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Capítulo uno

 

Abrió los ojos y miró hacia abajo. No tenía la menor idea de donde se encontraba.

Mucho más abajo, se vislumbraba el cuerpo de un hombre tendido en el fango, cerca de un río. Yacía de lado, como si estuviera en la cama, con una mejilla sumergida en una charca poco profunda, aunque suficiente para reflejar su imagen. Le llamó la atención la simetría agradablemente absurda; un lado del rostro del hombre enterrado en el barro, el otro lado duplicado por el reflejo. En la charca había salpicaduras rojas que podían ser sangre o, perfectamente, cualquier otra cosa mucho menos melodramática. Al principio, dio por sentado que se trataba de una escena apacible, hasta que se le ocurrió preguntarse por qué alguien elegiría dormir en tal lugar.

En ese momento oyó voces. Esto fue lo que le alertó de que algo iba mal; porque una voz pertenecía al durmiente, y la otra, sin lugar a dudas, parecía provenir del reflejo.

—Ya estoy harto de ti —dijo la voz del durmiente—. No puedo más; todo está completamente descontrolado y no quiero tratar más contigo. Y mírame cuando te hablo.

(De forma instintiva se dio cuenta de que el cuerpo inconsciente era el suyo.)

—Ya has dicho todo eso antes —contestó el reflejo—. No lo sientes realmente. No estoy escuchando.

—¡Al diablo contigo! —respondió furioso el durmiente—. ¿Sabes? Eso es probablemente lo que más odio de ti, cómo miras hacia otro lado siempre que digo algo que no quieres oír. ¿Por qué no puedes escucharme? Aunque sea sólo por una vez.

—Porque nunca dices nada que merezca la pena oír —repuso el reflejo—. ¡Venga, hombre! Ya he oído todo esto antes. No vas a dejarme; si no cuidara de ti no durarías ni cinco minutos. Tú sólo no eres nada.

—Dios mío —dijo el durmiente, tras una pausa—. Te estoy escuchando y no me puedo creer que en algún momento hayamos tenido algo que ver. Fuera de aquí, vete. No quiero volver a verte jamás.

—Seguro.

—Sí, seguro. ¿Es que no entiendes nada? A partir de ahora, por lo que a mí respecta, estás muerto.

—Encantador.

—Y aún voy más allá. Nunca has existido. Jamás he oído hablar de ti. No sé tu nombre, de dónde vienes, ni lo que has sido o lo que has hecho, especialmente eso, por el amor de Dios.

El reflejo se rió de forma insultante.

—Sí, claro —dijo—.Y por supuesto, se trata tan sólo de mí. Tú nunca tuviste nada que ver. Tú nunca hiciste nada.

—No —replicó el durmiente—, nunca. Eras sólo tú. Y ahora te has ido, estás completamente fuera de mi mente, como cuando se extrae una muela picada. Jamás estuviste aquí. Nunca exististe.

—Si eso es lo que deseas —dijo el reflejo, en un tono ofensivamente razonable—. Pero no creo que quieras tal cosa. Me necesitas. Volverás, igual que la última vez.

—No…

—Igual que la última vez —repitió el reflejo—, igual que siempre. Pero te dejaré para que lo descubras por ti mismo. Ya sabrás dónde encontrarme.

—¡Jamás! —gritó el durmiente—. ¡Antes muerto!

—Ya veremos —contestó el reflejo. En ese momento, el cuerpo se estremeció y levantó la cabeza, y el movimiento rompió el reflejo, dispersándolo en ondas hacia los extremos de la charca. Abrió los ojos y miró hacia arriba. Se sentía mareado y tenía un tremendo dolor de cabeza. Acababa de experimentar una sensación de lo más desagradable, como si hubiera estado flotando en el aire y viéndose a sí mismo; pero ya había pasado. Ahora veía la negra silueta de un cuervo. Dio un par de vueltas, se deslizó entre la suave brisa para perder velocidad, abrió las alas a modo de vela y descendió, posándose sobre el pecho de un hombre muerto que yacía a su lado, aproximadamente a un metro de él. Cuando hubo aterrizado, el cuervo alzó la mirada y lo contempló fijamente, como queriendo dar a entender que él no tenía derecho a estar allí. Recordó cosas acerca de los cuervos, son capaces de sentarse en un árbol y quedarse allí observándote durante horas, sin moverse hasta que te marchas. Pero no saben contar. Si deseas darle a un cuervo con una piedra o con una honda, llévate a alguien a un escondite, cuando estés preparado, haz salir a tu amigo y el cuervo le observará hasta que desaparezca; entonces se elevara por el aire con sus enormes alas tiesas, planeando y colocándose en el sitio exacto. Pájaros muy listos, los cuervos, con un conocimiento instintivo de la distancia a la que un hombre puede lanzar una piedra, pero completamente negados para los números.

