Capítulo diecinueve
Monach desenvainó y atacó; mientras observaba cómo el soldado caía sobre sus rodillas y se desplomaba hacia adelante pensó: Es increíble el lío que he montado. Todo ha salido mal, y sólo yo tengo la culpa.
Los otros tres soldados lo rodeaban. Uno justo delante, y los otros dos a ambos lados. Dio un paso atrás y enfundó la espada; era un ejercicio corriente que había aprendido en tercer curso, pero la secuencia comenzaba en posición de reposo, con la espada envainada, y no se encontraba de humor para improvisar. Tan pronto como violaron su círculo, la secuencia se puso en marcha. Fue como si no pudiera aguardar y hubiera empezado sin él. Los nudillos de la mano derecha tocaron el mango de la espada; mientras la mano giraba y los dedos encontraron su sitio alrededor del mango, el pie izquierdo retrocedió medio paso, luego se volvió hacia adentro, colocando talón contra talón en un ángulo de noventa grados, de forma que, al tiempo que la espada abandonaba la funda, el cuerpo giraba hacia el blanco de la izquierda y el corte se deslizaba en el aire hacia el lugar que su cuello estaba a punto de ocupar. No se podía malgastar ni un segundo mirando si la estocada había conectado. El pie retrasado se adelantaba formando un arco de ciento ochenta grados, haciendo girar el cuerpo para encarar al objetivo de la derecha, mientras los brazos alzaban la espada hacia arriba y atrás hasta que la punta tocaba la base de la columna, en cuyo momento (como un mecanismo atrapando un escape) el movimiento en diagonal sobre la cabeza lanzaba la espada hacia un corte perfectamente ubicado (número cuatro del manual: «división del cielo y la tierra»). El impulso hizo que girara el talón derecho, mientras los brazos continuaban el movimiento y utilizaban la energía sobrante del último golpe para recobrar la posición y encarar al enemigo. Otro corte perfecto, realizado por instinto y sin verificación, porque no podía permitirse el lujo de quedarse embobado; nuevo viraje para enfrentarse al primer blanco y asestarle un concluyente, aunque innecesario, tajo final debajo del cuello. Una secuencia sencilla pero impresionante. Un buen estudiante de sexto año debería poder completarla y regresar a la posición de reposo, con la espada limpia de sangre y de vuelta en la funda, en el tiempo que tarda una manzana en caer del árbol.
Monach sintió que la espada entraba en las prietas mandíbulas de su funda, y se dispuso a observar lo que había ocurrido justo cuando el primer soldado se estrellaba contra el suelo. Los otros dos le siguieron una fracción de segundo después. En el aire todavía flotaba una fina bruma de sangre.
Eso fue todo. Se había presentado una amenaza y había acabado con ella de forma eficiente y rápida. Podrían perdonarle por pensar que en realidad había manejado bien la situación, para variar. Pero no lo había hecho. El plan era introducirse a hurtadillas entre la patrulla, coger a uno y sonsacarle la ubicación actual del general Cronan. Pero así las cosas, con los cuatro muertos, no estaban en condiciones de decirle nada. La había fastidiado de nuevo.
No sería tan grave si tuviera alguna pista acerca de dónde estaba, pero no era el caso. En alguna parte del bosque, en las faldas de un monte en cuya cima se alzaba la aldea de Shance, donde el destacamento de caballería del mayor general Ambos estaba pasando la noche antes de continuar, seguramente con la primera luz del día, para encontrarse con el ejército principal, y con el general, en Cric. Dicho así, sonaba preciso y totalmente suficiente, pero la verdad era otra muy distinta. En la práctica no sabía que dirección tomar, o en qué parte del bosque se encontraba. Estaba perdido.
… y era exasperante, porque no había tiempo para tonterías; al menos si quería tener alguna posibilidad de interceptar a Cronan mientras iba de camino a Cric (momento en el que sería más vulnerable, con sólo una guardia de honor formada por media docena de soldados de caballería, a campo abierto y sin sitio donde esconderse). Ni siquiera estaba seguro de si el plan era viable todavía, ya que no sabía cuánto tiempo llevaba en ese maldito bosque, sin contar con lo que tardaría en salir de nuevo de allí. Por supuesto, los soldados con los que se había topado en el borde de ese pequeño y traicionero claro podrían haberle ayudado, si se le hubiera ocurrido hacerse pasar por un comerciante o un mensajero del gobierno o algo así. Pero en vez de eso los había matado a todos. Si no fuera una contrariedad tan grande tendría gracia.
Se sentó sobre un tronco cubierto de moho y aplicó su mente al problema. A menos que los soldados también se hubieran perdido, lo lógico era que estuvieran atravesando el bosque hacia algún sitio, probablemente siguiendo el sendero que a duras penas podía distinguirse entre los árboles. Si subían o bajaban era un secreto que se habían llevado con ellos al mundo de las sombras, lo mismo que la dirección en que se encontraba Shance y el camino que conducía directamente a Mahec Ford, de donde él venía. Elecciones, opciones, decisiones. Monach sacudió la cabeza; no sabía qué hacer. No hay mayor impotencia que un hombre perdido en un bosque, reflexionó amargamente. Es tan horrible como perder la memoria. Te quedas apenas con lo puesto, aislado de todo lo que podría ayudarte, sin una idea clara de qué hacer después o qué es lo mejor.
