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Capítulo siete


 

Gracias —dijo Copis—, pero acabamos de cenar.

El soldado sonrió.

—A la bazofia que sirven ahí no se le puede llamar comida —dijo—. Además —anadió, señalando con la cabeza a Poldarn—, él casi no ha tocado la suya. Estaba demasiado ocupado mirando las pinturas. Acompañadme, por favor.

Poldarn se interpuso entre Copis y el soldado.

—Un momento —dijo—. Mientras él estaba ahí dentro cenando, ¿estabais observándome?

—Yo no —dijo el soldado—, pero os estaban vigilando. ¿Por quién nos tomáis? ¿Por campesinos?

Copis le tiraba de la manga como una niña pequeña, intentando prevenirle de algo. Él no se enteraba.

—Entonces, ¿sabéis quién soy?

—Por supuesto que lo sabemos —replicó el soldado mirándole—.Y ahora, por favor, ¿podemos quitarnos de la vista, antes de que todo el mundo en Sansory descubra lo que pasa?

Ahora Copis tiraba con fuerza. Él estuvo tentado de empujarla sin más, pero en vez de eso se giró y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Regreso dentro —dijo—. Tú no me necesitas allí. —Miraba al soldado—. De verdad, no me necesitas.

El soldado se encogió de hombros.

—Usted puede hacer lo que le parezca.—le dijo, y se volvió hacia Poldarn— Venga; vamos antes de que me meta en un lío.

No parecía haber elección, lo cual le pareció bien. Ya había tenido suficientes elecciones.

—De acuerdo —dijo—. Después de usted.

El soldado se puso al frente; su compañero esperó un momento y se colocó detrás de Poldarn, obligándole a caminar a buen paso si no quería que le pisara los talones. Quienquiera que fuera, no se sentían muy intimidados por él.

—Bien —le dijo él al primer soldado—, ¿quién cree que soy?

El soldado se echó a reír sin darse la vuelta.

—Podría decirle exactamente quien creo que es —dijo—, pero no me está permitido insultar a los invitados de su Excelencia. Este paso tiene poca altura, cuidado con la cabeza.

La puerta daba acceso a un pequeño patio, tras el cual había otro arco de poca altura que conducía a una estrecha e incómoda escalera de caracol, tanto por el giro como por la pendiente. Cuando llegaron arriba, Poldarn estaba cansado y bastante mareado. El soldado dio tres golpes en una puerta de roble de aspecto muy sólido y entraron en un pequeño aposento circular, seguramente el último piso de alguna torre. En el centro de la habitación había una sencilla mesa redonda, con dos sillas de respaldo alto; Cleapho estaba sentado en una de ellas, y se veían tres o cuatro tubos de bronce por los que asomaban los extremos de unos rollos de papel. Dos soldados estaban apostados detrás de la silla de Cleapho, enfrente de otra robusta puerta. No había rastros de comida, bebida, copas, platos ni cubiertos.

—Eres un maldito estúpido —le dijo Cleapho, frunciendo el ceño—. ¿Qué demonios ha sido todo eso?

Poldarn abrió la boca para decir algo, pero se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar. Antes de que pudiera poner en orden sus pensamientos, Cleapho continuó:

—Ya sé que todo forma parte de la mística; esto de ir deliberadamente por ahí a plena luz del día, porque tú eres así de tranquilo y temerario, pero la próxima vez haz el favor de no mezclarme en ello. Dios bendito. Cuando te vi allí, a mi lado, casi me da un ataque al corazón. —Movió la cabeza de un lado a otro y prosiguió—: Supongo que muchos de tus hombres están aquí contigo, porque esto —indicó señalando a los cuatro soldados— es todo lo que he traído conmigo, y después de tu proeza en la sala estoy empezando a ponerme nervioso. Maldita sea —añadió—, no estoy acostumbrado a este tipo de cosas, tantas intrigas y misterios. Si es así como diriges los asuntos, no estoy seguro de querer mezclarme contigo.

Podría intentar explicárselo, pensó Poldarn. Y podría acabar escaleras abajo con el cuello roto. Pero este hombre sabe quién soy. Estaría bien enterarse, incluso aunque no viva lo suficiente para saborearlo.

—Por favor —dijo, tan apaciguadoramente como pudo—, quiero que me escuche con toda la paciencia de la que sea capaz. Le prometo que no bromeo. Sabe…

—Venga, déjalo ya —interrumpió Cleapho—. Si obtienes una especie de placer morboso asumiendo riesgos estúpidos, ese es tu problema. Vamos al grano; para ser precisos, este asunto carretera arriba. El tema es…, yo aprecio lo que hiciste, pero ha sido demasiado pronto. Tazencius y su gente no están preparados. Ni siquiera ha empezado a reclutar abiertamente a alguien todavía… maldita sea, aún no tiene nada entre manos, ése es el asunto. No ha habido preparación, sólo esto; de repente, zas. Y si esta es tu idea de una táctica abierta, por favor pon la cabeza junto a la bomba del establo y lávate el cerebro, porque la provisión de ciudades grandes por esta zona es limitada. No podemos ir por ahí incendiando una cada semana mientras Tazencius no esté listo, o se nos acabaran esas malditas. A menos que podamos conseguir a Cronan…

Se interrumpió bruscamente y alzó la mano en señal de silencio. Algo estaba ocurriendo abajo.

