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Capítulo veintiuno

 

 

 

Lo arrastraron sangrando y mareado desde el carro hasta la puerta de la tienda (mientras sus pies iban dejando un rastro tras él, cada bache y cada salto haciendo vibrar los huesos rotos, inundando su cuerpo y su mente de dolor, dos cuervos salieron de un abeto muerto y se alejaron volando). El centinela que hacía guardia en la tienda les cerró el paso con la lanza.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó con recelo—. ¿Qué es eso?

—Algo de máxima prioridad —le espetó el soldado de caballería que estaba a su izquierda—. Urgente. ¿Sabes que significa urgente?

—Está bien. —La voz provenía del interior de la tienda—. Déjales pasar, los estaba esperando. —Una mano levantó la puerta de la tienda, y el herido fue llevado en volandas y soltado después en el suelo como si fuera un saco de grano con la suavidad justa para que no se abriera por la mitad, pero sin más molestias.

—Levántale la cabeza. —Una mano reunió pelo suficiente para darle un tirón, levantándole la cabeza lo suficiente para permitirle ver al hombre de la tienda—. Es él. Vale, buen trabajo. Ahora vosotros dos, marchaos y comed algo, dormid un poco. Partimos antes del amanecer.

Monach abrió los ojos y se estremeció. Ahora no podía ver a los dos soldados, así que imaginó que estaban saludando o lo que fuera que hicieran los de caballería; lo único que alcanzaba a ver eran unos centímetros cuadrados de alfombra raída. Pero oía el crujido de la lona, lo cual le indujo a pensar que habían salido de la tienda.

—¿Sabes quién soy? —le dijo la voz. Una pausa… No respondió, fundamentalmente porque eso requeriría mover la mandíbula, y sería muy doloroso—. Hola, ¿me oyes? Acabo de hacerte una pregunta.

Algo le golpeó justo encima de la cintura, confirmando su sospecha de que en ese lado tenía por lo menos una costilla rota. Soportó el dolor como un hombre aguanta una tormenta en una barca; mientras la conexión con su cuerpo fuera mínima, podría sobreponerse a las grandes olas y no ser engullido por ellas. En séptimo curso habían estudiado las técnicas clásicas para soportar e ignorar el dolor. Le había ido bien en séptimo, lo suficiente para arañar un aprobado; las buenas notas que sacaba en esgrima y teoría de la religión compensaban lo demás.

—Bien —dijo el hombre—, por si no lo sabes, aunque estoy bastante seguro de que lo sabes, me llamo Feron Amathy. ¿Y tú?

Buena pregunta; se le ocurrió que si no respondía, el hombre podría darle otra patada en las costillas. No deseaba que ocurriera eso. No se acordaba de su nombre, pero recordaba uno que él había utilizado una o dos veces, cuando estaba en una misión caracterizado en un personaje. Abrió la boca (la mandíbula le dolía horrores) y consiguió emitir un ruido parecido a «Monach».

—Si —replicó el hombre—. Lo sé. Sólo quería comprobar si me decías la verdad. Es lo que llamamos una pregunta de control: haz preguntas cuya respuesta conoces y te ayudaran a percibir si el sujeto va a mentir o no. Así que —prosiguió, sentándose en una silla cuyas patas quedaban en línea con la nariz de Monach, tal como este pudo alcanzar a ver— eres el famoso Monach, ¿no? Dios, estas hecho una mierda. ¿Qué demonios te han hecho?

Tuvo la esperanza de que fuera una pregunta retórica, porque no se acordaba. En términos generales, si uno quiere una descripción precisa de una pelea, no debe interrogar al hombre que yace en el suelo golpeado y aplastado, porque lo único que puede ver son botas y espinillas, y su concentración tiene tendencia a divagar.

—En realidad —prosiguió el hombre—, no te llamas Monach. Es un lío, porque vosotros los monjes tenéis un montón de nombres: el nombre que os ponen al nacer, el nombre religioso que os conceden cuando sois novicios, el otro nombre religioso que adoptáis al ordenaros, por no mencionar los nombres que utilizáis cuando vais por ahí causando problemas a la gente corriente. —Suspiró—. En tu caso —dijo—, me los sé todos. Primero fuiste Huon Josce. Luego Valcennius, en honor al autor de seis oscuros comentarios sobre el Compendio, aunque tú lo ignorabas en su momento. Después pasaste a ser el hermano Credizen. Y cuando estás fuera asesinando a gente, eres Soishen Monach. —Sonrió—. Mis hombres tardaron semanas en descubrir todo eso. Deberías sentirte halagado.

Monaoh se sentía mal, como si le hubieran arrancado la piel de la cara y el hombre acabara de pasarle los dedos por la carne viva. Era absurdo, por supuesto, sentirse asombrado y horrorizado por la violación de sus nombres, teniendo en cuenta lo que estaba a punto de sucederle. Pero no podía evitarlo; era instintivo, como todo lo importante en la religión.

—Debes de haber ofrecido una gran resistencia —prosiguió el otro—. Lo cual no ha sido bueno para ninguno de los dos, por supuesto. A ti te han hecho papilla y yo no soy capaz de sacarte ni una sola palabra. Si te hubieras rendido y venido aquí tranquilamente, habría sido mucho mejor para ambos. —Oyó el crujir de la silla, y las patas que tenía frente a los ojos se movieron—. Veamos qué pasa si te sientas —dijo—. Quizá tengamos más suerte si no estás desparramado por el suelo como un montón de ropa para lavar.

El hombre era fuerte, y no le preocupaba lo que dolía y lo que no. Cuando abrió los ojos de nuevo —la mente despejada por las oleadas de dolor— se encontraba sentado en una silla. Enfrente tenía al hombre que había estado hablando.

—¿Mejor? —preguntó—. De acuerdo, ahora vas a tener que hacer un esfuerzo y contestar a mis preguntas, porque es de gran importancia y no hay mucho tiempo. Si no lo haces, cogeré este palo y descubriré los huesos que tienes rotos. Si lo comprendes, asiente una vez.