Ninguna ayuda; tendría que improvisar. Su rostro adoptó una expresión de disgusto. Los hermanos espadachines ordenados no improvisaban; tenían el conocimiento o lo descubrían. Ni siquiera estaba seguro ya de saber enfocarlo bien. ¿Debería cerrar los ojos y comenzar a caminar, o tal vez sería más apropiado utilizar algún método formal: lanzar una moneda al aire, soplar un diente de león, observar el vuelo de los pájaros que buscan dónde pasarán la noche? Sin duda alguna se trataba de un tema estudiado en algún lugar por la doctrina, aunque no sabía cuál era el mejor lugar para empezar a investigar. ¿Las Observaciones de Genistus? ¿El Compendio Secundario? ¿El Procedimiento General de Lathano?
Los pájaros parecían la mejor apuesta. Empezaba a anochecer y el cielo estaba plagado de grajos y cuervos revoloteando y graznando sobre su cabeza. Eligió un árbol al azar. Si pasaban diez pájaros volando por la derecha antes de que un número igual lo atravesara por la izquierda, ascendería por el sendero, y viceversa. La idea tenía su encanto; podía imaginar que era un presagio del divino Poldarn, señor de los cuervos, en lugar de una tentativa irresponsable y sin sentido.
Nueve por la derecha, todos en grupo, y sólo tres por la izquierda. Necesitaba uno más por la derecha. Pero en vez de eso, una bandada de siete pasó volando por la izquierda mientras la derecha se mantenía despejada. Siguió a los siete. Seis continuaron, pero uno se separó del grupo, dio la vuelta y penetró de nuevo por la derecha. Monach suspiró. ¿Ese contaba o sería como hacer trampas? Se encogió de hombros. Tal como le iba todo, si hubiera decidido lanzar una moneda al aire, la condenada seguramente habría terminado sobre el canto.
Sólo para dificultar más las cosas, se dirigió hacia abajo, percatándose después de unos metros de que probablemente fuera un error. Al fin y al cabo, Shance se encontraba en lo alto del monte, así que ¿no era más lógico tener que ascender para llegar hasta allí? Por desgracia, la cuestión no era tan sencilla. Había ascendido, siempre que el terreno se lo había permitido, durante un buen rato, por lo menos varias horas, ¿y dónde estaba? Perdido.
A pesar de todo continuó y fue recompensado por un repentino y violento cambio de pendiente. No había ninguna duda, ahora estaba ascendiendo, seguro. Resultaba prometedor, aunque tuviera que detenerse y apoyarse en un árbol durante un momento para recuperar el aliento. Además, le tranquilizaba el hecho de que el sendero fuera ancho y avanzara en línea recta, un sendero con pinta de saber bien adónde iba. O de donde venía.
Pero no tenía prisa. De nuevo, se le olvidó cuánto tiempo llevaba caminando, y no pudo evitar pensar que el monte Shance no le había parecido tan alto ni escarpado cuando lo había visto desde la carretera esa mañana. Se preguntaba si no sería mejor abandonar y volver sobre sus pasos cuando llego a un recodo y divisó una casa.
No se trataba de una choza sencilla ni de un cobertizo, sino de una casa, con chimenea y porche, y del tamaño suficiente para ser una granja o algo por el estilo. Y lo que era aun mejor, en el exterior, en el espacio que rodeaba el edificio, había un carro muy llamativo. Monach se aproximó y fue recompensado con la visión de cuatro caballos atados a un poste. Todo parecía indicar que había alguien en casa.
Llamó a la puerta —de roble, oscurecida por el paso del tiempo pero bien plantada y recientemente lijada para limpiarla de moho y liquen— pero no ocurrió nada. No lo entendía. Los caballos no habían llegado hasta allí ni se habían atado a un poste sin intervención humana, así que era lógico pensar que quienquiera que los hubiera conducido al lugar estuviera aún por ahí. Empujó la puerta suavemente con el costado de la mano izquierda, aguardó un instante por si se trataba de una trampa o una emboscada, y penetró con sigilo en el interior.
Ah, se dijo, eso lo explica todo.
Había dos personas sentadas en sendas sillas a ambos lados de una mesa, un hombre y una mujer. Al hombre lo habían matado con una sola estocada al corazón, y estaba echado hacia atrás, con los brazos colgando junto a las patas de la silla. A la mujer le habían partido el cráneo con un tremendo tajo en la coronilla, producido con un arma afilada y mucha fuerza. Los reconoció: eran el dios del carro y su sacerdotisa, los dos impostores a los que había interrogado en la prisión de Sansory.
Bueno, ellos no le iban a decir cómo podrían salir del bosque. Suspiró, y los examinó más de cerca. A juzgar por el tono y la textura de la carne muerta, por no hablar del olor, calculó que llevarían muertos unos dos o tres días, quizá más, ya que la temperatura en la casa era bastante fresca.