—Mierda —dijo Cleapho—. Sí, estupendo. Vosotros dos, entretenedlos en la escalera. —Los dos soldados que le habían llevado hasta allí desaparecieron inmediatamente por la puerta que habían franqueado tan sólo hacía unos instantes—. Vamos por aquí, hacia el tejado. Eso suponiendo —añadió, poniendo cara y de pocos amigos—, que no estén allí ya, lo cual es probable. Dios, vaya follón.

Se puso en pie, mientras los otros dos soldados empujaban la puerta que había tras ellos, abriendo el camino que se adentraba en un oscuro pasadizo.

—Bueno, vamos —dijo—. Me imaginaba que ibas a causar problemas, demasiados para lo que vales. La próxima vez quizá Tazencius me escuche, en vez de unirse a una panda de piratas.

Poldarn oía ruidos inquietantes procedentes del hueco de la escalera: gritos, golpes, crujidos y agudos ruidos metálicos. Se dio cuenta de que Cleapho acababa de enviar a dos de sus hombres a la muerte y ellos le habían obedecido sin dudarlo ni un instante, pues para ellos la obediencia era una acción instintiva, como desenfundar una espada. Decidió seguir a Cleapho.

El pasadizo desembocaba en el exterior. A la derecha había un parapeto almenado, debajo del cual se podía ver el patio principal. A la izquierda se extendía el extremo inclinado del tejado, probablemente pertenecía al refectorio (aunque no estaba absolutamente seguro; su sentido de la orientación se había liado completamente en escalera de caracol). Estaba comenzando a anochecer y el patio estaba inundado de la luz amarillenta de los aposentos de los pisos inferiores.

—Bueno, está bien —decía Cleapho, mientras los soldados que iban adelante abrían a patadas otra puerta que aparentemente conducía al espacio que había debajo del tejado del refectorio, se deslizaban bajo el dintel y trepaban—. Menos mal que al menos uno de nosotros se tomó la molestia de estudiar la distribución de este lugar. Y yo que pensaba que tú eras tan cuidadoso con los detalles.

A partir de ahí las cosas a empeoraron. Uno de los soldados que acababa de pasar retrocedió de nuevo, tratando de desenvainar la espada pero sin conseguirlo por no tener espacio suficiente. Pasó un momento antes de que Poldarn reparara en la sangre que tenía en el rostro. Cleapho lanzó una maldición, apartó al soldado de un empujón y comenzó a correr. Antes de que Poldarn pudiera seguirle, alguien más atravesó el paso; otro soldado o, al menos, un hombre con cota de malla y espada. El recién llegado esquivó al guardia herido, que intentaba quitarse de en medio justo cuando apareció otro hombre y le embistió con una alabarda, alcanzándole debajo del borde del peto. El guardia soltó un sonido sordo, y el hombre de la alabarda le empujó con fuerza hacia atrás, arrojándole por encima de las almenas como el que tira una bala de heno. Entonces se volvió para encarar a Poldarn, mientras su compañero partía en busca de Cleapho.

Poldarn miraba el filo de la alabarda, y rápidamente al hombre que había detrás, y de vuelta al arma. Le parecía oír una vocecilla en el interior de la mente: cuidado con la cuchilla, no con el hombre; será la cuchilla la que te mate si no estás atento. No reconoció la voz pero fue capaz de apreciar la importancia de lo que le decía. Su enemigo (suponiendo que fuera un enemigo, no un salvador) parecía más interesado en mantenerle donde estaba que en atacarle, pero Poldarn consideró que ya había tenido bastante, no aguantaba un momento más de quietud. No parecía que fuera a venir nadie más procedente del tejadillo —no se oían pasos ni había rastros de movimiento— lo cual implicaba que si conseguía quitarse a este de en medio, podría escapar. Muy bien, las cosas empezaban a ir mejor.

El truco estaba en conseguir agarrar el mango sin resultar apuñalado o rebanado en el proceso. Se echó hacia delante; luego, antes de clavarse a sí mismo la punta de la alabarda, dobló un poco la pierna de apoyo, se agachó y se dejó caer hacia atrás, apoyándose sobre la mano derecha y haciéndose con el mango de la alabarda con la izquierda. Incomprensiblemente, el soldado intentó apartar la hoja, como si no quisiera dejarle que se hiriera a sí mismo, pero Poldarn fue más rápido y le arrebató el arma de las manos justo cuando caía al suelo. El otro hombre se apartó de un salto, incapaz durante un momento de decidir si desenfundar o no su espada. Por lo visto, no era el único que tenía problemas con las elecciones. Acababa de optar por desenfundar cuando Poldarn se arrodilló, giró los hombros y lanzó la alabarda, alcanzándole en la pequeña zona al desprotegida sobre el cuello de la cota de malla. El hueso del cuello desvió un poco la hoja e hizo que saliera volando por el patio, pero el hombre ya no era un factor a considerar; Poldarn tenía vía libre para atravesar la puerta. Simplificar, siempre simplificar.

