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Capítulo nueve

 

 

 

Buenas tardes —dijo el hermano, inclinándose ligeramente hacia adelante en su silla de montar y limpiándose las gotas de lluvia de los ojos—. Me preguntaba si sabéis si ésta es la carretera de Cric.

Los dos campesinos levantaron la vista y miraron al jinete, como si se acabara de abrir una trampilla en el cielo y hubiera descendido por ella, perfilado sobre una esfera de pura y blanca luz.

—¿Qué? —dijo el hombre.

—Cric —repitió el hermano, alto y claro—. Hay una aldea con ese nombre en algún sitio por aquí, ¿no es así?

No tenía la más remota idea de qué demonios pensaban los dos paletos que estaban haciendo, escarbando en el barro de rodillas bajo una lluvia torrencial. Como mínimo debían de estar construyendo un muro de mampostería, pero ¿con un tiempo así? ¿En semejante lluvia? Por otra parte, parecían no darse cuenta de la lluvia ni del viento.

El hombre de más edad asintió, dejando que el agua se deslizara por el ala de su viejo sombrero de cuero.

—Siga por esta carretera durante una hora, quizá dos, y llegará a Cric.

—Gracias —dijo el hermano—. Entonces, debería llegar antes del anochecer.

—Tal vez.

—¿Hay una posada, algún sitio en el que pueda pasar la noche? —insistió el hermano.

—No.

—Vale. Gracias, habéis sido de gran ayuda. —Se volvió, encarando de nuevo la lluvia, y azuzó a su caballo con una ligera presión de los talones. Hasta que desapareció por la línea del horizonte, pudo sentir los ojos de los paletos clavados en su espalda.

El espantoso tiempo reducía la visibilidad a dos pasos; él estaba seguro de no haber visto a una sola criatura viviente en la carretera, así que no entendía como en Cric todo el mundo sabía que venía. Pero así era; estaban bajo los porches o buscándole con la mirada desde los pajares, docenas de personas…, sobre todo mujeres y niños, y unos cuantos viejos e inválidos asomándose por detrás. Resultaba desconcertante para alguien que se había pasado toda una vida aprendiendo la manera de ser demasiado aburrido para llamar la atención. Miro a los lados buscando algún lugar donde detenerse, una posada, una forja o cualquier otro centro de la comunidad, pero no había ni uno, tan sólo una torre de aspecto miserable al final del pueblo que tenía todo el aspecto de ser fría, húmeda y nauseabunda. Lo que deseaba era un agradable y enorme fuego, un poco de sopa caliente y vino templado y especiado, si fuera posible un baño tan caliente como para escaldar un pollo. Ninguna posibilidad.

Muchas casas, nada en absoluto que le ayudara a elegir. Arrugo el ceño bajo su sombrero; en ocasiones odiaba el propio concepto de elección. La doctrina tampoco era muy aficionada a él, recordó…: la elección y la duda vienen entre la mano y la empuñadura, constituyen obstáculos fatales para la perfección del acto de desenfundar; Dios no duda ni elige: los pensamientos y las acciones de Dios son simultáneos e idénticos. Lauctans, Quinta Homilía del Filo, XIV, 2. Entonces, elección básica; se incorporó, saltó del caballo, lo ató al poste más cercano y llamó a la primera puerta que encontró.

Teniendo en cuenta que había visto a seis mujeres de varias edades y a un niño de unos siete anos observándole desde el tejado del pajar, era bastante estúpido simular que no estaban en casa. Golpeó de nuevo y esperó un poco más, luego levantó el pasador y entró.

De nuevo aquella mirada; realmente tengo que hacer algo respecto a esta segunda cabeza, pensó, mientras siete pares de ojos se le clavaban en el rostro como punzones, se está convirtiendo en una carga. Hacía años, había estado en un lugar en el que todavía mantenían la antigua y pintoresca costumbre de colocar la cabeza de los delincuentes sobre unas picas en la plaza del mercado. Eso era; sabía que había visto aquella expresión en algún otro sitio.

—Perdonadme por irrumpir así —dijo en un tono animado, descargando al quitarse el sombrero un pequeño torrente de agua sobre el suelo de arcilla seca y bosta de vaca—, pero creo que no me habéis oído llamar, y está lloviendo. ¿Sabéis acaso de un lugar donde pueda alquilar una cama para pasar la noche?

La magia de la palabra alquilar los descongeló, como el conjuro secreto despierta a los gigantes dormidos en el antiguo cuento infantil.

—Por esta zona no —dijo la mujer de más edad—. Pero supongo que podríais quedaros aquí. Tenemos espacio.

—Espléndido —respondió el hermano—. ¿Creéis que tres cuartos por noche será suficiente? Probablemente sea sólo esta noche, pero quizá tenga que quedarme mañana si no termino a tiempo de llegar a la posada más cercana antes de que anochezca.

Sentada al lado de la vieja matriarca había una mujer más joven cuyo rostro expresaba que no creía posible la existencia de tal suma en todo el mundo, a menos que se fundieran las llantas de las ruedas del carro de la luna y se acuñara el metal con una prensa.

—Es suficiente —dijo la vieja—. Esta es mi hija Melja.

