Capítulo doce
Horroroso —dijo Falx Roisin, levantando la vista de la columna de números en la que estaba trabajando—. Llevaba dieciséis años en la casa. Lo echaré de menos.—Arrugó la frente e hizo una pequeña línea en el libro de contabilidad para señalar por donde iba en la suma—. ¿Y estás seguro de que no eran más que bandidos?
—Eso es —respondió Poldarn—. Tan pronto como atacaron, probé a salir corriendo, y no parecieron en absoluto interesados en mí.
Falx Roisin hizo una mueca de afirmación.
—Hiciste lo correcto —dijo—. La carta era mucho más importante que el cargamento; al fin y al cabo, para eso está el seguro, aunque en este caso… Simplemente me parece extraño que no cogieran nada.
Poldarn se encogió de hombros.
—Quizá decidieron que no querían doce barriles de remaches de cobre.
—Tal vez. Pero valen mucho dinero, hay escasez. Por supuesto, ellos no lo sabrían. —Falx Roisin se frotó la punta de la nariz con la palma de la mano, una muestra de profunda meditación—. Ahora bien, si os hubieran alcanzado en el camino de vuelta a casa, se habrían hecho con una buena suma en metálico y con veinte pacas de la mejor madera del valle del Mahec. Eso es bueno —añadió—, significa que no cuentan con una fuente de información dentro de la casa. Al menos, no esta banda concreta. No hay manera de saber cuántos grupos operan en ese tramo de la carretera. —Echó una ojeada a sus números y levantó la vista de nuevo—. ¿Sabes? —dijo—, también es posible que pensaran que Gatto era el mensajero, no tú. De todos modos, de nada sirve lamentarse sobre la leche derramada, solía decir mi madre.
Poldarn asintió. El nombre del hombre muerto era Gotto, no Gatto; Poldarn le conocía desde hacía solamente un par de días, no dieciséis años. Aunque, en lo referente a buena memoria para recordar nombres, él no estaba en posición de criticar a nadie.
—Quizás iban detrás de los caballos —dijo, solo por decir algo.
—¿No lo sabes? —Falx Roisin lo miro durante un instante—.Encontramos a los caballos; sólo los habían espantado, no los robaron. Y tampoco se habían ido muy lejos. Ahora bien, hay algo más. De acuerdo, no querían los remaches, así que los dejaron. Pero ¿para qué soltaron a los caballos y los espantaron? No tiene sentido.
—Quizá tuvieron miedo —dijo Poldarn—. La gente hace cosas raras cuando se asusta.
—Tal vez —contestó Falx Roisin—. No es que me este quejando, ¿sabes? Después de todo lo que ocurrió, no perdimos el cargamento ni el carro ni los caballos. Lo del pobre Gatto es una enorme tragedia, eso es todo.
Poldarn lo dejó con su dolor y se fue a dar un paseo. En el fondo aún le preocupaba vagabundear por la ciudad, por si los hombres que habían interrumpido su reunión con Cleapho seguían por allí; pero ahora no vigilaban las salidas, como había comprobado al salir hacia Mael Bohec, y, como en realidad no tenía idea de quienes eran ni que querían, parecía inútil pasarse el resto de la vida escondiéndose de ellos.
Nada que hacer el resto del día, dinero en el bolsillo y todas las maravillas de Sansory por explorar. Después de pensar en ello durante un rato, decidió que lo único que de verdad deseaba era un abrigo nuevo que sustituyera al que había entregado al hombre que se hacía llamar Tazencius. Imaginó que podría conseguir otro en los barriles del almacén de Eolla, pero la idea no le resultaba demasiado atractiva. Sólo por una vez, sería agradable tener algo que no había pertenecido a alguien que había muerto de forma violenta.
Comprar un abrigo en Sansory resultó ser mucho más complicado de lo que había imaginado. Por momentos, le dio la impresión de que toda la ciudad estaba llena de pasadas de ropa, cada una más barata que el anterior, todas ofreciendo un producto de mayor calidad, más alegre, más cálido y más específico para el propósito, por una fracción del precio del que acababa de mirar y había decidido comprar. Por si eso fuera poco, descubrió que el acto de quedarse en silencio entre las filas de puestos del mercado bastaba para atraer a enjambres de sastres, que caían sobre él desde sus tiendas y casetas como cuervos sobre un cadáver, jurando y perjurando que le harían el abrigo de sus sueños a medida por un tercio de lo que pagaría por un harapo de confección. Como todos los abrigos que había visto le parecían estupendos y económicos, pronto se sintió completamente agobiado y amargamente arrepentido de haberse metido en un asunto tan complejo. Cuando llegó el mediodía, casi había decidido abandonar y apañárselas con cualquier cosa que le ofreciera Eolla, siempre que no tuviera entre las hombreras un agujero con bordes marrones. En su lugar, compró una empanada y una jarra de sidra a un hombre de aspecto tristón que empujaba una carretilla y se sentó a descansar los pies en la escalera de la lonja del maíz.
