Capítulo ocho
El caballo le había venido bien. Ya estaba empezando a amanecer, y cuando entreabrió un poco la puerta y se asomó por la rendija vio que en la calle había gente, y carros, caravanas y carretillas que complicaban el tráfico. Dondequiera que fuera hoy, tendría que circular despacio. Había demasiada gente para que una fuga precipitada pudiera considerarse una opción viable.
Ensilló el caballo y lo condujo al callejón. El primer sol le informó amablemente de donde estaba el este —la dirección que había decidido seguir— pero, por desgracia, el callejón discurría de norte a sur, y en ese momento no pudo recordar por donde había llegado la noche anterior. Lo cierto es que no quería acercarse de nuevo a las inmediaciones de Caridad y Diligencia si podía evitarlo. La mayor parte del tráfico del callejón se dirigía hacia el sur, y a esa hora del día lo más lógico era que fueran al centro de la ciudad; supuso que desde allí sería capaz de encontrar la carretera principal hacia el este. Por supuesto, si sus enemigos estaban mínimamente interesados en él y conocían su aspecto (no tenía la menor idea, desde luego, si eso era así o no), lo más seguro es que estuvieran vigilando todas las salidas, probablemente también los alrededores del mercado. Por otro lado, si Cleapho y su gente eran amigos y habían conseguido refuerzos, intentarían dar con él en las puertas de salida de la ciudad.
Obviamente, no quiero que me cojan. Quizá tampoco desee que me salven. Cuantos más pequeños trozos de su pasado acumulaba, tanto menos le gustaban su sabor y su olor. Pensaba en ello mientras se abría paso por las calles, dejándose llevar por el tráfico. Se acordó de los dioses que había visto pintados sobre las paredes del refectorio; quizás alguno se había apiadado de él y lo había arrancado de las garras del enemigo, volviendo a pintar su pasado y abriendo una ventana hacia el futuro. Tal vez debería darse por aludido.
Seguramente no merecía la pena arriesgarse a dejar la ciudad —decidió—, al menos por ahora. Eso simplificaba las cosas. El callejón iba a parar a una vía principal, y él continuó por ella durante un buen rato, hasta que a su izquierda vislumbró un gran corral al aire libre. Estaba repleto de hombres y caballos, y el dinero cambiaba de manos con mucha facilidad. Aquello le dio una idea.
Por supuesto, el suyo era un caballo robado, pero en cualquier mercado de una ciudad del tamaño de aquélla lo normal es que hubiera un montón de gente especializada en caballos robados. Vagó por el lugar durante un buen rato, observando los rostros y cotilleando las negociaciones, hasta que se decidió por un corrillo.
—Quiero vender mi caballo —dijo.
El hombre lo miró, luego miro el caballo y se frotó la barbilla.
—No sé —dijo—. ¿Cuánto pide?
Poldarn sonrió.
—Hágame una oferta —dijo.
El hombre arrugó la frente.
—Un momento —respondió. Luego, sin apartar la vista, bramó con todas sus fuerzas—: ¡Acka! —Unos segundos después repitió el bramido.
Acka resultó ser el nombre de una mujer, su esposa o quizá su madre. Ella se acercó caminando pesadamente desde la valla, donde había estado hablando con otra mujer, y le miró con cara de pocos amigos.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Este hombre quiere vender su caballo.
Acka se encogió de hombros, como queriendo decir que, con gente así, podía esperarse cualquier cosa. Le echó una rápida ojeada al caballo.
—¿Cuánto quiere? —dijo.
—No lo ha dicho. Quiere que le haga una oferta.
Acka se frotó una parte de la oreja que parecía tener irritada con la palma de la mano.
—No sé —dijo—.Ya hemos gastado más de la cuenta. —Dio un par de vueltas alrededor del caballo, con aspecto triste—. Si fuera un caballo pío, sería diferente. Ese hombre de la caballería volvió ayer y quería píos. No sé —concluyó—. Depende de cuánto pida por él.
—Hágame una oferta —insistió Poldarn.
La mujer levantó una mano del animal y le echó una ojeada al casco.
—Además, necesita herraduras —dijo—. Más dinero. Dile que no podemos ofrecerle más de treinta.
Por lo que había deducido durante su vuelta de reconocimiento por el mercado, treinta no estaba mal.
—Treinta y cinco —dijo—. Pero me quedo con la silla y los arreos.
El hombre miró a Acka; Acka negó con la cabeza.
—Treinta y cinco por todo —dijo ella—, y no nos estamos haciendo ningún favor. La cincha está bastante gastada, mire, y el bridón no sirve para nada.
Poldarn hizo un gesto de conformidad.
—De acuerdo —dijo, extendiendo la mano para que le diera el dinero—. Sois una panda de agarrados, por esta zona.
Acka hurgó en el bolsillo de su delantal y extrajo siete monedas de plata.
—Debería estar usted contento en vez de quejarse tanto —dijo, asiendo las riendas con fuerza—. Tendremos suerte si recuperamos el dinero antes de un mes.
Poldarn cogió el dinero, asintió cortés y se alejó, con cuidado de no mirar hacia atrás. No tenía muy claro cuánto eran treinta y cinco cuartos, pero ahora tenía treinta y cinco cuartos más que la noche anterior, y se había deshecho de una prueba que lo podía incriminar, todo ello sin matar a nadie ni derramar una sola gota de sangre. Su nueva vida estaba empezando a resultarle bastante más agradable que la anterior.
Ahora debía desaparecer de allí, o al menos retirarse de las calles, ya que corría el riesgo de toparse con sus enemigos o con sus amigos. Donde hay un mercado de ganado siempre hay al menos una posada; en Sansory se llamaba Integridad y Honor y, por supuesto, estaba llena de granjeros, comerciantes de caballos y gente similar, todos gritando y con bastante genio. Por dos cuartos, compró una jarra pequeña de cerveza y algo de pan y queso, encontró un rincón vacío en el banco de madera —el espacio suficiente para que se posara un cuervo— y se sentó.
