro pasos tambaleándose, se las arregló para no soltar el puñal. Si el hombre hubiera continuado, no habría tenido nada que hacer. Pero no lo hizo; se estaba dando la vuelta, se iba. Con un grito de consternación volvió a la carga, juzgando mal la distancia porque el golpe le había dejado aturdido, pero consiguió agarrarle del hombro y darle la vuelta. La mano derecha del hombre apareció rápidamente para quitarle el puñal; al retirarlo, como un niño que protege un juguete de un padre enfadado, la mano del hombre rozó el puñal y empezó a salirle sangre.

Por alguna razón, él se horrorizó al verlo; se sentía tan estúpido… Pero el hombre seguía intentando hacerse con el puñal; él retrocedió saltando con los pies juntos y consiguió recobrar el equilibrio.

—¡Por el amor de Dios! —gritó su amigo desde atrás. Hizo un esfuerzo deliberado, imaginando que estaba en la escuela de esgrima, a punto de comenzar un ejercicio. Venga, el era bueno… Se lanzó al ataque, le pasó a un pelo del hombro derecho (al menos ese era un movimiento legal, no como esa horrible y confusa manía de agarrarse), y echó el brazo hacia atrás y abajo para llegar al estómago. El hombretón (ahora sus ojos aparecían fríos) se cubrió con el antebrazo izquierdo, se llevó la mano a la espalda y sacó su propio puñal (por fin; yo pensé que nunca llegaría ese momento…). Sintió un alivio tan grande, que no se dio cuenta de que se encontraba fuera de posición y terriblemente desprotegido hasta que casi fue demasiado tarde.

Pero, tal como había dicho antes su amigo, él era rápido. Otro salto hacia atrás y aterrizó bien, sobre las plantas de los pies, buen equilibrio. Ahora el hombre iba en serio, enfadado o resignado, una de dos; también inclinaba la espalda, las manos abajo y hacia adelante. El puñal que blandía era uno de esos largos y finos estiletes de sección cuadrada, de los que llevan los ingenieros y los artilleros, con una escala grabada en la hoja, sin filo para cortar, pero extremadamente eficaces para apuñalar a alguien. Por primera vez se le ocurrió pensar que podía morir… Se estremeció, tenía un nudo en el estómago. Era un experto esgrimista, claro, pero era la primera vez en su vida que el intentaba matar a alguien o se enfrentaba a alguien que quería matarle. No le hizo ninguna gracia.

Al diablo, pensó, y puso en práctica su mejor movimiento. Se trataba de una compleja maniobra compuesta de tres tiempos —finta a los ojos, descenso para otro amago a las manos y rápida reacción para una estocada mortal a la cabeza—, realmente infalible si funcionaba, y él la había practicado una y otra vez. El hombre retrocedió al primer amago, lo veía venir (como se suponía que tenía que hacer) y movió su brazo izquierdo para bloquear el segundo, que también interpretó como debía.

Y lo que debería haber hecho, si hubiera aprendido a luchar con puñal en el Anillo Morado y no en el callejón trasero de una taberna del muelle, sería haberse desplazado un paso para contraatacar, justo en la trayectoria de la hoja. Sin embargo, de forma bastante incorrecta, procedió a apoyarse sobre el pie derecho, para golpear con fuerza con el izquierdo. La bota fue a parar directamente a la entrepierna del hombre más joven. Éste soltó el puñal y se encogió, escuchando su propio alarido de dolor mientras se veía a sí mismo, repentina e inesperadamente, con la mirada puesta en la hierba que había entre sus pies. Joder, voy a morir, pensó, justo en el momento en el que el puño del otro se estrellaba a un lado de su cabeza, tirándole al suelo.

No ocurrió nada durante un buen rato. Se encontraba tumbado sobre el brazo izquierdo, sin darse cuenta de mucho, excepto del tremendo dolor que sentía en la cabeza y en la ingle. Oyó que su amigo gritaba, ¡Idiota!, pero a estas alturas ya le daba igual lo que los demás pensaran de él, en realidad, no se daba cuenta de nada que no fuera sus enormes molestias. En ese instante vio como las botas del hombre se acercaban a él —ya está, ahora me va a rematar, no hay nada que hacer— e intentó moverse, pero era una pérdida de tiempo.