Asentir no era demasiado difícil. Lo consiguió. Eso pareció complacer al hombre, porque el también asintió y se sentó en su silla con una estaca de madera de fresno de tres dedos de grosor. Era más joven de lo que Monach había esperado, no más de cuarenta, con espeso pelo castaño rizado y una barba un tanto irregular, abundante en las mejillas y la mandíbula pero algo escasa en el mentón. Tenía la nariz puntiaguda, un rostro en forma de corazón y brillantes y amistosos ojos marrones.

—Estupendo —dijo el hombre—. Bien, presta atención. ¿Sabes dónde está el general Cronan?

Aparentemente, lo sabía, porque levantó la cabeza y la dejó caer de nuevo, estremeciéndose de dolor debido a la sacudida de la mandíbula. Después de asentir, recordó quién era Cronan, y la importancia vital, tanto para la orden como para el imperio, de no responder a la pregunta a la que acababa de contestar.

—¿Si? ¿Y?

Se encontró intentando articular unas palabras.

—En la posada Fe y Fortaleza —se oyó decir—, en la carretera de Josequin a Selce. —Las palabras brotaban con fluidez, como un niño que esta mojando la cama a pesar de sus enormes esfuerzos por controlar la vejiga. No podía evitar pensar que si aún tuviera sus nombres, aquello no habría ocurrido.

—Conozco el sitio —dijo el hombre—. Muy bien, esto ya está mejor. Otra pregunta: ¿has enviado a tus hombres para matarlo?

Esta vez apenas una leve inclinación de cabeza para indicar «Sí».

—¡Mierda! ¿Cuándo?

—Esta mañana —respondió. Ni un atisbo de duda esta vez—. Unas dos horas antes del mediodía.

—Es decir… ¿Cómo iban? ¿A pie, a caballo, en carro?

Monach abrió la boca para responder pero en su lugar se puso a toser. Toser fue una muy mala idea. Al hombre tampoco le gusto, porque repitió la pregunta en un tono más alto.

—A caballo —consiguió decir—. Sin prisa. Demasiado riesgo.

—¿Por la carretera principal?

Gesto afirmativo.

—Ya es algo, supongo. De acuerdo, quédate donde estas, no te vayas.

El hombre salió de la tienda gritando un nombre y lo dejó sólo. Qué bien, tendría oportunidad de relajarse, de alcanzar al dolor, que circulaba por delante de sus pensamientos bloqueándoles el paso. Cerró los ojos… se sentía mejor cuando los cerraba, a pesar de la sensación de mareo. En el fondo de su mente algo protestaba: no, no debes cerrar los ojos, te dormirás o perderás el conocimiento. Es tu única oportunidad. Mira, hay un cuchillo sobre la mesa de los mapas; puedes alcanzarlo si inclinas las patas de la silla. Puedes escondértelo debajo del brazo y, cuando regrese, lo apuñalas o le cortas el cuello, y eso compensará por lo otro. Debes hacerlo, no puedes permitirte no hacerlo. Lo has hecho todo mal, pero aún tienes una posibilidad. No tendrás otra. Debes…

Permaneció inmóvil; echó a la voz de su mente. Sopesó de forma objetiva las demandas contradictorias que se le presentaban. Por una parte, estaba el futuro de la orden y del imperio; por otra, la idea del esfuerzo y el dolor, y el dolor aún mayor si lo intentaba y fallaba. No era una elección difícil. No le importaba nada que no fuera su cuerpo, su cuerpo y el invisible círculo de dolor que lo rodeaba. El dolor lo definía todo.

Un rato después Feron Amathy regresó. Parecía molesto.

—He enviado treinta soldados de la caballería ligera por el antiguo camino de los arrieros, así que, si se puede vadear el Lihac, deberían estar allí una hora antes que tus asesinos. Aún así, el margen no es mucho.

Parecía un oficial veterano informando a un mal subordinado, no un hombre contándole a su enemigo cómo había frustrado sus planes y dejado sin sentido el sacrificio de su vida por la causa. No era crueldad, imaginó Monach, simplemente un hombre ocupado pensando en alta voz, como acostumbran a hacer los hombres ocupados. Seguramente, le resultaba útil tener a alguien con quien hablar, aunque no fuera más que un adversario vencido y humillado. Monach podía sentir su cansancio, el tremendo peso de la responsabilidad aplastándole los hombros.

—Y ahora —dijo Feron Amathy, desplomándose de nuevo en la silla y dejando que le colgaran los brazos—, ¿qué haremos contigo?, me pregunto. Mi instinto me dice que envíe tu cabeza de vuelta a Deymeson con una manzana incrustada en la boca, para que se enteren de que estoy perfectamente al tanto de lo que están haciendo. Por otra parte, ¿por qué proporcionarles más información de la necesaria? Mientras no estén seguros de si he descubierto que están implicados, tendrán que cubrir ambas contingencias, lo cual demorará su planificación. En cuyo caso, puedo colgarte aquí mismo, montar un espectáculo, dar dobles raciones, proporcionar un poco de animación a los muchachos; o bien puedo guardarte para más adelante, suponiendo que sobrevivas. Sólo Dios sabe qué clase de información valiosa hay encerrada en tu mente, pero ¿merece la pena arrancarla de ahí teniendo en cuenta el trabajo que supondría? —Suspiró—. La verdad —continuó— es que nadie más puede interrogarte. Incluso en el estado en el que te encuentras, seguramente eres demasiado listo para ellos, y no puedo permitirme que me tomes el pelo con información falsa. No dispongo de tiempo ni, hablemos claro, de fuerzas. Además, para mí has sido un auténtico quebradero de cabeza, y hasta que esos hombres no regresen de Selce no estaré seguro de que no lo has estropeado todo. —Suspiró de nuevo—. Creo que ahora te daré un golpe en la cabeza —prosiguió—. Cualquier otra cosa es perder el tiempo. —Mientras decía eso, se incorporó, extrajo un cuchillo corto del fajín que rodeaba su cintura y penetró en el círculo de Monach.