Los hombres que estaban a su lado hablaban de una guerra. Uno de ellos —un hombre pequeño y delgado con las muñecas muy huesudas— decía que el general Cronan había vencido a Allectus, había derrotado al general Taino, y que si alguien podía con los asaltantes, ése era él. El hombre viejo de su derecha no estaba de acuerdo; para ser del sur, Cronan no estaba mal, pero nadie podía vencer a los asaltantes. Allectus podría haberlo hecho si no se hubiera echado a perder; tenía imaginación, no como los otros. En opinión del viejo, Cronan carecía de imaginación, y los asaltantes se lo iban a comer vivo.
Un hombre de rostro redondeado y barba corta, ataviado con una camisa azul de lana que parecía nueva, consideraba que quizá Cronan consiguiera batir a los asaltantes si alguna vez tenía la oportunidad, pero eso era poco probable. Con dos victorias importantes a sus espaldas, la confianza y la lealtad del ejercito y el cariño del pueblo, suponía claramente demasiado riesgo para la seguridad dejarlo suelto por las provincias. Incluso aunque no ambicionara el trono ni quisiera convertirse en emperador, nadie le creería jamás. De hecho, según el hombre de la camisa azul, los días de Cronan estaban contados; desde que había derrotado al general Taino estaba viviendo de prestado.
El hombre de las muñecas delgadas y algunos más del grupo estuvieron de acuerdo, e incluso el viejo asintió un par de veces. Era una tragedia, continuó el de la camisa azul, pero no se podía hacer nada, teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba el imperio… Mientras tanto, si alguien podía hacer frente a los asaltantes con alguna posibilidad de vencerles, seguramente ése era Feron Amathy.
Un momento después, dio la sensación de que el de la camisa azul había dicho algo polémico, si no directamente ofensivo. El viejo arrugó el ceño y negó con la cabeza, otro que estaba fuera de la vista de Poldarn hizo un ruido grosero y llamó bastardo —y un par de lindezas más que Poldarn no entendió— a Feron Amathy. Nadie parecía inclinado a discrepar, o al menos dispuesto a arriesgarse a hacerlo en un lugar público. El hombre de la camisa azul levantó la mano.
—Vale —dijo—, el entendía como se sentían, él se sentía igual, y no, por supuesto que no estaba de acuerdo con algunas de las cosas que la casa Amathy había hecho en el pasado, nadie en su sano juicio podría estar de acuerdo. Pero un hecho era cierto: Feron Amathy, en el mejor de los casos era un militar que iba por libre, en el peor el jefe de los bandidos y autor de varias matanzas, pero también era un soldado de primera clase y, teniendo en cuenta que el imperio acostumbraba a encarcelar a sus mejores soldados o asegurarse de que sufrían algún tipo de accidente… ¿quién quedaba? Además —prosiguió, después de haber conseguido acallar a su audiencia—, para combatir a los asaltantes nadie quería a un tipo decente y honesto que respetara las normas de la guerra, sino a un malvado bastardo, y nadie cumplía esos requisitos mejor que Feron Amathy. Ahora bien —añadió después de una breve pausa—, en caso de que saliera victoriosa la casa Amathy, si la vida seria o no más fácil que con los asaltantes, esa es una cuestión completamente distinta. El único rayo de esperanza en el negro horizonte es que, si vence, lo más probable es que dirija su atención sobre las ricas y opulentas ciudades del otro lado de la bahía, y, con un poco de suerte, se largue hacia allí y deje a las provincias del norte en paz.
El viejo afirmó que Feron Amathy era un malvado y sangriento no sé qué, que Poldarn no pudo oír bien; más aún, sabía de buena tinta que algunos de los últimos incendios y matanzas de los que se había culpado a los asaltantes eran en realidad obra de la casa Amathy, que no tenía ningún reparo en masacrar mujeres y niños para asegurarse de que no quedaran testigos. Un joven con grandes orejas dijo que le costaba creer aquello, pero estaba claro que Feron Amathy era un tipo despreciable, y confiarle la seguridad de la provincia sería como poner a un lobo a cuidar del rebaño. El de la camisa azul comentó que la casa Amathy era capaz de cualquier cosa, y que las compañías independientes eran todas igual de malas, aunque la casa Amathy quizá fuera la peor de todas, pero, quitad al ejército imperial y a las compañías independientes y ¿quién queda para combatir a los asaltantes? ¿Y bien?
Se hizo un corto y amargo silencio. Entonces, el viejo dijo que había sido Feron Amathy el que había acabado con Allectus cambiando de bando en mitad de la batalla, aunque nadie podía asegurar que no lo hubiera acordado antes con Cronan. Lo que le había ocurrido a Allectus era una tragedia para el imperio…; nadie había podido probar realmente que él hubiera intentado apoderarse del trono, e incluso, si hubiera sido así, seguramente habría hecho un trabajo bastante mejor que la pandilla de imbéciles que había ahora. Allectus, mantenía él, no habría temido a los asaltantes, ni a las compañías independientes, ni a nadie.
Un hombre corpulento con un delantal de cuero oscurecido por el hollín tosió con gesto nervioso y sugirió que la razón por la que nadie podía detener a los asaltantes era porque se trataba de un castigo que los dioses enviaban al imperio. Esa observación aniquiló la conversación durante un buen rato, mientras el resto del grupo dudaba entre ignorarlo o rebatir su línea de argumentación. Antes de que pudieran decidirse, el hombre nervioso añadió que estaba muy bien que se rieran y que dijeran que eran historias de chiquillos, pero ¿qué pasaba con el dios del carro que había aparecido en esa aldea y había predicho la caída de Josequin, exactamente tal como luego había sucedido?