Tuvo que agacharse para atravesar la entrada que daba paso al espacio del tejado, y el pasadizo en el que se encontró estaba oscuro como boca de lobo. Sus dedos reconocieron el tacto de la madera tosca a ambos lados. Mantuvo baja la cabeza, imaginando que no habría suficiente espacio para caminar erguido. Se le ocurrió que debería haber cogido la espada del soldado muerto, por si debía enfrentarse con alguien más, pero no le apetecía regresar a buscarla; no faltaría mucho tiempo para que los enemigos que se encontraban al pie de la escalera de caracol superaran a los dos hombres que Cleapho había enviado a la muerte (se preguntó cuál era la gran causa por la que ellos iban a morir, ¿sabrían cuál era? ¿La compartirían?). Convendría alejarse lo más posible, antes de que vinieran tras él. Lo más probable era que el pasadizo condujera a alguna parte, si no ¿cómo habían podido aparecer por él los soldados enemigos? Adónde llevaba, no tenía la menor idea, pero, en su situación, lo mismo podía decirse de cualquier pasadizo, carretera, avenida, camino y entrada. Al menos parecía discurrir en línea recta, sin giros a derecha ni a izquierda que arruinaran su breve ilusión de simplicidad.

Los tablones crujían bajo sus pies, y sentía las telarañas en el rostro (le hicieron estremecer; por lo visto era una de esas personas a las que no le agradaban las arañas. Tomó nota mentalmente, otro dato más para colorear el desnudo perfil, y continuó avanzando). Cada pocos pasos se detenía un instante a escuchar —pasos más adelante o más atrás, ruidos procedentes de abajo que le indicaran en qué parte de la posada se encontraba— pero no oyó nada que le orientara. Siguió adelante, sacando el máximo partido al hecho de poder avanzar sin obstáculos. Un paso detrás de otro. Fácil.

En el extremo del corredor estuvo cerca de caer por un hueco. Le salvó el sentimiento instintivo de estar a punto de apoyarse sobre la nada, lo cual le hizo dudar y palpar el suelo con la punta del pie. Tras descubrir que había un agujero, se arrodilló para examinar su tamaño con los dedos; era del tamaño de los hombros, lo que sugería que podía tratarse de una trampilla. Arrastrándose sobre la espalda, dejó que sus piernas colgaran sobre el borde hasta que los tobillos localizaron lo que parecían los peldaños de una escalera.

Tuvo que bajar mucho y la oscuridad le impedía distinguir algo, ni siquiera vagas siluetas o diferentes tonalidades de sombras, así que la vista le resultaba tan inútil como la memoria. Se dio cuenta de que había llegado al final cuando rozo una superficie solida con el talón, y una prudente exploración con el pie confirmó que se encontraba al borde de la escalera, sobre algo de más espesor y solidez que unos peldaños. Ahora, por supuesto, debía decidir qué dirección tomar. El sentimiento le resultaba familiar y empezaba a estar hasta la coronilla de él.

Respiró profundamente, se decantó por la izquierda y comenzó a caminar con las manos delante de la cara por si se topaba con alguna viga baja o cualquier otra cosa desagradable. Después de unos doce pasos llegó a una pared, la aspereza de los ladrillos, una textura muy especial. Fue siguiendo el muro, giro a la izquierda de nuevo y se vio recompensado con una textura diferente: madera desbastada, el marco de una puerta y una puerta. Después sintió el frío del metal, un anillo del tamaño de una mano. Tirando de él no consiguió nada, pero al girarlo un torrente de luz amarillenta lo invadió todo.

Eso complicaba las cosas. Se apartó de la luz, no sin antes haber visto a alguien que corría hacia él, un hombre con un arma. Apoyó la espalda contra la pared y, cuando el hombre atravesaba el umbral, le dio una patada detrás de la rodilla, haciendo que se tambaleara y cayera al suelo. Intentó levantarse pero Poldarn se encontraba perfectamente situado para propinarle un fuerte rodillazo en el mentón. Su cabeza salió disparada hacia atrás demasiado rápido y demasiado lejos. Aterrizó sobre uno de sus hombros, y el sonido de su cabeza al golpear el suelo fue grave y pesado.

Una manera de anunciarme tan válida como cualquier otra, por si hay alguien más por aquí. Bueno, no podía permanecer para siempre en la oscuridad. Atravesó el umbral hacia la cruel y desagradable luz y comprobó que se encontraba en una habitación pequeña y vacía, que podía haber sido una salita aneja a la cocina o una despensa. Al frente había otra puerta abierta, a través de la cual vislumbraba una chimenea de piedra en la que ardía un buen fuego y un aparato colgado sobre unos soportes montados en la pared. Desde donde se hallaba podía sentir el calor de las llamas y oía el tictac del mecanismo de relojería de la máquina. Había pinzas, cucharones y objetos cortantes de extraño aspecto en las estanterías de la pared o colgando de las vigas más bajas, y en un extremo se alzaba una enorme vasija de cobre, un crisol o un caldero. Solamente cuando vio el pequeño montón de coles sobre la mesa en el centro de la habitación, se percató de que debía de ser una cocina, y la feroz máquina, un asador.

De alguna manera la idea de encontrarse al lado de una cocina le hizo sentirse aliviado y estúpido a la vez, aunque se daba perfecta cuenta de que ambas emociones eran injustificadas. Aguzó el oído de nuevo, pero no oyó nada que le orientara, e intentó en vano recordar el aspecto del edificio desde el exterior; en particular, si había un acceso directo a las cocinas desde el refectorio. El sentido común le decía que tenía que ser así, pero el sentido común no parecía tener mucho que ver con el diseño de aquel lugar. Entonces recordó que al sentarse a cenar había visto un hogar tan grande como éste en la pared del extremo más cercano al vestíbulo. Por intuición, dedujo que el hogar del vestíbulo del comedor y el que él veía ahora compartían la misma chimenea, resultando divididas por la pared que tenía enfrente, en cuyo caso la puerta de la izquierda conduciría al exterior. La comida saldría por esa puerta sobre una larga mesa, continuaría unos cinco metros y atravesaría la puerta trasera del vestíbulo hasta llegar a la mesa de servir, donde los sirvientes la recogerían y distribuirían. Dio un grito ahogado de alivio, como un hombre que sale a la superficie después de haber estado demasiado tiempo sumergido en el agua. Por una vez, realmente sabía qué camino tomar.

