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Capítulo veintidós

 

 

 

Tal como había predicho la voz en la noche, al día siguiente fueron a buscarlo y lo llevaron a los aposentos del abad, quien le contó todas las mentiras que le había confiado la voz. Él simuló creerlas, exactamente como le había aconsejado la voz: Por supuesto, musitó debido al asombro, ahora me acuerdo. Recuerdo este lugar… ahí está la sala de instrucción, donde estudié los doce cursos, y el dormitorio de los novicios está en el próximo patio, y enfrente está el comedor. La voz se lo había machacado hasta la saciedad la noche anterior; le había obligado a repetirlo una docena de veces, para asegurarse de que la geografía del lugar se le había fijado en la mente.

Al oír el engaño y conocer la verdad, Poldarn no pudo dejar de sentir una especie de euforia, de alivio; en parte porque era él quien los estaba engañando, y no lo contrario, pero fundamentalmente porque ahora, por primera vez en mucho tiempo, sabía quién era. Al principio supuso un gran impacto. Luego había empezado a recordar; no recuerdos reales, sino fragmentos de sueños en los cuales había sido el hombre que ahora sabía que era, sueños en los que había oído y visto y sabido cosas que no podía haber descubierto escuchando conversaciones sueltas o extrapolando a partir de las historias de Copis. Además, era perfectamente lógico, explicaba numerosas cosas sin sentido que le habían sucedido: el ataque al carro de los tres jinetes poco después de llegar a Cric, el encuentro con el capellán Cleapho en Sansory y el soldado que lo había reconocido en la cocina de la posada, aquel que él había tenido que matar antes de lograr que le dijera su propio nombre. Lo más emocionante era la confirmación de que su vida había significado algo, que había intentado y conseguido cosas dignas de su talento y capacidad, que estaba en el bando correcto.

(Y ahora estaba a punto de conseguir algo más, algo mucho más importante y beneficioso que nada de lo que hubiera hecho con anterioridad. Y no sólo eso; aparte tendría la posibilidad de castigar a la orden con la severidad que cabía por haber intentado engañarlo y utilizarlo. ¡Con razón él era el peor enemigo de esa gente y habían deseado quitarle de en medio con todas sus fuerzas!)

Poldarn escuchó detenidamente lo que ellos tenían que decir, mientras especulaba cual de los graves y solemnes hombres sentados alrededor de la mesa era la voz que había oído la noche anterior. Había uno que hablaba, solo uno; esto permitió que Poldarn lo eliminara de inmediato (el prior de prácticas; de todas maneras, el era demasiado alto). Le quedaban nueve para elegir. Cinco tenían la altura y la constitución correctas. Dispondría de la ocasión para descubrirlo en los próximos días; entonces podría establecer contacto directo con su aliado y llevar a cabo un plan propio que, si todo salía bien, debería poner las cosas en su sitio.

(Tu nombre, le había dicho la voz, es Cronan Suoilois. Naciste el sexto día del mes Noveno, durante el cuarto año del emperador Massin Dasa, en Torcea. Procedes del sur tu padre se llamaba Lalicot y tu madre, antes de casarse, Actin Doricalceo. Gozaban de una situación acomodada, aunque no eran ricos; nobleza segundona de provincias, no muy preeminente en la capital. Tu padre pensó, acertadamente, que para abrirte camino en el mundo necesitarías tener una profesión: el ejército o la religión. Por lo tanto, cuando tenías seis años, te enviaron al Instituto de Indigentes de Collibortaca…)

—Por supuesto —decía el abad—, somos conscientes de que probablemente durante algún tiempo usted seguirá sin recordar los detalles de lo que sabía antes. Da la casualidad de que aquí disponemos de médicos que han estudiado este tipo de mal y seguramente son los que más saben del tema en todo el imperio. Cuando haya tiempo, los enviaremos para que lo examinen, por si pueden hacer algo. Tengo entendido que en el pasado han curado algunos casos muy pertinaces.

—Eso sería maravilloso —dijo Poldarn, tomando nota mental para añadir este a la lista de delitos por los que esa gente debía ser castigada: creación gratuita de falsas esperanzas—. No sabéis cuanto significa ésto para mí, incluso la esperanza de que alguien pueda encontrar una cura. Sería una razón para seguir viviendo.

El abad asintió.

—Tendremos tiempo de sobra para ello —dijo. Su rostro era severo pero comprensivo, en él se combinaban la sabiduría, la justicia y la compasión como tres hermanas solteronas en una misma casa, ideal para el papel de padre, o dios—. Pero lo primero es lo primero. Debemos devolverlo al lugar donde le necesitan. Y probablemente lo mejor sea que le proporcionemos escolta…; intentar adivinar dónde podría toparse con un grupo de exploradores de Cronan o con una avanzadilla suya, sería como para volverse loco, teniendo en cuenta como se está desarrollando esta guerra. Con la compañía de cincuenta jinetes no importara con quién se encuentre, a menos que se trate de un escuadrón completo o un ejército en campaña.

Extraño, pensó Poldarn, pero mantuvo la compostura y dio la sensación de estar complacido y agradecido. Lo hizo muy bien, y aquello pareció desconcertar a los monjes. Lo cual, no hacía falta decirlo, no era malo.

—A propósito —lanzó como tema de diversión o el equivalente de una pausa musical—, ¿qué tal marcha la guerra? ¿Ha ocurrido algo digno de mención últimamente?

El abad sonrió.