Intentó sacudir los brazos y gritar porque, por principio, siempre se intenta cazar a los cuervos. Al final lo único que consiguió fue un ligero aleteo de su mano y un graznido en el interior de su garganta. Sin embargo, con eso fue suficiente, y el cuervo abrió las alas y se elevó, proclamando por el camino la astuta traición de los humanos, que se hacen los muertos sólo para engañar a los sufridos carroñeros.

El esfuerzo de ahuyentar al pájaro bastó para marearlo e indisponerlo de nuevo. Se recostó y miró al cielo, esperando que su memoria se recobrase y le explicara cómo había acabado tendido al aire libre al lado de un cadáver. Cuando lo descubriera, sabría que hacer; mientras tanto, no le haría daño cerrar los ojos otra vez, solo un ratito…

—Tuve que echarle —dijo alguien. La reconoció como su propia voz, la voz del durmiente del sueño, o alucinación, o visión, o lo que fuera aquello—. Siempre significaba problemas, nada más que problemas y pesar. Estaremos mucho mejor sin él, espera y verás.

¿De verdad? —quiso preguntar.

—Simplemente apártalo por completo de tu cabeza —respondió la voz—. Créeme, lo conozco. Pase lo que pase, seguro que estamos mejor sin él.

Abrió los ojos de nuevo, se incorporó y miró a su alrededor. Descubrió que se encontraba en el interior de un pequeño valle, en el centro del cual discurría un rio crecido por las lluvias. El agua se había desbordado por entre la hierba de ambas orillas, y la zona en la que él se hallaba tendido era un revoltijo inmundo de lodo y turbias charcas plagado de cadáveres, algunos boca arriba, otros boca abajo y prácticamente sumergidos. También él estaba mugriento, con un cerco negro de suciedad que le llegaba un palmo por encima de las rodillas, y le faltaba una bota, probablemente succionada en algún tramo cenagoso.

No pasa nada, se dijo, todo se va a arreglar en un momento. Se obligó a ponerse en pie, a pesar de las violentas protestas de su cabeza y sus rodillas. De esta forma obtuvo una panorámica mejor, una perspectiva más amplia, pero, aún así, nada tenía sentido.

Observó el cadáver del hombre que yacía a su lado, escrutándolo a través del barro. Un soldado, porque llevaba armadura (coraza de cuero tratado y protecciones en los hombros, todo barato y alegre, y bastante eficaz, siempre que la lucha se desarrolle en terreno seco; por encima, una capa de lana basta, tan empapada en sangre y agua sucia que no se acertaba a adivinar el color; los pantalones, igual, y las punteras de las botas sobresaliendo por encima del cieno). La causa de la muerte, la enorme herida en la boca del estómago, o bien el profundo tajo que comenzaba bajo la oreja derecha y continuaba unos dos centímetros por debajo de la coraza de cuero, justo sobre la clavícula. Su rostro era tan sólo una boca y dos ojos abiertos, los globos oculares cubiertos de forma incongruente con barro seco, pero no había manera de saber si se trataba de un amigo o de un enemigo.