Monach cerró los ojos. En octavo curso habían estudiado con bastante detalle cómo debe morir un miembro de la orden, y él había obtenido la tercera calificación de una clase de veinte alumnos. La clave de la técnica reconocida era la dignidad, la aceptación y la fe en un objetivo superior.

Manteniendo los ojos cerrados, visualizó el recorrido que habrían de trazar el cuchillo y la mano que lo sujetaba (suponiendo que Feron Amathy se propusiera cercenarle la vena yugular). Vio la mano izquierda estirándose para presionarle la oreja, con objeto de sujetarle la cabeza mientras la mano derecha cortaba. Se trataba del momento vulnerable obvio, porque siempre es un error colocar el cuerpo dentro del círculo del enemigo, a menos que vaya precedido de un arma. En el momento preciso, Monach alzó la mano derecha, agarró el dedo índice de la mano izquierda de su enemigo, apretó con fuerza hacia atrás y se lo rompió.

Feron Amathy dio un aullido de dolor y su instinto le hizo retroceder. Perfecto. Monach aumentó la presión sobre el dedo roto, de forma que Feron Amathy, al intentar echarse hacia atrás, apoyo casi todo el peso de su cuerpo sobre la zona de máximo dolor. Excelente: en un aprieto, utilizar el dolor para confundir al enemigo, para forzarle a ignorar su ventaja y su oportunidad de lanzar una estocada definitiva. Mientras tanto, Monach tuvo tiempo para cambiar de posición en el suelo (no es que lo deseara, pero supuso que debía hacerlo), lo suficiente para poder agarrar la muñeca izquierda del otro y sacudirla para que soltara el cuchillo. En algún momento de esa maniobra, una oleada de dolor le hizo abrir los ojos, y descubrió que se encontraba cara a cara con su enemigo. Observó el miedo y sonrió, justo cuando el cuchillo golpeaba el suelo.

Soltó la muñeca y se hizo con el cuchillo. Tal como había previsto, Feron Amathy se echó hacia atrás con todas sus fuerzas, liberando su dedo roto y dando alaridos a medida que el dolor le invadía todo el cuerpo. Monach aprovechó que volvía a tener libre la mano derecha para golpear a su enemigo debajo de la barbilla. Como era de esperar, Feron Amathy cayó de espaldas, aterrizando sobre el dedo y dando tremendos bramidos de dolor.

Dentro de la mente de Monach, la tranquila y desdeñosa voz del padre Tutor le decía que valorara la situación de forma objetiva. De momento, disponía de una clara ventaja, pero era discutible que durara lo suficiente para poder acercarse y matar a su enemigo, especialmente teniendo en cuenta su lamentable estado físico. Cualquier intento de una estocada definitiva tan sólo provocaría una furiosa reacción instintiva del caído, como la que acababa de oponer, lo cual fácilmente podría conducir al desastre a pesar de su superioridad en cuanto a técnica y de sus sólidos conocimientos teóricos. Si, por el contrario, decidía ponerse de pie y abandonar la tienda, era poco probable que Feron Amathy intentara ir tras él. En su lugar, llamaría a gritos a la guardia, y cuando ésta llegara, alguien que había aprobado quinto curso, por no mencionar las distinciones, debería estar entre las sombras y cerca de efectuar una huida perfecta, independientemente de las lesiones físicas.

Como siempre, el padre Tutor tenía razón, y la idea de que se trataba de un momento del destino, de que tenía a Feron Amathy a su merced y podía matarlo fácilmente, no era más que una ilusión. Alguien con menos disciplina, menos entrenamiento y menos habilidad en la interpretación de la teoría podría engañarse y pensar que estaba en un punto en el que el mundo podía cambiar para siempre, pero Monach era más listo. Tan sólo un dios podría hacer algo así.

Un inquietante pensamiento se le cruzó por la mente. No hacía mucho tiempo, prácticamente se las había arreglado para convencerse de que era el dios Poldarn. Se había librado de la idea casi por completo, pero en algún lugar de su mente persistía apenas una sombra de sospecha. Bueno, si realmente fuera un dios, lo único que tendría que hacer sería pronunciar una palabra, o sólo pensarla, y sus heridas sanarían de forma milagrosa. Al fin y al cabo, a los dioses no se les puede hacer daño; pueden proyectar una ilusión de lesiones, probablemente tan creíble como para engañarse a sí mismos, pero no pueden sufrir ningún daño real. Merecía la pena intentarlo.

Dio la orden dentro de su mente y aguardó. Durante un breve instante, no estuvo seguro. Luego, el dolor se reafirmó y lo supo. Otra teoría que se esfumaba. Daba igual.

Consiguió llegar a la puerta de la tienda antes de que Feron Amathy comenzara a llamar a la guardia. Cualquier tipo de movimiento resultaba prácticamente insoportable; caminar debería haber sido técnicamente imposible, y no digamos correr.

Desde otro punto de vista, disponía del tiempo que tardarían los guardias para entrar en la tienda y recibir las órdenes de atravesar el campamento y entrar en el pueblo. Monach corrió.

No sabría decir exactamente en qué instante la idea cobró forma en su mente. Incluso quizá fuera antes de romperle el dedo a Feron Amathy. Desde luego, prácticamente la tenía perfeccionada cuando sacó la cabeza de la tienda y buscó un camino para escapar. En parte fue la desesperación…; al fin y al cabo, aparte de él, ¿conocía a alguien en Cric? Por supuesto, no había ninguna razón para suponer que el viejo que posiblemente fuera el general Allectus se sentiría inclinado a ayudarle. Pero si sus sospechas eran ciertas, no tendría nada que perder por albergar a un fugitivo, ya que, si un soldado de la casa Amathy lo reconocía, lo matarían inmediatamente de todas formas. Eso dependía en gran medida de que el general Allectus también lo viera así, claro. Siempre suponiendo que realmente fuera el general Allectus.