En ese momento, se abrió la puerta. Por ella entró otro soldado de los que había decidido que eran el enemigo. Llevaba el mismo tipo de cota de malla y similar alabarda. El modelo se repetía; claridad y luego complicación. Era como una especie de juego de mesa.

—Diablos —dijo el soldado—. Me había parecido que eras tú.

Poldarn no se esperaba aquello. Había anticipado algo más directo y fácil de manejar, como la cuchilla de una alabarda amenazando su rostro.

—¿Me conoces? —preguntó.

—¿Qué? Soy yo, idiota, el sargento Lovick. ¿Te han dado muchos golpes en la cabeza últimamente o qué? Rápido —prosiguió, antes de que Poldarn pudiera contestar—, la puerta que hay detrás de mi conduce al patio y a los establos; puedes coger un caballo y desaparecer. No te he visto, ¿de acuerdo?

—Pero espera un…

—Que te des prisa. Antes de que nos maten a los dos.

—Lo que acabas de decir —protestó Poldarn—. Lo de los golpes en la cabeza. Eso es lo que ocurrió, no recuerdo nada. ¿Tú puedes…?

El sargento Lovick (quienquiera que fuese) lo miró con cara de muy pocos amigos.

—Para ya, ¿vale? No tenemos tiempo para estas bromitas estúpidas. Mira, si viene alguien, tendré que matarte. Vamos, vete de una vez.

Poldarn sentía la ira a punto de estallar en su cabeza; no podía hacer gran cosa para evitarla, aunque era consciente de lo mucho que complicaría las cosas.

—No —gritó—. No me voy hasta que no me expliques.

—Te he dicho que no hay tiempo…—Él también se estaba enfadando—. Maldita sea, jefe, ¿es que no puedes tomarte nada en serio?

¿Jefe? ¿Es que no podía haberme llamado por mi nombre? Impertinente y desconsiderado bastardo.

—No estoy bromeando, idiota. Venga, ¿no puedes al menos decirme cómo me llamo? Hazlo y te prometo que me iré. Palabra de honor.

Antes de que el sargento Lovick pudiera decir algo, se abrió la puerta que había detrás él. Otro soldado entró y vio a Poldarn; su cara se cubrió inmediatamente de ira.

—Tranquilo —dijo Lovick en voz alta, sin mirar hacia atrás—, ya le tengo, es mío. Regresa y diles…

—Al diablo —dijo el recién llegado—. Mata a ese cabrón ahora mismo, acaba con él.

Lovick sacudió la cabeza. —Nuestras órdenes eran… —empezó a decir.

—A la mierda las órdenes —dijo el otro, avanzando dos pasos, con la alabarda en guardia—. No merece la pena arriesgarse. Si intentas atrapar vivo a este bastardo, nos matara antes de que atravesemos el patio. Venga, hombre, no seas patético.

La expresión de Lovick no sufrió variación alguna, pero, de repente, dio dos zancadas hacia delante e inició un movimiento con su alabarda que, o bien era una estocada mortal a la cara, o una finta para enmascarar un golpe igualmente letal en la sien derecha. Más opciones.

Poldarn decidió hacer trampas sorteando ambas posibilidades. Dio un salto hacia atrás para abrir una distancia de un metro y se echó a la derecha, forzando el golpe del sargento, un garrotazo con el lado romo de la alabarda. Este obedeció sin rechistar y, una fracción de segundo antes de que el extremo de acero se incrustara en su cráneo, Poldarn agarró el mango de madera y tiró hacia la izquierda con fuerza, hundiendo la arista de la parte afilada en la membrana de la mano de Lovick. Tal como había anticipado, el susto y el dolor fueron suficientes para que soltara el arma, y tan pronto se hizo con ella convirtió el tirón en una rápida estocada ascendente. Erró ligeramente el cálculo porque Lovick se estremeció y, en vez de hincarle la punta en la garganta, le dio de lleno en el ojo izquierdo; un golpe igual de bueno, si no mejor. Antes de que el muerto se desplomara, le empujó de nuevo, deshaciéndose del cadáver como un trabajador de la construcción se deshace de una palada de escombros. El otro soldado tuvo que apartarse para esquivarle y, al hacerlo, se puso a tiro de una estocada a la entrepierna, que sorteó justo a tiempo. No le sirvió de mucho, porque se trataba tan sólo de un amago; el golpe letal le alcanzó en el oído, y el impacto del acero atravesando capas de hueso y membranas hizo que Poldarn sufriera en el brazo las vibraciones de la alabarda, que le desgarraron un músculo y le hicieron resoplar de dolor.