El otro hombre levantó el pie derecho y le dio una buena patada en el estómago.

—Muy bien —le oyó decir—, ya te puedes levantar. Y —a su amigo, probablemente, aunque casi no importaba—. Tú no te metas en esto. ¿No te conozco de alguna parte?

—No lo creo —balbuceó su amigo, cobarde bastardo, me las pagarás-. Yo solo estaba sentado aquí…

—Sí, vale. —El hombre parecía molesto, nada más—. Claro que te conozco, ahora que lo pienso. Eres Galien; usted perdone, el príncipe Galien. Ha sido idea tuya, ¿verdad?

—No, de verdad —contestó Galien, aterrorizado—. Como le dije antes, yo sólo…

—Vete a la mierda.

—Pero yo…

—Que te vayas a la mierda. —Por lo visto Galien hizo lo que le ordenaban, porque no volvió a rechistar; sin embargo, él sentía la mano del hombre en el cuello, tirando de él hacia arriba. Las piernas no le respondían demasiado bien y terminó colgando de su mano, como un chiquillo—. Y tú, Tazencius —dijo el hombre—, deberías tener un poco más de sentido común. ¿En serio creíais que ibais a saliros con la vuestra? ¿Los dos solos?

—Suélteme —replicó jadeando.

—De acuerdo —dijo el hombre, mientras lo soltaba. Por supuesto, fue a parar otra vez al suelo. Le pareció que se había torcido el tobillo—. Bueno, cuando quieras. —Sintió que era izado de nuevo, como un pez en una caña, y se encontró a sí mismo mirando directamente a los ojos del hombre—. Payaso —le soltó el hombre.

—Usted… —apenas podía contener las lágrimas—. Se lo va a contar a mi padre, ¿verdad?

Oh, el desdén de su mirada…

—No —respondió—. Eso sólo empeoraría las cosas; el tendría que castigarte y entonces todo el mundo me odiaría, ya no sólo casi todo el mundo. Dios bendito, ¿qué os pasa a todos? ¿Es que no podéis dejarme en paz?

—Lo siento. —Lo dijo sin pensar, porque era lo que sentía. De repente el hombre sonrió.

—Lo sientes —repitió—. Bueno, está bien. —Le liberó—. Discúlpate como es debido, si no iras derecho a la cama sin postre. Sois increíbles. —Ya no parecía enfadado; el desprecio seguía allí, pero probablemente siempre había estada presente. Y era un desprecio tolerante, como el que en ocasiones vislumbraba en los ojos de los sirvientes de más edad, los que llevaban largo tiempo en la corte—. Ahora vete —prosiguió el hombre—, antes de que pase alguien y nos vea. Y escucha bien, Tazencius: la próxima vez que tú y tu taimado primo queráis jugar a la política, no intentéis armar camorra con un soldado porque quizá salgáis heridos. Tú eres un príncipe, y yo he jurado proteger a todos los miembros de la familia real con mi vida, lo cual, Dios nos asista, te incluye a ti. Odiaría verme arrastrado a una pelea con un adulto sólo para evitar que te corten ese estúpido cuello tuyo. ¿Entendido?

Él asintió y comenzó a retirarse.

—Un momento —dijo el hombre—, olvidas una cosa.

—¿Sí?

El hombre se inclinó y cogió algo. —Tu puñal —dijo—. Estas cosas no se pueden dejar por ahí; alguien podría cortarse. Además, vale un montón de dinero —añadió—. La paga de un año, cuando yo tenía tu edad. —Se lo devolvió con solemnidad—. Ten cuidado —avisó—, está afilado.

—Gracias —dijo inmediatamente.

—De nada.

—En realidad… —¿Por qué decía eso? Simplemente por decir algo—. En realidad no es mío, es de Galien.