Era una tontería, pero esa idea le proporcionó algo en qué centrarse, un objetivo. Se lo habían enseñado hacia tiempo, a una edad en la que otros niños todavía estaban jugando con espadas de madera y luchando contra enemigos imaginarios: si tienes que correr, corre hacia algo, no simplemente escapando. El más leve trazo de propósito a menudo despejará el asfixiante manto de temor, que casi siempre es un enemigo peor que la propia fuente de peligro, igual que en una casa en llamas muere más gente debido al humo que por el propio fuego.

Su sentido de la orientación se encontraba nublado, pero en su mente tenía la sensación de que cuando lo habían llevado hasta allí, la tienda del general estaba situada en ángulo recto con la carretera que atravesaba el campamento, en el lado izquierdo. Dar con la carretera, girar a la izquierda y caminar paralelamente a ella, andando con mucho cuidado entre las hileras de tiendas… Se tambaleó al fallarle simultáneamente las rodillas y la respiración, pero consiguió mantener el equilibrio balanceándose con fuerza, como un viejo borracho.

Era una idea. Intentó visualizarlos en la mente, vagas figuras que había visto en cada pueblo y ciudad en los que había estado. Después de un rato, la mente acabó filtrándolos, ya que no tenían ninguna importancia y, encima, eran una monstruosidad. Analizó su forma de moverse: natural, segura de un modo un tanto retorcido, ya que los hombres sin pasado ni futuro casi nunca le temen a nada. Recordó a uno o dos que eran imágenes habituales en la ciudad de Deymeson. Tullidos ambos. Ahora que lo pensaba, uno de ellos se habría roto las piernas, que luego habrían ido sanando sin que se las recolocaran; el otro se había roto la espalda, o había nacido así, de manera que siempre caminaba con la nariz a la altura de los pies y arrastrando los nudillos por el suelo. Mientras ajustaba su postura y posición para imitarlos, se le ocurrió pensar que ellos se pasarían la vida con los dolores que él sentía ahora, y durante un momento le invadió un sentimiento de admiración, por su valentía y entereza (porque él moriría o escaparía y sería rescatado y curado; ellos estarían ahí para siempre, en el cerco del dolor, el círculo).

Aunque no fuera otra cosa, desde luego Monach era un buen actor. Los guardias lo adelantaron tres veces: una corriendo en dirección al pueblo; otra a paso ligero de regreso; la última vez, saliendo de nuevo con andares de desaliento. La tercera vez se dirigió a ellos, un ruido alto y vago compuesto a medias por palabras y bramidos. Se desviaron unos cuantos pasos en la carretera para evitarlo.

Cric estaba desierta. Por supuesto, siempre lo estaría a esta hora de la noche, ya que los sufridos granjeros se levantaban y se acostaban con el sol; nadie malgastaba buen sebo para encender una lámpara o un candil. Había la claridad justa para diferenciar el vacío de las sombras de las construcciones. Mientras se arrastraba, se balanceaba y se tambaleaba, Monach descubrió que, si bien con cada paso sentía el dolor, en realidad no le molestaba. No era su dolor, pertenecía a la caracterización del viejo borracho, el personaje que había traído al mundo para que soportara los sufrimientos por él, como un porteador. En su lugar, utilizaba cada oleada, tirón y punzada de dolor como base de su actuación: cuanto más duele, menos lo sientes. Aquello no cobraba más sentido del que había tenido hacia veinte años, pero la orden opinaba que aprenderlo de memoria lo convertiría en un monje mejor, más capacitado para desenfundar y comprender la naturaleza de los dioses.

No había contado las puertas y no había marcas visuales que le guiaran, pero supo cuál era la casa del hombre que buscaba, porque su instinto e intuición se la señalaron, y se fiaba de ellos como correspondía a un auténtico monje. Buscó a tientas el pasador y lo levantó. La puerta no estaba cerrada con llave, tampoco estaba echado el cerrojo. Cric no era ese tipo de sitio.

—¿Hola? —Penetró en el interior, resistiendo la tentación de incorporarse a pesar del dolor en la espalda y los hombros. Permanecer en el papel hasta el último momento, por si acaso—. ¿Hola? —repitió—. ¿Hay alguien ahí?

—Sí, lo oigo —replicó una voz en la oscuridad—. No hace falta que grite.

En cualquier caso, se trataba de una voz que creía reconocer. Intentó recordar el nombre que el viejo había utilizado la última vez que había estado allí. Jolect; Jolect no se qué o no sé qué Jolect, y había afirmado ser un simple soldado ordinario retirado.

—¿Sargento Jolect? —dijo—. ¿Es ésta su casa?

La voz soltó una risita.

—¿Qué pasa si le digo que no?

—Eso dependería —dijo Monach con voz ronca, mientras una oleada de dolor demasiado amplia y grandiosa para ser ignorada le subía desde las rodillas hasta la barbilla.

—¿Depende de qué?

—De si dice usted la verdad.

La voz rio de nuevo, esta vez con un poco mas de alegría.

—Sí, me llamo Jolect —dijo—. Pero jamás fui sargento.

—¿Le importaría —preguntó Monach en voz baja— que me sentara en el suelo de su casa? Sólo durante un momento. —Antes de que el viejo pudiera contestar, Monach apoyó la espalda contra la pared y se dejó caer al suelo. Le costó un gran esfuerzo no gritar.