Contó. Dos docenas de cuerpos, más o menos (fácilmente podía habérsele escapado alguno entre el lodo), y la mitad de ellos iban vestidos como el primero que había visto. Los otros estaban más desaliñados, más ajados, pero equipados con mejores armaduras —acero de calidad, excelente protección, aunque cara y muy pesada para limpiar— y ropa que en su día había sido de paisano y de buena calidad. Tampoco le revelaban nada, lo cual le irritó en extremo, de modo que se tomó la molestia de sacarlos uno por uno de la ciénaga, limpiándoles la mugre de la cara para poder verles los ojos, aunque ni así consiguió gran cosa. En realidad, todo lo contrario, ya que tuvo que hincar las rodillas en el barro más de una vez, y la idea de quedar atrapado allí, sin poder moverse y sin nadie vivo que pudiera ayudarle, no era muy agradable que digamos. Afortunadamente, manteniendo la cabeza erguida y agarrándose con fuerza a la hierba para que el lodo liberara sus rodillas, se las arregló para salirse con la suya. Por lo visto aquello se le daba bastante bien.

A esas alturas se encontraba tremendamente cansado y sediento. Aún así, no le atraía el río, al menos mientras no hubiera sacado a los dos cadáveres, aprisionados entre las zarzas, cuya sangre contaminaba el agua. Después bebió y se sintió mucho mejor, aunque seguía sin ganas de levantarse de donde se hallaba tendido, panza abajo, de nuevo en el barro. Pero se le ocurrió pensar que si los cuerpos que acababa de retirar de la corriente todavía sangraban, era posible deducir que la lucha se había perpetrado bastante recientemente y que había habido dos bandos; él no sabía a cual pertenecía. No sería de extrañar que los compañeros de uno u otro de los grupos estuvieran buscándolos, que aparecieran por allí en cualquier momento. Por supuesto, también podrían resultar ser sus amigos y estar encantados de comprobar que había sobrevivido. O tal vez no.

Continuó inmóvil entre el agua turbia, incapaz de decidirse. Quizá perteneciera al bando local, se trataba de su valle natal y, cuando recobrara la memoria, simplemente caminaría por los montes hacia su casa, se daría un baño y se acostaría. Pero igual era el único superviviente de los agresores, atrapado a decenas de kilómetros tras las líneas enemigas, en cuyo caso su única oportunidad de escapar con vida pasaba por encontrar rápido a su gente, antes de que lo dieran por muerto y se retiraran. Aunque quizás estuvieran todos muertos, y hasta la última alma con la que pudiera toparse sería un enemigo, dispuesto a matarlo en el acto. Meditó sobre ello y cayó en la cuenta de que no tenía ni una sola pista acerca de su propio aspecto. Si lo conociera, seguro que le daría alguna idea del bando al que había pertenecido.

Localizó una charca suficientemente grande para mostrarle su reflejo, pero el rostro que vio podía ser el de cualquiera, un extraño. Vio a un hombre con el cabello enlodado que le caía sobre la cara, un cerco de mugre en uno de sus lados, restos de sangre coagulada junto a la cuenca del ojo izquierdo, una barba de dos días, una nariz larga y recta, alguien que era más joven de lo que él parecía o mayor de lo que él se sentía; un lío. No tenía armadura, nada que recordara a un uniforme militar o a las ropas que llevaban los del otro bando (pensaba en ellos como «el otro bando» sólo porque el primer cadáver que había encontrado era de un soldado uniformado) y sin vaina ni funda vacía que indicara que había poseído una arma. Un civil vivo, dos docenas de soldados muertos. Por supuesto, en cualquier momento empezaría a recordar y todo cobraría sentido, suponiendo que viviera lo suficiente.

Demasiado suponer. Tan sólo cinco, diez minutos y habría recuperado su vida, sabría qué hacer. ¿Cuánto tardaría una tropa en llegar a caballo desde la línea del horizonte hasta la orilla del río? Dos minutos, quizá tres. En muchos aspectos, no era tan listo como un cuervo, pero sabía contar. Había que marcharse.

A mitad de la ladera oeste del valle había un grupito de árboles altos y delgados, rodeados de un pequeño y enmarañado macizo de helechos y zarzas, adecuado para esconder a un hombre si no le importaba arañarse hasta los huesos. Era un lugar tan bueno como cualquier otro para ocultarse mientras esperaba recobrar la memoria. (Pero si estuviera escondido, ¿cómo sabría dónde buscarme? Porque se trata del único escondite de todo el valle, tonto. Un sitio obvio.) Se le ocurrió quitarle la bota izquierda al cadáver más cercano. Deslizó su pie dentro; una talla más grande, mucho mejor que una más pequeña. Después le quitó la capa y el cinturón de la espada, chapoteó unos diez pasos pendiente arriba y pensó en volver para buscar un morral o una cantimplora, pero no lo hizo. Después de todo, permanecería escondido allí apenas una media hora, una hora como máximo, lo que tardara en recordar quién era.