El hombre de la camisa azul replicó que era una coincidencia, nada más. El nervioso no lo creía así; el dios no solamente había anunciado la destrucción de la ciudad, sino que además había curado a los enfermos y resucitado a los muertos, y no tenían por qué creerle si no querían, podían preguntárselo a Bigal el arriero, cuyo sobrino había pasado por la aldea dos semanas después y lo había oído todo por boca de los propios lugareños.
Por lo visto, algúnos parecían tener en alta estima la credibilidad de Bigal el arriero, porque se quedaron pensativos y no abrieron la boca. Sin embargo, el de la camisa sacudió la cabeza y lanzó una risita; resulta, dijo, que un vecino suyo había hablado con un carretero que había visto al dios ese no una sino dos veces; una vez en la aldea de las afueras de Josequin y otra vez unas seis semanas antes, en una ciudad al otro lado del Mahec cuyo nombre no recordaba ahora mismo. Y lo curioso era que el dios de la aldea cercana a Josequin no se parecía en nada al dios que había visto en el norte, así que parecía lógico pensar que uno de los dos era un impostor, y —según el hombre de la camisa azul—, era el que supuestamente había predicho la caída de la ciudad. Es más, añadió, el impostor no había sanado a los enfermos ni resucitado a los muertos; en opinión del carretero, había apenas un par de moribundos y una docena de enfermos, y sus amigos y familiares le habían pagado a la sacerdotisa bastante bien por el privilegio.
El hombre nervioso parecía asombrado y deprimido, y no dijo nada. Los demás también permanecían en silencio, sopesando su natural escepticismo frente a la indudable autoridad de Bigal el arriero. Después de un rato, el hombre de las muñecas huesudas se levantó y dijo que, aunque parecía que los demás no, el tenía que ganarse la vida y que si Perico podía estar sin especular sobre los dioses y el fin del mundo durante una hora, a lo mejor podía ponerse manos a la obra y herrar a su yegua negra, tal como le había prometido por la mañana. El hombre nervioso asintió con aire de culpa y se marchó con él. El de la camisa azul terminó su bebida y salió de allí. Poco después, Poldarn se había quedado sólo.
Sin la distracción de la conversación, no pudo evitar ponerse a pensar en Copis, aunque no era un tema que le agradara. Claro, no podía culparla en absoluto por haber desaparecido tan pronto como había olido el peligro. Había hecho bien, y además había intentado avisarle por todos los medios, y por supuesto ella no sabía lo del oro fundido en la parte trasera del carro porque él no había confiado en ella lo suficiente para mencionarlo, así que eso era culpa suya también. De todas formas, sentía que se hubiera marchado, especialmente con tanta prisa, si tenían que separarse, le habría gustado disponer de unos momentos para darle las gracias, ya que la noche que se conocieron ella prácticamente le había salvado la vida, y, a pesar de todos los problemas que le había ocasionado, nunca lo había abandonado y ni siquiera se había quejado. Más aún, era la única amiga que tenía, pero no podía evitar pensar que estaría mucho mejor lejos de él, considerando que atraía los problemas como la miel fresca a las avispas. En cuanto a lo positivo, al menos ya no debería volver a hacerse pasar por el dios del carro. Era una experiencia que no le interesaba repetir.
En la posada había mucha menos gente que al entrar, y la taberna —después de que todos se hubieran ido a trabajar— estaba tan desierta que un hombre sentado sólo llamaba la atención. Había llegado el momento de desaparecer.
Esta vez pasó de largo el mercado de ganado y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Ahora las calles estaban repletas de gente, mucha más gente que antes, y todos parecían tener un destino claro en la cabeza. Se dejó arrastrar por la marea humana y finalmente fue a parar a lo que consideró que era la plaza principal de la ciudad.
Había tal gentío que, llegado un momento, no pudo seguir avanzando, así que se encaramó sobre el lomo de un enorme león de piedra —como un hombre sobre una piedra que asoma en el río— e intentó descifrar lo que ocurría.
El tercio central de la plaza estaba dividido con postes y verjas formando una serie de puestos que se asemejaban a los del mercado de ganado, pero estos estaban repletos de hombres y mujeres, todos apelotonados, alrededor había un pasillo acordonado por el que transitaban otras personas, no tan apretujadas, que observaban a los de los corrales, fundamentalmente ojeaban, pero de vez en cuando se detenían para estudiarlos mejor y, ocasionalmente, gritaban y hacían señas para reclamar la atención. Poldarn observaba mientras uno de los acorralados, después de hablar con un hombre del exterior durante un rato, saltó por encima de la verja y le siguió por el pasillo hasta desaparecer. Inmediatamente, dos o tres más de la multitud intentaron meterse en el corral, pero en seguida aparecieron dos hombres de aspecto crispado con unos largos palos que les echaron para atrás, permitiendo que accediera solo uno.
Resultaba tan curioso que sentía la necesidad de preguntarle a alguien. No tuvo que esperar mucho; un joven de unos diecinueve años saltó sobre la espalda del león y se colocó a su lado, frotándose la espinilla y poniendo cara larga. Le preguntó al joven que era lo que pasaba.
El joven no entendió la pregunta.
—Soy nuevo en la ciudad, ¿sabe? —dijo Poldarn—. En realidad, soy de Thurm. —Rescató el nombre de lo más profundo de su mente justo a tiempo—. Sea lo que sea, no tenemos nada así en mi tierra.
—¿De verdad? —Sin duda, al joven le parecía algo difícil de creer—. Entonces, ¿cómo encuentran ustedes trabajo, si no tienen ferias de contratación?
Ah, pensó, vale.
—Bueno, sí que las tenemos —replicó con seguridad—. Pero no son como ésta, eso es todo.