Desde donde se encontraba sentado disfrutaba de una buena vista de una fila de puestos. Lo que vendían no le interesaba demasiado: fundamentalmente telas lujosas, joyas y bisutería; un par de hombres tras bancos cubiertos de hormas que supuestamente servían para hacer zapatos de mujer, y uno o dos especializados en espejos, peines y estuches para guardarlos…
Miró hacia atrás y arrugó el ceño. Luego se tragó el resto de la empanada, se puso de pie, devolvió la jarra vacía al hombre de la carretilla (que lo miraba con tristeza pero no parecía guardarle rencor) y caminó por el callejón hasta alcanzar el puesto que había visto, en el que una mujer acomodaba una exhibición de espejos.
—¿Copis? —dijo.
Copis levantó la vista y lo miró.
—Oh —dijo—, eres tú. Hola.
Por alguna razón, ella no parecía muy contenta de verlo. Se inclinó sobre la mesa y miró a ambos lados del callejón para ver si había alguien observando; luego lo miró con cara de pocos amigos y dijo:
—No conseguirás que te lo devuelva.
Eso lo desconcertó.
—¿Devolver qué? —preguntó.
—No seas idiota —dijo ella—. Ese oro fundido, por supuesto, el que escondiste en la parte trasera de mi carro. Cabrón.
Realmente no entendía lo que pasaba.
—¿Qué ocurre? —dijo—. ¿Qué he hecho?
Ella le lanzó una mirada asesina.
—Toda esa historia de que habías perdido la memoria. Yo te creí, cerdo, me dabas pena de verdad. Y durante todo ese tiempo, me estabas usando de tapadera para esconderte del fulano, quienquiera que sea, al que le robaste esa cosa. No me extraña que todo el mundo quisiera matarnos.
Le llevó un momento recuperar el aliento.
—No fue así… —dijo él.
—Bueno —continuó ella—, la que se ríe ahora soy yo, porque lo vendí y me he gastado todo el dinero; por una parte, mercaderías para esta tienda, y una casa que escrituré a mi nombre; no hay absolutamente nada que puedas hacer al respecto. El resto está donde nunca podrás encontrarlo; si lo encontraras no te haría ningún bien. Así que si has venido buscando jaleo, olvídalo.
El no pudo evitar sonreír.
—¿Eso es todo? —dijo.
—¿Qué?
—¿Por eso estas tan enfadada? Quédatelo. Todo tuyo. Iba a compartirlo contigo de todos modos, pero por alguna razón nunca conseguí que…
—Desde luego. —Parecía bastante enfadada—. Te creo. Supongo que estabas esperando que llegara mi cumpleaños, o el Día de los Inocentes. ¡Maldita sea!, podrían haberme matado.
—Si —dijo Poldarn—, pero no tenía nada que ver con el pedazo de oro. Me lo encontré.
Ella lo miró con mala cara.
—Lo encontraste —repitió.
—Sí. ¿Recuerdas aquel templo en ruinas, en el pueblo en el que habían talado todos los árboles? Estaba allí. Tropecé con él en la oscuridad. No se lo quité a nadie, al menos a ningún vivo.
—No te creo —dijo.
—¿Por qué no? Vamos —añadió—, piénsalo. ¿Llevaba yo algo cuando me encontraste?
—Estaba oscuro —le recordó—. Podrías haberte acercado sigilosamente y haber escondido cualquier cosa en la parte de atrás del carro; no me habría dado cuenta.
—¿Ah sí? Estaba demasiado ocupado matando a tu amigo. —Sacudió la cabeza y dio un paso atrás—. Ocurrió tal y como te he dicho. Lo encontré en aquel templo. Y te lo iba a contar; estuve a punto de hacerlo en varias ocasiones, pero…
—Pero no confiabas en mí. —Puso cara de pocos amigos de nuevo—. Tiene gracia, viniendo de ti. Tú no confiabas en mí.
