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Capítulo veinticuatro

 

 

 

Encontramos esto en el patio de armas —informó el oficial de servicio, haciéndoles una seña con la cabeza a los guardias—. Se cayó del caballo delante de nuestras narices cuando íbamos a la tienda comedor.

Los guardias acercaron un lío de ropas, barro y sangre y lo dejaron suavemente en el suelo. El general levantó la vista del mapa y suspiró.

—¿Puedes encargarte de é? —dijo—. Estoy bastante ocupado.

El oficial de servicio sacudió la cabeza.

—Creo que será mejor que hable con él usted mismo —comentó.

Por experiencia, el general confiaba en el juicio del oficial de servicio.

—Si tú lo dices. Bueno, venga, encuéntrale una silla o algo. No puedo interrogar a un montón de ropas desparramadas en el suelo.

Cogieron una silla plegable y colocaron al prisionero sobre ella. Tratándose de soldados, fueron sorprendentemente delicados.

—De acuerdo —dijo el general, soltando regla y compás—.¿Quién es usted?

El prisionero levantó la cabeza. La mayor parte de su rostro era una herida abierta, repleta de polvo y tierra.

—¡Dios mío! —exclamó el general—, ¿qué le ha ocurrido?

Se trataba más bien de una pregunta retórica, ya que no creía que alguien en tan mal estado fuera capaz de hablar. De hecho, la voz del hombre era tranquila y pausada, aunque bastante débil.

—Como bien dijo el —contestó—, me caí del caballo. Casi me caí —añadió, estirando la comisura de su boca en lo que debería haber sido una sonrisa—, excepto un pie, que se me enganchó en el estribo. No habría sido para tanto, pero estos idiotas se dedicaron a perseguir al pobre animal por toda la plaza.

El general, que había presenciado más matanzas que la mayoría de los hombres, no pudo evitar estremecerse levemente.

—Llama al médico —dijo a su ayudante—. Este hombre necesita cuidados.

—Más tarde. —El prisionero todavía podía levantar la voz—. Tengo que preguntarle algo. ¿Quién es usted?

Se hizo un breve silencio.

—Probablemente se golpeara la cabeza —masculló el oficial de Servicio—. Tú, ve a llamar al cirujano.

Un guardia salió corriendo, mientras el general observaba al prisionero.

—Me llamo Cronan Sulivois —dijo—. ¿Acaso me dice que no lo sabía?

El prisionero intento reír, pero no pudo.

—Bueno, por fin —dijo—. He estado buscándolo por todas partes. Mi nombre es… —Vaciló—. Mi nombre es Monach. Represento a la orden de Deymeson —dijo—. ¿Le gustaría saber por qué estoy aquí?

El general Cronan arrugó el ceño.

—¿Dónde se ha metido ese médico? Este hombre no está en sus cabales.

—No —replicó el prisionero—. Pero no ha contestado a mi pregunta. ¿Le gustaría saber…?

—Sí —le interrumpió el general Cronan—. Ya que parece usted resuelto a contármelo, sí, me gustaría.

El prisionero dejó que su cabeza se desplomara hacia adelante.

—Me enviaron para que lo matara.

El general Cronan levantó la vista.

—¿De verdad? —dijo—. Bueno, no creo que pueda usted matar a nadie durante algún tiempo. Espero que eso no sea un problema.

—Está bien —dijo Monach—, ha habido un cambio de planes. Debe ir a Sansory inmediatamente.

—¿Ah sí? —Cronan suspiró—. ¿Y por que querría hacer eso?

Monach se agarró a los lados de la silla con sus manos hechas jirones y se incorporó un poco. Se las arregló para mantenerse así durante uno o dos segundos antes de que su fortaleza cediera y su cuerpo volviera a desplomarse. Por alguna razón a Cronan le impresionó el gesto.

—Porque —dijo Morlaoh— Feron Amathy y los asaltantes van a quemar Sansory si no lo hace. ¿Me comprende?

Cronan se echó hacia adelante.

—¿Por qué dice eso?

—Porque él mismo me lo dijo. Y en ese momento yo tenía un cuchillo en su garganta. Me inclino a creerle.

En el exterior, un sargento estaba gritando órdenes a sus hombres.

—¿Estuvo tan cerca de Feron Amathy como para amenazarlo con un cuchillo?

Monach se encogió de hombros.

—Si —dijo. Luego se estremeció, alzó la mano hacia su ojo derecho y la deslizó sobre su oreja derecha en dirección a la nuca. Justo cuando el oficial de servicio se percató de qué estaba haciendo, Monach levantó el brazo y lo dejó caer trazando un arco de noventa grados; el cuchillo no dio en la cabeza de Cronan por un pelo, y acabó rajando el reposacabezas de su silla.

—No —gritó Cronan, cuando el oficial de servicio comenzaba a desenfundar su espada—, déjalo. Acaba de ganarse toda mi atención.

Monach sonrió, y el oficial dio un paso atrás, con la mano todavía en el pomo de su espada. Cronan se volvió e intentó extraer el cuchillo, pero estaba demasiado clavado. Además, le temblaban las manos.

—¿El mismo cuchillo con el que amenazó a Feron Amathy? —preguntó, con una voz bastante torpe.

Monach se masajeaba los tendones del antebrazo.

—Sí —respondió—. Y antes de que lo pregunte, es el único que llevaba encima. Soy un sacerdote, no un vendedor de cuchillería. Quédese con él —prosiguió—, he decidido que continúe viviendo. Pero tiene que ponerse en marcha si quiere llegar a Sansory a tiempo.

Cronan se puso de pie e hizo una seña a un guardia para que sacara el cuchillo.