—Buena pregunta —dijo—. Si se refiere a las batallas, los sitios y cosas así, entonces no, no demasiado. Lo verdaderamente confuso es lo que no ha sucedido.

Por supuesto, el abad no era el único que hablaba así. Todos los monjes parecían tener la molesta costumbre de ser innecesariamente crípticos. Se preguntaba qué pasaría en el refectorio, cuando el gran prior pidiera al diácono de los archivos que le pasara el rábano picante.

(Te graduaste con honores en la Academia de las Artes y la Guerra a los diecinueve años, le había explicado la voz, el oficial más joven que jamás ha tenido el ejército. Tu primera misión fue un grupo de pioneros asentados junto a un puesto fronterizo de la frontera Morevich. No fue una casualidad que te asignaran una misión tan desagradable; en la academia habías hecho tantos amigos como enemigos. Aquél fue el año en el que los asaltantes saquearon Malevolinza; con la guarnición principal borrada del mapa, tu estación era la única fuente imperial que quedaba entre las montañas y el mar. Los rebeldes Morevich y los habitantes de las montañas vieron su oportunidad, y un ataque al amanecer estuvo a punto de forzar las puertas. Fueron derrotados, pero todos los oficiales murieron en la primera hora, dejándote al mando de una desesperada e imposible defensa…)

—¿Cuando consideráis que debería partir? —preguntó—. Sin duda, por lo que acabáis de decirme, cuanto antes mejor.

El abad inclinó la cabeza a modo de asentimiento.

—Totalmente correcto —dijo—. Hay algunas cosas que tendremos que solucionar a su debido tiempo; cuando regrese habremos de darle un rápido curso de actualización de lo que supone ser un monje espadachín, así como material informativo adicional sobre el hermano Stellicho, para suplir lo que no recuerde. Pero ahora no hay tiempo para nada de eso.

¿Y si le estaban diciendo la verdad, y la voz de la noche le había mentido?

Dejó que la idea se asentara y tranquilizara durante un instante, temeroso de despertarla.

—¿Y mi… —Vacilación involuntaria. No se le ocurría la palabra adecuada. «Esposa» no era real; «amiga» parecía estúpidamente tímido—. ¿Y mi socia? —preguntó—. No la he visto desde esta mañana.

El abad frunció el entrecejo.

—Ah, estará bien —dijo—. Por supuesto —añadió—, será delicado para ella, perder a su socio de una forma tan repentina, pero ya nos encargaremos de que no le falte dinero.

Hasta entonces, Poldarn no se había dado cuenta de que no habría lugar para Copis en esta nueva antigua vida suya. ¿Aún seguía casado? No lo sabía; bueno, sabía todo tipo de cosas sobre su persona por conversaciones que había oído en posadas y tahonas, además de lo que le había dicho la voz, pero las cosas que quería saber no eran de las que podrían conocer los demás.

—De acuerdo, entonces —dijo—. ¿Y qué haréis con ella? ¿Dejaréis que regrese a Sansory?

El abad asintió.

—Si ella lo desea, podemos proporcionarle escolta —dijo—. Si lleva una gran cantidad de dinero, y teniendo en cuenta como están las carreteras, probablemente sea lo mejor.

—Os lo agradeceré —dijo Poldarn, preguntándose si acababa de cometer un craso error. Era inevitable que hubiesen percibido la nota de preocupación en su voz, que anunciaba: me importa esta persona, por lo que sería una rehén ideal, en un tono lo suficientemente claro como para que se oyera en Boc. Si se hubiera quedado callado y no la hubiera mencionado, quizá se habrían olvidado de ella y la habrían dejado en paz…; ya no tenía remedio. Sabía que una virtud de la orden era la escrupulosa atención a los detalles. Insistir ahora sobre el tema tan solo empeoraría las cosas, y no se encontraba en posición de poder hacer nada constructivo por ella.

(Tu primer matrimonio, con Bolceanar Hutto, fue simplemente un arreglo político, y terminó en divorcio cuando conseguiste tu primera prefectura, para gran satisfacción de todas las partes. Sin embargo, cuando tenías veintiséis años y estabas a punto de abandonar Torcea para asumir el mando de la expedición contra los Fodrati, cometiste el terrible error de casarte por amor Sornith Eollo era la hija de un próspero contratista de la construcción muy involucrado en pujas de contratos militares; hablando claro, para ser un maestro estratega, estabas ciego o deliberadamente obtuso. No contribuyó que tu enemistad con los jóvenes príncipes empezara a convertirse en un problema de orden mayor; fue el año de tu infame duelo con Tazencius, que propicio su caída en desgracia y te granjeó el odio eterno de toda la facción revisionista…)

—Bueno —dijo el abad—, creo que esto es todo. Bienvenido de nuevo a la orden, hermano Stellicho, y la mejor de las suertes en su misión.

Aquello ponía fin a la entrevista; pudo sentir como pasaban su página y saltaban al siguiente asunto. Permitió que los cuatro monjes que no se habían apartado de su lado desde las primeras horas de la mañana lo echaran amablemente de la sala, y atravesó con ellos el patio, pasó bajo un par de arcos, más allá del establo y la cochera…

No se detuvo porque no fue necesario. Cuando un hombre ha estado un tiempo dando tumbos en un carro por carreteras embarradas y llenas de surcos, llega un momento en el que es capaz de reconocer ese carro por la anchura de sus llantas o el grado de combadura de los paneles laterales. Definitivamente, era su carro, el de los dos, pero se encontraba al fondo y rodeado de otra docena de carros en la cochera, sugiriendo que lo habían subsumido en la flota de transporte, para ser inventariado y asignado al carretero de servicio para la próxima vez que necesitara transportar una carga de carbón o dos docenas de jaulas de pollos.