Poldarn sonrió.
—Ah —dijo—. ¿Así que ahora me crees?
—Yo no he dicho tal cosa. Lo único que digo es que, si estás diciendo la verdad, sigues siendo un cerdo. Y, en cualquier caso, no vas a ver nada del dinero. ¿Entendido?
—Perfectamente.
Ella lo miró.
—De acuerdo, entonces. —Se estiró y ajustó la posición de un espejo que no estaba perfectamente en línea con el resto. A Poldarn le vino a la memoria Mael Bohec—. Que eso quede claro siempre. —Se hizo un silencio un tanto embarazoso; luego ella explotó—. Entonces ¿qué demonios te pasó? Yo estaba convencida de que habías muerto o te habían arrestado. Todos aquellos soldados corriendo de aquí para allá; de allí sacaron por lo menos cuatro cadáveres.
Poldarn hizo un gesto de indiferencia.
—Para serte sincero, no tengo la menor idea —dijo—. Cleapho sabía quién era yo, pero aparecieron un montón de soldados antes de que pudiera descubrir algo. Lo raro fue que uno de ellos también me conocía.
—¿Y? ¿Qué te dijo? El soldado, quiero decir.
Poldarn miró hacia otro lado.
—Tampoco tuve tiempo de preguntarle algo.
—Oh, por lo que más quieras. ¿Me estás diciendo que no has descubierto nada?
—Lo suficiente para convencerme de que, cualquiera que fuese el asunto en el que estaba involucrado, estoy mejor fuera de él que dentro.
—¡Dios, qué actitud! —Copis lo miró fijamente y luego sacudió la cabeza— Si yo estuviera en tu piel, haría todo lo posible para descubrir quién era; no soportaría no saberlo. ¿Estás intentando decirme que sencillamente ya no te interesa?
Poldarn sonrió y se hizo a un lado para que un cliente pudiera acercarse a la mesa. Pero el cliente resulto no ser un cliente, sino sólo uno de esos extraños y omnipresentes individuos que cogen cosas de los puestos, estudian la parte de abajo y las dejan donde las encontraron.
—¿Cómo puedo explicártelo? —dijo él—. ¿Quién es la peor persona que conoces?
—¿Qué?
—Vamos, es una pregunta fácil. ¿Quién es el hombre más desagradable y malvado que ha pisado la tierra?
—¿Cómo puedo saberlo?
Poldarn arrugó la frente.
—Pues en tu opinión entonces ¿quién es el peor hombre que ha existido jamás? Simplemente di un nombre.
—De acuerdo. El general Allectus —dijo ella.
—¿De verdad? —Poldarn elevó una ceja—. ¿Tan malo era?
—No —admitió Copis—, pero me estabas metiendo prisa. Vale; el jefe de los asaltantes. El emperador Vectigal. El asesino de la guadaña de Boc Bohec. Feron Amathy. Mi padrastro.
—Gracias —dijo Poldarn—. Ahora, suponiendo que yo fuera uno de ellos —digamos que el emperador Vectigal, cualquiera… y que hubiera perdido la memoria, y que después de ir de aquí para allá durante más o menos un mes me hubiera establecido, conseguido un trabajo y comenzado una vida nueva y bastante feliz. Si estuvieras en mi lugar, ¿de verdad querrías saber quién eras?
Copis puso cara pensativa.
—No querría ser el emperador Vectigal —dijo—. Porque está muerto. Y antes de morir era un hombre. Por supuesto, también era el emperador, así que probablemente me habría acostumbrado después de un tiempo. —Antes de que Poldarn pudiera protestar, ella asintió—. Sí, ya sé adónde quieres ir a parar. Pero las probabilidades de que no sea así son gigantescas, maldita sea; que tú resultes ser algo parecido a un monstruo malvado. Lo más fácil es que seas un hombre ordinario, con esposa e hijos y un agradable hogar en algún lugar. ¿De verdad puedes decir que no quieres saber nada de ellos?
Poldarn sacudió la cabeza.
—No merece la pena arriesgarse —dijo—. Desde que nos… bueno, desde que cada uno siguió su camino, he conseguido un trabajo y un lugar para vivir; empiezo a pensar en la posibilidad de tener un futuro, en vez de un pasado que ni siquiera puedo recordar.