—Ah —dijo el joven, y se puso de nuevo a examinar su espinilla. Mientras tanto, habían seleccionado a dos hombres más y alrededor de una docena habían intentado ocupar su puesto en los corrales y habían sido echados fuera por los hombres de los palos. Poldarn tenía la impresión de que en Sansory había más gente dispuesta a trabajar que trabajo mismo; se acordó de lo que Copis le había dicho, lo de que era un lugar donde terminaba mucha gente. Una idea deprimente.
De todos modos, pronto tendría que empezar a ganarse la vida, y si ésta era la forma de encontrar trabajo en Sansory, seguramente sería buena idea ponerse en la cola. Pero primero se dedicó a inspeccionar un poco más, y pronto descubrió que cada puesto representaba un oficio. Eso complicaba las cosas, porque él no tenía oficio.
—Perdone —dijo al joven, que lo miró— Perdone que le moleste de nuevo, pero ¿qué hace uno si no tiene oficio? ¿Adónde va para que le cojan?
El joven sonrió irónicamente.
—¿Sin oficio? ¿A su edad? En ese caso, será mejor que se olvide del tema.
Poldarn arrugó el ceño.
—Bueno —dijo—. Pero imaginando que estuviera lo suficientemente loco como para intentarlo. ¿Qué haría?
—Usted verá —replicó el joven con serenidad—. Mire, ¿ve usted ese corral grande de ahí, justo al fondo? Vaya allí. Aunque se lo advierto, si se pone en la cola ahora, y si tiene mucha suerte, a lo mejor consigue entrar en el corral cuando acabe la feria.
—Ya. ¿Y cuándo acaba?
—Pasado mañana.
—Bien. —Poldarn torció el gesto—. De acuerdo, ¿cuál es el oficio con más demanda estos días?
El joven meditó durante un momento.
—Esa es una pregunta difícil. Los escribientes, probablemente. No simplemente copistas, claro; me refiero más bien a contables, los que entienden de números y cuentas y todo eso.
Aquello no sonaba esperanzador. De todas formas, Poldarn le preguntó en qué corral estaban los escribientes. El joven lo señales estaba un poco menos concurrido que los demás.
—Claro que —continuó el joven— lo que buscan con auténtica desesperación últimamente son instructores militares… ya sabe, para las compañías. Pero tienen su propia feria, a finales de mes. Y no es aquí, sino en Mael.
—Entonces, no me sirve de mucho. ¿Hay algo parecido por aquí?
El joven sacudió la cabeza.
—No a menos que pueda usted hacer de escolta —añadió—. Por si le interesa, hay un oficio donde siempre hay más puestos que idiotas dispuestos a desempeñarlos. Aunque hay una razón para ello, claro.
Poldarn tenía la sensación de que le estaba tendiendo una trampa. Pero no importaba.
—¿Sí? ¿Y cuál es?
—Por supuesto, caen como moscas —replicó el joven con una sonrisita—. Hay que estar loco o totalmente desesperado para entrar en ese juego.
—Supongo que tiene razón —dijo Poldarn asintiendo—. Así que ¿adónde voy para que me cojan?
No fue difícil encontrar el lugar, a pesar de las direcciones un tanto elípticas del joven: una caseta pequeña, más que un puesto, en el extremo oeste del mercado. Había un par de tipos de aspecto triste sentados fuera, y tres hombres corpulentos tumbados en la entrada. Poldarn pidió permiso para pasar. No se movieron. Volvió a pedir permiso. Uno de los mocetones le dijo que todos los trabajos estaban cogidos, y le sugirió que se marchara. Poldarn no estaba muy dispuesto a creerle, ya que por encima del hombro podía ver a varios hombres que esperaban en una cola para ser examinados. Cuando se lo mencionó a los de la entrada, uno de ellos intentó echarle de allí a empujones.
Unos momentos después, un hombre que llevaba una larga túnica de felpa salió de la caseta. Miro a los tres hombres que estaban tumbados en el suelo, y luego a Poldarn.
—Estás contratado —le dijo.
—Gracias —respondió Poldarn, frotándose el codo donde se había vuelto a hacer daño al sacudirle a alguien en los dientes—. ¿Cuando empiezo?
—Inmediatamente, si lo deseas —dijo el hombre—. ¿Qué te han hecho?
Poldarn se encogió de hombros.
—No querían que me ofreciera para el trabajo.
—Ah. —El hombre puso cara larga—. Entonces, les está bien empleado. ¿Cómo te llamas?
—Poldarn.
El hombre elevó una ceja.
—Que interesante —dijo—. ¿Del sur?
Poldarn hizo un gesto afirmativo.
—De la provincia de Thurm —afirmó, esperando no estar cometiendo un error.
—Eso lo explica todo —replicó el hombre—. Mi padre siempre solía decir que en Thurm eran todos una pandilla de psicóticos viciosos. A propósito, me llamo Falx; Falx Roisin.
—Encantado de conocerle —dijo Poldarn—. ¿Puedo preguntarle a que profesión se dedica?
Falx sonrió divertido.
—Realmente no eres de por aquí, ¿verdad? —dijo—. Soy carretero. —Sonrió de nuevo—. Como cualquier otro, de verdad, excepto que la última vez que miré tenía más de cien carros, seiscientos caballos, una docena de almacenes y más escribientes de los que nadie podría necesitar jamás; no me preguntes qué hacen durante todo el día. Casi toda la gente de Sansory me conoce, por una razón o por otra.
—Comprendo. Pero necesita un guardaespaldas.
—Bueno, más o menos —admitió Falx—. Más bien alguien que mantenga el orden, no sé si me entiendes. Mira, no me agrada estar en medio de este follón, no se a ti. Mi casa no está lejos de aquí. Te invito a beber algo.