—Cómo no —dijo el viejo—. No voy a obligarle a que me diga su nombre —prosiguió—, pero si quiere mencionarlo…

—Vesser —dijo Monach—. Vesser Oldun. Yo… —Tosió, y aprovechó la pausa para pensar—. Estaba en la carretera, de regreso a casa, soy comerciante, sabe; me dedico a artículos para la casa, hebillas, alfileres, broches y botones, ese tipo de cosas, y estaba a unos dos kilómetros más o menos al noroeste de aquí, un poco después de la puesta de sol, cuando me adelantaron varios hombres a caballo y… bueno, probablemente se puede imaginar el resto. Estuve ahí tirado durante un buen rato hasta que puede reunir fuerzas suficientes para llegar al pueblo. ¿Aquí hay posada?

—Me temo que no.

—Ah. Que fastidio. Disculpe —añadió Monach, intentando ignorar el dolor de mandíbula que le producía hablar tanto—, quizá se pregunte por qué he irrumpido aquí de esta forma. La verdad es que estaba buscando una posada, como le acabo de decir, y de repente empecé a sentirme tan débil y mareado que no me tenía en pie. Así que entré por la primera puerta que vi, y resultó ser la suya. Lo siento muchísimo si le estoy causando alguna molestia.

—En absoluto —contestó la voz—. Bueno, bueno, qué sorpresa. No creo que le hayan robado a nadie por aquí en cuarenta años, o al menos eso es lo que me han dicho mis vecinos. Por supuesto, estuve ausente muchos años y regrese hace apenas… ¿qué, unos doce años? Probablemente menos, no me acuerdo. De todas formas, no puedo dar fe de ello, por lo que le acabo de decir, pero estoy bastante seguro de que lo que me han contado acerca de la ausencia de robos es más o menos cierto. Así que, si alguien se está dedicando a esa línea de trabajo en las inmediaciones, tendremos que hacer algo al respecto.

—Si —dijo Monach, intentando sobreponerse—. Si, deberían. —Sentía que se estaba quedando dormido; había un sueño abierto aguardando a que se sumergiera en él—. Bueno, si no hay posada…

La voz rompió a reír.

—No se preocupe por eso —dijo—. Puede pasar la noche aquí, o quedarse todo el tiempo que quiera. Pero por la mañana, cuando venga el chico con mi desayuno, la enviaré a buscar a una vecina. Se le dan muy bien los huesos rotos y las medicinas.

Monach consiguió darle las gracias antes de que su mente tropezara y se zambullera de lleno en el sueño.

 

Monach abrió los ojos y lo invadió la brillante luz del día. Instintivamente, miró hacia arriba y vio el cielo azul con algunas manchas de nubes blancas a gran altura. Por la posición del sol dedujo que era media mañana. Reinaba la tranquilidad, pero podía sentir que no estaba sólo. Estaba a punto de ocurrir algo.

Miró por encima del hombro y vio un ejército. Estaban formados en línea de batalla, y la formación se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba a ver; miles de hombres alineados y con la mirada clavada al frente. Se volvió e intento descifrar qué era lo que encontraban tan fascinante.

No podía verlo. Él y el ejército se encontraban justo debajo de una larga cadena montañosa, asomados a una pendiente bastante suave y uniforme que parecía una buena zona de pastoreo y que acababa en un bosque de considerable tamaño a los pies de una pronunciada colina. No había casas, cobertizos ni establos, ni ningún otro edificio a la vista; nada de muros, setos ni ganado. Las vistas eran bastante agradables, aunque un poco aburridas.

Me pregunto quién soy, pensó, pero no se permitió a si mismo darle demasiadas vueltas al asunto. Estaba seguro de que lo descubriría pronto, y además, todo no era más que un sueño.

—Ahí, mire —dijo alguien, a unos pocos metros a su derecha. Miró al hombre que acababa de hablar; tenía el brazo estirado y apuntaba a alguna parte—. En el borde del bosque, mire —prosiguió el hombre. Monach siguió la línea de su dedo, pero no veía nada—. ¿No lo ve, general? —insistió, y Monach se dio cuenta de que se dirigía a él—. Escoltas, probablemente —continuó el hombre—, o zapadores a caballo. ¿Quiere que envíe un escuadrón de caballería para ver si podemos detenerlos?

Maldición, me está haciendo una pregunta, pensó Monach, ligeramente nervioso. Si este sueño es algo que realmente ocurrió, ¿qué pasa si doy la orden equivocada y perdemos la batalla? ¿O si ganamos la batalla, cuando deberíamos haberla perdido? ¿Significaría eso que me quedaría atrapado en este sueño, incapaz de regresar de nuevo?

—Es gracioso que diga eso. —Monach giró la cabeza. A su izquierda se encontraba el viejo de Cric, el que tal vez en su día fuera el general Allectus, aquél sobre cuyo suelo estaba durmiendo el cuerpo de Monach.

—¿Perdone? —dijo Monach.

—No pasa nada —dijo el viejo—.Y no ha estado bien de mi parte haberle sobresaltado así. No, no pasa nada. Independientemente de las órdenes que les dé, yo perderé la batalla y la historia seguirá su curso. Esos hombres… —señaló hacia la izquierda con el dorso de la mano—, la casa Amathy —prosiguió—, cambiarán de bando tan pronto como las cosas empiecen a irme mal, y eso será todo. Pero nos estamos desviando del tema, lo siento. Sólo quería que su mente descansara, para que pudiera disfrutar del sueño sin inquietarse acerca de regresar a casa.

—Gracias —Monach se sintió obligado a decir.

—Un placer. Veamos, ¿qué iba a decirle yo? Ah, sí. —El viejo se quitó un fino cabello blanco de los ojos. Se estaba levantando viento y allí, sobre la pendiente, estaban en posición de llevar la peor parte—. Esta idea suya de quedarse atrapado en un sueño.

—¿Qué? Ah, sí, comprendo.