En cuyo caso aquel carro bien podía ser suyo, pero esos no eran sus caballos, y si lo eran, alguien los había alimentado y usado últimamente. Monach arrugó la frente. Existía la posibilidad de que ese misterio no tuviera nada que ver con él, y ciertamente no disponía de tiempo para dar rienda a su curiosidad. Por otra parte, si esos dos personajes eran espías o agentes que se habían hecho pasar por farsantes (una tapadera de lo más inapropiada, aunque posible, y la forma de la muerte sugería algo distinto al robo o la mera antipatía), podría resultar que en realidad fueran muy importantes. O no. Descubrió que deseaba ansiosamente saber quién había estado cuidando de los caballos.
También era por lo menos curioso que estuvieran sentados uno enfrente del otro, ya que las heridas que habían acabado con ellos eran del tipo de las que casi siempre se infligen desde delante, y la mesa no parecía lo suficientemente feroz para haberlos matado antes de que tuvieran la oportunidad de escapar. ¿Sentar cadáveres en una silla deliberadamente para impresionar a alguien, o dejar un aviso? Monach sacudió la cabeza. Había muchas evidencias que debían ser consideradas, pero no se encontraba de humor.
Por otro lado, un caballo le venía de perlas. Con sigilo, cerró la puerta tras él y cruzó el claro en dirección a los árboles; luego dio un rodeo atravesando zarzas y arbustos y otros tipos de maleza igualmente tediosos hasta que llegó a un punto en el que podría observar a los caballos durante un rato. La idea de un cebo flotaba en su mente, y, aunque tenía prisa, no estaba tan desesperado.
Cierto, últimamente se encontraba agotado y no había dormido suficiente, pero su primera reacción, al despertarse con tortícolis y una pierna completamente dormida, había sido de indignación y vergüenza. En seguida, le siguió el miedo; lo había despertado el sonido de algo que se aproximaba entre los árboles, y con la pierna derecha dormida, no podía moverse. Todo iba mal, se dijo con resentimiento, por su culpa. De todas las cosas estúpidas que podrían ocurrir…
Había conseguido arrastrarse unos metros cojeando hacia el borde del bosque cuando se dio cuenta de que iba en la dirección equivocada. En el claro sería aún más vulnerable, a menos que tuviera tiempo de llegar hasta los caballos…, pero incluso si lo conseguía, ¿cómo podría montar a la criatura con una pierna fuera de combate? Se detuvo, apoyándose contra un árbol mientras el hormigueo le ascendía por la pierna hasta alcanzarle la ingle. No podía enfrentarse a retroceder directamente hacia lo que producía el ruido (más de uno, fuera lo que fuese). Continuar tampoco le parecía atractivo. Quedarse inmóvil probablemente también resultara una mala idea, pero no tenia ánimos para otra cosa. Cerró los ojos y rogó que todo fuera un sueño.
Aparecieron a su alrededor entre la maleza como por arte de magia, como peces atravesando la superficie de cristal de un lago en calma; ocho hombres, armados.
—¿Dónde demonios se había metido? —le preguntó uno.
Monach se dejó caer ligeramente sobre el árbol.
—Yo podría haceros la misma pregunta —dijo—. Me harté de esperaros, así que partí por mi cuenta. Menuda mierda de pelotón de apoyo habéis resultado.
Por supuesto, se trataba de monjes espadachines, ocho de los diez hombres que había elegido específicamente para el trabajo de seguir la pista y matar al comandante en jefe de un ejército imperial. Había fijado sus órdenes en la puerta del capítulo dos horas antes del momento de partida, y ellos no habían hecho acto de presencia. Y ahora, ahí estaban. Habían seguido su rastro y lo habían encontrado en las profundidades de ese impenetrable bosque, donde hasta él se había perdido. No pudo evitar sentirse impresionado.
—De acuerdo —dijo—, ya hablaremos de eso más tarde. ¿Por dónde se va a Shance?
Uno de ellos sonrió.
—¿Quiere decir que se ha perdido?
—Sí —admitió Monach, presionando tímidamente la planta del pie sobre el suelo y estremeciéndose—. Y disponemos de muy poco tiempo. —Hizo una pausa—. ¿Alguno de vosotros sabe algo de los dos cadáveres de esa casa?
Uno de los monjes movió la cabeza con gesto negativo.
—Acabamos de llegar —dijo.
—Ah. —Reflexionó durante un momento—. Vosotros tres, venid conmigo. Enganchad el carro, y será mejor que sepáis cuál es el camino más corto a Shance. Los demás, continuad a toda prisa. Y mantened los ojos bien abiertos; alguien ha matado a un hombre y a una mujer, probablemente espías, ahí dentro. Esos deben de ser sus caballos.
—¿Espías nuestros o de ellos? —preguntó uno de los monjes.
—Ni idea —replicó Monach (define ‘nuestro’; define ‘de ellos’)—. No te desvíes del tema. Si los ves, mantente alejado de ellos. ¿Entendido?
No explicó por qué tuvo que acercarse cojeando al carro, y ellos no preguntaron. Tampoco inquirió, ni ellos se ofrecieron a contárselo, cómo habían dado con él. Dejó que condujera uno de los hermanos, porque como no tenía mucha experiencia, no se le daba demasiado bien.
Al hermano le resultó humillantemente sencillo salir del bosque. Se limitó a seguir la carretera, que iba a parar a un cerro. A menos de dos kilómetros se alzaba una ciudad amurallada, enroscada alrededor de un espolón como un trozo de cuerda. Shance, claro.