El hecho de que Falx Roisin pareciera bastante más afable de lo que Poldarn habría esperado de alguien con tantos carros y caballos no tenía por qué ser malo. Falx transitaba delante abriendo el camino: atravesaron un callejón hasta llegar a una plazoleta, otro callejón, un puente que se elevaba sobre algo que tenía el aspecto de un arroyo y el hedor de una cloaca, un arco que daba a un patio repleto de carros, tan juntos que Poldarn tuvo que pasar de lado. Al otro lado había un gran edificio de ladrillos con el tejado plano. Poldarn supuso que se trataba de uno de los almacenes que había mencionado Falx, pero, una vez dentro, se dio cuenta de que no era así.
Lo más desconcertante era el color. Cada centímetro de la pared, techo y suelo aparecía cubierto de pinturas o mosaicos, representando una amplia variedad de temas, desde jarrones con flores y recipientes llenos de fruta aparentemente realistas, hasta batallas de caballería, tormentas en el mar, escenas religiosas o pornografía elegante. La calidad de los trabajos era tan diversa como los temas representados, y como los colores estaban frescos y los mosaicos impecables, sin rozaduras ni desconchados, resultaba razonable asumir que eran nuevos y que Falx Roisin los había encargado.
—Me gustan sus cuadros —mintió Poldarn.
Era lo que había que decir.
—Gracias —replicó Falx—. El pintor es mi hijo, el chico mayor; mi hija y mi sobrina hacen los mosaicos. Después te enseñaré la galería grande, que era la sala de secado cuando esto era un almacén de lino. Casi todos los miembros de mi familia tienen dotes artísticas, de una forma u otra.
Poldarn asintió. Si había muchos amantes del arte en Sansory, se entendería la necesidad de guardaespaldas. Falx corrió una de las dos sillas (completamente pintadas, excepto las partes cubiertas de marfil y de incrustaciones de lapislázuli) que constituían el único mobiliario de la habitación, y le indicó la otra a Poldarn.
—Creo que debo advertirte —dijo, mientras se abría la puerta tras él, aparentemente interrumpiendo la navegación de un enorme y pesado barco, y entraba una mujer que traía una jarra de vino y dos copas sobre una bandeja de bronce con patas—. Como no eres de por aquí, no se puede esperar que sepas donde te estás metiendo. Me gusta ser honesto con la gente.
Poldarn volvió a hacer un gesto de asentimiento. Si Falx exigía honestidad absoluta a todos sus trabajadores, tarde o temprano tendría que señalarle que la alegre ninfa pintada en la pared —justo sobre su cabeza— tenía una pierna mucho más larga que la otra, pero esperaba no tener que llegar a eso. Intentaba no mirar, pero no resultaba fácil.
—El hecho es —continuó Falx— que tus predecesores no duraron mucho. En los últimos dieciocho meses, cinco hombres han desempeñado este trabajo, uno se largo a la semana, en medio de la noche, y los demás… —Suspiró—. Se los envié a sus familias para que los enterraran, era lo menos que podía hacer. Y, por supuesto, no me cuesta nada.
El vino era muy bueno, ligero y dulce aunque no empalagoso.
—¿En qué consiste el trabajo exactamente? —preguntó Poldarn.
—Bueno, hay una faceta que implica lo normal en un guardaespaldas —respondió Falx—, y esa parte del trabajo es relativamente segura. No me mezclo en peleas si puedo evitarlo, y normalmente la gente no se mete conmigo; al menos, dos veces. Es en la otra faceta donde empieza a ponerse peligroso. Verás —continuó, rellenándose el vaso—, transporto muchas cartas para otra gente, mensajes importantes, cartas de crédito, negociaciones, el tipo de cosas que no se pueden confiar simplemente a cualquiera que vaya en la dirección correcta. Es un negocio muy bueno, una vez que uno se ha labrado la reputación de que las cartas realmente llegan a su destino. Y como siempre tengo carros y mensajeros en la carretera, puedo ganar un dinero extra sin costes adicionales. El problema es que —prosiguió, jugueteando con el pie de la copa— tengo algunos clientes muy buenos en esa línea del negocio, buenos clientes de verdad, lo cual significa que si quieren transportar una carta, no puedo negarme a llevarla, incluso aunque crea que puede causar problemas.
Poldarn le miró algo asombrado.
—¿Lo puede saber con antelación?
—Por el destino y por quién la manda, sí —dijo Falx—. Líos por los que no tienes que preocuparte. De todas formas, cuando me endilgan una de esas cartas, realmente no tengo elección; tengo que mandar a alguien para asegurarme de que llega. De diez cartas, nueve llegan. La décima… bueno, cuarenta cartas, cuatro guardias muertos. ¿Qué tal se te dan las matemáticas?
Poldarn reflexionó durante un momento.
—Cuarenta cartas en dieciocho meses —dijo—. Es casi una por semana. ¿Las cartas van muy lejos?
—Depende —respondió Falx con gesto vacilante—. Algunas se despachan en un día, contando ida y vuelta; otras requieren diez. Es el trabajo perfecto si te gusta andar un poco por ahí.
—Ya veo —dijo Poldarn—. Y a los otros cuatro qué les pasó?
—Veamos. —Falx se rodeó la nariz con los dedos—. Gusson se desangró… lo apuñalaron en el estomago cuando estaba en la carretera, el les dio una buena, eso sí, y no se dio cuenta de que le habían rajado hasta que llegó al pueblo siguiente e intentó bajar del carro. A Bello…, me caía bien, tenía un gran sentido del humor, lo alcanzaron desde lejos con una ballesta. Según me contó el conductor, un momento estaba allí y al siguiente se había acabado todo, así, sin más. Algo horroroso. Al que vino después…, tengo el nombre en la punta de la lengua, lo destriparon con una alabarda en una posada que se encuentra a medio camino entre Weal y Boc. Intentaron hacerlo pasar por una pelea de taberna, pero ese fulano era un tipo tranquilo, no le gustaban los líos. Lo más estúpido es que se trataba del viaje de regreso; debían de estar vigilando la posada y no se dieron cuenta de que ya había entregado la carta. Y Sullis, a Sullis le abrieron la cabeza con un garrote, a menos de media hora de la puerta oeste. Probablemente habría sobrevivido, si no hubiera estado lloviendo a cantaros. La gente iba con mucha prisa y no se percataron de que había alguien tirado en una zanja al lado de la carretera. Normalmente son dos o tres, nunca más de cinco; soldados dados de baja, rezagados de las compañías independientes, bueno, ya sabes a que tipos me refiero, estoy seguro.