—No es una idea nueva —continuó el viejo—. De hecho, en algunas versiones del mito de Poldarn, eso es lo que le ocurre. Se queda dormido debajo de un limero en el monte Deymeson y en su sueño de repente se encuentra sentado en la caja de un carro, arrastrándose por los páramos en dirección a un lugar llamado Cric. Pero no recuerda quién es o de dónde procede, ni nada por el estilo, y mucho menos el hecho de que es un dios, no un mortal. —El viejo se echo a reír, parecía estar de un excepcional buen humor. Por supuesto, ahora era más joven de lo que Monach recordaba—. De todas formas —continuó—, lo que mis hombres (perdone, nuestros hombres) están buscando son las primeras señales del ejército del general Cronan, que supuestamente ha de salir de ese bosque en cualquier momento. Cuando lo haga, dará usted la orden de no moverse y recibirlos aquí. Se trata de una orden muy sensata, e incluso ahora no puedo evitar pensar que habría ocurrido si la hubieran obedecido. —Suspiró, y de repente era un viejo de nuevo, aunque apenas un momento—. No lo hacen, claro —continuó—. Dejan que los hombres de Cronan recorran la mitad de esta pendiente y de repente se les ocurre atacar. Eso funciona muy bien al principio, hasta que Cronan descubre su juego y dos mil hombres de la caballería pesada salen del bosque, suben la colina por los flancos y nos dividen en dos. La mitad inferior continúa intentando avanzar. Logran atravesar la línea y descender la cuesta hasta penetrar en el bosque. Ya no vuelven a salir de ahí. La mitad superior… bueno, Feron Amathy cambia de bando, y el resto de los hombres retroceden de forma ordenada hasta lo alto de la montaña y se retiran del campo de batalla. Yo (usted), nosotros permanecemos aquí, intentando reunir a suficientes hombres para resistir. El enemigo nos divisa y en el último momento nos disolvemos y escapamos; usted y yo con ellos, por supuesto, razón por la cual estoy vivo y atrapado aquí. Si, por alguna razón, decide quedarse, por favor, no intente ganar la batalla. Como le he dicho hace un momento, ganar sería la opción fácil. Y no importaría, aunque realmente venciera. Aún así, usted perdería, pero todo se alargaría y habría muchas más bajas. Ah —dijo el viejo bruscamente—, aquí están, ya era hora.

A medida que el ejército enemigo se hacía visible dentro del bosque, se fue reuniendo una bandada de grajos y cuervos que sobrevoló sus cabezas durante un rato, como la ola lenta y pequeña que precede a las olas gigantescas.

—En cierta forma —decía el viejo—, todas las batallas son apenas recuerdos desagradables que remuerden la conciencia, igual que ésta de ahora. Todo ha sucedido con anterioridad, y la única diferencia es quién sueña esta vez. Pero de nuevo, se pueden dejar atrás todas estas viejas tonterías cambiando de rumbo en cierto sentido frente a ellas.

Monach entrecerró los ojos; el viento le estaba haciendo llorar.

—Ahora los veo —dijo.

—¿Sí? Estupendo. —El viejo también los miraba—. Interesante, supongo, que usted eligiera venir aquí antes de que comenzara la batalla. Mi hipótesis es que sus instintos le han guiado hasta el momento previo al acto de desenvainar, el punto en el que violan nuestro círculo. Teniendo en cuenta que cree en la religión, la próxima parte, la batalla misma, no existe realmente; sólo existen el momento anterior y el posterior. ¿O lo estoy simplificando demasiado?

—Si —replicó Monach—, así es. La batalla no existiría si éste fuera un mundo perfecto, y no lo es, o si usted y yo fuéramos dioses, y tampoco lo somos.

El viejo sonrió.

—Yo no, desde luego. En cuanto a usted… bueno, no creo que importe demasiado si es así o no. Si le dijera: «Sí, no hay duda de que es usted un dios, le doy mi palabra», tampoco me creería. Diría que sólo se trata de un sueño, y además, su sueño.

Monach no estaba seguro de si se trataba de una revelación divina o de una simple broma. Decidió que sería mejor olvidarlo, en cualquier caso.

—Entonces —decía, ya que sus instintos le exigían contraatacar—, es usted realmente el general Allectus, ¿no? Si me permite preguntárselo, ¿qué hace escondiéndose en un asqueroso agujero como éste?

—Yo nací aquí —respondió Allectus—. No en la aldea, entiéndame. Mi abuelo era el dueño de todo el valle y de la mitad de la llanura. El campo daba más problemas y gastos de lo que valía; por eso cuando él murió, mi padre sencillamente se olvidó del tema, dejó de recaudar las rentas y descuidó la casa. En el mejor de los casos, los ingresos de la propiedad ni siquiera alcanzaban para pagar a los jardineros de la casa principal, en Torcea. —Se limpió algo del lagrimal, una mota de polvo o suciedad, o un mosquito pequeño—. Pero si, teníamos una casa aquí. Si dispusiéramos de tiempo, podríamos ir a dar una vuelta y echar una ojeada a las ruinas, si es que queda algo que se pueda ver; los aldeanos llevan cuarenta años cogiendo piedras para construir, así que probablemente no quede mucho. Y sí, yo nací aquí, un año que mi familia estaba pasando el verano en esta zona. En esa época viajábamos mucho, íbamos de una propiedad a otra, como una pandilla de itinerantes deambulando por la campaña con todas nuestras posesiones guardadas en un carro. Por supuesto, tenía que ser un carro muy grande para que cupieran todas las cosas. Pero un carro es un carro. —Sacudió la cabeza—. Bueno —continuó—, cuando perdí la batalla y mi ejército y me encontré en esta zona, sólo y con mi cabeza puesta a precio, supongo que una especie de instinto de hogar me hizo regresar. —En su rostro se dibujo una sonrisa—.Y contribuyó que me acordara de algunas cosas de los tiempos en que yo era niño y veníamos aquí de visita. Recordaba el nombre de un sirviente que contratamos en la aldea y que tenía más o menos mi edad, se llamaba Jolect. Partió con nosotros, enfermó de fiebres y murió. Casi no lo conocí. Pero cuando vine aquí, decidí ser él, regresando a casa después de toda una vida de servicio en el ejército. Afortunadamente, mientras tanto habían muerto todos los miembros de la familia Jolect, así que no quedaba nadie que dijera que yo no era quien afirmaba ser. Además, a nadie le importaba. Cuando llegué tenia doce cuartones de oro; lo que tenía en el bolsillo el día que escapé de esta batalla, pero suficiente para representar los ahorros de toda una vida de un veterano, suficiente para convertirme en un hombre rico en Cric. Se lo entregué a mis vecinos para que pudieran comprar todo lo que no pueden cultivar o fabricar: hierro y acero para los arados y las herramientas, fundamentalmente, además de otros materiales; suficiente para todo Cric durante una generación. Y, a cambio, dispongo de esta agradable casa, y me alimentarán y vestirán hasta que me muera. ¿Qué más podría pedir un dios?