—Entonces, que no se te olvide devolvérselo —respondió el hombre—. Ha sido idea suya, ¿verdad?

Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

—Sí.

—Ya me parecía a mí. Es igual que su padre. —El hombre le miró con gesto serio—. De verdad —dijo—, lo mejor es que te mantengas lejos de él. Parece que esta de tu parte, pero en realidad no es así. —Su rostro se entristeció y añadió—: Nadie lo está, esa es la maldita verdad.

Por alguna razón, aquello le dejó helado.

—¿Nadie?

—Nadie. —Sus ojos eran grandes y dulces—. Excepto yo, probablemente, pero no deberías contar con ello.

Él respiró profundamente.

—Dígame una cosa, general —dijo en voz baja—. ¿En qué bando está usted? De verdad.

—¿De verdad? —El hombre sonrió. Era de los que preferían sonreír, si era posible—. ¿Sabes? A veces desearía saberlo.

—Pero general…

 

Pero general

—¿Qué estabas diciendo? —preguntó la mujer, Copis, tendida a su lado en la oscuridad.

Él se despertó.

—¿Eh?

—¿Decías algo?

—Creo que no.

—Me pareció haber oído algo.

Él se frotó los ojos.

—A lo mejor has sido tú —dijo. Estaba empezando a amanecer. Pese a todo, había esperado que de alguna manera todos sus recuerdos habrían vuelto al despertarse. No era así. Ahora bien, recordaba lo que había ocurrido el día anterior, desde el momento en que había despertado en el barro; algo es algo—. Será mejor que nos pongamos en marcha —dijo, comprobando, al intentar moverse, que tenía tortícolis debido a una mala postura. Además, le dolía la cabeza.

—Muy bien —respondió Copis. Mientras se apresuraban a salir de debajo del carro, a él le dio por pensar que todavía no la había visto, excepto como una vaga sombra tras el farol. Esperó hasta que su cabeza y sus hombros aparecieron al otro lado del carro. Por supuesto, ella también lo miraba.

—Necesitas lavarte —dijo—. En serio.

No esperaba belleza, claro, así que él no se decepcionó.

Por otra parte, ella parecía más joven de lo que aparentaba por la voz; entre treinta y cuarenta años, probablemente más cerca de los treinta, aunque un poco golpeada por la vida. Su cara era angulosa —con la nariz y la barbilla puntiagudas— los pómulos altos y los ojos muy oscuros, y el pelo rojizo recogido hacia atrás, como si le molestara. Llevaba un abrigo de montar de hombre, muy desteñido y bastante gastado en el cuello.

—Si ya has terminado de mirar —dijo, saltando a la caja—, puedes sentarte en la parte trasera. No quiero ofenderte, pero hueles mal.

Ahora que lo pensaba, el tampoco se había visto a sí mismo, no era partidario de contar el reflejo que había visto en las turbias aguas de las charcas cercanas al río.

—Muy bien —dijo—, encuentra un río o un arroyo o lo que sea y me quitaré la porquería. No habrá ropa seca ahí detrás, ¿verdad? —añadió.

—Sí —contestó ella mirando por encima del hombro mientras ponía en marcha a los caballos. Los dos estaban un tanto aletargados y nerviosos después de haber pasado toda la noche bajo el carro—. Claro que él era más alto que tú, y más ancho de espaldas. Va a parecer que llevas la ropa que ha dejado tu hermano mayor.

A lo mejor es así; cualquier cosa es posible.

—No importa —contestó-. Todavía estoy calado hasta los huesos.

Ella tenía la vista puesta en la carretera.

—Debajo de la lona —dijo—. Verás un ovillo de mantas; están dentro. Y también están sus vestiduras de dios, por supuesto; son anchas y sueltas, así que no importa tanto, le pueden valer a cualquiera.