Cuando movió las zarzas ahuyentó a dos cuervos; deben de odiarme, pensó; desde que me he despertado no he hecho más que cruzarme en su camino. Dieron un par de vueltas maldiciéndole y partieron hacia el sur, volando torpemente y con evidente esfuerzo, como un hombre avanzando por el lodo.

Algo ocurría abajo, cerca del río. Se arrastró hasta el borde de las zarzas para verlo.

Una docena de jinetes, soldados, galopaban sobre la cresta de enfrente. Al sentir la blanda tierra bajo los cascos de sus caballos, aminoraron la marcha —es peligrosamente fácil que un caballo resbale y se rompa una pata en una ladera cenagosa— y fueron a trote el resto del camino. Antes de llegar al río, el hombre que iba delante alzó la mano, una señal de alto; acto seguido, desmontó, le dio las riendas al hombre que se encontraba detrás y caminó con cuidado (no quería caer de culo delante de sus hombres) hacia la orilla del cenagoso pantano. No hacía falta verle la cara para sentir su vacilación ante la idea de entrar en él; horror ante lo que veía, impresión por la muerte de sus compañeros; aunque igual no quería que sus lustrosas botas negras de montar se llenaran de barro y suciedad.

El jinete —era un soldado, de eso no había duda, pero era desesperante, su ropa y su armadura no se correspondían con ninguno de los bandos; llevaba una cota de malla que le llegaba por las rodillas (tremendamente cara, de las que encima te destrozan el cuello y los hombros después de una hora más o menos), un yelmo alto y de forma cónica, reluciente como un espejo, y un pequeño escudo redondo, la funda del arco y la aljaba colgaban de su espalda—, el soldado, se abrió paso entre el lodo como una exquisita dama cruzando un corral, se arrodilló junto al cadáver más cercano y lo miró detenidamente, levantándole la cabeza; lo soltó con suavidad, pasó al siguiente, y al siguiente. Examinaba los cuerpos de ambos bandos con el mismo cuidado y respeto (si fueran cadáveres enemigos, ¿se les alzaría la cabeza dulcemente para luego dejarla caer con delicadeza, o lo normal sería utilizar la puntera de la bota?). Estaba claro que andaba tras algo o alguien, no los examinaba sólo para ver la causa de la muerte o cualquier otra señal de cómo había sido la lucha. Conclusión: me están buscando. Puede ser. O están buscando a alguien que tenía que estar por aquí pero se ha escapado o se lo han llevado. Era una idea. El había supuesto que estos hombres habían luchado hasta la muerte, matándose entre ellos en un elegante acto de simetría, con objeto de dejarle un rompecabezas perfecto. Mala hipótesis, hecha simplemente para acotar el problema. Hipótesis mala; todas las hipótesis son malas, aunque algunas son peores que otras, como asumir que la batalla había sido por él o sobre él, o todo lo contrario. No era el momento de confiar ni de arriesgarse. Mejor mantenerse lejos, como los cuervos, y esperar a que todos los humanos se hubieran ido y fuera seguro salir.

Entre otras cosas, el jinete se mostró eficiente y rápido al realizar la inspección; cuando terminó, se acercó al caballo (el también parecía cansado, probablemente estaba deseando llegar a casa, ponerse calzado seco, comer algo) e hizo la señal de continuar. No volvieron por donde habían venido —observo—, sino que continuaron por el valle siguiendo el río hasta que se perdieron en el horizonte.

Salir de entre los matorrales fue bastante más difícil que entrar… Las zarzas le recorrían el rostro con sus dedos y tiraban de su ropa como niños que reclaman atención, como si sintieran su marcha. Afecto —recordó—, supongo que he conocido ese sentimiento. Pero ha sido más sencillo salir de mi vida que de un montón de zarzas.