—Admita —dijo— que acaba de fallar. Aunque bueno, es obvio que no está en su mejor momento.

Monach sonrió.

—Sansory —dijo.

—¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa?

Esta vez Monach consiguió echarse a reír, aunque el sonido se asemejó más bien al graznido de un cuervo.

—Le sugiero que siga su instinto —dijo—. O podría rezar para obtener la guía divina. Dígame, ¿alguna vez sueña con cuervos?

Cronan arrugó la frente.

—No —dijo—. Al menos, eso creo. —Le hizo una señal al oficial de servicio—. Llame a asamblea general —dijo—, rápido. Será mejor que vea a los capitanes de división, y que traiga el mapa más grande del valle del Bohec, el viejo, el que tiene las pistas para carro. Y envíe un mensajero a Sansory, que cierren las puertas. —Se volvió para mirar a Monach, que de nuevo se había derrumbado sobre la silla. Parecía un saco de chatarra tirado en el rincón de una habitación—. ¿Es usted realmente un monje espadachín? —le preguntó.

Monach rió.

—Lo que queda de uno —contestó—. Sería más acertado decir que podría fabricar un monje espadachín completo conmigo y unos cuantos metros de vendas.

—Fascinante —dijo Cronan—. Nunca había conocido a un monje espadachín, al menos no había hablado con ninguno. He visto a unos cuantos pavoneándose en un segundo plano en grandes recepciones y en servicios del templo, pero eso es todo. ¿De verdad lo enviaron para matarme?

—Sí.

—Ah. ¿Por qué?

Monach se encogió de hombros.

—Había una razón. Probablemente. ¿Se conformaría con que los designios del Señor son inescrutables?

No —replicó Cronan—, pero si no lo sabe, no lo sabe, y no hace falta insistir.

Monach asintió.

—Entonces, me cree. Eso es bueno.

—No tengo ni el tiempo ni la energía para no creerle —contestó Cronan—. Si no estuviera tan ocupado, quizás haría que los guardias le sacaran la verdad a base de palos, pero el secreto de ser un buen general es mantener las prioridades. ¿Qué le hizo cambiar de opinión acerca de matarme?

—¿Quién le ha dicho que he cambiado de opinión? Pero primero he de salvar Sansory.

—Ha de salvar Sansory —Cronan esbozó una sonrisa.

—Eso es. Y tengo que utilizarle a usted para hacerlo, ya que no se me ocurre otra forma de conseguirlo. Como oficial de campo veterano y diácono honorario, se me permiten ciertas facultades discrecionales.

—Interesante —dijo Cronan—. Me recuerda a mí mismo. ¿Cree que habría sido un buen monje espadachín?

—No —respondió Monach—. Es demasiado alto, y le habría costado la parte teórica. El secreto de ser un buen monje espadachín reside en la habilidad para concentrarse en pequeños detalles sin importancia a expensas del tema principal.

En ese momento llegó el médico con cuatro camilleros y una camilla. Alzaron a Monach y lo tendieron boca arriba.

—Gracias —dijo él, cuando estaban a punto de llevárselo.

—Un placer —contestó el general Cronan.

 

El destacamento de caballería avanzaba. No es que fueran a servir de mucho frente a los asaltantes, o contra los experimentados jinetes de la casa Amathy (que pagaba mejor y no era tan quisquillosa acerca de las normas de combate y saqueo), pero podrían descubrir qué estaba ocurriendo e informar de ello, lo cual era bastante más importante.

El carro del general Cronan había perdido una rueda el día anterior y los carreteros no habían podido repararlo, así que iba a la cabeza del tren de carga, en el mismo carro que el monje herido. Por alguna razón, al monje esto le parecía extremadamente divertido, aunque también parecía sentir que nada bueno saldría de todo aquello. Dos grandes cuervos les seguían sin cesar.

Regresó un grupo de exploradores del destacamento principal e informaron de que habían estado en Sansory (que todavía seguía allí, y si, habían enviado un destacamento para asegurarse de que cerraban las puertas, y así lo habían hecho) y luego habían continuado hacia el este en dirección a Deymeson. A unos seis kilómetros de la ciudad, habían visto columnas de humo en el cielo justo donde debería haberse alzado la abadía. No, no habían visto a los asaltantes, pero, por otro lado, sus órdenes habían sido no entablar combate con el enemigo a menos que fuera absolutamente necesario, y no habían querido desobedecer. El cuerpo principal del destacamento había regresado para proteger la carretera que iba de este a oeste, con exploradores destacados a ambos lados, dada la aparente tendencia de los asaltantes a ir a campo traviesa cuando las circunstancias lo permitían.

Cronan extendió el mapa sobre sus rodillas; el viento intentó llevárselo, pero un par de guardias saltaron y sujetaron las esquinas. Luego mandó informar de que pasarían Sansory y se dirigirían a —bajó la vista para comprobar el nombre— Vistock, una aldea a medio camino entre Sansory y Deymeson.

—No nos molestaremos en buscarlos —explicó—, ellos nos buscaran a nosotros. O se desvanecerán en el aire y aparecerán en otro lugar el mes que viene. En cualquier caso, no atacaran la ciudad si nosotros les pisamos los talones.

No pasó mucho tiempo antes de que entre la tropa se corriera la voz de que se disponían a combatir con los asaltantes, y los sargentos tuvieron que gritar y llamar al orden para mantener el ritmo normal. Era comprensible, pero irritante, y los nervios del general empezaban a resquebrajarse. Aquello era lo suficientemente inusual para provocar más comentarios plañideros en toda la columna, hasta que los sargentos tuvieron que ordenar que se hiciera silencio, lo cual no levanto demasiado la moral. En este punto, a algún capitán se le ocurrió que sería una buena idea que los hombres cantaran, para animarlos y aligerar el paso. No se tomó la molestia de consultarlo con el general, suponiendo que no desearía ser importunado con esas pequeñeces. Los hombres no estaban de humor para cantar, pero no iban a desobedecer una orden directa, así que cantaron:

Viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

viejo cuervo sentado en un alto y delgado árbol,

su cena seremos tú y yo.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Cronan, poniéndose de pie en la caja—, diles que dejen de hacer ese horrible ruido.