—¿Y qué hacemos ahora? —dijo el hermano (nadie había abierto la boca desde que dejaron la casa del bosque).
Monach, que estaba echando otra cabezadita, se incorporó bruscamente. Ya no le molestaba la pierna, pero aún le dolía el cuello.
—Tenemos que encontrar una prefectura o un oficial de servicio, alguien que nos diga desde dónde vendrá Cronan.
—Desde dónde vendrá. —El hermano recapacitó durante un momento—. Entonces, sabemos hacia dónde se dirige.
Monach hizo un gesto afirmativo.
—Cric —respondió—. Por supuesto, existe la posibilidad de que ya esté allí, pero hay que intentarlo. Está claro que es mejor que pretender llegar hasta él en el medio de un campamento militar.
—Estoy de acuerdo —dijo otro hermano desde la parte trasera del carro—. ¿Y cómo vamos a hacerlo?
Monach no lo había pensado. No le apetecía intentar abrirse paso a empujones y sacarles la información a golpes, fueran quienes fuesen. Era mucho mejor ser sutil, utilizar algún personaje…: oficial superior, correo del gobierno, espía, algo de su repertorio habitual. Se volvió.
—Mirad ahí detrás —dijo—, a ver si encontráis ropas y cosas así. Hemos de hacernos pasar por oficiales del ejército o mensajeros o agentes imperiales, algo así, y ahora mismo no cabe duda de que somos unos monjes desaliñados.
Un poco después, el hermano le informó de la situación.
—Desde luego, aquí hay ropa —dijo—, pero no creo que sea la apropiada para lo que tiene en mente. Son cosas raras.
Le enseñó una muestra para que lo viera con sus propios ojos: una túnica de terciopelo negro bordada con hilo de cristal y adornada con piedras y lentejuelas de fantasía formando símbolos de aspecto místico.
—Maldita sea —suspiró Monach, recordando a quién había pertenecido el carro—. No sirve, a menos que a algún gracioso le apetezca hacerse pasar por un dios.
El monje arrugó el ceño.
—¿Los dioses llevan estas cosas? —inquirió—. Yo creía que tendrían mejor gusto.
Monach rompió a reír.
—No creas —dijo—. Al menos, los dioses con los que yo me he topado. Bueno, si no podemos ser dioses, seremos espías. Al fin y al cabo, todo se reduce a lo mismo.
Los monjes espadachines cruzaron varias miradas pero no dijeron nada, y el carro llegó hasta la puerta de la ciudad. Un alabardero con aspecto de aburrido les dejó pasar; mejor, se percató Monach; su imaginación no estaba en condiciones de tramar una explicación creíble para un carro cargado de vestiduras divinas ilegales.
Al menos, dar con la prefectura no fue un problema. Se hallaba donde debía estar: en la vieja torre de gruesos muros que miraba a la carretera, en el punto más débil dentro de las defensas naturales de la ciudad. Un escribiente les informó de que el prefecto no se encontraba allí, estaba de maniobras con la guarnición, y no había dejado dicho cuándo regresaría. No, no podía ver al oficial al mando, el oficial al mando era un hombre ocupado… Monach le entregó el pase, firmado por el padre Abad y autenticado con el Gran Sello de la orden. De repente, la agenda del oficial de servicio resultó estar algo menos repleta de lo que el oficinista había pensado en un primer momento.
—Lo siento —dijo el oficial de servicio, totalmente aterrorizado por la idea de que hubiera cuatro monjes espadachines en la misma ciudad que él, y no digamos en la misma habitación semicircular en lo alto de la torre—. Realmente desearía ayudar, pero no puedo; tengo órdenes estrictas de no revelar el itinerario del general a nadie sin…
—Idiota —bramó Monach—. ¿Cuántas veces tengo que explicarlo para que se filtre por las rendijas de su mente? Van a matar al general. Van a tenderle una emboscada en algún punto de la carretera para cortarle la cabeza y entregársela a Feron Amathy en un tarro de miel especiada, a menos que usted deje de hacer el tonto y me diga la carretera por donde viaja, para que podamos llegar hasta él, avisarle y desbaratar la emboscada. ¿Lo comprende? Si no me entrega ese itinerario, el general va a morir, y será todo culpa suya.
El oficial al mando estaba desolado; parecía que toda la ciudad hubiera quedado sepultada tras un desprendimiento de rocas y el fuera el único superviviente, el hombre que lo había empezado todo lanzando un pequeño guijarro por el acantilado.
—Bueno, supongo que no pasará nada —dijo por fin—, ya que es usted un religioso, al fin y al cabo. Quiero decir, si no se puede confiar en un sacerdote, no se puede creer en nadie. —Extrajo un tubo de bronce del revoltijo de su escritorio y pescó un rollo de crujiente y delgado papel—. De acuerdo —dijo—. No sé mucho, no tienen por qué informarme, pero antes de marcharse, el prefecto recibió esto. —Desenrolló el papel, que resultó ser un mapa—. Cronan le ordenó avanzar con la guarnición y encontrarse con él en esta aldea, Cric. Las órdenes decían que Cronan vendría por la carretera del noroeste desde el puente de Lesar; eso está aquí, ¿ve?, ese garabato, casi no se ve, hay que fijarse bien. Y aquí está la carretera. Bueno, en realidad no está en el mapa, pero sigue el curso de este río. Si da con el río, dará con la carretera. —Le vino a la mente un pensamiento desagradable, y su rostro mudo de expresión—. ¿Qué pasará si llega demasiado tarde y ya le han tendido la emboscada? Dios, sería terrible.