Todo seguía igual; el rio, el barro y los cadáveres. Tenía la sensación de que iba a anochecer pronto, en una hora más o menos. Todavía no recordaba nada, ni su nombre, ni su nacionalidad, ni por que estaba aquí ni lo que había ocurrido. Por primera vez, se obligó a considerar la posibilidad de que aquello durase días, o semanas; ¿y qué sería de su vida mientras él estuviera ausente? Por lo que él sabía, estaba a punto de prenderse fuego o descontrolarse, o morir de hambre; aunque a lo mejor superaría aquello y regresaría sin que nadie se diera cuenta de que había faltado. No había ninguna duda, sentía miedo, y lo peor de todo era ignorar qué debía temer. Respiró profundamente y tomó una resolución: recelar de todo, por principio, hasta tener la certeza de estar a salvo. Después de todo, eso funcionaba con los cuervos y, por ahora, eran los únicos modelos de supervivencia con los que contaba.

¡Ah, sí! La supervivencia. No se trata tan sólo de permanecer alejado de espadas y lanzas; también hay que comer y beber. Se le ocurrió que a mucha gente le resulta difícil apañárselas, incluso con la memoria intacta. Es duro, y no se aprende por ciencia infusa. Seguramente sería una buena idea moverse y dirigirse a otro lugar, a algún sitio donde pudiera encontrar comida y refugio, ropa para mudarse, las cosas que precisaría para seguir existiendo cuando su vida decidiera regresar (seria de idiotas recordar de repente que era el príncipe heredero o un comerciante increíblemente rico segundos antes de morir de hambre o de frío). La idea le hizo sonreír… así que, ¿qué debo hacer, establecerme y buscar trabajo? ¡Dios! Ni siquiera sé si sé hacer algo. Entrar en cualquier pueblo —eso suponiendo que por ahí hubiera pueblos en los que pudiera entrar— y decirle la verdad a la gente. Por alguna razón aquello no le atraía, era demasiado peligroso. Quizás el primer pueblo al que llegara resultara ser el lugar en el que había sido capturado después de toda una vida dedicada a asaltar caminos, desde donde los soldados le debían conducir hasta la ciudad para juzgarlo. A lo mejor había estado allí horas o días antes quemando o saqueando el pueblo, o quizá sólo recaudando impuestos…

Comenzaba a llover. Levantó la vista hacia el cielo, que aparecía gris y plomizo. Estaba a punto de caer una copiosa lluvia, una perspectiva no muy agradable. Podía ser sensato y meterse de nuevo bajo las zarzas hasta que amainara (pero no quería hacer tal cosa), o podía emprender el camino con la esperanza de encontrar un sitio a cubierto o un granero, algo por el estilo. En cuanto a qué camino seguir, no tenía la menor idea, tan sólo sentía cierto rechazo en cuanto a tomar la dirección por donde había llegado el jinete o hacia donde había partido. Aún así, todavía le quedaba elegir entre el este o el oeste, más posibilidades de las que deseaba. Se decantó por el oeste porque la lluvia venía del este, y resultaba ligeramente menos desagradable tenerla a la espalda que de frente.

Se sintió un tanto nervioso mientras ascendía para asomarse al siguiente valle, pero cuando apareció ante el descubrió que no había mucho que ver; ninguna referencia familiar que le refrescara la memoria, ni siquiera una columna de soldados sedientos de sangre avanzando hacia él con las espadas en alto. En lugar de ello se vislumbraba una pendiente suave que caía sobre una llanura cubierta de brezo y, al otro lado, una carretera. No sabía muy bien por qué, pero estaba seguro de que una carretera era algo bueno, en potencia: podría conducirle en la dirección correcta, hacia gente que pudiera ayudarle. Había más opciones, por supuesto, pero prefería no pensar en ellas.

La bota que había quitado al muerto pronto empezó a resultarle incomoda. Al ser demasiado grande, le rozaba el talón y el empeine, y estaba llena de agua sucia. Se le ocurrió que quizá convenía regresar, encontrar una bota que se ajustara mejor y, de paso, aprovechar para hacerse con otros objetos que podía necesitar… una capa mejor, algo para comer, dinero, cualquier cosa que los muertos pudieran ofrecer a un hombre que se está abriendo camino en la vida. Decidió que no lo haría, aunque la decisión fue irracional. No podía volver allí porque, si lo hacía, quizá la próxima vez no sería capaz de escapar. De todas formas, tenía que hacer algo, y alejarse por la carretera era una alternativa tan buena como cualquier otra.