El monje, que llevaba un buen rato durmiendo, abrió los ojos.

—Una canción que no oía desde hacía mucho tiempo —dijo.

Cronan bajó la vista para mirarlo.

—Entonces la conoce, ¿no?

El monje asintió.

—Solía oírla mucho cuando era pequeño. Tengo entendido que es una canción muy antigua.

—¿De verdad? —dijo Cronan—. ¿Cómo puede saber eso?

El monje tosió dolorosamente.

—No olvide que soy un estudioso —dijo—. Utilizada por primera vez como canción de marcha en el reino de Tercennius, lo cual, no necesito decírselo, fue hace cuatrocientos años, y del texto se deduce que ya entonces era una canción antigua. Un comentarista del reino de Cadentius (hace apenas doscientos años, y eso lo hace ligeramente sospechoso, aunque bien podría haber bebido de fuentes anteriores) dice que se refiere a la derrota de Sclerus Acasto a manos de los nómadas del sudeste, lo cual la remontaría a casi seiscientos años; un poco exagerado quizá, pero en absoluto imposible, ya que otra popular canción de marcha, «Dama con el blanco sombrero de fieltro», puede perfectamente datarse en el acceso al trono de Loriscus, hace casi setecientos cincuenta años. Lo cual prueba que los soldados prefieren las canciones antiguas. —Cerró los ojos de nuevo—. Asombroso, ¿verdad?, la basura que logra sobrevivir intacta a los siglos. ¿Mencionó el médico qué valoración hace de mis posibilidades?

Cronan miró hacia otro lado.

—No son muy halagüeñas, me temo —dijo—. Pero tampoco está todo perdido. Tiene algunas hemorragias internas…

El monje movió la cabeza.

—No importa —dijo—. Sabía que sería demasiado tarde para salvar a la orden. Incluso aunque no hubiera sido así, usted jamás habría puesto en peligro a su ejército por nosotros. Supongo que estará contento de que hayamos desaparecido.

—Bueno, lo enviaron para que me matara. Cualquier hombre puede ofenderse por algo así.

—Había una buena razón para ello —replicó Monach—, aunque, por supuesto, a mí no me la explicaron. Actuamos en interés del imperio. Siempre.

—¿Ah, sí?

Monach asintió.

—Para ser más exacto, en interés de la religión, pero la una incluye al otro. La idea es que, como somos agentes libres y entregados al bien superior, podemos hacer las cosas difíciles e impopulares que los emperadores y los gobernantes y los generales no se atreven a hacer. Es un privilegio y una responsabilidad. Somos muy conscientes de las implicaciones. —Empezó a toser de nuevo—. Al menos lo éramos —dijo—. Pero entonces apareció el dios del carro, y aquí estamos: el fin del mundo. Posiblemente, por eso tenía que matarlo, para asegurarnos que llegara el fin del mundo. Quiero decir —prosiguió, girando levemente la cabeza— que sería ridículo que los ejércitos de las tinieblas fueran derrotados, sólo porque al agonizante imperio se le ocurrió producir un general especialmente brillante. Sería una burla a la religión; lo que mi antiguo tutor solía denominar una abominación. Ignoro como esa destrucción beneficiaria al imperio pero supongo que no tengo todos los datos a mi disposición.

Cronan emitió un gruñido y volvió a su tarea. Los soldados habían dejado de cantar y avanzaban aún más despacio que antes. El monje volvió a dormirse, mascullando algo de vez en cuando.

Un escuadrón de caballería trajo más noticias. Ni rastro de los asaltantes, dijeron, pero cuando habían alcanzado la almenara de Vistock, el punto más alto en kilómetros a la redonda, habían visto lo que parecía un gran grupo de jinetes con armaduras que se acercaban desde el noroeste. Estaban a unas siete, quizá ocho horas de marcha, suponiendo que el Visk todavía fuera vadeable en North Hey.

—La casa Amathy —dijo Cronan, frunciendo el ceño y buscando el mapa. No aparecía un rio Visk, y menos aún un vado o una aldea llamada North Hey. Se trataba de un mapa nuevo de la oficina real de cartografía de Torcea.

—Tal vez —dijo uno de los oficiales—. O podría ser Tazencius, viniendo en esa dirección.

—Es más probable que se trate de Feron Amathy, si son de caballería —señaló Cronan—. Malas noticias, en cualquier caso.

—¿Qué crees que planea? —preguntó alguien.

—Unirse a los asaltantes y forzarnos a combatir en dos frentes…, lo cual, desde el punto de vista táctico, es su mejor opción, pero puede que tenga otros planes, además de la mera victoria. O bien podría aguardar mientras luchamos contra los asaltantes, y luego atacar al que resulte vencedor.

Uno de los oficiales veteranos frunció el ceño.

—Entiendo que nos ataque a nosotros —dijo—, pero ¿por qué a ellos? Pensaba que estaban juntos en esto.

Cronan negó con la cabeza.

—Sólo mientras le convenga —replicó—. No hará nada si cree que puede intervenir después de que a nosotros nos hayan borrado del mapa y arrojado al mar a los asaltantes.