Si Melja es parte del trato, pensó, probaré suerte en la puerta de al lado. No ofender es una cosa, pero todo tiene sus límites.

—Encantado de conocerla —dijo, con una leve reverencia—. Mi nombre es Monach.

(Por supuesto, Monach era simplemente «monje» en la jerga local de Torcea, pero resultaba fácil de recordar y nadie lo había descubierto en todos los años que llevaba utilizándolo.)

Hizo tintinear cuatro cuartos en la palma de la mano y los dejó sobre la mesa.

—¿Alguna posibilidad de comer algo? —preguntó—.Y supongo que un baño es totalmente imposible.

Supuso bien, pero después de un silencio de perplejidad, la matriarca le arreó un codazo a Melja en las costillas y esta desapareció en la habitación trasera, regresando casi inmediatamente con un mendrugo de pan y un trozo de un queso grisáceo que se parecía muchísimo a la muela de dureza media que utilizaba para afilar las alabardas. Nada para beber, aunque, por supuesto, no lo había pedido; con los paletos, ya se sabe, la moraleja es especificar exactamente.

Al final resultó que el queso se desmenuzaba demasiado para haber sido una buena muela, aunque el pan habría podido desempeñar la tarea en caso de necesidad.

¿Deseáis algo más? —le preguntó la vieja cuando él ya no pudo hacer frente a más. El negó con la cabeza. Ella hizo un gesto de indiferencia—. Entonces, son dos cuartos —dijo.

Él pago, inclinando la cabeza al hacerlo en señal de sincero respeto. Había estado en muchos lugares, le habían estafado y timado algunos de los mejores embaucadores y pillos del negocio. Pero esta mujer era una fuera de serie.

Por supuesto, allí seguían todos. Siete pares de ojos afilados como agujas presionándole como un dolor de cabeza, y no daban señal alguna de ir a moverse mientras el permaneciera allí.

Así que se incorporó, estremeciéndose levemente al sentir sobre su piel la empapada y helada tela.

—¿Podríais decirme quién es la autoridad aquí? —dijo.

—¿Qué?

Debajo de la mesa había algo que olisqueaba su pierna, aplastando una fría y húmeda nariz contra el tobillo. Realmente no quería saber que era.

—Ya sabe —dijo—, un ayuntamiento, consejo de distrito, asamblea de gravámenes e impuestos, asociación de difuntos… algo así —añadió, intentando no sonar todo lo desgraciado que se sentía—. Tengo algunas preguntas que hacer y necesito saber a quién debo ver.

La vieja parecía haberse quedado sin habla.

—No hay nada así por aquí —dijo finalmente Melja—. No hace falta. Un lío de mil demonios —añadió, desechando cualquier jerarquía con un espléndido gesto de orgullo—. ¿Qué tipo de preguntas? —inquirió, juntando las cejas.

—Nada importante —respondió, con un atisbo de sonrisa—.No soy del gobierno ni nada de eso. La verdad es que —insistió, sintiéndose como un hombre derramando vino sobre la arena—, soy un estudioso.

—¿Un qué? —interrumpió la vieja.

—Un estudioso. Me gusta aprender cosas acerca de… bueno, cosas. Religión.—añadió rápidamente, antes de que alguno preguntara ¿qué cosas?— No es que sea un sacerdote ni nada parecido. Simplemente me interesan esos temas.

Se hizo un largo silencio. Luego la mujer de más edad sacudió la cabeza, como preguntándose con tristeza como habían llegado a eso, y dijo que quizá debería ir a ver al viejo, porque él sabía todo tipo de cosas interesantes. El matiz que le dio a la palabra interesantes probablemente habría podido rasgar un pedazo de seda por sí sólo.

—Gracias —dijo el hermano—. ¿A qué viejo se refiere?

La mujer frunció la boca; luego se estiró hacia un lado y señaló al chico de ocho años.

—Elbit le enseñará el camino. Y luego volverá directamente o le arreare un cachete que hará girar su cabeza.— El niño masculló algo y dio un corto y nervioso paso hacia adelante—. Recuerda, vuelve inmediatamente —añadió la vieja.

Elbit salió a la calle y le indicó el camino. Todos seguían allí, bajo los porches y en los pajares. Absolutamente nada mejor que hacer, supuso. Elbit se detuvo delante de un tablón, que el paso del tiempo había teñido de gris donde no estaba verde de moho, y levantó el pasador.

—Ahí dentro —dijo, como si estuviera arrojando a un condenado a los lobos en la feria de Torcea.

—Gracias —respondió el hermano, agachando la cabeza al entrar.

En el interior la oscuridad era prácticamente absoluta, excepto por un tenue resplandor anaranjado procedente de los últimos rescoldos del fuego. Encontró una mesa al chocar con ella y apoyó las manos en su áspera superficie. Ni rastro de un anciano, ni del sonido de una respiración que no fuera la suya. ¿Sentido del humor rural? ¿O el viejo amigo había muerto y todavía no se habían dado cuenta? El fortísimo olor parecía apoyar la segunda teoría; sin embargo, aunque nauseabundo, no parecía la peste de carne en descomposición. O al menos, no exclusivamente.