Atención a los detalles, tal como había imaginado. No era difícil reconstruir lo que había ocurrido. Esa mañana un monje habría regresado del pueblo y habría llamado a un carretero para explicarle que en la posada de abajo había un carro y que sus dueños ya no lo iban a necesitar más. Si permanecía ahí, el posadero podría empezar a preguntarse qué había sido del hombre y de la mujer que lo habían llevado; el no abriría la boca, por supuesto, pero ese tipo de cabos sueltos no son buenos para la moral. Así que el monje le habría entregado al carretero algún tipo de orden o carta de autorización, y el carretero a su vez se la habría dado al posadero, y el posadero habría ordenado al mozo que preparara el carro, y el carretero se lo habría entregado al oficial de transporte o al de servicio, quien le habría ordenado tenerlo con los demás (más vale prevenir…, todos los días mueren hombres y mujeres, pero un carro en buen estado es un objeto valioso), y, en lo sucesivo, ese carro serviría a la orden, purgado de su identidad y de su memoria, porque los aparatos existen para ser utilizados por aquel que tenga derecho a ellos.

—Un momento —dijo, aminorando la marcha sin detenerse—. Anoche dejé algunas cosas en el carro. ¿Sería posible que pasemos por la posada para recogerlas?

—No se preocupe por eso —respondió uno de los monjes—. Nosotros nos encargaremos de que se recojan todas sus cosas y las guarden hasta que usted regrese. Si necesita algo, podemos pasar por la sala de intendencia.

Mantenían una posición perfecta: dos al frente y dos atrás, justo en los límites del círculo. Si hubieran estado más cerca, o si hubiera habido uno menos, lo habría intentado. Pero la orden no cometería un error de ese calibre. Poldarn se encogió de hombros.

—No, al diablo —dijo—. No era nada importante.

—Habrá un caballo aguardándolo en la puerta —prosiguió el monje—. Dispondrá de víveres para tres días, dinero para gastos en la mochila, ropa, una manta, una cantimplora, el equipo normal. ¿Cree que podría necesitar algo más?

Poldarn no sonrió, aunque se quedó con las ganas.

—Bueno —dijo—, esta mi libro. Normalmente no voy a ninguna parte sin él, pero por una vez no pasara nada.

El monje sentía curiosidad.

—¿Un libro?

Poldarn asintió.

—Maravilloso objeto —dijo—, contiene toda la sabiduría del mundo. Pero no creo que lo necesite para este trabajo.

—Toda la sabiduría del mundo —repitió el monje—. Entonces, ha de ser un libro muy grande.

—Bastante —replicó Poldarn—. No tan grande como el libro de recetas, pero me sirve de almohada.

La escolta de caballería lo estaba esperando: cincuenta monjes espadachines, ataviados con túnicas marrones y grises procedentes del cubo de intendencia marcado con el rótulo «Túnicas de montar, civiles, indefinidas». ¿Llevarían armaduras debajo de la túnica?, se preguntó, ¿o los monjes espadachines no sentían la necesidad de anillos y escamas de acero cuando tenían a su alrededor el invisible circulo de afilado acero en todo momento? Si escapar de cuatro monjes a pie estaba fuera de sus posibilidades, huir de cincuenta montados sobre veloces caballos no iba a resultar más fácil. A Falx Roisin le habría encantado ofrecerles el trabajo de transporte de cargas peligrosas.

Siguiendo un impulso, se volvió hacia el monje con el que ya había hablado y le pregunto:

—¿Qué sabe de un dios llamado Poldarn?

El monje vaciló un momento, y luego esbozó una sonrisa.

—Es un poco tarde para preguntar eso, ¿no? —dijo—. Además, debería ser yo quien lo preguntara, ¿no cree?

Poldarn se encogió de hombros.

—Bueno, ya sabe —dijo—. Me gusta saber quién he sido.

—Bueno, desde luego, se le daba bien —replico el monje—. Pero la verdad, ella tendría que haber sido más lista, a menos que no lo supiera. A propósito de tentar a la providencia…

—Creo que no lo sigo —dijo Poldarn con suavidad.

—Ah, no, por supuesto —dijo el monje—. Se me había olvidado, lo siento. ¿Sabe?, lo malo de Poldarn es que todo el que se levanta con él en el carro acaba muriendo. —Hizo un gesto vago con la mano derecha—. Se podría dar con un augurio peor, pero sería necesaria una profunda labor de investigación. Pero ahí está usted.

—Desde luego —replicó Poldarn. El monje se había apartado ligeramente de su posición, tan sólo un paso, pero suficiente.

Poldarn vio la secuencia perfectamente clara en el ojo de su mente, como si recordara algo que ya había ocurrido. Como continuación del movimiento de desenfundar, hacía un profundo tajo en el costado del cuello del monje y continuaba, de forma que la punta curvada se hundía bajo la barbilla del segundo enemigo, mientras él se alejaba y desaparecía. Para entonces, los dos monjes que tenía atrás habían desenvainado y tenían el pie derecho adelantado un paso, razón por la cual Poldarn giraba sobre su talon izquierdo, lanzando la estocada sesgada, descendente y perfectamente en línea con la muñeca derecha del monje de la izquierda. Luego, el movimiento inteligente: apartarse hacia la izquierda para situar al herido entre su persona y el cuarto oponente, aguantando el tiempo suficiente para lanzar un amago de estocada que le hiciera retirarse y encontrarse con un tajo ascendente en la barbilla. El herido, manejado a su antojo, completaba la pila de cuerpos, los cuatro muertos antes de que el primero golpeara el suelo. Y el padre Tutor observando y aprobando la secuencia a regañadientes.