—¿En serio? —dijo Copis—. ¿Y cuál es ese maravilloso trabajo tuyo?
—Soy recadero de la casa Falx.
Seguramente el esfuerzo de Copis por no reír fuera auténtico, aunque resulto un rotundo fracaso.
—¿Y ésa es tu idea de un futuro?
—Es mejor que nada.
—Venga, hombre… Mira, llevo en esta ciudad exactamente el mismo tiempo que tú, e incluso yo me he enterado de que tan sólo los verdaderos y desesperados perdedores suicidas acaban llevando recados para la casa Falx. Es lo que hace alguien que está cansado de la vida pero es demasiado burro para hacer un nudo y colgarse de un árbol. —Se detuvo y la expresión de su rostro mudo ligeramente-. ¿No hablas en serio, verdad?
—Sí —respondió Poldarn irritado—.Y no esta tan mal. De hecho, se ajusta perfectamente a mi forma de ser. Una vida agradable y tranquila, saliendo y viajando por ahí, viendo el campo. Bien pagado, todo…
—Entonces, el que mataron el otro día debía de ser tu carretero —interrumpió Copis—. Está en boca de todos. ¿Y ésa es tu idea de una vida agradable y tranquila?
—De acuerdo —admitió Poldarn con un suspiro—, no ha sido un comienzo demasiado prometedor. Pero no puede ser así siempre. Te apuesto a que no me sucede nada remotamente interesante la próxima vez que salga, ni la siguiente, ni la otra. No pasará nada, ya verás.
Copis lo miró y su cara adquirió una horrible expresión.
—Bueno, vale —dijo con voz cansina—. Supongo que me sentiría realmente culpable si salieras y te cortaran el cuello, y yo con todo tu dinero. Ven mañana a esta hora; puedo conseguirte cuatrocientos cuartos…
—No. —Poldarn se dio cuenta del grito que había dado y bajo el tono de voz—. No —dijo—, conseguiré ahorrar el dinero suficiente para cuidar de mí mismo en menos que canta un gallo.
Tengo casi setenta cuartos, y eso que no he hecho nada para obtenerlos.
—No seas ridículo —dijo Copis, con tono maternal—. No puedes arriesgar tu vida así, no lo consentiré. Hay dinero de sobra para los dos…; mil ochocientos cuartos. ¿Tienes idea de cuánto dinero es eso?
—No —dijo Poldarn tranquilamente—, pero me lo imagino. ¿Tanto valía?
Copis hizo un gesto afirmativo.
—Oro puro, doce puntos más fino que el estándar imperial. Llevan un centenar de años sin acuñarlo. Y eso que me timaron; me pagaron de acuerdo con el peso del metal de las monedas modernas, así que habría que añadir por lo menos la quinta parte del precio para tener su valor real. Pero tenía prisa.
Poldarn reflexionó un instante, luego negó con la cabeza.
—No importa —dijo—. Sigo sin quererlo, no me sentiría bien. Tal vez sea supersticioso o algo así.
—Más tonto eres tú —dijo Copis; él se percató de que ella se había ofendido—. Es la última vez que te lo ofrezco, y teniendo en cuenta que seguramente me vaya de aquí y regrese a Torcea…
—Bien hecho —dijo Poldarn, sorprendido por su propia vehemencia—. Buena idea. Creo que deberías salir de aquí, ir a algún lugar seguro. Me sentiría mucho mejor…
—Quieres que me vaya. —Ahora ya estaba claro que se había enfadado—. Bueno, me iré. Y ahora, piérdete, estás espantando a los clientes.
—De acuerdo —dijo Poldarn—. Pero, por lo que a mí respecta, me alegra mucho saber que estás bien. Me ayudaste cuando lo necesitaba; mereces un poco de suerte.
—Muérete —dijo Copis.
Poldarn se alejó por el callejón sin mirar atrás; en seguida se encontró en otra zona del mercado donde vendían unos excelentes abrigos tirados de precio. Esta vez decidió no molestarse en comparar y compró el primero que encontró. Era gris oscuro, con rayas en el cuello y con capucha, de un material como de manta, que hizo suyo por nueve cuartos y medio, incluyendo los botones.