—Aquí —dijo una voz entre las tinieblas—. Junto al fuego.

—Ah —dijo el hermano—. Lo siento, no le había visto. Me llamo…

—Monach. —Era una voz extremadamente débil y seca, tenue como el resplandor del carbón agonizante, pero no era la voz de un paleto. Al hermano se le daban muy bien los acentos, pero fue incapaz de ubicar éste.

—Eso es. ¿Cómo sabe mi nombre?

La voz se echó a reír.

—La chica mayor de Lefit Mejia estaba debajo de la ventana escuchando cuando usted se lo dijo a su madre —dijo—. Supuso que le enviarían aquí después de haberle quitado algo de dinero. Así que es usted el sacerdote, ¿no?

Astuto, además; como si tuviera experiencia en interrogatorios.

—Bueno —respondió Monach— algo así. En realidad no soy sacerdote; no estoy ordenado ni nada por el estilo. Soy más bien un aficionado al estudio, en cierta medida un diletante.

Ligera pausa.

—Si —dijo la voz—, sé que significa la palabra, sólo que estoy pensando en ello. —Risa sutil; la esencia de la risa, tensada y purgada tantas veces que había perdido todo su sabor—. Yo he pasado su examen, pero usted no ha pasado el mío, o al menos no lo ha pasado aún. En los últimos tiempos me cuesta tanto estudiar las cosas.

Monach se revolvió nervioso.

—¿Qué necesita estudiar? —dijo—. Ni siquiera le he dicho para que estoy aquí.

—No es necesario —replicó la voz con suavidad—. Me pregunto, ¿qué hace un sacerdote, disculpe, un estudioso, en Cric, suponiendo que no se haya perdido? Ha de ser algo relacionado con el dios del carro. Y si es algo que tiene que ver con eso, entonces sí, imagino que podría ser un erudito, o podría ser un sacerdote; y hay todo tipo de religiosos, así que, si es usted sacerdote ¿de qué tipo? —Una suave y quebradiza risita—. Hace veinte años habría dado con las respuestas antes de que usted hubiera traspasado el umbral, pero ya no. Así que supongamos que me ayuda y me dice la respuesta. Ahorrará usted una hora más o menos, por si tiene prisa.

Decididamente, de paleto nada.

—Cómo no —contestó Monach—. Me llamo Sens Monach; puede que haya oído hablar de mi padre, Sens Reuden, si alguna vez estuvo en el ejército. Soy el hijo pequeño. En fin, llevo veinte años estudiando las manifestaciones del divino, reuniendo material para un libro, así que cuando oí lo del dios del carro…

Estruendoso ataque de tos del anciano.

—Sí, desde luego, he oído hablar del general Sens. No sabía que tenía dos hijos, tampoco que no los tuviera. Es perfectamente posible, supongo. Si Sens tenía un hijo menor, bien podría haberle salido ocioso y aficionado a los libros… es lo que pasa a veces con los hombres que se hacen a sí mismos. En cuanto a usted, si es un mentiroso, desde luego es de los concienzudos. —Leve pausa y un sordo chirrido, seguramente la pata de la silla sobre el suelo de piedra—. Así que quiere saber cosas del dios del carro.

Monach se sentó en el borde de la mesa, que se tambaleo ligeramente.

—Si, por favor.

—De acuerdo. A propósito, tendrá que excusar esta oscuridad —añadió la voz—. Me relaja los ojos y, además, no puedo permitirme malgastar el carbón. Aunque, si ha traído su propia lámpara, puede encenderla si quiere.

—Me la he dejado en la alforja —respondió Monach diciendo la verdad—. No importa. Recuerdo bastante bien las cosas sin tener que tomar notas.

—Bueno. —Pausa y más chirridos—. Supongo que también sentirá curiosidad por mi persona —dijo la voz (el mismo tono cansado y tirante, lentitud al hablar) —.Y sí, me estoy yendo por las ramas, pero tendrá que aguantarme, a veces me agrada hablar mientras pienso. Imagino que no le dijeron como me llamo.

—No.

—Eso también está bien. Veamos. Mi nombre es Jolect y mi apellido no es algo que le interese, pero quizá quiera un nombre con el que pueda llamarme. Usted es Monach y yo soy Jolect. —Otra de aquellas risas—. Pongamos por caso.

—Si usted lo dice —replicó Monach.

—Bueno. Quién soy, un soldado retirado. Nací aquí y cuando terminé de trabajar regresé, y aquí estoy desde entonces. Pero he visto una o dos cosas, hermano Monach… oh, lo siento, todavía pienso que es usted un sacerdote. Permítame que le diga que he visto cosas en el imperio, y de algunos asuntos se bastante más que mis vecinos. ¿Coincide más o menos con lo que se imaginaba?

Monach se echo a reír muy a su pesar.

—Casi —dijo—. Yo también creí que era usted un religioso, posiblemente un renegado de la orden. Supongo que la oscuridad de la habitación propició tal pensamiento, pero eso ya lo ha explicado, así que debo de estar equivocado. Al fin y al cabo, no todos los que se sientan en la oscuridad se esconden de algo.