La ropa del muerto era demasiado grande, tal como ella le había advertido, pero el material encerado de la lona la había protegido de la lluvia. El simple acto de ponerse ropa seca se convirtió en un momento de sublime lujuria. ¿Lo habría disfrutado tanto si supiera quién soy? Probablemente no. Después, se sentó con las piernas colgando por la parte trasera del carro, contento por el mero hecho de no estar mojado.

—Esto es lo que hay —anunció Copis, un poco después—. Bueno, tú te lavas mientras yo voy a hacer pis. No tardes mucho.

Dondequiera que estuvieran, aquel era un lugar hermoso. Más abajo, a la derecha de la carretera, el terreno caía en una pendiente bastante pronunciada hasta llegar a una cañada, tan integrada en la llanura que era fácil no verla si no se prestaba atención. Por ella circulaba un riachuelo que desembocaba en una gran laguna o un pequeño lago, según se prefiera, antes de romper contra un dique natural de rocas y caer unos cuatro o cinco metros hasta un batiburrillo blanquecino y mantecoso, atascado por una pared de zarzas, helechos, acederas y perifollo. En la parte inferior, los hilillos de agua se deslizaban con rapidez sobre un lecho de rocas y acababan absorbidos por un pantano. Dos delgados árboles espinosos flanqueaban el salto de agua, y vio a un par de cuervos sentados sobre las rígidas ramas del más cercano, con la cara perversamente colocada en la dirección del viento.

Una rápida ojeada al agua de la charca de arriba, oscura y llena de turba, le convenció de que, si se bañaba allí, no iba a quedar mucho mejor de lo que estaba, así que comenzó a descender como pudo por las rocas hasta el salto de agua. A la izquierda había una pequeña balsa de aguas tranquilas, sobre la cual aparecía una piedra ancha y lisa, tan práctica como una mesa. Abriéndose camino entre los helechos, se fue quitando la ropa y la apiló sobre la piedra, antes de meterse en el agua. Estaba tan fría que le hizo estremecerse, y la caída de agua le salpicaba la cara, cegándole por un momento. Se adentró hasta que el agua le llegó al cuello, sumergió la cabeza y empezó a frotarse el pelo con los dedos, sintiendo como se desprendían el barro y la sangre. Uno de los cuervos echó a volar, dibujó un círculo alrededor de la charca y se dejó caer sobre el otro árbol.

Demasiado fría para permanecer allí más de lo estrictamente necesario… Se encaramó sobre la mesa de piedra, se puso la ropa sobre la piel mojada, se tumbo boca abajo y observó su cara en las tranquilas aguas de la balsa.

Así que éste soy yo, pensó. Vale.

No sabía qué había esperado, pero sin duda no era la cara triste y rectangular que veía, con su larga y recta nariz y su barbilla puntiaguda; y los ojos eran de lo más deprimente, totalmente indiferentes a la tonificante sensación del agua helada sobre la cara y el cosquilleo de la sangre en las mejillas. Había esperado alguien más joven, tan joven como él se sentía, pero a pesar de que tenía el pelo húmedo y echado hacia atrás, pudo ver mechones de pelo gris sobre las sienes y a los lados de la cabeza, bordeando sus pequeñas y planas orejas. Vio también la mancha, suave y un tanto oscura, de una vieja cicatriz, descendiendo desde el extremo del ojo izquierdo hasta el centro del pómulo, y otra en el mismo lado, de la longitud de un dedo pulgar, por donde le habían partido la boca.

Decepcionado… Se sintió como si le hubiesen prometido una casa y le hubieran dado un viejo caserón en ruinas, con un simple y tieso tablón a modo de puerta y la hiedra pellizcando la argamasa de entre las piedras. No era una cara alegre, desde luego; a prueba de agua, eso era todo lo que se podía decir en su favor.

—Date prisa. —Oyó la voz de Copis en lo alto de la cañada—.¿Qué estás haciendo ahí abajo, por el amor de Dios?

—Un momento —contestó—. Una última ojeada a la cara; tenía el ceño fruncido, y los ceños se asientan con facilidad en los surcos que ellos mismos se labran. Cogió un guijarro y lo estrelló en medio de aquella frente.