—¿Ocurre algo? —inquirió el monje.

Poldarn levantó la vista con un movimiento brusco. La última vez que había mirado, el monje se estaba desplomando de espaldas con la columna vertebral asomando entre los rojos bordes del corte. Luego se acordó; en realidad no había ocurrido, o al menos no todavía. Al otro lado del patio, tres pájaros se posaron en lo alto de un tejado. Volvió a mirar y vio que eran palomas.

—Puede que le parezca una pregunta estúpida —dijo Poldarn despacio—, pero ¿nos conocemos nosotros?

En el rostro del monje se dibujo una sonrisa.

—Empieza a recordar, ¿verdad? —dijo—. Adelante, a ver si puede…

—No —dijo Poldarn—. Dígamelo.

—Está bien. —El monje todavía sonreía. Los otros tres estaban fuera de posición, prácticamente muertos. En algún lugar de su mente podía ver una fina lluvia de sangre, suspendida durante una fracción de segundo en el aire—. Me llamo Torcuat. ¿Le suena?

Poldarn negó con la cabeza.

—Los nombres no significan nada para mí. Dígame desde cuándo nos conocemos.

—La verdad es que desde el sexto curso —respondió Torcuat—. Al menos estábamos en la misma clase, igual que otros cien jóvenes. Por supuesto, usted volaba alto; cuatro meses en sexto y luego directo a séptimo. Yo me pasé dos años en sexto, y para entonces usted ya era supervisor menor. Después usted fue mi…

—Tutor de espada durante seis meses —dijo Poldarn—. Eras torpe. En realidad eras más que torpe, una amenaza para ti y para los demás. Hasta se te cayó la espada una vez. Yo quería que te echaran de la escuela…

El monje sonrió, y se levantó el pantalón para mostrarle su tobillo izquierdo.

—Ahí —dijo—, ¿la ve?

Desde luego que la había visto: una cicatriz rosácea en forma de media luna, justo encima del hueso. Recordaba esa misma marca cuando la sangre manaba a chorros; cómo había perdido los nervios, convencido por un momento de que uno de sus estudiantes se iba a desangrar hasta la muerte ahí mismo, en la escuela, y que supondría el final de su carrera docente. Clavó la mirada en el rostro de Torcuat.

—Me acuerdo de ti —dijo—. Tenias…

No le salían las palabras.

—Un cuervo en una jaula —dijo Torcuat—. Un horrible bicho sarnoso, y no se comía los restos de la mesa; qué mala suerte, un cuervo gourmet. Tenía que ir a los sótanos y cazar ratones para la maldita criatura, e incluso así no se dignaba a tocarlos hasta que habían pasado tres días.

Poldarn dio un paso atrás y hacia un lado, devolviendo a los cuatros monjes a la posición correcta, como un rey indultando a los condenados que aguardan en el patíbulo.

—Tenía un anillo de oro alrededor del cuello —dijo.

Torcuat se echó a reír.

—De bronce, en realidad —puntualizó el monje—. Era la anilla de una cortina, del gran salón de mi casa. El único objeto que me recordaba el hogar familiar. Lo dejé cuando tenía seis años. Fue usted el que sujeto al maldito bicho mientras yo le pasaba el anillo por la cabeza.

—Poldarn. Se suponía que era el anillo de Poldarn.

Ahora Torcuat sonreía abiertamente.

—Lo recuerda —dijo—. Sí, eso es. En nuestro dormitorio estaba ese muchacho del sur; queríamos darle un susto de muerte porque creía en Poldarn, y con el cuervo… Lo había olvidado, hasta que usted me lo ha recordado, ¿sabe?

Poldarn dio un paso al frente y hacia la izquierda.

—La mujer que estaba conmigo —dijo—. ¿Qué ha sido de ella?

El abrupto cambio de tema pareció pillar a Torcuat por sorpresa.

—No lo sé —dijo, con suficiente fluidez—. Supongo que regresará a Sansory, a menos que prefiera permanecer aquí algún tiempo. ¿Acaso no les iban bien las cosas abajo, en el pueblo? Quizá se quede por aquí un día o dos y continúe haciendo negocios.

Tal vez ese explicara lo del carro.

—Creo que ahora me gustaría volver para recoger mi libro —dijo Poldarn.

Torcuat sacudió la cabeza.

—Lo siento —replicó—, pero la escolta lleva ya demasiado tiempo esperándonos mientras nosotros estamos aquí charlando. Por supuesto, teniendo en cuenta las circunstancias… —Sus ojos se iluminaron—. Ya sé —dije—. ¿Y si le cambio el puesto al sargento escolta? Podríamos seguir hablando de los viejos tiempos, y usted…

No desenvainó. En su lugar, giró el puño, arreándole a Torcuat un golpe en la barbilla con tal fuerza que el monje se desplomó de inmediato, como una gavilla lanzada desde un pajar.

Durante un momento, los otros tres vacilaron, incapaces de hacer frente a un agresor que no había sacado la espada y, por tanto, no pedía ser reprimido con fuerza mortal. El momento fue lo suficientemente largo para que Poldarn diera cuatro rápidos y cortos pasos hacia atrás, despejando sus círculos.