No más alternativas, por favor: Fuera las alternativas y seré un hombre feliz. Sacudió la cabeza y se congratuló de no haberlo dicho en alto, por si había alguien que pudiera oírle. Cuando alcanzó la carretera no se detuvo. Hacia el este era un poco cuesta arriba, hacia el oeste era ligeramente cuesta abajo, así que optó por ir hacia el oeste. ¿Ves? Otra elección bien hecha, de una forma racional, con el debido respeto a la prudencia que exigía su propio interés y sin necesidad de romper el ritmo.

Caminó durante largo rato, hasta que la oscuridad le impidió seguir adelante. No había visto ninguna casa, ni tampoco bosques, ríos, otras carreteras; no había ningún sitio al que llegar, así que cuando le pareció que ya no era seguro seguir andando (lo último que necesitaba era un tobillo torcido) se detuvo, se tumbo con la capa que le sobraba enrollada a modo de almohada e intentó dormir un poco. Por alguna perversa razón, no lo conseguía. Estaba acostado con los ojos abiertos, sintiendo las gotas de lluvia sobre la cara, sin poder ver nada, por mucho que se esforzara. Cuando empezó a tener calambres se volvió de costado, pero la sensación de la lluvia en el oído no era agradable. Se puso de pie, dudo si caminaría un poco más, decidió no hacerlo y se tumbó de nuevo. Durante todo ese tiempo su mente buscaba con ahínco y tampoco allí había nada que se pudiera ver.

La noche fue muy larga. Intentó aprovechar el tiempo haciendo balance, analizando de forma racional su situación y las opciones que se abrían ante él, diseñando planes, aclarándose. No funcionó. En su lugar, continuaba regresando a un sonido en la profundidad de su mente. Al principio sólo era una idea, una forma compuesta de ruido, pero cuanto más hacia por ignorarla más clara se volvía, hasta que se dio cuenta de que era una melodía (llamarla música sería sobreestimarla). De dónde había salido, no lo sabía. Quizá fuera un recuerdo auténtico, o a lo mejor era algo que acababa de inventar (en cuyo caso, esperaba de verdad que cuando recobrara la memoria no resultara ser un músico profesional).

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

y con él viene el Pillo y dice: «Ese soy yo».

Una vez instalada en su mente, como se aloja un fibroso trozo de carne entre los dientes, no hubo escapatoria. Probablemente estuvo tumbado tarareándola entre dientes durante una hora, sin escucharla, sin pensar, tan solo siguiendo la silueta de los sonidos bailando en círculos. Se le ocurrió que, si era un recuerdo, se trataba de una elección estúpida, como lanzarse a una casa en llamas para salvar un calcetín sin pareja. Por desgracia, en el lugar de donde procedía no había ningún otro, así que intentó matar el tiempo componiendo otro Verso, un experimento que logró el dudoso mérito de contradecir de una vez por todas, la hipótesis del compositor profesional.

Quizá por estar tan absorto en la canción no oyó el carro hasta que prácticamente fue demasiado tarde. O quizá, después de todo, se había quedado dormido, y sencillamente soñó que tarareaba la misma melodía una y otra vez. En todo caso, de repente el carro estaba allí —el sonido de los ejes chirriando, las ruedas de hierro aplastando el brezo, la respiración de los caballos—, y si no se hubiera quitado de en medio de un salto, le habría pasado por encima.

Los ruidos cesaron y oyó la voz de un hombre que maldecía en la oscuridad, las primeras palabras que recordó haber oído. Se incorporó e intentó ver algo, pero lo único que pudo distinguir fue una vaga sombra.

—¡Maldito idiota! —gritaba el hombre entre la lluvia—. Podías haber espantado a los caballos, incluso podías haberme matado. —El hombre parecía estar borracho, lo que explicaría que condujera un carro en medio de la noche sin siquiera un farol—. De buena gana te daría un mamporro en la cabeza, ¡condenado payaso!