—También he de disculparme —continuó Jolect— por el olor. Cuando era soldado acostumbraba a ser más que remilgado con mi equipo… incomodaba constantemente al sargento instructor porque jamás me encontraba falta alguna. Sin embargo, ahora levantarse, recoger, hacer la limpieza y tirar las cosas inservibles supone un esfuerzo tremendo. —Un suspiró—. Solía venir una vieja a arreglar todo esto, pero murió. Era de esperar claro, era mayor que yo. No me gusta nada este follón —dijo la voz—, pero no tengo elección.

—Supongo que tiene que ser difícil de soportar —respondió Monach—. A mí también me gusta tener todo limpio y recogido, aunque espero no resultar obsesivo. Por supuesto, es fácil ser exigente cuando hay alguien que va limpiando lo que uno mancha. En cuanto al dios del carro…

—Ah, sí. Veamos cual es la mejor forma de explicarlo. Supongo que depende de si uno cree en los dioses. ¿Usted cree en ellos?

—Sí —contestó Monach inmediatamente—. Bueno, hasta cierta medida, en cualquier caso.

—Comprendo. ¿Y cree en un dios llamado Poldarn?

—Sí. Al menos, no veo ninguna razón para no creer en él, aunque en realidad tampoco sé mucho de él. Pero eso no debería importar. Después de todo, tampoco se mucho de los bosques del norte de Beltach, pero creo que existen.

—Es un enfoque interesante —dijo la voz—. Muy bien; si cree usted en Poldarn, él estuvo aquí hace aproximadamente un mes.

—¿Y si no creo?

—Entonces estuvo una gente muy mala que se hacía pasar por Poldarn. O algún otro dios se paseo por aquí en un carro y, por razones que sólo él conocía, se hizo pasar por Poldarn.—La voz se echo a reír—. Se lo diré de otra forma. Si los dioses existen, había uno en el carro. Soy escéptico respecto a casi todo, pero eso es un hecho.

Monach sonrió en la oscuridad.

—¿Y si no existen los dioses?

—Ah. En ese caso, una gente perversa que podía resucitar a los muertos, sanar a los enfermos, predecir el futuro y atraer a los rayos nos visitó no hace mucho tiempo en un carro, pero no eran dioses. Exactamente igual que un dios, pero diferente.

Monach hizo un gesto afirmativo.

—¿Y usted lo vio todo? —preguntó.

—Oh sí. Todavía puedo ver, ¿sabe?, y oír, y la gente de por aquí contesta a mis preguntas con sinceridad. Yo vi el rayo, vi cómo resucitaba a los muertos y como curaba a los enfermos y escuché la profecía. Estaba en la última fila, asomándome por encima del hombro de Pein Armit, pero lo vi todo.

—¿Y lo creyó?

—Creo que vi lo que vi. Por supuesto, la mujer que estaba con él no era realmente una sacerdotisa. Era de Torcea, más o menos de su edad, una de esas bellezas pálidas. Ella no creía; sospecho que ella misma se tenía por una embaucadora.

—¿De verdad? —dije Monach, con una voz bastante tensa—. ¿cómo podía saberlo?

—Tenía miedo —respondió Jolect—. No hacía demasiado calor, pero estaba sudando…, los extremos del flequillo se le apelotonaban en pequeños mechones, y tenía manchas oscuras en la túnica, bajo los brazos y en la espalda. Intentaba con todas sus fuerzas ignorarnos, una actuación muy buena, bien ideada, pero no podía evitar lanzarnos alguna que otra mirada por el rabillo del ojo. Supongo que ni siquiera era consciente de que lo hacía, pero así era. Además, había incongruencias en lo que nos decía, cosas que no habría podido decir si hubiera creído. Oh, y la gente a la que le dio medicinas no se puso mejor. Su diagnóstico era falso, aunque no se la puede culpar por ello. Pensó que tenían neumonía, y lo que realmente tenían era esa fiebre que transmiten las garrapatas. En las primeras fases los síntomas son prácticamente idénticos.

Monach respiró profundamente.

—Entonces, ella era una impostora.

—Sin ninguna duda. Yo no dije nada, por supuesto; ella no me había hecho ningún daño, y nadie me habría creído, en cualquier caso. Y no importaba. Si el dios es verdadero, ¿qué más da si la sacerdotisa no es lo que él pretende que sea? O incluso si el dios no cree.

—Bastante —masculló el hermano—. De acuerdo, ha explicado que la sacerdotisa era una impostora. ¿Por qué cree que el dios era verdadero?

—Creía que ya se lo había dicho. —Otra risa—. Porque resucitó a los muertos, sanó a los enfermos, atrajo al trueno y predijo el futuro. —Una pausa—. El trueno quizá fuera un truco, claro, porque se puede producir de forma artificial. Pero también podría haber sido auténtico.

Monach pensó en ello durante un momento.

—Le mismo podría decirse de la curación —dijo—. Quizás el dios no fuera tal dios, sino un buen médico.

—Es usted un joven inteligente —dije la voz—. Pero no en este caso, ya que ella no les dio ninguna medicina, ni les examino, ni hizo nada de lo que hacen normalmente los médicos.