—¿Qué demonios…? —gritó uno de ellos, mientras el capitán de la escolta levantaba la vista. Sin embargo, para entonces Podarn ya estaba de pie junto al caballo que tan amablemente le habían proporcionado (porque siempre habría un caballo a punto cuando lo necesitara, y una espada lista para su mano siempre que le apeteciera derramar sangre). Montó con torpeza, sin atinar con el estribo en el primer intento, pero aún disponía de tiempo cuando cogió las riendas y giró la cabeza del caballo, apartándolo de la puerta y encarando el patio interior. Desde el punto de vista táctico, fue un error (no correr hacia un lugar concreto, sino simplemente escapar) pero, por una vez, cuando ansiaba elecciones, no había ninguna.

Mientras atravesaba el arco de la puerta, un monje con un bastón salió de entre las sombras y se situó delante de él a una distancia de unos diez metros. Poldarn compadeció al pobre loco mientras alcanzaba su espada, pero el monje dio un paso al frente, se puso de costado y le lanzó el bastón como si fuera una jabalina. La punta cuadrada le golpeó de lleno en el pecho. Sintió que los pies se le salían de los estribos; después, lo único que vio fue el cielo girando sobre su cabeza, hasta que algo muy ancho y veloz le golpeó en la espalda.

Antes de que pudiera moverse, el monje le aprisionó el cuelló con la bota. Ninguno de los dos dijo nada.

—Bien hecho. —É no podía volverse, claro, pero reconoció la voz de Torcuat—. ¿Está herido?

El monjie sacudió la cabeza.

—No debería —dijo.

—Está bien. Este bastardo casi me rompe la mandíbula —continuó Torcuat, con una voz que indicaba que le resultaba difícil comprender que alguien pudiera recurrir a la violencia.

Alguien se agachó y le quitó a Poldarn la espada. Así que a esto sabe la derrota, se dijo. La verdad es que es peor de lo que imaginaba.

Lo levantaron, y mientras dos monjes le sujetaban las manos detrás de la espalda, un tercero le ataba las muñecas con una cuerda fina y cortante.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Torcuat—. Estábamos hablando tranquilamente de la leyenda de Poldarn, y de repente intenta hacerme tragar los dientes. ¿Ha sido por algo que he dicho?

Lo giraron unos noventa grados, de forma que mirara a la puerta principal. Por supuesto, los cincuenta jinetes —su escolta de caballería—, lo habían visto todo. La mayoría no se había movido del sitio. Poldarn se preguntaba qué sacarían en claro de todo eso.

—Te lo dije —replicó—. Quiero regresar a recoger mi libro.

—¿Qué? Ah, entonces, realmente existe ese libro. Creía que era una broma. —Torcuat se frotó la barbilla con gesto pensativo—. ¿Por qué no lo ha dicho antes?

—Lo hice. No parecías estar escuchando.

—¡Oh, por el amor de Dios! —Torcuat se encogió de hombros y se volvió hacia uno de sus compañeros—. Hazme un favor: corre a la oficina del dean, haz que te abra la taquilla de nuestro amigo y encuentra ese maldito libro. —Se volvió de nuevo hacia Poldarn—. No tendrá más de un libro, ¿verdad? No me gustaría que cogiera uno distinto.

Poldarn sacudió la cabeza. Con las manos atadas y los monjes sujetándole los pies, la cabeza era casi la única parte del cuerpo que podía mover. Curioso, pensó. Cuando no sabía quién era, podía hacer lo que me venía en gema. Ahora vuelvo a ser yo, y ni siquiera puedo limpiarme la nariz.

—Muy bien —dijo Torcuat—. De otro modo, podríamos pasarnos todo el día aquí. Bueno, si fuera tan amable de seguirme.

Lo llevaron de un lado a otro del patio y lo soltaron como un peso muerto sobre la silla. Dos monjes le rodearon la cintura con una cuerda y la ataron a la perilla (atención al detalle…).

Cuando hubieron terminado, el monje ya había regresado con el libro de Poldarn y lo había metido en su mochila.

—Anímese —le gritó Torcuat mientras la escolta avanzaba—. Una vez que esté allí, quizá descubra que le gusta.

Seis jinetes se colocaron en perfecta posición a su alrededor: dos delante, dos detrás y uno a cada lado, haciendo el rescate tan imposible como la huida. Le habían devuelto la espada a la funda, pero como no podía alcanzarla ni siquiera con los dientes, gracias a la cuerda que rodeaba su cintura, no le pareció de gran utilidad. La calle principal del pueblo estaba tan vacía como la última vez que la había visto, pero se divisaba una larga cola en la puerta (la rodearon) y la mayoría de la gente que aguardaba pareció observarlo con atención mientras pasaba. Poldarn supuso que miraban el hábito y las botas de monje que le habían entregado, y se preguntaban qué podría haber hecho un hermano de la orden para que tuviera que sufrir encierro forzoso y destierro con una guardia tan férrea. Sus rostros parecían estar presenciando la expulsión de un dios del cielo. Eso le recordó algo; levantó la vista en dirección a las ramas de los árboles que había junto a la puerta. Ni rastro de cuervos.

(Era de esperar; pensó. Nada de carro, ni sacerdotisa, ni fuerza ni habilidad sobrehumana con las armas. ¿Por qué iba a perder el tiempo un cuervo mirándome ahora?)