Cualquier posibilidad de que le llevaran se esfumó en un instante. Estupendo, pensó. Hasta los borrachos que conducen carros quieren atacarme. Si me ocurren este tipo de cosas con frecuencia, no me extraña que tenga problemas para recuperar la memoria. ¿Quién querría recuperar cosas como ésta?

Oyó el sonido de botas aplastando brezo y un ruido como de metal que a su instinto no le agradó en absoluto.

—Te voy a dar una maldita lección —dijo la voz—. Te voy a enseñar a aparecerte así a la gente en medio de la noche.

—¡Por el amor de Dios! Idiota, déjalo. —Era la voz de una mujer, que procedía de donde creía que se encontraba el carro—.Ven aquí y duerme la mona antes de que te hagas daño.

—¡Cierra el pico! —replicó la voz del hombre—. Tengo que darle una lección, o las carreteras nunca serán seguras. —Aquello le sirvió de ayuda, le dio una idea de por donde andaba el borracho. Ahora solo tenía que alejarse con mucho cuidado en dirección contraria y todo iría bien.

Pero en vez de eso se las ingenió para meter el pie en un bache y caer de bruces. Su pómulo se encontró con una piedra y, estremeciéndose de dolor, no pudo evitar gritar. Como lo interpretó el borracho, no llegó a saberlo; lo más probable es que lo tomara como un desafío o un grito de guerra, porque el siguiente sonido que oyó fue el de la hoja de una espada cortando el aire, el borracho lanzando tajos a ciegas allí donde creía que estaba el enemigo. Sin razón, por supuesto, pero un borracho blandiendo un objeto afilado en la oscuridad puede ser tan peligroso como un espadachín bien entrenado; peor, en muchos casos, porque sus movimientos son irracionales y, por lo tanto, imposibles de interpretar y predecir. Quedarse quieto era seguramente lo más recomendable, pero el borracho ya estaba muy cerca, tan cerca que había peligro de que tropezara con él. Más opciones, mas decisiones… Sólo por una vez, ¿es que no podía ocurrir algo de forma espontánea, sin que él tuviera que hacer nada?

Decidió echar a correr; después de todo, allí no iba a conseguir nada…

Se levantó intentando no hacer ruido, pero el borracho parecía haber echado raíces; ya no sentía sus pasos ni su respiración. Mala señal.

—¡Ya te tengo, bastardo! —Un potente silbido y una brisa de aire le alertaron de que el borracho andaba luchando con las sombras de nuevo, ésta vez demasiado cerca. Retrocedió tan silenciosamente como le fue posible (realmente fue muy silencioso) y, cuando empezaba a pensar que lo había conseguido, algo le golpeó en la espalda. Resultó ser la rueda trasera del carro.

—¿Eres tú? —llamó nerviosa la voz de la mujer.

Eso no contribuyó en absoluto. El borracho pensaría que él estaba intentando meterse en el carro para robar o matar a la mujer, o vete tú a saber. Rugió enfadado y embistió, y el sonido metálico delató que había topado con algo, probablemente el varal. Sea como fuere, un buen aprieto, información suficiente para decidir en qué dirección huir. Fue un golpe de mala suerte que la mujer eligiera justo ese momento para ponerse a enredar con la yesca.

Todavía hubiera tenido tiempo para salir corriendo, pensó después. Se había equivocado y ya está. Llegado el momento, tan pronto como oyó ruidos de piedra y acero se quedo helado, dividido entre salir pitando y una estúpida idea de esconderse debajo del carro. Mientras se decidía, el borracho se aproximó dando tumbos, todavía blandiendo la espada. Sintió su estela, una fría brisa sobre la cara…

Y el resto fue puro instinto. Habría jurado que no recordaba nada de la espada que había cogido en el valle, pero en menos de lo que le llevó descifrar lo que estaba haciendo, su mano encontró la empuñadura y alzó la espada. Sin darse cuenta experimentó el sonido del acero en la carne (no hay un sonido igual en el mundo, un sonido sibilante, húmedo, sólido, carnal) y la sacudida del impacto recorriéndole todo el brazo, hasta alcanzarle el hombro.