—Ya comprendo —dijo el otro hombre—. El objetivo a largo plazo. ¿Piensa que eso es lo que ha tenido en mente todo este tiempo?

—Es posible —Cronan se encogió de hombros—. Aunque creo que más bien es un oportunista. En primer lugar, no sé cómo piensa manejar a ese imbécil de Tazencius. Agradecerá el hecho de tener unos cuantos regimientos de infantería adicionales, y quizá planee colocar a Tazencius como emperador títere, al menos a corto plazo…, ya sabéis, para que el golpe parezca más legítimo. O quizá ni siquiera se moleste, en cuyo caso seguramente enviará a Tazencius y a su gente primero para que los hagan picadillo, y después rematará a los supervivientes a la vez que se encarga de lo que quede de nosotros. O de los asaltantes, dependiendo de quién gane la batalla principal. —Cronan bostezó y estiró los brazos—. Lo más probable es que esté considerando todas estas opciones y que retrase la decisión final el mayor tiempo posible. Si hay una cosa que sé de Feron Amathy es que le encanta tener muchas opciones.

—Entonces ¿qué hará? —preguntó alguien.

Cronan sonrió.

—Yo no tengo elección —dijo compungido—. He de seguir hacia Vistock y enfrentarme con los asaltantes, para evitar que lleguen a Sansory. Por supuesto, mientras me ocupo en ello, puede que Feron Amathy mate el aburrimiento de la espera saqueando y reduciendo la ciudad a cenizas, un hecho más para cargar sobre la espalda de los asaltantes. Depende de lo que le importe más: proporcionar una buena diversión a sus hombres, mantenerlos contentos para la próxima fase del plan, o alzarse como el salvador de Sansory y la última y mejor esperanza del imperio. Ahora mismo me inclino por la segunda opción, aunque Sansory es una ciudad pequeña pero rica, lo cual la hace perfecta para alimentar a sus chacales. Después de todo, hay muchas ciudades que puede salvar, pero saquear Mael, por ejemplo, u otra de las ciudades del Gremio, supondría más trabajo y menor rendimiento por hombre y hora empleada. Así que no sé. De todas formas —prosiguió—, no podemos hacer gran cosa, así que es mejor no pensar en ello. Al fin y al cabo, bien sabe Dios que las posibilidades de salir bien parados después de luchar contra los asaltantes son mínimas.

Ese no era el tipo de discurso que aquellos hombres querían oír; fundamentalmente porque Cronan tenía fama de decir siempre la verdad, incluso cuando no era lo más acertado.

—¿Y qué pasa con Tazencius?.—dijo alguien después de un largo silencio— Ya sé que es una posibilidad remota, pero no puede ser completamente estúpido; tiene que darse cuenta de que jugar con Feron Amathy es una magnífica forma de morir antes de tiempo. ¿Crees que podríamos hablar con él?

Cronan hizo un gesto negativo.

—Es muy poco probable —dijo—. ¿Sabes?, no le caigo demasiado bien. Y es lo suficientemente fanfarrón como para pensar que conseguirá escapar de Feron Amathy llegado el momento. Por supuesto, puede que sus planes ya estén heridos de muerte; suponiendo que cuente con que nuestro amigo el durmiente haya cumplido con su trabajo…, matarme, no hay ninguna razón para que no abandone a la casa Amathy y cambie de bando, convirtiéndose así en el campeón del gobierno legítimo y en el nuevo mejor amigo de sus primos imperiales. Al fin y al cabo, es razonable esperar que un monje espadachín sea capaz de llevar a cabo un simple asesinato. Si estoy en lo cierto, convenció a la orden de que matarme era la única forma de salvar el imperio. Ha tenido mala suerte, supongo. Tampoco se puede decir que fuera estúpido por apostar sobre lo que debería haber sido una certeza. —Cronan sonrió y alzó la mano con el pulgar y el índice separados un par de centímetros—. Le ha faltado esto —añadió—, suponiendo que el monje realmente haya fallado.

Apenas uno o dos oficiales entendieron las palabras del general; el resto no preguntó.

—Así que no podemos esperar ningún tipo de ayuda de Tazencius —dijo alguien—. Incluso aunque derrotemos a los asaltantes, seguiremos teniendo a la casa Amathy y a la infantería de Tazencius pisándonos los talones. No es mi intención ofender, pero no es sensato jugarse el futuro del imperio sobre la base de su habilidad como estratega, general. Quizá consiga el milagro, pero también es posible que no.

—Muy diplomático —suspiró Cronan—. Estimo que nuestras posibilidades son inferiores a cien contra una.

—Vale —dijo un oficial—. Dice entonces que está resignado a que destrocen nuestro ejército, a la caída de Sansory y a que entre Feron Amathy y Torcea sólo se interpongan un puñado de guarniciones de tercera. —Vaciló y luego prosiguió—: Hay una alternativa, ¿sabe?

Cronan asintió, mirando hacia otro lado.

—Claro —dijo—. Sencillamente nos retiramos, nos negamos a jugar. Sansory cae…, pero habría caído de todos modos, seguro. Feron Amathy no tiene la posibilidad de apuñalar a los asaltantes por la espalda, no se deshace de Tazencius. Los asaltantes se llevan todo lo que pueden y regresan a casa. La campaña de Feron Amathy pierde fuerza y nos proporciona tiempo para eliminar a Tazencius, incluso quizá conseguir un indulto para que pueda volver a casa, y entonces nos ocupamos de la casa Amathy de una vez por todas. Dejando de lado que Sansory quede reducido a cenizas, se trata de un buen resultado. Y, como dice, las posibilidades de que salvemos la ciudad si atacamos son prácticamente inexistentes, así que, para todos los efectos, ya están muertos, no podemos salvarlos. —Jugueteó con un hilo que le sobresalía de la rodillera del pantalón—. Además, la valentía y el servicio verdaderos no residen en gestos heroicos; luchar y morir aquí sería lo más sencillo. Lo auténticamente valiente y leal sería alejarse. ¿Me olvido de algo?