Poldarn se dio cuenta de que, en un rincón del techo, había una pintura de un gran pájaro negro. Al principio pensó que se trataba de un cuervo, pero al girar un poco la cabeza se percató de que pretendía ser un pavo real.
—Así que —dijo Falx— ése es el trabajo. A Sullis le pagaba cuarenta cuartos al mes, con manutención y gastos. Te puedo dar cuarenta y cinco, si estás interesado.
A falta de referencias con las que pudiera comparar, Poldarn no tenía muy claro cuánto eran cuarenta y cinco cuartos.
Pensó en el precio de un plato de pan y queso, un caballo, un peto estropeado y enderezado… Sobre esa base, parecía una cantidad nada despreciable.
—Cincuenta —dijo—.Y ahorrará usted dinero a largo plazo, porque no tengo familia, no hay nadie a quien deba enviar mi cuerpo.
Falx le miró durante un momento y se echó a reír.
—Tú también tienes sentido del humor —dijo—. Me gusta. De acuerdo, cincuenta. Después de todo, es un trabajo asqueroso, te lo vas a ganar. Supongo que no tendrás referencias —añadió—. No, supongo que no. No esperaba que las tuvieras, de otro modo no te interesaría el trabajo. Sabes, llevo veinticinco años contratando a hombres por la primera impresión, sólo me he equivocado dos veces y los dos eran escribientes. Tú lo harás bien.
Aparentemente, eso era todo. Falx terminó su bebida y se puso de pie.
—Equipo —dijo—, armas, todo eso. ¿Tienes algo?
Poldarn negó con la cabeza.
—Suelo usar el de los demás; no tengo equipo propio.
Era obvio que Falx no estaba seguro de haberle entendido.
—No importa —dijo—. Te llevaré al almacén y allí se encargarán de equiparte, y voy a llamar al capataz de servicio para que te enseñe tu habitación y todo eso. Bueno —añadió—, bienvenido a la casa Falx; esperemos que se trate de una larga y feliz asociación.
¿Sentido del humor?, se preguntó Poldarn. En conjunto, probablemente no. Abandonaron el vestíbulo y sus suntuosas pinturas por una puerta distinta, atravesaron un pequeño patio cercado y entraron en otro edificio, básicamente una réplica del primero, aunque la mitad de grande. Sin embargo, en éste no había pinturas.
—Bien —dijo Falx, mientras un hombre de edad avanzada con delantal de cuero salía de un cuarto trasero para recibirles—. Éste es Eolla, mi capataz; un tipo estupendo que está en la casa desde tiempos de mi padre. Eolla, éste es Poldarn, es el nuevo.
Va a sustituir a Sullis. Dale lo que necesite, haz que se sienta como en casa, tú conoces esto mejor que yo. ¿De acuerdo?
Eolla asintió con gesto grave.
—¿Ha dicho Poldarn? —preguntó.
—Eso es.
—Ah. —Eolla agachó la cabeza y observó ceremoniosamente a Poldarn por primera vez—. ¿Del sur?
—Si —respondió Poldarn, deseando que se le hubiera ocurrido otro nombre—. De Thurm.
—No me digas. Bueno, déjele conmigo, no hay problema. —Le puso la mano sobre el hombro en un gesto como de amo y señor. Agarraba con fuerza—. ¿Algo más?
Falx hizo un gesto negativo. Si Poldarn no hubiera estado al tanto de la situación, habría pensado que su nuevo amo estaba intimidado por el viejo.
—Bien, será mejor que me vaya —dijo—. No debería haber ninguna faena para ti en uno o dos días, así que tómate tu tiempo para instalarte.
Eolla lo miró y volvió a agachar la cabeza, como diciendo retírese. Falx desapareció a paso rápido, cerrando la puerta tras él.
—Tienes razón —dijo Eolla, tan pronto como sonó la puerta—, me tiene pánico. Con razón. Le hice la vida imposible cuando él era niño. —Se volvió, girando no sólo la cabeza sino el cuerpo entero, y estudió a Poldarn de arriba abajo de una sola ojeada, tal como Acka había examinado al caballo robado—Y si tú eres de Thurm, yo soy el rey de los duendes. No es que me importe de dónde eres. Da igual de dónde eres, lo que cuenta es dónde estás. —Mantuvo la vista clavada unos segundos más; Poldarn le sostuvo la mirada. Eolla se echó a reír—. Eres un buen tipo —dijo, y le ofreció la mano, que Poldarn estrechó—. Como te he dicho, me llamo Eolla. Bueno, en realidad no. Mi nombre es Eolla Catarisoas, pero Falx Garaut, el viejo, nunca se molestó en decirlo bien, y a Falx Roisin supongo que nunca se le ha ocurrido comprobarlo, no tenía por qué hacerlo. Así que me he acostumbrado a ser Eolla. A mí no me molesta, me han llamado cosas peores. ¿De dónde eres realmente?
Poldarn puso un gesto atribulado.
—No lo sé.
Eolla enarcó la ceja.
—Bueno, esa es nueva. ¿Cómo que no lo sabes?
—Tuve un accidente —explicó Poldarn—, hace unos cinco años. No me pregunte qué pasó; lo único que recuerdo es que me desperté en una zanja con un chichón en la cabeza del tamaño de una manzana. Cuando llegué a la primera ciudad pregunté cómo se llamaba y me dijeron que Josequin, así que supongo que se podría decir que soy de allí.