De complicado a sencillo en unos pocos movimientos fáciles. Dejó que el propio peso del cadáver lo liberara de la punta de la alabarda. Luego colocó el arma sobre la mesa y se froto el antebrazo dolorido. Mi suerte de siempre, pensó; no hacía falta tener mucha imaginación para anticipar que, si iba a haber más situaciones de éstas, un músculo desgarrado, un esguince o un calambre, cualquier cosa que redujera la perfección de esos movimientos instintivos que parecía saber hacer, podría ser suficiente para matarle. La ira que había ido acumulando antes de la pelea, cuando Lovick no le contestaba, no le decía la única palabra que necesitaba conocer (era tan fácil de pronunciar, no le habría costado nada; maldita sea, lo más probable es que le hubiera salvado la vida)…Toda aquella ira seguía allí pero ahora iba dirigida contra aquellos dos hombres, malvados y egoístas, que le habían negado la información y habían dañado su brazo derecho cuando más lo necesitaba. El hecho de que uno de ellos hubiera sido amigo suyo simplemente empeoraba las cosas.

La puerta continuaba abierta. Él se detuvo para escuchar antes de asomarse. No parecía haber nadie por allí. Cogió la alabarda y la volvió a dejar. Aunque estaba teniendo que calcular muchas cosas a partir de principios básicos, no le cabía ninguna duda de que darse un paseo por el patio de una bulliciosa posada con una alabarda manchada de sangre no era una buena idea. Además, hasta entonces se las había arreglado sin armas; siempre que había necesitado una, había aparecido alguien dispuesto a proporcionársela.

En el exterior la oscuridad era casi completa, aunque el patio estaba repleto de antorchas y apliques. Al traspasar la puerta, se quedó inmóvil un momento… otra elección más: ir al dormitorio o al refectorio para intentar encontrar a Copis, o hacer lo que le había aconsejado Lovick, es decir, ir al establo; o un término medio: llegar a la cochera para recuperar el carro o, al menos, el gran trozo de oro fundido que tarde o temprano le sería de utilidad…

Se decantó por el término medio, sobre todo porque la puerta de la cochera estaba justo enfrente, tan sólo a unos segundos. Por supuesto, existía la posibilidad de toparse con más soldados, pero eso podía ocurrir en cualquier lugar de la posada, seguramente en cualquier lugar del mundo. Simplificar: hacia la cochera.

La cochera estaba vacía. No había mozos ni soldados. Ni carro. Eso le enfureció, pero de ninguna forma le sorprendió como algo inesperado. De hecho, antes de abrir la puerta ya había previsto un plan de contingencia. Consistía en salir por la puerta trasera de la cochera, que (si recordaba bien) le conduciría a un estrecho callejón que desembocaba en el pajar, que a su vez iba a parar directamente al establo. Una vez conseguido un caballo y en el patio principal, la dificultad más probable con la que podría toparse sería que a los soldados, al enemigo, se le hubiera ocurrido cerrar la puerta principal, en cuyo caso tendría que olvidarse del caballo y trepar por el muro. Mientras ensillaba el robusto y grisáceo castrado que había elegido, intentaba recordar algún punto del muro por el que fuera posible escalar. Y, al atravesar la verja principal —que se encontraba abierta, haciendo, por lo tanto, innecesaria toda aquella diligencia y previsión—, le vino a la cabeza una portezuela muy apropiada que había en la pared trasera del patio de la torre. Siempre igual, pensó con resentimiento, justo cuando uno se las ha arreglado para cubrir todas las eventualidades, llega un golpe de buena suerte y resulta que todo ha sido en balde.

Las calles aparecían demasiado silenciosas, lo cual le hizo preguntarse si no habría un toque de queda o algo así en Sansory. La premisa en la que había basado toda su estrategia era que, una vez fuera de Diligencia y Caridad, podría mezclarse entre el gentío en unos segundos y desaparecer. Tal como estaban las cosas, el sonido de los cascos del caballo robado sobre los adoquines le pareció el ruido más estruendoso que se oía desde la creación.

De nuevo, opciones: abandonar al caballo y avanzar lentamente pero con prudencia hasta la puerta de salida más cercana, o confiar en la velocidad y al diablo con el jaleo. No necesitaba y que le dijeran que no había forma de tomar una decisión inteligente sin conocer un hecho crucial, concretamente, si cerraban los portones de la ciudad y, en caso afirmativo, a qué hora.

Sentido común, pensó. ¿Para qué molestarse en tener puertas si no se cierran por la noche? Además, sería una vergüenza cometer el mismo error dos veces, no ver los problemas que vendrían después de conseguir su objetivo más inmediato, es decir, salir de la ciudad. A pie por la carretera del norte o siguiendo el río hacia el oeste, se encontraría desprotegido y sería vulnerable; con un caballo al menos tendría la posibilidad de dejar atrás a cualquiera que le persiguiera. Si encontrara algún lugar tranquilo donde esconderse y esperar hasta la mañana siguiente, no precisaría dejar al caballo, pero, a menos que el enemigo fuera estúpido o tuviera mucha prisa, ¿no se les ocurriría vigilar las salidas? Las complicaciones se multiplicaban, enganchándole como una zarzamora que crece entre la hiedra. En cuanto a las implicaciones de cuanto le había sucedido aquel día, realmente no quería pensar en ello.

A su izquierda vio algo que se le antojó de lo más prometedor: una cochera vacía, con las puertas lo suficientemente abiertas para entrar a caballo sin rozarse las rodillas. Decidió tomarlo como un augurio que le aconsejaba esconderse y esperar la mañana, lo cual le pareció perfecto. Se dio cuenta de que estaba agotado.

Desensilló el caballo y lo ató a una anilla sujeta a la pared; luego cerró la puerta y la atrancó con un par de trozos de madera. En el interior la oscuridad no era total; la tímida luz de la luna se colaba por algunos huecos del tejado, y podía moverse de un sitio a otro valorando las texturas de las sombras. Terminada la faena de la jornada, se apoyó sobre la pared más lejana; estiró las piernas y cerró los ojos.