—Creo que eso es todo —murmuró alguien—, más o menos.

—Estupendo —replicó Cronan—. Bueno, será mejor que nos pongamos en marcha. A juzgar por esta birria que no merece el calificativo de mapa, todavía quedan un par de horas para llegar a Vistock.

Unas dos horas después, llegaron a un vado en un pequeño e inofensivo río.

—¿North Hey? —le preguntó Cronan al capitán de los exploradores, que afirmaba conocer la zona.

El capitán negó con la cabeza.

—Vistock —replicó.

Lo primero que distinguieron fue el armazón de un molino, con una rueda mohosa y medio destrozada hundida en el agua. Tan sólo quedaba otra estructura en pie: medio cobertizo (el otro medio se había desplomado hacia tiempo; todavía había señales de fuego en los redondeados extremos de las vigas), flanqueado en dos de sus lados por un muro repleto de maleza. Frente a la destartalada puerta, alguien había clavado un poste en la tierra y en él había clavado la cabeza de una anciana con largo y apelmazado cabello gris. La sangre que corría por el poste aún estaba fresca. No había rastros del cuerpo.

—Los asaltantes —dijo alguien.

—O Feron Amathy —sugirió otro, simulando ser los asaltantes—. Aunque da igual, supongo.

Cronan detuvo el carro y bajo a echar un vistazo. No parecía sorprendido ni asqueado, tan solo curioso.

—En realidad —dijo—, a mí no me parece obra de ninguno de los dos. Supongo que podemos habernos topado con un asesinato privado a la antigua usanza, nada que ver con el destino de las naciones y ajeno a nuestros asuntos. —Se arrodilló y examinó la base del cuello—. Es un corte limpio —dijo—. Solo un tajo, lo cual podría significar un sable, imagino. O un monje espadachín; se supone que son capaces de cortar cabezas de un potente golpe; de hecho, creo que forma parte de su plan de estudios. O podría ser un lunático cualquiera armado con un hacha. —Se incorporó y miró a su alrededor—. ¿Esto es Vistock? Según el mapa, se trata de una ciudad de tamaño medio.

—Los asaltantes pasaron por aquí.—le dijo el capitán de los exploradores—Hace unos cuarenta años. —Algo le llamó la atención y se agachó para recogerlo: un botón de hueso—. Déjeme que le eche una ojeada a ese mapa.

Cronan cogió el mapa y se lo entregó.

—Que alguien entierre eso —dijo, señalando la cabeza—, antes de que lleguen los cuervos. No sé a vosotros, pero a mí este lugar me deprime.

Fue hacia el cobertizo y ordenó a un par de guardias que le ayudaran a encaramarse al tejado de vigas desnudas para estudiar el terreno. Desde allí tenía una buena panorámica de la carretera. El punto obvio era el vado, pero no estaba convencido, así que llamó a varios exploradores y los envió a buscar lugares para cruzar el río hasta dos o tres kilómetros en ambas direcciones. Si no era el vado, ¿qué era? Había imaginado que habría una población: casas, murallas, puertas, una gran variedad de obstáculos con los que fuera posible dispersar un ataque, algún sitio donde ocultar las reservas. En su lugar, se veía abocado a luchar en una llanura, sin nada en ella como no fuera un río que no parecía lo suficientemente profundo para frenar un avance decidido, y menos aún detenerlo. Sus sospechas en cuanto al río resultaron correctas.

—Estupendo —dijo—. De acuerdo, si aquí no hay nada, habremos de fabricarlo nosotros. Que alguien me ayude, tenemos mucho trabajo.

Al anochecer todavía no habían terminado, así que Cronan ordenó encender grandes hogueras y pidió todas las lámparas y antorchas disponibles. Los hombres no se encontraban de humor después de una larga marcha, y era bastante obvio que no tenían fe en lo que estaba haciendo Cronan. Él no podía culparlos; estaba siendo concienzudo y profesional, pero poco imaginativo; no había nada en sus planes que no pudiera habérsele ocurrido a otro general o que otro general no hubiera podido poner en práctica igual que él. Si iba a ser el primer hombre en la historia del imperio que derrotara a los asaltantes en una batalla campal, iba a tener que idear algo mejor. Desgraciadamente, no se le ocurría nada; y además, se les estaba acabando el tiempo.

—Tiene un aspecto horrible, general —le dijo alguien—. Será mejor que duerma un rato, o no servirá usted de mucho cuando ellos aparezcan.

—Sí, madre —gruñó Cronan, pero no se le ocurría qué otra cosa podía hacer, y estaba muy cansado. Se ofrecieron a montarle una tienda pero él les dijo que no se molestaran; se tumbaría un rato en el carro y estudiaría los mapas una vez más, por si se le había pasado algo. Cuando regresaron con la antorcha que había pedido, lo encontraron profundamente dormido.

 

Monach se despertó sobresaltado, y se preguntó si estaría muerto. Se sentía mucho mejor, casi sin dolor…, lo cual, por lo que había leído, era coherente con la muerte; bastante menos con la vida, considerando la gravedad de sus lesiones.

Pero estaba vivo. También estaba sólo en un carro, a unos cuatrocientos metros de un montón de ruido y movimiento. Habían comenzado la batalla mientras el todavía dormía, y a ninguno se le había ocurrido despertarlo. ¡Cabrones!