Lo primero que pensó fue que el borracho le había herido. Sólo el impacto de un cuerpo chocando primero con el lateral del carro y luego con el suelo le hizo preguntarse si en realidad no había sucedido a la inversa. Entonces se dio cuenta de que tenía algo en la mano derecha y se acordó de la espada del soldado muerto, que ni siquiera había vuelto a mirar en todo el día. ¿Por qué demonios he hecho esto?, se preguntó justo en el momento en que el cuarto intento de la mujer de prender la yesca se vio recompensado, y el pequeño resplandor anaranjado captó su atención.

Luz con la que sería posible ver, que se avivaba con rapidez mientras la mujer añadía material seco a la mecha. A medida que la lámpara abría la oscuridad como se abre una manta doblada, el pudo ver su mano sobre la empuñadura de una espada y, más allá, algo parecido a un saco o un montón de ropa de cama entre las ruedas delanteras del carro.

—¿Quién diablos eres tú? —sonó la voz de la mujer, desde algún sitio encima de su cabeza.

El habría contestado si hubiera podido. En lugar de eso, se arrodilló y le dio la vuelta al cuerpo. Curiosamente, la herida comenzaba justo debajo de la oreja derecha y continuaba hasta la clavícula. Por supuesto, podía tratarse simplemente de una pura coincidencia.

—Está muerto —anunció, de forma innecesaria.

—Joder —dijo la mujer—. ¡Oh! Estupendo, si, estupendo.

Esta vez se dio la vuelta, sorprendido por el tono de la voz de la mujer, que recordaba al de un caballo cojo o una rueda rota. Sostenía la lámpara delante de ella, así que lo único que alcanzaba a ver era un vago resplandor procedente de su rostro y una mano blanca. Se preguntó si sería seguro envainar la espada, y reparó en que ya lo había hecho.

—Estupendo —repetía la mujer—. ¿Y ahora qué hago?

Lo único que se le ocurría era decir «lo siento», y era verdad, pero eso no pareció impresionar mucho a la mujer.

—Lo sientes —repitió—. Gracias, pero no sirve de gran cosa. ¿Por qué demonios has tenido que hacerlo?

Él la miró.

—Intentó matarme —respondió.

—¿De veras? —No pareció sorprendida, ni mostró especial interés—. Siempre ha sido un estúpido y una carga. No debería haberle dejado coger eso. Bien sabe Dios que era idiota incluso cuando estaba sobrio. ¡Oh Dios! —añadió—. Siempre la misma mala suerte.

Quizá si su memoria hubiera estado intacta, habría sabido cómo manejar la situación. Justo en ese momento la lámpara parpadeó —probablemente, la lluvia, o el viento— y se apagó.

Contuvo la respiración. No hallaría otra oportunidad como aquella para escapar, y estaba claro que era lo más sensato, lo único sensato. En su lugar, esperó pacientemente mientras ella maldecía y se peleaba con la yesca.

—Deja que lo intente yo —se oyó a sí mismo sugerir.

—Quita de ahí. —Y de nuevo apareció el resplandor anaranjado, seguido de la luz marfil—. Esta lámpara tenía una pantalla de cristal, pero el idiota de ella dejo caer. En mi vida he conocido a nadie tan patoso. Bueno, veamos qué aspecto tienes.

—Balanceo la lámpara frente a él. Esta vez percibió el instinto con tiempo y lo reprimió, mientras soltaba la empuñadura de la espada, que regresó a su costado—. Dios mío —dijo—, ¿qué demonios has estado haciendo? Parece que acabas de bañarte en un estercolero.

—Gracias —respondió—. En realidad, no andas muy desencaminada…

—Bueno. —Le puso la lámpara un poco más cerca de la cara. El hizo un esfuerzo por mantenerse quieto—. ¿Quién has dicho que eras?

—Estaba dormido —contestó—. Casi me pilla el carro. Luego él empezó a perseguirme con una espada. Cuando se acercó demasiado, me debí de lanzar al ataque. Lo siento.

—Ya estás otra vez. —Podía distinguir los ojos de la mujer gracias a que la lámpara se reflejaba en ellos—. Eso no es lo que te he preguntado. ¿Quién eres?

Esta vez el no pudo resistirse y lo soltó, porque había sido un día muy largo y ya todo le daba igual.

—Sabes —dijo—, esa es una pregunta muy buena.