Debía de estar mucho más cansado de lo que le parecía, porque lo siguiente que vio fue una noria que se alzaba junto a él, triángulos de cielo azul desdibujados entre los espacios de la estructura giratoria. Detrás había un muro pardo de considerable altura construido con grandes bloques de piedra arenisca cuidadosamente cortados y; a sus pies; el canal del molino chapoteaba y salpicaba a través de un espeso filtro de zarzas; hierbajos y juncos. Al lado de la rueda crecía un alto y delgado peral, en cuyas desnudas ramas —como es lógico— se posaban dos cuervos. Uno de ellos tenía un palito en el pico; una simple ramita ordinaria. El otro sujetaba un anillo de oro; pero le estaba dando problemas y, después de unos cuantos intentos por controlarlo, lo dejó caer entre la espesa hierba que crecía a los pies del árbol.

Ah, pensó, simbolismo. Pero este sueño me gusta más que el anterior. Más hogareño. Más cálido.

A juzgar por la posición del sol; era media tarde, mientras que la calidad amarillenta de la luz; las ramas desnudas y el ligero pero palpable frescor del aire indicaban finales del otoño. El general Cronan se incorporó buscando una lejana línea de montes desdibujados a causa de la bruma (o nubes bajas; o calima); en su lugar, no divisó más que árboles rodeándole por todas partes y cubriendo las escarpadas pendientes a ambas orillas del río del que se había excavado el canal del molino. En la confluencia del río y el canal había un dique y una esclusa verdaderamente impresionantes; no tenía ni idea de cómo funcionaban, pero requerían dos aspas con palas giratorias de acero y unos enormes y pesados piñones oscurecidos por una generosa mancha de grasa negra y espesa. Una balsa de empapadas hojas pardas y rojizas flotaba sobre las aguas tranquilas del embalse, reafirmando su anterior observación acerca de la época del año.

Se acercó a la presa y estudió su reflejo. (Él de nuevo, pensó, mientras los cuervos desplegaban sus alas resentidos y se alejaban aleteando del peral, y entonces recordó que la última vez él era el joven y estúpido noble llamado Tazencius que había intentado matar al hombre cuyo rostro veía ahora en el agua.) Distinguió el corte, que empezaba a unos dos centímetros por encima de la línea del pelo y discurría de lado justo hasta la oreja izquierda; tampoco era para tanto, a pesar de la alarmante cantidad de sangre. Por lo visto, se había equivocado con respecto a aquél yelmo; después de todo, había respondido bastante bien.

Una gota de sangre se deslizó sobre su ceja y cayó al agua, disolviéndose en una pequeña y veteada nubecilla parda. Sin prestar atención, se pasó el dedo pulgar por la frente para limpiarse los restos de sangre, relegando la herida a un lugar nada privilegiado en la escala de sus prioridades. En su lugar, dedicó la mente a los asuntos más importantes: la batalla, el destino del imperio, el futuro de la civilización tal como él la conocía…, todo lo que se estaba dirimiendo en ese bosque cercano, sin que él pudiera velar por ello. Nada bueno.

Pero por una vez en su vida no quería volver y ocuparse del trabajo. Había habido un tiempo en el que una lucha desesperada mano a mano con un enemigo más poderoso y más grande, del que apenas se podía escapar con vida, no era más que una molesta distracción de su trabajo, una exasperante e inoportuna pérdida de tiempo… Seguro que podían prescindir de él un cuarto de hora, hasta que hubiera tenido la oportunidad de descansar y beber un trago de agua, quizás incluso dejar de sangrar.

Sonrió, era poco probable. Se volvió para colocarse frente al bosque, intentando recordar por donde había venido (no había prestado demasiada atención, debido a la prisa por escapar del enemigo; una excusa pobre, no mucho mejor que el perro se ha comido mis deberes, pero era lo mejor que se le ocurría en ese momento), y observó una zona aplastada en un seto de zarzas por donde había aparecido al salir. Regresar deliberadamente por ahí no parecía una perspectiva agradable, pero conocía su sentido de la orientación demasiado bien y sabía que podía confiar en él. Si no volvía exactamente sobre sus pasos, terminaría perdido sin remedio. Enfrentarse a un tribunal divino y explicar a los dioses inmortales que no había podido salvar al imperio porque se había equivocado de camino en un bosque era un pensamiento aún menos atrayente que las zarzas.

Recuperó su espada, para descubrir al momento que la hoja tenía una tremenda muesca a unos diez centímetros de la punta; inservible. La dejó donde estaba, encontró el cadáver de su enemigo y con gesto nervioso lo volvió con el pie. No había ninguna duda de que estaba muerto. Prácticamente estaba dividido en dos, de forma que si por algún horrible milagro se incorporaba de nuevo, se desplomaría como un cobertizo mal construido. Igualmente, era el enemigo y si podía causar problemas lo haría… por ejemplo, dejando caer o tirando la espada de donde no se pudiera recuperar cuando se necesitara.