Cuando se apoyo sobre un codo para obtener una mejor panorámica de lo que estaba sucediendo, sintió un gran dolor, pero valió la pena. Tan sólo podía ver una tercera parte de la acción, pues las unidades del centro de la batalla le dificultaban la vista de ambos flancos. Sin embargo, no solamente seguía allí el ejército imperial, sino que además avanzaba a paso tranquilo pero ligero, y los cadáveres sobre los que pasaban no eran todos de soldados imperiales.

Interesante desarrollo de los acontecimientos. Decidió hacer un esfuerzo y se arrastró hasta ponerse de pie sobre la caja del carro. Aquello sí que dolió, y durante un instante pensó que se moriría, pues respirar resultaba demasiado engorroso y no parecía merecer la pena. Pero se sobrepuso y descubrió que se encontraba frente a un procedimiento bastante sencillo de cerco por tres lados, con los asaltantes acorralados en el medio, un gigantesco bloque central de infantería arreándoles hacia atrás como si fueran ganado, y dos secciones de caballería a ambos lados encargándose de las muertes y las lesiones…

Caballería. Mucha más caballería de la que tenía a su disposición el general Cronan cuando venía hacia aquí. Otra ojeada a los soldados de infantería que le daban la espalda se lo confirmó; al menos un cuarto de ellos no llevaban las armas ni la ropa de los hombres de Cronan. Entrecerró los ojos (el sol estaba situado en un lugar poco conveniente) hasta que reconoció la extravagante vestimenta de la casa Amathy, así como antiguos diseños imperiales, que solo podían corresponder a los hombres de Tazencius.

Verdaderamente extraño, pensó; Feron Amathy y el príncipe Tazencius luchaban junto al general Cronan contra los asaltantes. ¿Cómo demonios había ocurrido?

 

No había sido un sólo factor el responsable del vuelco de la situación; sencillamente el efecto acumulativo de precauciones y preparativos de sentido común, combinado con cierta dosis de habilidad para el mando y el manejo de las tropas.

Por supuesto, todo ello era puro Cronan. La idea fundamental era hacer pensar a los asaltantes que planeaba defender el vado. Ellos sabían perfectamente que el río se podía cruzar al menos por otros dos puntos, así que se dividirían en dos unidades y se apresurarían a avanzar, esperando cruzar el río y situarse tras la infantería de Cronan antes de que éste pudiera retirarse o reaccionar. Se toparían con una breve e inútil resistencia por parte de la caballería en los flancos; cargarían contra ella, dispersándola, y se dirigirían hacia la infantería… sólo para descubrir que la caballería se había rendido demasiado deprisa y regresaba para atacar a los asaltantes desde atrás y por los costados, mientras el pesado centro se desdoblaba para recibirlos. Aquello era una estrategia bien pensada. Pero lo que prácticamente le convertía en un genio era lo de los abrojos.

—¿Abrojos? —había dicho el coronel de los ingenieros, cuando recibió la orden—. Ah, se refiere a esas cosas de alambre con tres patas, del tamaño de un puno, con pinchos, que se esconden entre la hierba alta o algo así, y cuando el enemigo las pisa… si, supongo que podríamos, si tuviéramos suficiente alambre.

Por supuesto, Cronan se había asegurado que hubiera alambre suficiente para improvisar unos abrojos y esparcirlos por el campo, utilizando únicamente herramientas básicas.

Genial, pues Cronan había aventurado que lo que distinguía a los asaltantes era su imparable ataque, el ímpetu que desplegaban para atravesar y superar cualquier obstáculo, sin importar lo denso o resuelto que este fuera. Imparable, se había dicho a sí mismo, pero imaginemos que desearan parar… ¿Podrían hacerlo?

Llegado el caso, resultó que no podían. Cuando los primeros hombres cayeron de repente al suelo, aullando de dolor, el cuerpo principal de los asaltantes imaginó que algo no marchaba bien. Pero ya habían iniciado el ataque y no podían detenerse, penetraron en el campo de abrojos, clavándose sus alargadas púas en las suelas y en los pies, y se desplomaban sobre la tierra como el maíz maduro bajo el preciso tajo de un afilado machete. Al caer, aterrizaban sobre más abrojos, que se hincaban en sus estómagos y pechos y rostros, y las botas de los hombres que venían por detrás pisoteándoles la espalda y el cuello tan sólo los hundían más. Mientras continuaban tambaleándose y amontonándose, todavía a diez o doce metros de la línea enemiga, la caballería irrumpió contra la retaguardia del grupo, haciéndoles salir en estampida, y ahora la gran ola de asaltantes se estrellaba contra una escollera y se desintegraba en un fino rocío, vaporizado por su propio ímpetu. Cronan lo vio y masculló una rápida oración entre dientes a Poldarn el Destructor. En el corazón de todas las estrategias inspiradas subyace una pizca de justicia poética: los fuertes deshechos por su propia fortaleza. Luego levantó la vista y observo a la gente de la casa Amathy que avanzaba directamente hacia él.

Bueno, pensó él, supongo que ha sido una victoria moral. Pero, cuando formó, la caballería de la casa Amathy se extendía más allá de lo que había previsto; en lugar de atacar, sus escuadrones giraron y arremetieron contra los flancos de los asaltantes, rompiéndolos como las rocas destrozan el costado de un barco. Más atrás iba la infantería de Tazencius, con los soldados de a pie de la casa Amathy cerrando la marcha; avanzaban para reforzar sus propias tropas, como si llevaran meses practicando la maniobra. Habían descubierto lo de los abrojos por sí mismos y evitaban las pocas parcelas donde las púas no habían prendido, o se ponían a salvo valiéndose de la estera de asaltantes muertos.