En el camino de vuelta a la casa Falx, oyó un ruido, unos metros más adelante en la carretera, y vio a un grupito de curiosos observando algo que pasaba por allí. Resultó ser un carro muy parecido al de Copis; lo escoltaban cuatro jinetes a caballo con yelmos y petos cuidadosamente pulidos, y dentro se sentaban un hombre y una mujer, con aspecto de estar asustados, y cubiertos de cardenales, sangre seca y porquería. Los transeúntes les gritaban y abucheaban, y si no les lanzaban objetos era tan sólo por temor a golpear a los caballeros y ser arrestados.
—¿Qué ocurre? —preguntó Poldarn a la vieja que estaba a su lado.
—Los pillaron —respondió con evidente satisfacción—, y ahora los juzgaran y serán colgados, y les está bien empleado. Yo digo que la horca es demasiado buena para ellos.
—¿De verdad? —Poldarn alcanzó a ver sus rostros de nuevo entre las cabezas y los hombros de la multitud—. ¿Qué han hecho?
—¿No lo sabe? —Le ponía enfermo escuchar esas palabras, pero se aguantó—. Se trata de los dos impostores que han ido de aquí para allá en el carro ese, haciéndose pasar por un dios y su sacerdotisa, los muy bastardos. Buscando líos, eso es; deberían avergonzarse de sí mismos, engañar a gente honesta y quitarles el dinero y la comida. Es asqueroso.
Poldarn frunció la boca.
—¿Qué ocurrió? —dijo—. ¿Cómo los cogieron?
La vieja sonrió.
—Se descuidaron —respondió—. Intentaron el mismo truco en la misma aldea dos veces. Sólo que la segunda vez alguien observó que había algo raro, como que no se daban cuenta de que ya habían estado allí (bueno, un dios sabría algo así, ¿no?) y resultó que pasaba por allí un grupo de hombres de la Compañía, así que los aldeanos los entregaron y los de la Compañía los trajeron hasta aquí. Hay un juez, ¿sabe?, y un tribunal como Dios manda, legal y todo eso. Y ahora los colgaran y si te he visto no me acuerdo. Oí decir que había una recompensa, pero nadie ha dicho quién la paga o por qué. Aunque no importa, ¿verdad? Lo principal es que les van a dar su merecido.
Cuando la vieja termino de hablar, el carro ya estaba fuera de la vista y la multitud era demasiado densa para poder alcanzarlos y echarles otra ojeada a los infelices. Seguramente fue mejor para él.
Llegó a la casa Falx a media tarde y se encontró con que el lugar estaba sumido en el más absoluto de los caos. Había dos carros atascados en la entrada; el cubo de la rueda frontal izquierda de uno de los carros estaba atrapado entre los radios de la rueda trasera derecha del otro carro, y quedaba tan poco espacio entre los pilares del arco, que los carpinteros de la casa no podían pasar para cortarlos y separarlos. Ignorando las protestas de los carpinteros, de los carreteros y de diversos transeúntes, Poldarn saltó sobre el eje del carro, camino por la caja, pasó por debajo del arco y saltó de la parte trasera, situada al otro lado. Casi no había espacio donde aterrizar; en el patio donde había una cola de unos doce carros apretujados, tan próximos entre sí que la parte trasera de uno tocaba el pecho de los caballos del que estaba detrás. Habría sido posible solucionar el atasco haciendo retroceder al último carro para introducirlo en la cochera, si no fuera porque las puertas de la cochera se abrían hacia fuera… En ambos extremos de la línea de carros esperaban hombres con carretillas, incapaces de ir de un extremo al otro.
Falx Roisin estaba sobre la caja de uno de los carros atascados, mesándose el pelo con ambas manos. Daba la impresión de haber superado la fase de gritar y la fase de bueno-intentemos-solucionar-esto-con-calma, y de haber recorrido la mayor parte del camino de la fase de plegarias. Eolla estaba en la puerta del edificio principal, gritando desatendidas instrucciones a un grupo de hombres que pretendían hacer algo complicado con cuerdas y postes para andamios. (Mas tarde, Poldarn se enteró de que le habían ordenado levantar una grúa en forma de para intentar levantar uno de los carros para liberar a los otros, Falx Roisin se había dado cuenta de lo increíblemente estúpida y peligrosa que era la idea unos tres minutos después de haber dado la orden, y había dado una contraorden; el oficial encargado de parar la operación se lo había hecho saber a los hombres asignados a la tarea, pero había olvidado transmitírselo a Eolla y a sus hombres. Afortunadamente, ni siquiera llegaron a coger los postes del almacén; de lo contrario, podría haber ocurrido un desagradable accidente.)