—¿De verdad? —Eolla encogió sus anchos y delgados hombros—.Vale, de acuerdo —dijo—. ¿Y qué has estado haciendo desde entonces?
Poldarn rompió a reír.
—Nada demasiado interesante —dijo—. Tan pronto como me di cuenta de que no iba a recuperar la memoria inmediatamente, me puse a buscar trabajo, algo para hacer, un lugar para vivir y todo eso. Ningún oficio, por supuesto, pero no pasó mucho tiempo antes de que me percatara de que tenía lo que se podría llamar una aptitud para pelear; si se debe a la práctica o es una habilidad natural, no tengo la menor idea. En Josequin se podía uno ganar la vida con eso.
Eolla asintió; parecía hacerlo a menudo.
—Una ciudad del Gremio —dijo—. Es lógico. Nunca he estado allí, y ya nunca iré, por supuesto. No puedo decir que me importe. Tuviste suerte, entonces, de no estar en la ciudad cuando ocurrió.
—Había dejado la ciudad unas pocas semanas antes. Debido a mi salud.
Aquella parecía una respuesta satisfactoria.
—Bueno —dijo Eolla—, sígueme, iremos a la parte de atrás y te equiparemos. Veamos. Dos mudas de ropa, tres pares de botas, dos sombreros, una capucha, dos cinturones, un bastón cargado y otro normal, una cartera grande y otra pequeña, plato, copa, un cuchillo grande y otro pequeño, una lámpara, aceite, mecha, una caja de yescas, tres mantas, una cantimplora de cuero, un abrigo, y como vas a estar en la carretera, una pelliza forrada.
Puedes elegir un arma en la estantería. —Sonrió—. La mayoría de la gente tarda toda una vida en reunir estas cosas, y aquí lo tienes tú, cortesía de la casa, toda una vida. De segunda mano, por supuesto. La casa Falx es generosa, pero no nadamos en la abundancia. Ven.
En una de las paredes del cuarto trasero se alineaban una serie de cajones de madera de buen tamaño; fueron pasando por delante, deteniéndose Eolla a hurgar en cada uno de ellos, hasta que encontraba algo que calculaba que le valdría.
—Es la práctica —explicó—. Después de cincuenta años en el almacén, puedo adivinar la talla de un hombre nada más verle. Lo siento —añadió—, en estos momentos andamos escasos de sombreros; este es grande, así que vas a tener que rellenarlo con un poco de paja.
Eolla no dio ninguna explicación acerca de la procedencia de las prendas, y Poldarn no hizo preguntas. Una de las camisas tenía una mancha parda entre los omoplatos, pero la habían zurcido cuidadosamente; el momento crítico y final en la vida de un hombre, parcheado con un pedazo de lana y entregado a otra persona. Eran todas cosas buenas y útiles, ninguna gastada ni raída. Mientras el Viejo rebuscaba en los cajones, Poldarn no pudo evitar pensar que parecía conocer las prendas una por una. Luego se dio cuenta de que probablemente ya las habría repartido en otras ocasiones, a algún otro recién asociado a la casa Falx, hacía dos o veinte años. La gente va y viene, pero los objetos permanecen, salen de los cajones y regresan a ellos.
—Para ser exactos —decía Eolla—, el yelmo no está incluido, ya que no perteneces al pelotón regular de la guardia, pero si tú no se lo dices a nadie yo tampoco. Pruébate éste. —Metió la mano debajo de un banco (sin mirar; parecía saber donde estaba todo simplemente valiéndose del tacto, como si fuera un ciego) y sacó un sombrero de ala estrecha de fieltro marrón. Pesaba demasiado para ser lo que parecía, y cuando Poldarn le dio la vuelta vio que estaba forrado con chapas de acero cuidadosamente ensambladas.
—Que yo sepa, nunca se ha probado —dijo Eolla—, así que no puedo prometerte que funcione. Pero seguro que es mejor que nada.
Poldarn se lo puso. Le quedaba sorprendentemente bien, quizá un poquitín grande.
—Gracias —dijo.
—Un placer —respondió el hombre—. Lo hicieron para el hermano de Falx Garaut, Tocco… era un hombrecillo nervioso, siempre obsesionado con que le golpearan o le apuñalaran, así que el viejo le consiguió una pelliza de primera —en realidad, más bien una capa de chapas, de lo mejorcito— y un cuello forrado de plaquillas de acero, y el sombrero. Al final no le sirvió de mucho, claro, pero el patrón fue considerado.
Eolla no parecía tener ganas de ampliar la información sobre el destino de Falx Tocco, y Poldarn no deseaba preguntar; pero el sombrero parecía una buena idea, a pesar de sus orígenes. Lo añadió al resto de sus nuevas adquisiciones, que ya formaban un montón de apreciable tamaño.
—Bueno —dijo Eolla—, ahora solo faltan las armas, que están en ese armario de ahí. Ah, a menos que… ¿sabes leer?
Poldarn asintió.
—Siempre es una buena idea, muy útil. —Eolla se agacho y sacó un gran baúl de madera—. Falx Roisin es muy aficionado a la lectura, le gusta fomentarla en la casa. —Levantó la tapa y la dejó caer, el baúl estaba repleto de libros. Había libros encuadernados, con las cubiertas de madera y cuero, y libros enrollados dentro de preciosos cilindros de bronce—. Todos religiosos, por supuesto —añadió Eolla con un ligero suspiro—. Pero tienes derecho a coger dos, ya que vas a estar en la carretera. Falx Roisin piensa que ayudan a pasar el tiempo, que evitan que te metas en problemas.
—Bueno. —Poldarn observó el contenido de la caja. Los libros no tenían título—. ¿Cuáles me recomienda?
Eolla se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea —dijo—. No me he molestado en mirarlos. Si yo estuviera en tu lugar, cogería los más grandes, teniendo en cuenta que no te cuestan nada.