Monach requisó el mapa, junto con otro donde había muchos más lugares y cosas marcadas, y abandonó la torre con toda la rapidez que le permitía la cautela para no llamar la atención.
—Bueno —dijo, mientras se encaramaban de nuevo al carro—, esto es lo que haremos. Vosotros cuatro, buscad algo parecido a una feria de caballos, conseguid cuatro caballos y acortad por aquí atravesando la cumbre. —Señaló el lugar en el mapa—. Si avanzáis y no os detenéis para admirar el paisaje, es posible que le alcancéis. Yo iré a Cric para ver qué ocurre por allí. Por supuesto, si ya ha llegado…; bueno, venderemos esa piel cuando cacemos al oso.
Los monjes asintieron en señal de aprobación.
—Solo una cosa —preguntó uno de ellos—. ¿Puede darnos más detalles? Quiero decir, lo único que sabemos del caso es lo que le ha dicho a ese hombre hace un momento; alguien va a intentar matar al general Cronan y nosotros tenemos que detenerlos…
—¿Qué? —Monach levantó la vista—. No, lo habéis entendido todo al revés. ¿Nadie os ha informado?
El monje parecía perplejo.
—Nosotros supusimos…
—Pues no lo hagáis. Nuestras órdenes son matar al general Cronan. ¿Lo habéis cogido?
Se hizo un silencio absoluto.
—Entendido —respondió el monje—. ¿Eso es todo?
—No sois monjes, no pertenecéis a la orden, probablemente ni siquiera habéis oído hablar de la orden. No os dejéis capturar o matar, si podéis evitarlo. Eso es todo.
—Entendido —repitió el monje, y fue como si su primera impresión, su malentendido acerca del objeto de la misión, nunca hubiera existido. —Necesitaremos dinero para los caballos.
Monach buscó en su manga y extrajo una pequeña bolsa de tela.
—Veinte cuartones —dijo—. Y ya que os ponéis (se trata de una posibilidad remota, así que no perdáis mucho tiempo), a ver si conseguís haceros con por lo menos uno de esos sables que utilizan los asaltantes. A veces se encuentran en los mercados. Si lo lográis, utilizadlo para matarle. Un poco de confusión no hace daño a nadie. ¿Algún problema? —preguntó.
—La verdad es que no —contestó uno de los monjes, un hermano tutor recientemente ordenado—. Es que sencillamente no puedo evitar pensar que tiene que ver todo esto con la religión.
Por supuesto, Monach conocía la respuesta a esa pregunta, y la recitó para sus adentros varias veces mientras conducía el carro hacia el norte en dirección a Cric. En su forma más sencilla, decía:
1. La orden es el centro más importante del mundo para la conservación, estudio, enseñanza y desarrollo de la doctrina;
por lo tanto…
2. La supervivencia de la orden es esencial para la religión;
por lo tanto…
3. Todas las iniciativas que se tomen para conservar, proteger o
fortalecer a la orden son, por definición, beneficiosas para la orden y sus actos de gracia.
Sencillo. Hasta los novicios de segundo curso entenderían la lógica. En cuanto a «las iniciativas que se tomen para conservar, proteger o fortalecer», la única definición de la frase que necesitaba conocer un hermano tutor era «cualquier cosa que te ordene un oficial superior», siendo el argumento que si el religioso superior se equivoca y la misión resulta no merecer la calificación de «acto de gracia», el hermano que lleva a cabo las instrucciones disfruta, en todo caso, de tanta gracia y absolución como si la misión hubiera sido perfectamente legítima. Sin una disposición de ese tipo, el trabajo de la orden simplemente no podría hacerse; habría hermanos y hermanos tutores y canónigos y probablemente hasta novicios cuestionando cada instrucción que les dieran, desde «Mata al general» hasta «Es tu turno de vaciar las letrinas», sobre la base de doctrina y herejía imperfectas. La religión en el imperio se vendría abajo en menos de un año.
En cuyo caso, ¿por qué no podía dejar de darle vueltas a la pregunta, como un niño que rasca la costra de una herida?
Era por culpa de esos caballos condenadamente lentos, que le dejaban demasiado tiempo para preocuparse por cosas en las ni siquiera debería pensar. Al fin y al cabo, para él la religión era algo bastante específico y concreto. La religión era la gracia final expresada en la forma del perfecto acto de desenvainar, en el cual no hay demora ninguna entre la violación del círculo y el corte. El acto de desenvainar que no es tal, porque es demasiado rápido para ser percibido por los sentidos y, por lo tanto, según los criterios racionales, no existe.