—Ah —interrumpió Monach—. Entonces, ¿cómo puede estar tan seguro de que fue el dios quien les sano, si no hizo nada?

Otro chirrido, como si alguien intentara cambiar de posición en la silla con una sola pierna.

—Porque cuando él llegó al pueblo, había cuatro hombres y dos mujeres muriéndose a causa de la fiebre de los pantanos… que, como usted bien sabe, es siempre mortal si se supera la segunda semana; y durante la noche que el permaneció aquí, los cuatro sudaron la fiebre por la noche y ahora están totalmente restablecidos. Y la hija de Lassic Nurico murió justo cuando ellos llegaron y Pons Quevi, un par de horas después, estaban bien muertos, yo mismo vi sus cuerpos y no tenían pulso ni ningún otro signo de vida. Los llevaron al caserón de Fennas y los prepararon para el entierro; por la mañana estaban vivos de nuevo, y vivos siguen. ¿Qué más pruebas necesita?

Monach se frotó la barbilla.

—Hay otras explicaciones posibles —dijo.

—Por supuesto. —La voz chasqueó la lengua—. Pero el chico de Seuro Eliman se encaramó a las vigas del tejado del patio y vigiló al dios durante la mayor parte de la noche, y me dijo que el dios olisqueó seis veces y estornudó dos; y si ha oído o leído historias acerca de Poldarn sabrá que cuando cura enfermedades olisquea y cuando resucita a los muertos estornuda. Me lo contaron cuando era un niño, así que no es algo que se haya inventado después de los hechos. En cuanto a la profecía, la sacerdotisa dijo que tenía asuntos pendientes en Josequin, y Josequin ardió hasta quedar reducido a cenizas.

—¿Una coincidencia? —sugirió Monach.

Una carcajada, que se convirtió en un seco y aparentemente doloroso ataque de tos.

—En el segundo libro de sus comentarios, Veusel mantiene que cinco o más coincidencias consecutivas pueden interpretarse como prueba de una afirmación dudosa o polémica. No se puede contradecir a Veusel; ha sido objeto de estudio durante doscientos años.

Monach, que durante su juventud había sufrido los comentarios de Veusel, recordó justo a tiempo que ya no era monje.

—¿Quién es Veusel? —preguntó.

Silencio. Sonido de unas tamborileando sobre el brazo de la silla, mientras Monach recordaba que, aunque él no era monje, era un apasionado erudito. Maldita sea, pensó.

—Así que, sí —resumió la voz—, se podría tratar de coincidencias y se podría decir que en el carro había un hombre y una mujer, no el dios. Por supuesto, para mí es más fácil creer, porque yo lo vi y usted no. Pero no está en mi mano mostrarle lo que vi; tan sólo puedo narrarle los hechos y dejarle que extraiga sus propias conclusiones. ¿Qué más desearía saber?

Monach estaba empezando a tener calambres por llevar tanto rato sentado sobre la mesa.

—¿Qué aspecto tenían? —inquirió.

—La mujer —dijo la voz—, era de estatura mediana para una torceana, con la cara alargada, nariz y barbilla puntiagudas, pómulos marcados, pelo castaño oscuro; no estaba lo suficientemente cerca para ver el color de sus ojos, pero también parecían oscuros. Llevaba un largo vestido azul, probablemente de Torcea. No entiendo de modas de mujeres, así que no puedo proporcionarle detalles técnicos… es una lamentable laguna en mis conocimientos. Creo que se puede adivinar la antigüedad de un vestido y su procedencia, si se entiende un poco de esas cosas; por supuesto, eso sería de gran ayuda en casos como éste.

—Gracias —respondió Monach—. ¿Y el hombre? Quiero decir, el dios.

—Se parecía a Poldarn —contestó la voz—. Igual que en todas las estatuas, pinturas, tallas de marfil y grabados de los reversos de los espejos. Lo cual me recuerda, volviendo al tema de la prueba…; Jira Filder, la esposa del molinero, tenía un anillo de oro que había pertenecido a su bisabuela. Se lo quitó para lavar unas camisas (el agua caliente hace que se le hinchen los dedos, y ya le apretaba lo suficiente) y lo dejó a un lado mientras trabajaba; un pájaro negro se lanzó desde el ciruelo, cogió el anillo con el pico y echó a volar. Ella supuso que era una urraca, pero por alguna razón las urracas nunca han abundado en estas tierras. Eso fue la mañana del día en el que llegaron. Coincidencia, claro.

Monach se frotó los ojos.

—Cuando dice que se parecía a Poldarn…

—El carro —prosiguió la voz—, era simplemente un carro, y si puede encontrar a alguien capaz de describir uno con detalle, le daré seis cuartos. Todos los carros que son solo carros tienen el mismo aspecto, ¿sabe? Afortunadamente, yo no creo que exista algo que sea simplemente eso, así que lo examiné con detenimiento. Era un carro corto de transportista, de dos caballos y con muelles traseros, pintado de gris mucho tiempo antes y descuidado desde entonces; a la caja le faltaba un agarradero y en la parte delantera, a la izquierda, había una soldadura. Creo que es todo lo que recuerdo. Si lo desea, podemos hablar un poco más sobre metafísica, o le puedo relatar algunas historias acerca de mi vida de soldado; así podría regresar y comprobar las referencias, para tener una idea de la calidad de mi memoria y de mis poderes de observación. Aunque preferiría que no lo hiciera, porque quizá lo utilizara para descifrar quién puedo ser, alguien importante que estaba en las mismas batallas que yo. Simplemente por coincidencia, como usted comprenderá.