Se preguntó qué podrían hacerle a Copis; si ya se lo habían hecho; si alguna vez lo descubriría. Qué terrible debía de ser, pensó, ser un soldado agonizante en medio de una batalla, sin saber si su bando había ganado o perdido. La victoria en la guerra ha de recaer sobre el bando que tiene el favor de los dioses, el que ostenta la razón (¿o cual era el sentido?). Morir sin saber si uno tenía razón o estaba equivocado era una forma especial de tortura que los dioses reservarían a los más malvados y depravados.

Una hora después de que Deymeson se perdiera en el horizonte, la columna se detuvo en seco. Era campo abierto, aparte de un gran bosque a unos cientos de metros a la izquierda y una pequeña y escarpada colina coronada por cinco píceas un poco más allá. No había una razón evidente para pararse allí.

Un jinete dejó la cabeza de la columna y cabalgo hacia el centro, donde se encontraba Poldarn. Detuvo su caballo aproximadamente a un metro de él.

—¿Me reconoces? —dijo.

Poldarn asintió.

—Estaba en la reunión del consejo en los aposentos del abad—dijo.

—Eso es. ¿Y?

Poldarn meditó durante un instante.

—Diga algo más —dijo.

El monje era bajo y rechoncho, con el cabello canoso y muy rizado y un rostro bastante infantil.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué quieres que diga?

—No sé. Cualquier cosa que se le ocurra.

El monje se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo—. Dos cuervos sentados en un árbol alto y delgado. Dos cuervos sentados en un árbol alto y delgado. Dos cuervos sentados en un árbol alto y delgado. Y con ellos viene Lucky…

—Eres tú —lo interrumpió Poldarn—. Anoche entraste en mi habitación en la posada.

La expresión del rostro del monje no varió. No había duda de que tenía la altura y la complexión debidas.

—¿Ah sí? —dijo—. Me parece que no. Seguramente lo soñaste.

—Estoy seguro de que eras tú. ¿Por qué hemos parado?

El monje sonrió.

—¿De verdad quieres ir a reunirte con el príncipe Tazencius? Tengo la sensación de que el recibimiento que te dispensaría sería de lo más entusiasta, aunque no creo que te gustara.

Poldarn sacudió la cabeza.

—¿Sabes? —dijo, intentando mover los brazos sin conseguirlo—. ¿Sabes?, aún sin las malditas cuerdas, me parece que no tendría demasiada elección. Supongo que se podría llamar predestinación.

—No tienes ninguna elección —dijo el monje—. Pero, afortunadamente para ti, yo sí. Varias opciones. Por ejemplo: podría matarte, aquí y ahora, o podría dejarte marchar si oyera la promesa solemne de que no serás una carga en el futuro. O bien llegar a un agradable y sensato acuerdo más tarde, cuando hayamos concluido y ya no te necesitemos. ¿No te parece lo mejor?

—No —contestó Poldarn—. De momento, soltarme es la mejor opción que has mencionado.

El monje rompió a reír.

—No, eres demasiado valioso —dijo—. Pero da la casualidad de que eso es exactamente lo que voy a hacer: cortar las cuerdas y dejarte marchar. Incluso te acompañaré hasta Cric, para asegurarme de que llegas.

Por supuesto, el nombre de Cric le resultaba muy familiar.

—¿Por qué iba a desear ir a ese lugar? —inquirió.

—No te preocupes —contesto el monje—. Allí estaba el campamento de Cronan, según mis últimas noticias. No creo que nadie la tome contigo por lo que hiciste y por quién eras la última vez que estuviste allí, e incluso si lo hicieran, no les serviría de nada. De quien debes preocuparte es de los guardias personales de Cronan.

Poldarn arrugó el gesto.

—¿Por qué? —dijo—. ¿No me reconocerán?

Esta vez, fue el monje el que pareció sentirse confuso.

—Ese es el tema, precisamente —dijo—. Lo que tenemos que hacer es atravesar la zona antes de que te reconozcan. Lo siento si suena demasiado negativo, pero caer en manos de Tazencius resultaría un placer comparado con lo que te haría Cronan. Y cuando todo haya terminado, la verdad es que no puedes culparle, teniendo en cuenta como lo has tratado.

Ah, pensó Poldarn. Entonces, no es la misma Voz, después de todo. Miró a sus alrededor buscando un cuervo que llevara algo en el pico, pero no había ninguno a la vista. Luego se le ocurrió otra explicación.

—Solo recuérdame una cosa —dijo—. Mi memoria lleva sin funcionar bien tanto tiempo que en seguida se me olvidan las cosas. ¿Cómo me llamaba?

Un largo momento de silencio.

—Stellicho —dijo el monje—. ¿Cómo puedes haberlo olvidado?

Poldarn asintió.

—Claro —dijo—. ¿Y por qué voy al campamento del general Cronan?

El monje suspiró impaciente.

—Para matarlo, por supuesto. Enviamos a nuestro mejor hombre, pero es obvio que ha fracasado. Luego, de repente apareces tu de la nada… o bien es una coincidencia, o bien Poldarn escuchó nuestras plegarias y te envió. ¿No te acuerdas de nada?

—Empiezo a recordar —dijo Poldarn—, pero necesito un poco de ayuda. ¿Y por qué dijo el abad que me enviaba aTazencius?

El monje puso cara de pocos amigos.

—Por lo que hiciste —dijo—, la razón por la que escapaste. No me digas que también lo has olvidado.

—No estoy seguro. Quiero decir, tal vez no lo recuerde así, de repente. Dímelo.