(Lo mismo ocurre con los dioses. Los dioses son seres tan perfectos que no pueden ser percibidos por los sentidos y, por consiguiente, sólo pueden existir en la gracia de la perfección imposible. El ojo no puede ver todo a la vez, el oído no puede oír todas las voces simultáneamente, el cuerpo no puede estar en todas partes al mismo tiempo; en consecuencia, el omnipresente que todo lo ve y todo lo oye ha de ser divino, tan invisiblemente real como la ciudad que desaparece en el horizonte, o la tierra que no se vislumbra desde el nido del cuervo. Cuanto más rápido se desenfunde, más cerca se está de Dios, y estar imposiblemente cerca de Dios es ser Dios. No podía haber nada más claro que eso.)
Monach frunció el ceño. En cinco ocasiones había pronunciado ese discurso a los novicios que entraban; e incluso para ellos había tenido sentido, lo cual significaba que debía ser cierto. Ahora, no obstante, le hizo pensar en el dios del carro, en lo que le había contado Allectus, y en los dos cadáveres del bosque. ¿Qué es la perfección, se preguntó, sino la eliminación de todo lo que no constituye la verdadera esencia, la purga y expulsión de todas las impurezas de la superficie del metal fundido (el metal que ha perdido la memoria en el fuego; el divino Poldarn, que no sabe que es un dios)? Para ser perfecto, para ser Dios, hay que eliminar el pensamiento, el temor, la memoria, cualquier cosa y todas las cosas que se interpongan entre la espada enfundada y la espada desenfundada…
Y sin embargo, allí estaba él, andando por el mundo, sentado en un carro con cuatro de los caballos más lentos del imperio, yendo a asesinar a un general. Buena pregunta: ¿qué tenía que ver todo esto con la religión? Excepto que la obediencia instintiva e irreflexiva es gracia, igual que el acto instintivo e irreflexivo de desenfundar. La mano no necesita saber por qué el enemigo ha violado el círculo, o dónde están las ventajas de la disputa, y lo mismo le ocurre al monje espadachín. Dios desenvaina y nosotros cortamos.
Lo positivo de tales especulaciones fue que le mantuvieron la mente ocupada durante todo el camino a Cric.
Al principio, Monach no reconoció el lugar. Para empezar, estaba repleto de soldados. Por todas partes había tiendas, y pilas de lanzas y carros, palas, picos y azadones apoyados en los bordes de unas trincheras cavadas a medias. Había fraguas portátiles para los herreros, los cuchilleros y los armeros; una pila de leña más alta que cualquiera de las casas; montones de postes, pilares y barras con los que los carpinteros construían un corral para los caballos; una gran tienda circular que no precisaba señal o cartel en el exterior…: el olor anunciaba que se trataba de la cocina de campaña. Pero sobre todo había hombres, todos ocupados en una u otra tarea. Le daban al lugar el aspecto de una ciudad. Se le acercó un soldado y le preguntó quién era y qué estaba haciendo allí, pero no pasaba nada porque había preparado una identidad. Le dio un nombre cualquiera, ignoró el resto de la pregunta e inquirió si el general ya había llegado.
—¿Por qué quiere saberlo? — le interpeló el soldado. Tenía un acento que Monach no consiguió identificar.
—No es asunto suyo —contestó Monach—. ¿Está o no está?
El soldado negó con la cabeza.
—Lo estamos esperando —añadió—. De hecho, llegará en cualquier momento. ¿Qué quiere?
Monach le miró con cara de pocos amigos.
—De acuerdo —dijo—, ¿por dónde viene? Tengo que salir en su busca, esto no puede esperar.
—Es usted un mensajero, ¿verdad? —Monach no contestó—. De acuerdo, como quiera —prosiguió el soldado—. Debería entrar por la carretera del este.
Monach ya lo sabía, por supuesto. Aún así, no hacía ningún daño verificarlo.
—La carretera este —masculló—, era de esperar. Bien, gracias, será mejor que me ponga en marcha.
Cuando llevaba una hora de camino, fue sobrepasado por un jinete que circulaba peligrosamente rápido sobre la pedregosa y descuidada carretera. Resultó ser uno de los monjes espadachines que había enviado en busca de Cronan.
Se detuvo y aguardó a que el monje diera la vuelta para hablar con él.
—¿Qué demonios haces aquí? —le preguntó.
El monje estaba pálido de cansancio.
—Venía a buscarlo —dijo—. Malas noticias. Al final, Cronan no vendrá por aquí. Ha sido una pérdida de tiempo.
Monach puso mala cara.
—Maldita sea —gruñó—. ¿Quién te lo ha dicho?
—Un correo —respondió el monje—. Llevaba una carta con el sello personal del capellán Cleapho, diciéndole a Cronan que se quedara en la posada Fe y Fortaleza hasta nueva orden. Aquí—agregó, sacando una página enrollada del bolsillo; intentó entregársela, pero se le cayó al suelo. Monach la recuperó y la leyó a toda prisa.
—¡Mierda! —exclamó—. Esto lo estropea todo. ¿Y donde encontraste a ese correo?
El monje cerró los ojos, luchando por encontrar las palabras.
—Más atrás —dijo—, quizás a una hora de aquí por la carretera. El mensajero dijo que bajaba de Toizen.
—¿Qué? Toizen está en la costa norte. ¿Qué demonios está haciendo Cleapho allí arriba?
Al monje le quedaban las fuerzas justas para encogerse de hombros. Monach movió la cabeza de un lado a otro.