—Está bien, de verdad —dijo Monach—. Además, si creyera que es algo más que un soldado ordinario retirado, me parece que se quién pensaría que es. Y si fuera él…

—Que no lo soy.

—Oh, le creo. Pero si esa persona todavía estuviera viva y habitara entre tinieblas en una aldea perdida, entendería que no quisiera que se descubriera su identidad.

—Y yo también —respondió Jolect—. En realidad, yo le conocía. Bastante bien. Podría haber llegado a algo, ¿sabe?, si no hubiera sido por el general Cronan y por una considerable dosis de mala suerte.

Monach sonrió.

—Soy de la misma opinión —dijo—. Gracias por su ayuda.

—Ha sido un placer. Puede darme una pequeña cantidad de dinero si eso le hace sentirse mejor. En realidad aquí el dinero no sirve para nada, pero una o dos de las esposas de los granjeros más importantes lo coleccionan, para mostrar lo sofisticadas que son, y normalmente lo cambian por comida o por leña. Su anfitriona, por ejemplo.

—¿Esposa de uno de los grandes agricultores?

—Lo más cercano a la realeza que hay en Cric —replicó la voz—. Dicen que tiene un par de zapatos que no se ha puesto ni una sola vez.

Una vez que se hubo extendido por la aldea el rumor de que había estado hablando con el viejo durante una hora, a Monach le resultó mucho más fácil conseguir que la gente hablara con él, y pasó la tarde yendo de casa en casa, haciendo las mismas preguntas y obteniendo básicamente idénticas respuestas. Encontró a Pons Quevi, quien le confirmó que había estado muerto —aunque no recordaba nada al respecto que mereciera la pena escuchar— y al hijo de Seuro Eliman, que había vigilado a Poldarn desde el tejado, y a otros tantos que habían estado enfermos o que creían que habían estado enfermos, o que recordaban haber creído ver extrañas lucecillas azuladas sobre la cabeza del dios, o serpientes deslizándose bajo el carro durante las meditaciones de la sacerdotisa. Se trataba de importantes pruebas, aunque como en verdad en ningún momento había dudado de los hechos narrados por el viejo, sintió que habían sido molestias innecesarias. Cuando oscureció, regresó a la casa Lelit, donde le indicaron una pila de mantas viejas sobre la que le permitirían dormir, en un rincón próximo al fuego económico.

Se tumbó durante un rato, escuchando e intentando relacionar los distintos ronquidos con los miembros de la casa, preguntándose si el viejo era realmente el general Allectus (quien había muerto, no había duda; pero también había muerto Pons Quevi y había hablado con él durante media hora) hasta que se le cerraron los ojos y…

 

Los abrió de nuevo y vio un cuervo posado sobre su pecho, con los negros y redondos ojos desbordantes de repugnancia y desprecio. En el pico tenía cogido el anillo de oro de su cadena (¿desde cuándo llevo yo en el cuello una cadena con un anillo de oro? Desde que comenzó este sueño, seguramente) y sacudía la cabeza, intentando liberarlo. Sintió que la cadena le pellizcaba la nuca e intentó levantar la mano para espantar al pájaro; le supuso un gran esfuerzo. El cuervo soltó el anillo y se elevó en el aire con sus anchas y pesadas alas, graznando amargamente.

Se encontraba en algún sitio al aire libre, tumbado boca arriba entre profundos y pegajosos lodos. A su lado había un cadáver; montones de cadáveres, soldados. Se sentó para alejar la oleada de pánico y miró a su alrededor para ver donde estaba.

Descubrió que se encontraba en el interior de un pequeño valle, por cuyo centro discurría un rio crecido por las lluvias. El agua se había desbordado entre la hierba de ambas orillas, y la zona en la que él se hallaba tendido era un revoltijo inmundo de lodo y turbias charcas plagado de cadáveres, algunos boca arriba, otros boca abajo y prácticamente sumergidos. También él estaba mugriento, con un cerco negro de suciedad que le llegaba un palmo más arriba de las rodillas, y le faltaba una bota, probablemente succionada en un tramo cenagoso.

No recuerdo nada, observó. Qué sensación más horrible, gracias a Dios que sólo se trata de un sueño. Se obligó a ponerse en pie, a pesar de las violentas protestas de su cabeza y sus rodillas.

Ahora tenía una panorámica mejor, una perspectiva más amplia, pero, aún así, nada tenía sentido.