—Mataste…, perdón, no nos confundamos, asesinaste a un hermano; hablando claro, a tu padre tutor. Por eso el abad te ha condenado a muerte. Enviándote a Tazencius, porque has perdido la memoria y no sabes lo que le hiciste; en fin, el padre Abad siente debilidad por la justicia poética. Yo pienso que es un desperdicio de recursos. Por lo que a mí respecta, el trato es que si te las arreglas para matar a Cronan, te convertirás en el salvador de la orden y del imperio y el abad tendrá que perdonarte. En caso contrario… bueno, estás muerto, y la expresión «no es una gran pérdida» me viene a la cabeza. ¿Te parece justo?

Poldarn asintió.

—Así que el abad no sabe que estás haciendo esto. Estas desobedeciendo las órdenes.

El monje sonrió.

—Soy miembro del capítulo y consejero —replicó—. Hago lo que es mejor para la orden. Ahora tienes una oportunidad. No tardes demasiado; me estoy enfriando con este viento.

Poldarn observó a los escoltas. Permanecían todos sobre sus monturas, inmóviles, silenciosos y rígidos, como deben estar los soldados de caballería. Si la historia del monje era en su beneficio, no parecían estar prestando demasiada atención. Por otra parte, eran monjes espadachines, probablemente entrenados desde la infancia en secretas técnicas de discreción y contención.

—Esa no es mi idea de una elección —dijo—. Si consigo matar a Cronan ¿me soltarás? Quiero decir, soltarme de verdad.

—Por supuesto —respondió el monje—, si eso es lo que deseas. Puedes regresar a Sansory y a tu amiga y pasar el resto de la vida vendiendo botones, si quieres.

Copis, pensó Poldarn, pero, por supuesto, no podía fiarse de lo que le había dicho el monje.

—Creo que sí —dijo—. Si esta era mi vida, me parece que debería dejarla. Si quieres saber mi opinión, es una vida horrible.

—Lamento que hables así —replicó el monje, y parecía sincero—. Fuiste alumno mío, ¿sabes?, durante dos años. Jamás he conocido a nadie de esa edad con tal entendimiento intuitivo de teología abstracta.

—Gracias —dijo Poldarn—. ¿Qué es la teología abstracta?

El monje mantuvo su promesa e hizo que uno de los jinetes lo desatara. Poldarn no se percató de los calambres y del dolor que sentía en los brazos hasta que los tuvo libres de nuevo.

—Por supuesto —le advirtió el monje, haciendo señas a la columna para que avanzara—, si haces el menor gesto que indique que estas pensando en escapar, te mataré. Por favor, no cometas el error de pensar que me agradas —añadió, con un atisbo de sonrisa—. No es así. En realidad, acepto hacer esto sólo por el extremo disgusto que me causaría que salieras vivo del campamento de Cronan. Si pensara que existe un riesgo serio de que sobrevivas, te cortaría el cuello ahora mismo y yo mismo me ocuparía de Cronan.

Después nadie dijo nada durante un buen rato. Avanzaban sin demasiada prisa, lo cual le hizo pensar que les quedaba mucho camino por delante. Todavía no tenía muy clara la situación de Deymeson y Cric en el mapa; su geografía mental se calibraba en otras unidades además de las dimensiones de distancia física. Dejó que su mente vagara —muy fácil de hacer cuando uno va a caballo y no tiene que dirigirlo— y de pronto se encontró tarareando una melodía. Era, por supuesto, la única melodía que conocía:

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

y con él viene el Pillo y dice: «Ese soy yo».

Se la había recordado el monje, claro, al recitar la letra apenas un momento antes. La tarareó en un tono más alto y de repente se dio cuenta de que todos los jinetes que estaban bastante cerca como para oírle tenían la vista clavada en él.

—Lo siento —dijo—. No lo hago tan mal, ¿no?

Ninguno abrió la boca, pero la expresión que había en sus rostros era de puro odio. Pero como Poldarn había llegado a la conclusión de que a él tampoco le agradaban, continuó tarareando en un tono aún más alto. Sobra decir que el entrenamiento y la disciplina de los monjes eran demasiado buenos para que mordieran el anzuelo, lo cual tampoco estaba mal, ya que él no quería pelear con nadie, sólo quería molestar. Comenzó a cantar:

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol…

Se percato de que no era un cantante especialmente bueno, pero decidió que aquello no le iba a hacer desistir.

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol

—¿Me permite? —le dijo el jinete de su izquierda—. Si es necesario que cante, quizá podría cantar otra cosa.

—No sé otra canción.

—Vamos, hombre. —Poldarn se dio cuenta de que el hombre estaba tremendamente enfadado por algo, aunque sonaba como un hombre discutiendo la mejor forma de cultivar zanahorias—. Claro que sí. El himno de Visperas, «Acude, luz resplandeciente». ¿Y el «No hay rosas»?

Poldarn hizo un gesto negativo.

—Lo siento —dijo—. No las conozco.

—Tiene que conocerlas; es un hermano de la orden.

—¿Por qué, acaso son canciones religiosas?

Por lo visto, aquello enfado tanto al monje que se quedó sin habla. Poldarn hizo un gesto de indiferencia y se puso a cantar de nuevo la canción de los cuervos, suavemente, entre dientes, pero con el volumen suficiente para que el jinete supiera lo que estaba haciendo. En un momento dado, observó que el monje se giraba para mirarlo y arrugaba el ceño, pero Poldarn simuló no haberse percatado.