Monach no dijo nada.

—Además —prosiguió Allectus—, hay una preciosa simetría en todo esto. Naci como hijo y heredero de este enorme dominio (sin ningún valor, tal vez, pero vasto sin duda) y ahora, en mi vejez, aquí estoy de nuevo, el señor, el viejo amo, querido, respetado, tolerado y soportado por mis fieles arrendatarios. —Adoptó una expresión exageradamente triste, y el sol brillaba de forma preocupante sobre las lanzas del ejército de Cronan, en la lejanía— Tenemos la costumbre de terminar siendo lo que se supone que debemos ser, sin tener en cuenta si eso nos gusta o no, o si lo conocemos o no. Si entendiera la religión en lugar de simplemente saberlo todo acerca de ella, vería que en eso consiste precisamente la historia de Poldarn, una alegoría para ese simple hecho. Por supuesto, además la historia de Poldarn resulta ser cierta, hasta la última palabra, pero eso no impide que siga siendo una alegoría. Puede quedarse aquí todo el tiempo que quiera, ¿sabe?

Monach no le seguía.

—¿Qué, aquí, quiere decir? ¿En esta batalla?

—No, claro que no. En Cric. En mi casa. Después de la paliza que le dieron los de la casa Amathy, pasará por lo menos una semana antes de que pueda moverse, y además, no estará usted seguro en esta zona hasta que Feron Amathy se haya marchado. Escapar ya fue bastante peligroso; pero romperle el dedo además…; eso supone un gran agravio, se lo tomara muy a pecho. Pero aquí estará seguro.

—Gracias —dijo Monach, mientras el ejército del general Cronan comenzaba a trepar la colina. Era numeroso, pero no tanto como el suyo, el de Allectus. En el medio había un seto de lanzas, con una estrecha línea de exploradores desparramados al frente sin orden ni concierto, y bloques de soldados con armadura y soldados de caballería a ambos lados. Detrás de las lanzas divisaba el cortejo de carga, una descuidada columna de carros y mulas, todos apiñados—. Es usted muy amable.

—Todo lo contrario —respondió Allectus—. Al fin y al cabo, usted es el hombre que ha asumido la tarea de matar a mi mortal enemigo, el general Cronan. No lo va a lograr, por supuesto, pero lo que cuenta es la intención. A propósito, si me ocurriera algo, no pierda los nervios. Tan sólo manténgase escondido cuando traigan la comida, y deje los platos sucios y la ropa para lavar. A veces me paso semanas enteras ensimismado en el cuarto de atrás, así que no les extrañará. Y en cuanto al olor… bueno, ¿quién lo va a notar, aquí dentro?

—Gracias —repitió Monach. Estaba pendiente del ejército que tenía a su alrededor. Los soldados parecían inquietos; mascullaban y se revolvían nerviosos en el sitio—. ¿De verdad voy a fallar en la misión?

—Si —le dijo Allectus—, pero no por los motivos que cree. Verá, nadie sabe donde esta Cronan. Por eso no estaba aquí, no estaba en la carretera donde debería haber estado, no estaba donde les dijo a sus hombres que estaría. La pura verdad es que desapareció hace un par de meses, mientras iba a Josequin, y nadie lo ha visto ni ha sabido de él desde entonces.

—¿Qué? —gritó Monach, pero no consiguió hacerse oír. Su ejército había decidido ignorar las órdenes y cargar pendiente abajo, y un momento después estaba tirado en el suelo, con los brazos en la cabeza para protegerse de las botas y las rodillas de los soldados que lo rodeaban. En todo caso, Allectus había desaparecido. Monach se hizo un ovillo, apretando las piernas y los codos con todas sus fuerzas para que no lo hirieran, pero un soldado que corría frenético tropezó con él y los hombres que venían detrás se iban amontonando sobre su persona, hasta que Monach fue enterrado bajo una pila de cuerpos que se sacudían y se retorcían sin cesar (una tumba viviente, pensó, eso sí que es original). Intentó respirar, pero eso paso rápidamente de difícil a imposible, momento en el cual se ahogó y moría…

 

Y se sentó en el suelo, descubriendo que estaba tapándose la nariz y la boca con ambas manos, lo cual explicaría la asfixia. Unos delgados rayos de luz se colaban por debajo de la puerta y por los huecos de los viejos y combados tablones de las contraventanas. Tenía frío, probablemente porque estaba empapado en sudor. Trató de recordar el sueño del que acababa de salir, pero ya se había esfumado.

Luego intentó moverse, pero esa resultó una muy mala idea. En octavo curso habían estudiado las lesiones, incluyendo cómo reconocer las propias. Les habían enseñado un sistema de valoración acumulativo: diez puntos por una clavícula rota, treinta por un brazo, cincuenta por una pierna, cada uno elegía su línea de actuación dependiendo del total, y si ascendía a más de doscientos, no se recomendaba ninguna línea de actuación. Sobre esa base, él sumaba entre ciento ochenta y doscientos quince puntos, dependiendo de si había o no una hemorragia interna grave en la zona de las costillas.