Después de una búsqueda frustrante, Cronan acabó por localizarla a unos cinco metros en medio de un alto y molesto lecho de ortigas. Se las arregló para sacarla con la punta de la bota —malgastando un tiempo precioso en el proceso— y se agachó para cogerla. Era la primera vez que tenía en sus manos uno de estos objetos casi míticos, el temible sable de un solo filo de los asaltantes. Había esperado que fuera dolorosamente pesado, pero no era así; si acaso, parecía más y ligero e inquieto en la mano que su propia espada —modelo del gobierno— que le había acompañado cada día durante veinte años. Aquello le sorprendió, y se tomó un momento para estudiar el arma de forma crítica pero objetiva, como una pieza más de equipo que como un icono del apocalipsis venidero.

Era tan larga como su brazo, desde el hombro hasta la punta del dedo corazón, aunque prácticamente un tercio lo constituía la empuñadura para dos manos, protegida por los espectaculares cuernos curvados de la hoja, que sobresalían de la mano para formar el pomo y el guardamano. La propia hoja mostraba una curva pronunciada hacia delante y hacia abajo —produciendo la impresión de que el sable estaba del revés—, y se arqueaba de nuevo a cinco dedos de la punta formando un pico de cisne. En la parte inferior, el borde se ensanchaba y terminaba en una delgada y plana sección cortante casi a un palmo de distancia, punto en el cual seguía la curva ascendente de la parte superior, dando al filo la apariencia de un brinco de delfín. Justo bajo la espina, la hoja tenía una estría amplia y superficial que seguía el perfil de la curvatura, aligerando el arma sin sacrificar la potencia y desplazando el centro de percusión hacia el interior del gancho. Como profesional del oficio. de cortar tejido humano, Cronan percibió que era, simplemente, el instrumento más perfecto jamás pensado para atravesar carne y hueso, imposible de desarrollar o mejorar, ya que cualquier modificación en el diseño debía inevitablemente menoscabar su perfección. Era, por eso mismo, un objeto profundamente perturbador, y demostraba que los que lo habían creado no eran simplemente muy altos, muy fuertes y muy feroces, atributos todos ellos que podían manejarse con bastante facilidad utilizando los procedimientos y las técnicas conocidas; también eran inteligentes, observadores y concienzudos. Y eso sí era motivo de preocupación.

A corto plazo, sin embargo, ahora disponía de algo con lo que era posible luchar —si es que tenía que hacerlo— por no mencionar la inesperada y valiosa ayuda que iba a suponer en su próxima batalla contra las zarzas; y el descanso también le había sentado bien. Ahora, lo único que tenía que hacer era descubrir adonde se había desplazado la guerra, y estaría de nuevo al día.

De vuelta en el bosque, todo estaba oscuro, húmedo y plagado de complicaciones. A pesar de todo, continuó avanzando durante un rato, saltando por encima de los zarzales, pasando de lado entre la maleza y las ramas muertas de los árboles caídos y esquivando los zarpazos de los matorrales como se esquivan las estocadas en un enfrentamiento a espada. Sin embargo, cuanto más se alejaba, tanto menos familiar le resultaba todo, hasta que tuvo que reconocer que, a pesar de sus buenas intenciones, al final se las había apañado para equivocarse de camino, y cada valiente y enérgico paso que daba le alejaba más del sitio donde quería llegar. Se detuvo e intento relajarse —percibiendo por primera vez lo pesadas y doloridas que tenía las piernas— y miró a su alrededor buscando algún punto de referencia.

Pero Cronan era de la provincia de Thurm, donde los árboles llegan por las carreteras con las ramas perfectamente cortadas; nunca había aprendido a distinguirlas, así que intentó recordar cómo había llegado hasta el claro del molino. Se acordó de que, en algún momento, el terreno estaba suave y cenagoso bajo el manto de moho; aquí era firme y estaba húmedo, no empapado. El suelo cenagoso sugería la presencia de una corriente o, al menos, de un valle o una cañada entre montes; aquí el terreno era llano, aunque, a partir de donde él se encontraba, ascendía en una suave pendiente. La verdad es que todo era diferente, como si, al caminar sin rumbo fijo, se hubiera salido de una historia para meterse en otra sin percatarse del cambio. No tenía idea de donde se encontraba, donde estaba el norte o cuánto se había alejado del camino correcto, y seguramente durante todo ese tiempo la guerra y la historia continuaban sin él. A tan sólo un centenar de metros a su izquierda, o a su derecha, podrían estar ocurriendo desastres (de los que sería culpable para siempre) y él no estaba allí para asumir la responsabilidad. Se sentía como si le hubiera cogido un dios y lo hubiera guardado en una caja, y por primera vez en mucho tiempo, el general Cronan tuvo miedo.

No podía ser. Atravesar bosques, se dijo, era fácil. La gente lo hacía continuamente; leñadores, cazadores y todo tipo de gente con mucho menos cerebro y sentido común que él. Lo más probable es que apenas se hubiera alejado unos cientos de pasos del claro. Quizá lo más sensato fuera tragarse su orgullo, desandar lo andado y comenzar de nuevo. Por lo menos de esa forma habría algún tipo de progresión lógica detrás de sus acciones, en vez de este deambular sin rumbo.

Lo intentó, pero pronto tuvo que detenerse y reconocer que ahora se encontraba en otro lugar completamente nuevo y desconocido, una pendiente seca y rocosa con densos matorrales de acebo. Los arbustos estaban tan juntos que no podía pasar entre ellos. Ya veremos, se dijo, y se dispuso a abrir un claro con el sable. Gracias a la extraordinaria capacidad del arma para cortar y retener, despejó una senda de unos seis metros de longitud antes de caer rendido.