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol…

Era el tipo de melodía que penetra en la mente y se incrusta en ella, picando y molestando, como una piedrecita en el zapato o una pequeña hebra de carne entre las muelas. Ahora estaba comenzando a irritarlo. Hizo un gran esfuerzo por dejar de cantar y apartar la melodía de su cabeza. Unos minutos después se dio cuenta de que había empezado a cantar de nuevo.

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol…

En el lado norte de la carretera había un viejo muro de ladrillo, y detrás, un grupo de píceas. Hacía unos setenta años, alguien las había plantado para conseguir madera, pero había muerto o se había marchado sin ralear y aclarar la parcela, y los arboles estaban demasiado juntos; habían crecido larguiruchos y retorcidos, inservibles. Poldarn alcanzaba a ver una parte en la que los más altos y débiles se habían caído, quedándose a medio camino porque sus ramas se habían enredado con las de sus vecinos y les habían servido de freno, permitiendo que crecieran las zarzas y la maleza y enmarañaran sus brotes en las delgadas ramitas muertas. El acebo, los abedules y los avellanos habían aparecido para rellenar los huecos, convirtiendo el bosquecillo en una posición fortificada. Poldarn sonrió; hablando de arboles altos y delgados…

Dos cuervos se elevaron y comenzaron a trazar círculos en el aire, casi sobre su cabeza, lanzándole todo tipo de insultos…

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol

y con él viene el Pillo y dice: «Ese soy yo».

Detrás del muro había alguien que también estaba cantando la canción. Inmediatamente el monje tiró de las riendas, haciendo que el caballo se levantara de manos, y comenzó a gritar ordenes. Los monjes desenfundaban sus espadas; ¿por qué? No había nadie con quien luchar…

… O sí. Procedentes del otro lado del muro y de una zanja que había en el otro costado de la carretera, que Poldarn ni siquiera había visto, se aproximaba una gran cantidad de hombres; un centenar, quizá dos, todos de pie a la vez, como soldados haciendo prácticas. Pero no estaban armados…

El jinete de su derecha gritó algo y desenvainó su espada. Resultaba difícil calcular los círculos a caballo. Poldarn se echó hacia la izquierda y se deslizó de la silla, la forma más rápida de quitarse de en medio, y mientras su hombro chocaba dolorosamente con una gran piedra que había en la carretera, la espada del jinete cortó la parcela de aire en la que debería haberse encontrado su cabeza. Cuando intentó ponerse de pie y descubrió que, por alguna razón (alguna razón que dolía mucho), no podía, vio que otro jinete rajaba a uno de los hombres que habían salido del otro lado del muro. Vaya estocada, corte limpio y sesgado que atravesaba la columna sin llegar a la clavícula, un inusitado esfuerzo desperdiciado. Poldarn no entendía por qué el jinete había atacado así…

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol…

…La misma melodía, observó. La otra voz había estado cantando la misma melodía y una letra que significaba lo mismo, pero en otra lengua.

Algo golpeó el suelo unos centímetros detrás de su cabeza.

Dobló la espalda e intentó volverse de un tirón, y descubrió que estaba cara a cara con un cadáver, el del monje que había cabalgado a su derecha. Un par de botas se posaron sobre él; era uno de los hombres de la zanja, y de ninguna forma estaba desarmado. Blandía una corta y ancha espada de hoja inconfundiblemente curvada y cóncava, que Poldarn reconocía como un sable de un solo filo. La pata de su caballo se interponía y no pudo ver cómo acababa el golpe, pero lo oyó, un sonido sibilante, de chapoteo, como el de un hombre sacando su bota del barro.

Creo que sé quiénes son.

Poldarn había planeado quedarse inmóvil y hacerse pasar por muerto, pero el caballo se echó hacia atrás y le rozó la cara con la pezuña, no con demasiada fuerza, aunque la suficiente para hacerle estremecer. Se dio cuenta de que uno de los recién llegados lo miraba, y se imaginó que debía de haber visto que se movía.

Conocía la cara del hombre: alargada, de barbilla afilada y pelo ralo y desgreñado. Sujetaba un sable con dos dedos, dejando que colgara del asta trasera de la empuñadura. Un monje espadachín que iba a pie dio un salto y se situó tras él. Poldarn no podía ver la espada en su mano, pero sabía dónde estaba por la posición de sus brazos.

Eyvind; así se llamaba el desconocido. No tenía sentido, acordarse una fracción de segundo antes de que le cortaran la cabeza al pobrecillo…

Más tarde, Poldarn dedujo que Eyvind habría visto un cambio en la expresión de sus ojos y de alguna forma se había dado cuenta de su significado. Algo debió de avisarle del peligro, porque se volvió increíblemente rápido, utilizando la velocidad y el impulso para lanzar una estocada descendente que le abrió el estomago al monje un dedo más abajo del tórax. Éste se percató de lo que había ocurrido, pero ya se había embarcado en su propio tajo, que debería haber partido la cabeza de Eyvind en dos, como una manzana. Sin embargo, cuando llegó, Eyvind se las había arreglado para no estar allí. Poldarn no vio que se moviera; simplemente pareció reubicarse, materializándose al instante un metro a la derecha del monje. Sacó el sable de la herida como un leñador cansado liberando su hacha, y dejó que el monje se estrellara contra el suelo. Un momento después, volvía a estar ocupado, pero Poldarn no pudo verlo porque en medio había una bota.

Cuando la bota se apartó, todo parecía haber terminado.