Observo el cadáver del hombre que yacía a su lado, intentando analizarlo a través del barro. Un soldado, porque llevaba armadura (coraza de cuero tratado y protecciones en los hombros, todo barato y alegre, y bastante eficaz, siempre que la lucha fuera en terreno seco; encima de ella, una capa de lana basta, tan empapada en sangre y agua sucia que no se acertaba a adivinar el color; los pantalones, igual, y las punteras de las botas sobresaliendo por encima del cieno). La causa de la muerte, la enorme herida en la boca del estómago, o bien el profundo tajo que comenzaba bajo la oreja derecha y continuaba unos dos centímetros dentro de la coraza de cuero, justo sobre la clavícula. Su rostro era tan sólo una boca y dos ojos abiertos, los globos oculares cubiertos de forma incongruente con barro seco, pero no había manera de saber si se trataba de un amigo o de un enemigo.

Sí, es solo un sueño; pero si he perdido la memoria y he olvidado quién soy, quizá no sea capaz de salir de él cuando haya acabado. ¿Cómo encontraré mi cuerpo de nuevo cuando se despierte? Podría quedarme atrapado aquí para siempre.

Estaba a punto de gritar «¡Hola!, <¡hay alguien ahí?» a viva voz, cuando se puso de pie y observó que había habido una batalla; ¿qué pasaba si alguien le oía y resultaba ser el enemigo? Impotente, se quedó con la vista clavada en el barro y los cadáveres, perfectamente consciente de que no tenía la menor idea de que debía hacer. Entonces el cuervo, que había estado describiendo círculos pacientemente, cayó en picado en la suave brisa hacia él, frenó y se lanzó sobre la cara de uno de los soldados, y (como era un sueño) se fundió en la herida mientras el soldado se incorporaba y quitaba los restos de sus propios sesos de los ojos.

—Hola —decía el soldado.

—Está muerto —replicó Monach.

El soldado asintió.

—Aunque una persona con tacto habría encontrado una forma un poco más delicada de comunicármelo. Pero te han dado un buen porrazo en la cabeza, lo suficientemente fuerte como para que empieces a ver cosas, así que supongo que puedo ser benevolente. Sí, estoy muerto, pero también lo estaba Pons Quevi. Permíteme que me presente. Me llamo Poldarn.

—Oh —decía Monach.

—Solo «Oh». No «Encantado de conocerle, he venido desde muy lejos». Y supongo que un poco de respeto, o una pizca de veneración…, no, por lo que parece, no. —Sonrió torciendo los labios; al estirar los músculos de la cara, se le ensanchaba el profundo corte que le recorría el rostro desde el ojo hasta la barbilla—. Está bien, puedo hacer concesiones en vista de la debilidad humana. Me estabas buscando. ¿Qué puedo hacer por ti?

Monach retrocedió un paso.

—Con… respeto —masculló—, yo no le estaba buscando a usted…, no al verdadero, quiero decir. Me enviaron para que investigara sobre alguien que va por ahí en un carro haciéndose pasar por usted. Eso es todo.

—Pero el del carro soy yo —respondió Poldarn—. ¿Te valgo? ¿O vas a insistir en que haga aparecer el carro y te muestre el parche de la cubierta? Puedo hacerlo si lo deseas, pero sería un montón de trabajo adicional y ya voy con bastante retraso. Yo puedo estar en dos sitios a la vez pero mis homólogos humanos no pueden. Así que podemos saltarnos lo del carro, ¿eh?

—¿Qué? Ah, sí, por supuesto.

—Gracias. Así que, vayamos al grano. ¿Qué quieres saber?

Monach retrocedió de nuevo y sintió algo sólido bajo sus talones. No quería pensar en lo que podía ser.

—Lo siento —dijo—, quizá no me he explicado bien. No es a usted al que tengo que investigar; en la orden lo sabemos todo acerca de usted.

Poldarn parecía intrigado.

—¿Todo acerca de mí?

Monach hizo un gesto afirmativo.

—Sí. Estuve estudiándolo antes de partir.

—¿Así que tu también lo sabes todo sobre mí?

—Sí. Bueno, no todo, claro. Pero sé todo lo que necesito saber…

Poldarn sonrió.

—Sí, estoy de acuerdo, podemos saltarnos todos los detalles irrelevantes. Vamos, continúa. Estoy impaciente por oír todo lo que necesito saber sobre mí mismo.

Monach respiró profundamente y resistió la tentación de alejarse todavía más.

—Lo siento —repitió—. La verdad es que me estoy expresando realmente mal. Mi misión… Me enviaron para investigar a dos personas que iban en un carro, que pasaron por una aldea llamada Cric…

—Cric —Poldarn inclinó la cabeza—. Gracias, tomo nota. ¿Está lejos de aquí?

—No lo sé. No sé donde estamos.

—Ni yo —respondió Poldarn—. Por favor, recuerda —añadió, sacándose unos pelos sangrientos y apelmazados del agujero de la sien— que no eres el único al que le han dado un golpazo en la cabeza. Aunque, ahora al menos tengo un sitio adonde encaminar mis pasos. ¿Alguna idea de hacia dónde me dirijo desde allí?

—Josequin —respondió Monach sin pensar.

—Ah, te tengo. Así que Josequin va luego, después de Cric. Tengo una idea de lo que debo hacer, ¿sabes?, simplemente es el orden en el que debo hacerlo lo que no tengo muy claro.