Por supuesto, siempre le quedaba la opción de volver sobre sus pasos… Esta vez sí consiguió regresar al claro del bosque, aunque por alguna razón no fue capaz de imaginar que iría a parar al extremo opuesto, frente a la puerta del molino. Aquello le molestó, lo mismo que descubrir que el hombre al que había matado ya no estaba allí.

Inspeccionó el terreno hasta encontrar un reguero de sangre sobre la hierba y su propia espada abandonada. En el barro tierno que había al lado del canal del molino descubrió las huellas de unas botas que no eran las suyas. Se sentó al pie del peral para meditar sobre las implicaciones de la situación, con especial atención al alcance de su última idea, que consistía en quedarse donde estaba y esperar a que alguien viniera a buscarle. Cuando volvía del claro que había abierto entre los acebos, aquella le había parecido una idea de lo más sensata; por otra parte, si los hombres que habían estado aquí mientras él se encontraba ausente habían retirado cuidadosamente el cadáver, quería decir que se trataba del enemigo, y, si habían estado una vez, no sería extraño que regresaran. Se trataba de uno de esos problemas delicados; uno de aquellos que cuantas más vueltas se le dan, más se complican. Los odiaba.

Considerando el asunto desde un punto de vista racional, sabía que su única opción era penetrar de nuevo en aquel detestable bosque y volver a su gente, su guerra y su vida a toda prisa. Sin embargo, dejando lo racional aparte, la realidad es que no conseguía levantarse, en parte porque estaba exhausto, y en parte porque en aquel lugar —dondequiera que estuviera— había tranquilidad y sosiego, y permanecer allí no requería esfuerzo alguno. Por supuesto, no podía quedarse quieto indefinidamente. Más pronto o más tarde tendría que comer algo, y, además, tenía responsabilidades, responsabilidades urgentes que requerían su presencia en todo momento. Ojalá, pensó, pudiera tener algún tipo de garantía o declaración confirmándole que si regresaba al bosque se volvería a perder sin remedio y acabaría regresando a aquel lugar una y otra vez; así no tendría otra elección que quedarse donde estaba y aguardar a ver qué pasaba. Ni siquiera la perspectiva de un pelotón enemigo apareciendo entre la maleza le preocupaba más de la cuenta. Después de todo, si había alguna partida de soldados deambulando en los bordes de la batalla, allí podría toparse con ellos igual que en el bosque, y si se quedaba donde estaba a lo mejor los oía llegar mucho antes de que le vieran, disponiendo así de tiempo para esconderse o retirarse.

Quizá la batalla ya hubiera terminado. Quizá, dependiendo del resultado de la batalla, también la guerra hubiera acabado, en cuyo caso —suponiendo que se hubiera impuesto el enemigo— el imperio, la civilización y el mundo tal y como él lo conocía también habrían llegado a su fin, y quedarse allí, aprendiendo a cazar conejos, reparando y explotando el molino, sería una elección extremadamente sabia. Tal vez se encontrara en aquel lugar debido a la intervención directa del divino Poldarn, quien, por tanto, habría intentado retenerle por todos los medios, modificando el bosque para evitar que escapara. Poldarn, como sabía todo el mundo en su tierra, se valía de métodos misteriosos, hasta el punto de que los de Thurm ya no intentaban descifrarlos y le dejaban que hiciera lo que quisiera. Si el dios le había llevado hasta allí por algún motivo, despojándolo de las responsabilidades y las cargas de su vida anterior, sería una blasfemia moverse de la sombra de aquel árbol. A lo mejor —no se le había ocurrido antes— el cuervo que estaba posado en las ramas que tenía sobre su cabeza, observándole con patente desaprobación, era el mismo Poldarn, dirigiendo los acontecimientos desde las alturas, como el general en una batalla. Y quizás estos pensamientos (y los mareos y las náuseas) estuvieran relacionados con el golpe en la cabeza que le había asestado el muerto… el muerto que ya no estaba allí; hasta los muertos pueden irse de este condenado claro, así que ¿por qué yo no?

Se durmió (y mientras dormía, se preguntó, ¿está soñando con un hombre que se esconde en una cochera en los callejones traseros de Sansory.?) y cuando se despertó había dos docenas de hombres que lo observaban y otro arrodillado a su lado con un gesto de preocupación en el rostro. Durante un momento, no pudo recordar quiénes eran ellos ni quién era él.

—Cronan, ¿te encuentras bien? ¿Qué demonios te ha ocurrido?

Entonces se acordó, y el retorno de la memoria fue como la familia unida que, tras regresar al hogar desde la feria, enciende la chimenea y coloca las sillas y la mesa para cenar.

—Creo que sí —contestó—. ¿Quién ha vencido?

El hombre —se llamaba Feron Amathy y era un aliado, no un subordinado— le sonrió asombrado.

—Nosotros, por supuesto. Les hemos dado una buena paliza. Alcanzamos a Allectus a unos dos kilómetros del vado. Te está esperando en el campamento, al menos su cabeza está allí. Anímate, miserable bastardo, acabas de salvar al imperio. De nuevo.

—¿Ah sí? —replicó Cronan—. Qué bien. —Después vomitó, poniendo perdida la cota de malla de Feron Amathy…

 

Se despertó. Estaba oscuro como boca de lobo y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Inexplicablemente, tenía la sensación de haber estado caminando por un bosque, pero era claro que aquello era una tontería, porque estaba tumbado sobre roca y olía a bosta de caballo. Entonces recordó. Estaba en una cochera…