Fue en ese momento cuando Cronan finalmente se percató de que había muy pocos enemigos. Desperdigados sin orden en el ímpetu del ataque (como una bandada de pájaros volando) eran una cosa; apelotonados en un espacio reducido (como los mismos pájaros posados sobre unos árboles) eran otra muy distinta. Y, por supuesto, lo mejor estaba aún por llegar…

 

Poldarn no llego a luchar en la batalla. Avanzaba corriendo y sujetando el sable con ambas manos sobre su cabeza, y cuando se quiso dar cuenta había caído de costado, con todo su cuerpo cercado por un tremendo impacto que aun no había comenzado a convertirse en dolor, pero que le paralizó de todas formas. Tan sólo le dio tiempo a localizar la fuente del trauma —la púa de un abrojo que asomaba en el empeine del pie izquierdo como lo haría una flor, la sensación de algo pinchándole las costillas a través del brazo— antes de que pesados cuerpos cayeran sobre él, aplastándole la cara entre los tallos de brezo y oscureciendo la luz. Lo último que vio fue una gigantesca bandada de cuervos espesándose en el cielo directamente sobre su cabeza…

…Y le hablaban; una voz sobresalía entre la multitud y se anunciaba a sí misma como el dios cuyo nombre había tomado prestado o robado. Ansiaba ver, pero por lo visto eso estaba totalmente descartado.

—¿Quién eres? —preguntó para asegurarse.

—Venga, sabes quiénes somos —respondió la voz—, nos conocemos desde que eras pequeño. Hemos sido enemigos durante años.

A Poldarn no le agradó como sonaba aquello.

—¿Y he llegado a causaros daño? —preguntó.

—Depende de lo que entiendas por daño —respondió la voz—. Has matado a cientos de nosotros, probablemente miles, pero no pasa nada, a no puedes hacerme daño; tú sólo no, sencillamente somos demasiados para que puedas causar una diferencia perceptible. No te preocupes, te perdoné hace años.

Se abrió una ventana en su mente, y a través de ella pudo ver un campo llano, embarrado y con pequeños charcos de agua de lluvia desperdigados por la superficie aquí y allá. Desde la distancia aparecía de color pardo y con un tenue brillo; al acercarse observó que estaba cubierto de miles de pequeñas puntas de lanzas de color verde, sobresaliendo del barro como las púas de un abrojo. Vislumbró una puerta, y más allá el tocón de un viejo árbol muerto donde alguien había construido un excelente escondrijo con ramas verdes y zarzas. A unos quince metros del escondite, cuatro o cinco cuervos saltaban furiosos trazando pequeños círculos. Acercándose un poco más, pudo ver que todos tenían la pata sujeta a unos palos que se hundían en el lodo. De vez en cuando los pájaros cautivos desplegaban sus alas y conseguían levantarse un instante del suelo, antes de caer de nuevo y continuar con su pequeña danza circular. Más allá, desperdigados sin orden en un radio de unos veinte metros, había otras dos docenas de cuervos, pero cuando se aproximó a mirar, se dio cuenta de que estaban muertos e inmóviles; una delgada ramita de espino les atravesaba la mandíbula inferior y se hundía en el barro, manteniendo sus cabezas en alto para simular que se alimentaban satisfechos.

—¿Yo estoy haciendo esto? —preguntó

—Éste es quien eres, es la respuesta a tu pregunta —respondió la voz—. Eres el chico del escondrijo. Ahora mira arriba y a la derecha.

Así lo hizo, y vio un grupo de siete esbeltos fresnos desprovistos de hojas. En las ramas se acomodaban una docena de rechonchos cuervos negros, y, mientras observaba, uno de ellos se levantó y comenzó a volar directamente hacia él, descendiendo gradualmente en el cielo a la vez que luchaba contra el fuerte viento. Ganó un poco de altura mientras se dirigía hacia los señuelos, dibujó un pequeño círculo y se aproximó con el viento en contra, las alas desplegadas hacia atrás. Cuando estaba descendiendo, una flecha con una gruesa punta roma salió del escondrijo y derribó al pájaro en un lío de alas desplegadas; luego, el pájaro se recompuso como pudo y se dirigió hacia los árboles saltando y arrastrando un ala. Mientras tanto, los demás cuervos de los árboles se incorporaron y echaron a volar; dos intentaron alejarse, y una flecha surco el aire y derribó a uno de ellos, mientras los otros daban un brusco giro y se deslizaban en el aire de regreso a los árboles.

—Mira qué listo eres —dijo la voz—; te has dado cuenta de cómo, cuando derribabas a uno de los nuestros, los otros no veían la flecha, tan sólo veían a uno de los suyos descendiendo y permaneciendo abajo. Yo lo veía y pensé que aquello significaría que era seguro, y por eso venían los demás. Porque eras paciente a la par que inteligente, fuiste capaz de matar a muchos en un solo día, hasta que finalmente me di cuenta de lo que estabas haciendo y aprendí a evitarte.

—Lo siento —dijo él.

—Te he dicho que no te preocupes. Admiro la inteligencia. Considera esto: eres el único ser humano que ha conseguido derrotar al gran ejército de los cuervos, igual que Cronan es el único general que ha vencido a los asaltantes. Considera esto: si no hubieras ganado tu famosa victoria contra mí, yo habría arrasado este campo… Se trata de la cosecha de primavera de cebada de tu padre, que no puede permitirse perder si quiere alimentarte a ti y al resto de la granja. Compáralo con el general Cronan de nuevo: si no hubiera ganado su famosa victoria contra los asaltantes, habrían quemado Sansory y matado a todos su habitantes. ¿Te inquieta la ética, ahora que has decidido convertirte en un cuervo?