Monach se sentía como si acabara de hacer algo realmente grave, aunque no estaba seguro de que podía ser.

—Han quemado Josequin —dijo—, hace más o menos una semana. Murió todo el mundo, no ha habido supervivientes. El dios del carro lo predijo; por eso me enviaron a investigar…—Dudó. El dios le estaba mirando.

—No lo sabía —dijo Poldarn—. Si hubiera ardido una ciudad del tamaño de Josequin, estoy seguro de que me habría enterado. Pero de todas formas, gracias. Menos mal que hay alguien que me dice lo que debo hacer, y dónde.

Entonces Monach se dio cuenta del error que había cometido. Josequin no había sido destruido todavía; el dios del carro aún no había estado en Cric.

—Un momento —dijo.

—Vamos a ver si aclaramos esto —continuó Poldarn, inclinándose y cogiendo una espada del barro; un sable de un sólo filo, como el que Cronan había encontrado en el bosque y como los que había escondidos en el baúl en la casa Falx—. Desde aquí me voy a Cric. En Cric predigo la caída de Josequin; luego voy a Josequin. ¿Qué pasa después?

—No —dijo Monach (y recordó quién era, y que tenía familia en Josequin)—. No tiene que ocurrir de ese modo. Si no va a Cric, quizá no se queme Josequin.

Poldarn asintió.

—Y eso no puede ser, ¿verdad? Gracias, has sido de gran ayuda. Alguien como yo necesita a alguien como tú para que todo siga su curso. Si alguna vez preciso otro sacerdote, no hay duda de que te tendré en cuenta. —Limpió el sable de barro y se lo colgó al cinto por el pomo—. ¿Adónde voy después de Josequin? —preguntó—.Veamos; la elección más lógica sería Sansory, está más cerca que Mael. O mejor aún, Deymeson, por una gran variedad de excelentes razones. Supongo que lo sabes, ya que hiciste esa gran labor de documentación.

El peso de lo que había hecho hizo que Monach se tambaleara, y su mano fue a posarse instintivamente sobre la empuñadura de la espada.

—No debes ir a Josequin —dijo—. Miles de personas viven allí.

Poldarn sonreía.

—No por mucho tiempo. Sabes quién soy, ¿verdad? ¿O es que los libros no lo mencionaban?

Debía asir la boca de la funda con la mano izquierda y girarla noventa grados hacia la izquierda. Luego colocar el costado del dedo pulgar contra la empuñadura y presionarla ligeramente hacia adelante para liberar la espada en la funda. Posar el dorso de la mano derecha sobre el puño.

—No puedo permitir que vaya a Josequin —dijo Monach—. Mi familia vive allí.

—No sabes quién soy —dijo Poldarn con tristeza—. Qué pena, esperaba que pudieras decírmelo. Pero todos los que me conocen acaban muriendo. La mayoría de las veces los mato yo. No sabes qué decepcionante es; y sólo estoy haciendo mi trabajo. No tengo elección ni nada por el estilo. —Dio un paso hacia adelante; el dedo corazón de su mano derecha tocaba el pomo del sable—. Voy a donde me reclaman. No vayas a creer que aparezco sin que me inviten. Y ahora, apártate de mi camino.

—No.

Otro paso hacia delante. Otro más y estaría dentro del círculo de Monach, la distancia que podía alcanzar con la espada al desenfundar. Durante veinte años le habían entrenado para desenvainar y atacar tan pronto como el enemigo entrara en su círculo, de forma que la acción fuera automática, involuntaria.

Lo cierto es que no tenía elección.

—Has sido tú el que ha venido a buscarme —señaló Poldarn con suavidad—. Me has llamado.

Poldarn levantó el pie y cruzó la circunferencia del círculo invisible. Girar la mano derecha y agarrar con fuerza la empuñadura. Desenfundar. La mano y el pie derecho juntos, traspasar el círculo del enemigo mientras se ataca. Un hermano de la orden que ha sido entrenado para desenfundar no tiene nada que temer sobre la faz de la tierra, no hay nada —ni siquiera un dios— que pueda matarle.

Poldarn retrocedió y dejó caer el sable, mientras Monach limpiaba la sangre de la hoja; el dios muerto todavía no había caído cuando la base de la espada chasqueó al regresar a la funda. Después se desplomó, salpicando de barro el rostro de Monach. El cuervo desplegó las alas y se alejó despacio, mientras en algún lugar a su espalda el padre Tutor sacudía la cabeza y suspiraba: «Tienes que dejar de hacer estas cosas. Te estás convirtiendo en una carga para la orden. Te dije que lo encontraras, no…».

Monach abrió los ojos y el sueño desplegó las alas y echó a volar adentrándose en la oscuridad, llevando el recuerdo de lo que había visto bien agarrado en el pico. La vieja se alzaba ante él, golpeándole con el pie.

—El desayuno —dijo—. Avena frita y queso. Dos cuartos.

Monach hizo un gesto de conformidad. Odiaba la avena frita. Se encontraba en Cric, así que, a pesar de él, Josequin debía de haber caído. Recordó ese pensamiento y se preguntó qué demonios significaba.