—No lo veo claro —dijo—. Sí, parece el sello de Cleapho, y lo he visto en un par de ocasiones, pero podría ser una buena falsificación. Pero insisto, ¿por qué querría alguien falsificar un mensaje como ése? Si Cronan no está en la posada que menciona el mensaje, sabrá que una carta ordenándole permanecer allí ha de ser falsa. No entiendo nada.
El monje asintió con impaciencia.
—Bueno, el general no está donde usted dijo que estaría. Hemos recorrido esta carretera de arriba abajo, y no hay rastro de él. Y nadie ha visto nada parecido a una tropa de caballería, tampoco. Así que, esa carta podrá ser una mala información o no; lo que le sacó al capitán de Shance sin duda lo era.
Monach reflexionó durante un momento.
—De acuerdo. ¿Y dónde está ese correo ahora?
—Ah. —En el rostro del hermano se dibujo una sonrisa—. El tema tiene más que ver con la teología que con la geografía.
—¿Quieres decir que lo has matado?
—No se estaba quieto —explicó el monje—. Era eso o dejar que escapara.
Monach sacudió la cabeza.
—Sólo por una vez —dijo—, ¿no sería agradable que algo saliera como tiene que salir? Vale, no es culpa tuya. ¿Dónde están los demás?
—Van camino a Fe y Fortaleza —respondió el monje—. Dondequiera que se encuentre el maldito sitio. El hermano Aslem creía saber dónde está.
—A medio camino entre Josequin y Selce —dijo Monach—. Por favor, dime que es allí adonde van.
—Me parece que sí. A mí no me suena, porque tampoco tengo idea de dónde está Selce, pero estoy casi seguro de que eso es lo que dijo Aslem.
Monach exhaló un suspiro.
—Supongo que ya es algo —dijo—. Está bien, quiero que hagas esto. —Chasqueo la lengua—. Primero, encuentra un árbol o un arbusto o algo así y descansa. Te diría que regresaras conmigo al campamento de Cric, pero no creo que consiguieras llegar en ese estado. Cuando te sientas mejor, quiero que vuelvas a Shance, busques a ese mocoso de oficial y le metas el miedo de los dioses en el cuerpo; dile que es un traidor, que nos ha engañado deliberadamente, llega hasta donde haga falta, porque necesito saber de dónde sacó esas órdenes falsas. Alguien está jugando con alguien, y si descubrimos quién es, quizá descifremos todo el tinglado. Cuando hayas terminado, regresa a Cric. Si no estoy allí, apuesta a que me encontraras en Fe y Fortaleza. De lo contrario, vuelve a Deymeson y hazles saber que algo va muy mal, y diles que se preparen para un ataque, por si acaso. No creo que ni Tazencius ni Cronan hayan caído en la cuenta de lo que estamos haciendo —agregó, mientras una expresión de terror se instalaba en el rostro del monje—. No se me ocurre medio alguno por el que podrían haberse enterado; en realidad, todavía no hemos hecho nada, así que no se trata sólo de una suposición. Aún así, es mejor asegurarse, y si han montado toda esta historia para confundirnos, alguien debe de estar al tanto de lo que tramamos y es posible que consideren un ataque directo a la orden. No merece la pena arriesgarse. ¿Lo has entendido?
—Creo que sí —contestó el monje con un gran bostezo—. Disculpe. Y tiene razón, necesito parar y descansar, antes de que me caiga del caballo y me rompa la crisma.
Monach lo dejó en este menester, dio la vuelta con el carro y se dirigió de nuevo a Cric. Era típico de su maldita suerte, reflexionó, encontrarse en medio de una situación que le resultaba demasiado complicada de manejar, con la responsabilidad de la supervivencia de la orden, probablemente también del imperio, y nadie que le dijera que hacer o como hacerlo. Durante toda su vida le habían enseñado a no pensar por sí mismo; mejor aún, a no pensar, simplemente desenfundar y cortar, con la guía de la fe y el instinto. Durante toda su vida le habían advertido de que la visión global, la imagen total, no era para la gente como él, por lo menos hasta que hubiera adquirido la ilustración y hubiera sido ascendido a padre. Durante toda su vida le habían entrenado para que creyera en el valor del instinto y la ignorancia, dos cualidades que seguramente no le llevarían muy lejos en la situación actual. No era de extrañar que sintiera tanta afinidad con el divino Poldarn, precursor de la confusión, el dios que no sabía que era un dios.
Un extraño pensamiento le cruzó la mente, y rompió a reír con todas sus fuerzas. Quizás él fuera Poldarn.
Cuanto más pensaba en ello, tanto más obvio le parecía. Allí estaba él, conduciendo un carro por las aldeas del norte, con la posibilidad de cometer en cualquier momento un error que hundiría al imperio en una guerra, comportaría la destrucción de la orden (lo cual significaría el fin de la religión, ya que en la orden era un artículo de fe que nadie conociera los fundamentos más básicos de la doctrina) y muy probablemente abriría las puertas al enemigo encarnado: los asaltantes… Cómo encajaban en el cuadro, no estaba seguro. Pero claro, si él era Poldarn, eso no era de extrañar; que de una forma u otra estaban implicados, no tenía la menor duda.