—¡Hola! —llamó. Recordaba que su anfitrión había mencionado algo acerca de una mujer sabia o una curandera; si hubiera podido, no habría elegido la medicina rural en primer lugar, pero era mejor que morir o (peor todavía, en cierta forma) curarse con los huesos descolocados y convertirse en un tullido para el resto de su vida. No es que deseara importunar a su anfitrión, pero se trataba de un ofrecimiento de ayuda que podía resignarse a aceptar.

—¡Hola! —repitió, y entonces advirtió que la forma de la esquina, que había tomado por un saco o una pila de ropa vieja, era un cuerpo.

Suspiró. Obviamente, era demasiado esperar que el viejo tonto se las hubiera arreglado de alguna manera para sobrevivir el tiempo suficiente y mandar llamar al médico. Eso habría sido demasiado sencillo, un reto insuficiente para un hermano tutor de la orden. Las probabilidades estadísticas le intrigaban; de los dos, él habría apostado dinero a quién creía más probable que sobreviviría a esa noche, y habría perdido.

A propósito, si me ocurriera algo, no pierda los nervios. Tan sólo manténgase escondido cuando traigan la comida, y deje los platos sucios y la ropa para lavar : Alguien le había dicho eso recientemente, pero no recordaba quien. Arrugó el ceño. Incluso arrugar el ceño era doloroso; al tensarse la piel de la frente, se separaban los labios de un tajo que estaba comenzando a cerrarse. Quizá lo hubiera dicho el viejo la noche anterior, cuando él estaba amodorrado y medio dormido.

En el noveno curso les habían enseñado medicina y cirugía básica de campaña, con una corta e hilarante sesión sobre cómo colocar tus propios huesos y vendar tus propias heridas. Había sido demasiado cerca del final del curso; estaban todos agobiados por el estudio, saturados por el exceso de información, y nadie se había esforzado demasiado en aprender bien el tema. De ahí que, durante el resto del día, no le quedara más remedio que apoyarse en la tentativa, el error y el instinto, en la misma medida que en los procedimientos autorizados. Fue una gran pena, porque experimentar con los huesos rotos de uno mismo es una experiencia dolorosa y desmoralizadora. Para las vendas tuvo que utilizar tiras de la raída y mugrienta alfombra del general Allectus —una genuina alfombra de tienda Morevish, nada menos- que consiguió ir cortando y dando forma a machetazos con el poco práctico cuchillo de Feron Amathy. Durante todo el día se sintió terriblemente sediento, había una jarra de agua a un par de metros, pero por alguna razón no se lanzó a gatear por la habitación para llegar hasta ella.

Después de un rato, la luz empezó a apagarse, indicando que comenzaba el atardecer. Cuando llegó la comida, no estaba consciente —ese día se desmayó por lo menos una docena de veces, debido al dolor y a su estado general—, y se despertó de una involuntaria cabezada con un portazo. Cuando consiguió controlar el pánico, aplicó el oído por si oía la respiración o los movimientos de algún intruso. Mientras permanecía quieto y alerta, tuvo tiempo de desgranar las posibles explicaciones de lo que acababa de oír, así como las probabilidades que apoyaban cada una de ellas. La explicación más razonable era que los aldeanos estaban acostumbrados a que Allectus estuviera dormido o ido, y dejaban la comida y la casa sin decir una sola palabra ni hacer demasiado ruido. Aquello le venía de perlas, claro. La comida, el agua y la ropa limpia estarían al lado de la puerta. Lo único que tenía que hacer era ir desde el cuarto interior hasta la habitación principal sin desarmar la suelta confederación de lesiones que llamaba cuerpo.

Y, por supuesto, si él no lo hacía, estaría en una situación desesperada, porque si ellos entraban y descubrían que la comida y la bebida estaban intactas, se preocuparían (como buenos y afectuosos vecinos que eran) y se asomarían para asegurarse de que estaba bien, y encontrarían a Allectus muerto y a un extraño recostado a su lado.

Por lo tanto, de repente se hacía obligatorio aprovecharse de su generosidad. Monach rompió a reír. La situación resultaba completamente ridícula, especialmente para un buen monje o un estudiante de teoría ética. Estaba ansioso por regresar a Deymeson y plantear el tema a su clase de ética para debate: ¿En qué circunstancias es posible justificar el engaño y el robo en nombre de la conveniencia personal? ¿Y si el destinatario de la caridad esta muerto? ¿Y si la vida del que engaña está en juego? ¿Y si el destinatario inicial de la ayuda dio su permiso para el fraude?

¿Lo había hecho? Monach creía recordar que sí, aunque no recordaba el contexto exacto. O bien Allectus así lo había afirmado, en términos claros, o bien lo había soñado (Discutid, con referencia a la ambigüedad moral de las percepciones no fundamentadas…) Resultaba difícil recordar, cada vez más. Menos mal que tenía una base muy sólida en disciplina mental.

Cerró los ojos. En el exterior llovía, pero él no lo oía. No oyó el sonido de las botas chapoteando en el barro, ni las ruedas de los carros en la calle, cuando la casa Amathy abandonó Cric y partió a la guerra.

¿Y qué pasa si el que engaña actúa en interés del bien general? ¿De un destino manifiesto? ¿Cambiaría algo si el que engaña, de forma incorrecta pero sincera, cree que actúa en interés de una causa justa o de un destino manifiesto? ¿Y si el que engaña comete el fraude a sabiendas de que la causa justa o el destino manifiesto que autorizan su engaño se han malogrado? Suponiendo que la justificación existiera, ¿se extendería también a la utilización o el consumo fraudulentos de artículos conducentes al mero bienestar físico, en oposición a lo estrictamente necesario para la supervivencia? En tal situación, ¿cuáles serían esos artículos estrictamente necesarios?

¿Qué pasaría si el que engañara fuera un dios?