—Supongo que no —respondió el—. Hay una especie de justicia poética en todo esto.

—Un gran hombre dijo una vez que hay una brizna de justicia poética en cada una de las victorias famosas —continuó la voz—. Considera esto: tú y Cronan sois los únicos hombres de la historia que habéis derrotado al divino Poldarn. ¿Quién crees que eres, el niño o los cuervos?

—¿No acabas de decir que soy el niño del escondrijo? —preguntó él.

—Piensa esto… —comenzó a responder la voz.

…Y se encontraba agazapado en el escondrijo observando el lento vuelo de los cuervos, que dibujaban prudentes círculos alrededor de los árboles. Después de un rato, un cuervo se separó del grupo y se dirigió hacia él, pesado y directo, como sus propias flechas de punta roma (como si los cuervos estuvieran disparándole, y no al revés). Observó que el pájaro recorría unos setenta y cinco metros, y, de repente, se detenía, comenzaba a graznar y regresaba volando por donde había venido.

—Piensa: antes de que me reúna para comer, envío a un explorador (el explorador también soy yo, por supuesto) para comprobar que el sitio es seguro, para abrir el camino. Pregúntate esto: cuando el divino Poldarn se manifiesta a sí mismo como el dios del carro, abriendo el camino, explorando a la cabeza del fin del mundo, ¿tú eres el cuervo o el chico del escondite?

Poldarn meditó antes de responder:

—Quizá puedas decírmelo tú —dijo—, ¿el cuervo que abre el camino sabe que es una parte de ti, o cuando deja los árboles y al resto del grupo piensa en sí mismo como un individuo?

La voz se echo a reír:

—Piensa en esto…

… Y se encontraba en lo alto de un acantilado observando un barco que se alejaba hacia la línea que separa el mar del cielo. Cuando desapareció, se volvió y caminó por las colinas hacia las luces distantes de una ciudad. No dejaba de repetirse su nuevo nombre, su nueva historia, los detalles de su nuevo personaje…

—Ahí tienes la respuesta —dijo la voz—. Eres el cuervo que se aleja de los árboles, el espía encargado de descubrir un buen lugar para comer. Cuando dejas los árboles y al resto del grupo, ¿piensas en ti mismo como un individuo? Y si es así, ¿en cuál?

—No lo sé —dijo él—. La persona en la que estoy a punto de convertirme es un extraño para mí.

—Cuando el divino Poldarn se manifiesta como el dios del carro, dejando al grupo y alejándose de los árboles —dijo la voz—, ¿se da cuenta de que soy yo o piensa que no es más que un individuo cuya mente está vacía de recuerdos debido a un accidente?

Poldarn meditó largamente antes de contestar.

—¿Envías a los espías uno a uno o somos muchos?

La voz se torno áspera y fría, como si se hubiera enfadado por haber caído en la trampa de revelar demasiada información.

—Considera esto… —dijo.

… Y vio a su madre cuando era una joven, con el cuchillo en la mano, la falda húmeda y sucia cayendo sobre sus rodillas, mientras su padre intentaba respirar y no lo conseguía, pues le había cortado el cuello. Y la vio como una anciana, saliendo del cobertizo porque había oído voces e imaginado que se trataba del carro de huesos de Sansory (no le temía a un hombre en un carro que se acercara a su puerta), percibiendo apenas el sable antes de que le rebanara las venas y los tendones del cuello y le atravesara el hueso, y lo último que oyó fue a un viejo hablando de su hijo muerto.

—Piensa esto, ya que eres tan listo: Copis lleva a tu hijo en su vientre; aún faltan más de siete meses para que dé a luz. Cuando nazca el niño, tu estarás muy lejos, o muerto. Cuando deje el grupo y se aleje de los árboles, ¿pensara en sí mismo como en un individuo o como una mera parte del todo?

—¿Qué le ocurrirá a Copis? ¿Estará a salvo? —preguntó él.

—Piensa —dijo la voz después de una sonora carcajada— en las cinco docenas de cuervos que mataste cuando conseguiste tu famosa victoria, cuando acabaste con todo lo que había de mí en ese lugar, cuando los árboles se quedaron deshabitados y los nidos desiertos. Piensa en el cuervo que no se acercó a los señuelos, y gracias a eso sobrevivió, cuando el resto de mí estaba muerto. ¿Crees que ella aún pensaba en sí misma como parte del grupo o como persona?

—Pero ella no es la única superviviente de la orden —respondió él—. Hay otros, desperdigados por ahí.

—El día que conseguiste tu famosa victoria sobre el divino Poldarn —dijo la voz—, tan sólo sobrevivió uno de mí en aquel lugar, pero había otros yoes, cientos de millones, desperdigados por ahí. ¿Crees que ella aún pensaba en sí misma como parte de ellos o como persona?

—No lo sé —dijo él—. Pero nunca quise hacerle daño. Jamás haría nada que pudiera dañarla.

—Piensa esto… —dijo la voz.

… Y se vio en el carro en la carretera de Laise Bohec, frente a Eyvind, el último superviviente de su bando. Y se vio de pie en el barro, con la vista puesta en las dos docenas de cadáveres, sin saber quiénes eran o quién era él.

—Creo que el explorador piensa que es un individuo —dijo—, pero está equivocado. Aún forma parte del grupo.

—Gracias —respondió la voz—, eso está mejor. ¿Quieres que te diga alguna cosa más, o te envío de nuevo a la batalla?

—¡Sí! —exclamó él. Pero en el cielo estalló la luz, y él vio cómo el talón de una bota descendía y le despellejaba la mejilla, llevándose la piel. El cielo estaba brillante y vacío. Otra bota lo golpeó en la coronilla, y todo desapareció.