Empezó a llover, pero Monach apenas se dio cuenta. Claro. Eso lo explicaba todo. ¿El padre Tutor había sabido quién era él realmente? Por supuesto. El padre Tutor estaba al tanto de todo, y por eso le había elegido para la misión, enviándole a descubrir la verdad sobre los rumores de sus propias (falsas) apariciones. Por desgracia, el había sido demasiado estúpido para hacer las conexiones obvias en su momento, y el padre Tutor había muerto antes de haber tenido una oportunidad de explicárselo —o quizá fuera esencial que Poldarn continuara ignorante de su verdadera identidad hasta haber ocasionado con éxito el fin del mundo—, en cuyo caso algo había salido mal, él había fallado. ¿Le había enviado el padre Tutor en la misión a propósito para exponerle a la verdad y, por lo tanto, impedir el fin del mundo? Era el tipo de cosa que esperaría que hiciera un padre tutor de la orden: frustrar el destino, salvar al mundo de su cita con el día del juicio final… ¿Siempre había sido Poldarn, se preguntó, o la divinidad era algo que sobrevenía durante el transcurso de la vida, como la pubertad o la calvicie? ¿Era algo para lo que te elegían, por méritos, como el sacerdocio? Si era así, ¿qué había hecho para merecerla? ¿Le habían elegido entre todo el mundo porque era el único hombre vivo lo suficientemente estúpido para convertirse en un dios y no darse cuenta de ello? Y sobre todo, ¿qué era lo primero que debía hacer? Como Poldarn, su deber era ocasionar el fin del mundo, pero el padre Abad le había ordenado matar a Cronan porque eso era lo único que podría salvar al mundo. ¿Qué tenía prioridad, su deber como dios o las ordenes directas de su superior? ¿O el padre Abad le había enviado a matar a Cronan porque esa muerte era el acontecimiento que desencadenaría el fin del mundo…, lo que significaría que el padre Abad lo había engañado deliberadamente? Hasta hacía poco tiempo, esa idea le habría resultado inconcebible, pero ahora que sabía que el padre Abad fornicaba con mujeres de vida alegre a altas horas de la madrugada, tenía que admitir que todo era posible.
¿Qué debía hacer ahora? Confiar en su instinto, por supuesto. Tener fe. Sobre todo, resistir la desastrosa tentación de pensar, porque el pensamiento permite que se deslice un instante entre la violación del círculo y el acto de desenfundar. El pensamiento niega la fe. Para convertirse en Dios hay que alcanzar la perfección, eliminar el momento, eliminar el pensamiento… ¿Por eso le habían elegido? ¿Porque era el mejor de su promoción con la espada?
…y si mi hermana tuviera seis tetas sería una cabra, como decían en Sansory. Suspiró y sacudió la cabeza. Por un instante casi se lo había creído, probando lo fácil que era tragarse una idea absolutamente estúpida, como se adhiere un clavo a la suela de un zapato. Quienquiera que fuera él (y a veces resultaba difícil recordarlo, cuál era su nombre verdadero y cual su nombre religioso, y todos esos alias), tenía bastante claro que no era un dios. Y si era un dios, no sería Poldarn, de ninguna manera. La pura verdad era que los dioses no existían, como había sabido en lo más profundo de su corazón desde que era novicio de segundo curso. La religión no trataba de dioses. Estaba todo en la mente; era el abnegado momento entre el instinto y el acto de desenfundar, ni más ni menos que eso. Sonrió. Un dios que no sabía quién era, tal vez. Un dios ateo, no.
—Ademas —dijo en voz alta—, si soy Poldarn, ¿dónde está el cuervo?
Después de lo cual, no uno sino tres cuervos surgieron de un alto y delgado fresno cercano a la carretera y se esfumaron aleteando ruidosamente en el húmedo aire. Durante un momento, Monach se quedó paralizado y con la boca abierta. Acto seguido explotó en carcajadas.
Todavía reía cuando llegó al campamento de Cric. Comenzaba a anochecer y las fogatas resaltaban en la penumbra, con su luz reflejada en las encendidas nubes de humo. La lluvia caía sin parar, con tanta fuerza que a Monach le resultaba difícil pensar en otra cosa que no fuera un refugio, calor, comida y descanso. Estaba preguntándose cual sería la mejor forma de conseguir esos objetivos, cuando un soldado salió al paso del carro y agarró la brida del caballo guía.
—Entonces, ha vuelto —dijo. Probablemente se tratara del hombre con el que había hablado antes, no estaba seguro—. Será mejor que baje y me acompañe. El general quiere verlo.
Monach emergió de todos aquellos pensamientos, espabilándose de golpe.
—¿Qué? —dijo—. ¿El general Cronan?
Ahora había varios soldados, montones de soldados, por lo menos una docena, y venían otros. Dos más sujetaban a los caballos, uno se aproximaba a él encaramándose a la caja del carro, por lo menos tres se situaban a sus espaldas, y otros tantos le cercaban formando un círculo que cada vez se cerraba más. Mientras el permanecía sentado, inmóvil, intentando descifrar qué estaba ocurriendo, el soldado que estaba a su lado lo alcanzó y le quitó la espada de la funda, antes de que él pudiera hacer nada para impedirlo.
En el rostro del primer soldado se dibujó una sonrisa.
—No —dijo—, el general Cronan no. El general Feron Amathy. ¿Baja despacio o qué?