Aquello le pareció totalmente lógico, así que escogió dos libros encuadernados, ambos de un palmo de grosor.
—Si coges uno de ellos y lo envuelves con el abrigo —señaló Eolla—, tendrás una almohada bastante decente. Merece la pena pensar en cosas así cuando estas todo el tiempo viajando. —Eolla empujó una puerta que Poldarn no había visto hasta entonces y desapareció por ella. Poldarn le siguió y esperó a que él encendiera la lámpara.
—El armario de las armas —señaló Eolla, aunque no era necesario.
Había una pared cubierta de estantes para las armas con asta… alabardas, aguijadas, picas, hachas de guerra, lanzas. En el rincón más cercano había un enorme barril del que asomaban las empuñaduras de largas espadas de hoja recta, como las rosas en un jarrón. En otra pared se veía un estante de hachas y espadas de dos manos, con las cabezas y las puntas hacia abajo. Y en el rincón más alejado había otro baúl, similar al de los libros en tamaño y forma.
—¿Que hay ahí dentro? —preguntó Poldarn.
Eolla lanzó una risita.
—Buena pregunta —contestó—. La respuesta es: nada que te importe. Pero si quieres puedes echar una ojeada.
—Solo era una pregunta. Si no están a disposición…
—Venga, echa un vistazo —le interrumpió el viejo—. No es algo que se vea todos los días.
Poldarn levantó la tapa y observó el contenido. Vio al menos dos docenas de espadas, todas más o menos del mismo estilo.
Durante un momento se preguntó donde había visto algo parecido; entonces se acordó. El fresco de Caridad y Diligencia. Su tocayo, el dios del carro, empuñaba algo bastante similar.
—Coge una si quieres —le dijo el Viejo—. Adelante.
Poldarn no quería parecer grosero, así que obedeció. Era tan larga como su brazo, desde el hombro hasta la punta de su dedo corazón, aunque prácticamente un tercio lo constituía la empuñadura de dos manos, protegida por los espectaculares cuernos curvados sobre la hoja, que sobresalían por encima de la mano para formar el pomo y el guardamano. La hoja tenía una curva pronunciada hacia adelante y hacia abajo (quizás haya visto una de éstas antes, pensó) —produciendo la impresión de que el sable estaba del revés—, y se arqueaba de nuevo a cinco dedos de la punta formando un pico de cisne. En la parte inferior, el borde se ensanchaba y terminaba en una delgada y plana sección cortante casi a un palmo de distancia, punto en el cual seguía la curva ascendente de la parte superior, dando al filo la apariencia de un brinco de delfín. Justo bajo la espina, la hoja tenía una estría amplia y superficial que seguía el perfil de la curvatura, aligerando el arma sin sacrificar la potencia y desplazando el centro de percusión hacia el interior del gancho. Fantástica, pensó Poldarn.
—¿Te gusta? —dijo Eolla.
—Sí —respondió Poldarn.
—Lo siento —dijo el viejo riendo—. Éstas no están disponibles. ¿Sabes qué son?
—Sables —dijo Poldarn—. ¿O acaso tienen un nombre especial?
—Probablemente —respondió Eolla—. Pero nadie sabe cuál es, o nadie lo dice. Son los sables de un solo filo de los asaltantes. Hace diez años que están ahí, que yo sepa, Dios sabe cómo los consiguió el viejo. De todas formas, no salen de esta habitación, y sé perfectamente cuántos hay, por si te lo estabas preguntando.
Poldarn se encogió de hombros y puso el arma en su sitio.
—No se preocupe —dijo—. Me basta con lo que me den, muchas gracias.
—Eso es —dijo Eolla cerrando la tapa—. Bien, en ese caso, veamos lo que tenemos. —Miró dentro del tonel de las espadas—. Prueba ésta. Es una buena pieza, religiosa, mira, perfecta para interiores y espacios pequeños…, como la caja de un carro, por ejemplo.
Poldarn cogió la espada. Era corta —poco más de medio metro de largo—, curvada y de un sólo filo, con la empuñadura del tamaño casi justo para las dos manos. La sacó unos centímetros de la funda. La hoja brillaba como un espejo, o como la superficie de un estanque en un día tranquilo, salvo una línea ondulante y borrosa paralela al filo, como a un dedo del borde.
—¿Religiosa? —preguntó—. ¿qué quiere decir eso?
Eolla le miró.
—Parece que te dieron un buen golpe en la cabeza —dijo—. Religiosa, como la de los espadachines del templo. No te preocupes —añadió, mientras Poldarn continuaba con gesto desconcertado—. Significa que es una buena pieza, demasiado buena para estar en el tonel, pero me gusta tener cosas así para causas que lo merecen. ¿Te vale?
Sin pensarlo dos veces, Poldarn se había aflojado el cinturón y había hecho una doble lazada alrededor de la embocadura de la funda.
—Creo que sí —dijo, apretando la hebilla. Inmediatamente su mano fue hacia la empuñadura y desenfundó.
—Magnífico —dijo Eolla, arrugando levemente la frente—.¿Dónde aprendiste a hacer eso? Ah, claro, no lo sabes.
Poldarn había envainado la espada sin darse cuenta.
—Sin embargo, usted sí —dijo.
El viejo se encogió de hombros.
—No es la primera ocasión que veo a un hombre que desenvaina tan rápido. Esgrimistas del templo. Si sabes hacer eso… bueno, extrae tus propias conclusiones. Por supuesto, podrías haber aprendido a hacerlo en cualquier otro sitio. Quizá lo aprendieras en un libro, o lo trabajaras tú sólo, no lo sé.
Poldarn dio un paso hacia adelante. Le daba la impresión de que al viejo no le agradaba demasiado aquello.
—Pero usted no lo cree.
—No —replicó Eolla, dando un paso en dirección a la puerta—. Si quieres saber mi opinión, lo aprendiste en el templo.
—¿Qué templo? —preguntó Poldarn.