Poldarn serpenteó a través del bullicioso patio y se encaramó al ático que había sobre la contaduría, desde donde disfrutó de una buena panorámica de todo el asunto. Se quedó allí, apoyado sobre los codos, una media hora; luego bajo por las escaleras y consiguió abrirse paso hasta el carro en el que se encontraba Falx Roisin.
—¿Puedo hacer una sugerencia? —dijo.
—¿Qué? —Falx Roisin miró hacia abajo, clavándole la mirada como si le acabara de crecer otra cabeza—. Si, por qué no, todos los sinvergüenzas que hay aquí han dado su opinión; así es como nos metimos en este lío.
—Bien —respondió Poldarn—. Esto es lo que tienen que hacer.
Le llevo más tiempo de la cuenta exponer el plan, principalmente porque Falx Roisin no paraba de interrumpir y saltar a conclusiones incorrectas. Cuando por fin remató su explicación, Falx Roisin arrugó la frente, cerró los ojos un momento y dijo:
—Venga, al diablo con todo; eso es, intentémoslo. O eso o quemarlo todo y empezar de nuevo desde cero. ¿Te das cuenta de que llevamos atascados aquí desde después del desayuno?
La fase uno, que debería haber sido la parte más sencilla, resultó ser la peor, o al menos la más molesta, aunque consistía simplemente en hacer que doce hombres y unas herramientas y equipamiento (palas, paletas, picos, palancas, cubos, tablones de madera, sierras, martillos y clavos) atravesaran la entrada de la misma forma que lo había hecho Poldarn. No llegó a entender por qué resultó tan difícil, ni siquiera después de haberlo conseguido.
La fase dos implicaba cavar un pozo. La casa Falx contaba con buenos cavadores, además de cuatro concienzudos y competentes carpinteros, de forma que el pozo se cavó, se apuntaló y se recubrió de tablones en un periquete. Entre la finalización de la fase dos y el comienzo de la fase tres hubo una pausa, durante la cual Poldarn y un par de hombres que no conocía pero que parecía que creían saber de operaciones de minería, intentaron calcular la forma de asegurarse de que la fase cinco cayera en el lugar correcto. Las negociaciones estaban condenadas al fracaso desde el inicio, y Poldarn acabó resolviéndolas arreándole un buen golpe en la barbilla a uno de los expertos, después de lo cual los demás se marcharon y le dejaron hacer los cálculos en paz.
Poldarn había esperado que la fase tres fuera pesada —cavar un túnel de más de un metro de ancho y dos metros de largo, a un metro de profundidad de la entrada— pero al final resultó de lo más sencillo; unos cavaban y otros echaban los escombros en los cubos, mientras los carpinteros serraban y daban forma a los puntales y los clavaban en la tierra. La fase cuatro era la parte de la operación que más precisión requería: cavar un túnel vertical hacia el exterior que fuera a parar justo debajo de los ejes de los carros atascados, y permitiera a los carpinteros serrar los ejes, extraer las dos ruedas enmarañadas y retirarse. Al final, el túnel se quedó algo corto, lo que implicaba que la fase cinco (serrar los ejes) iba a ser más complicada de lo previsto, ya que los carpinteros tendrían que trabajar inclinados en diagonal y con la espalda apoyada en unos tablones. Sin embargo, lo consiguieron, y si las ruedas se soltaron más pronto de lo esperado y se estrellaron contra el túnel con una fuerza potencialmente letal (algo que debería haber previsto, se percató Poldarn), no pasó nada, porque el túnel estaba un poco desplazado hacia la izquierda y los carpinteros, por lo tanto, fuera de la trayectoria.(«Eso ha sido de lo más inteligente», lo felicitó uno de ellos unos minutos después, «con qué precisión calculó la caída. Yo estaba ahí mientras estaban cavando y pensaba, tonto de mí, que ese túnel se iba a quedar corto, pero por supuesto no me di cuenta de que estaba todo calculado. Bien pensado, amigo, bien hecho».) Después de que se sacaran las ruedas del túnel y se quitaran de en medio, la fase seis, atar unas cuerdas al carro que sobresalía y retirarlo de allí, fue coser y cantar; igual que la fase siete, volver a poner todo el escombro dentro del agujero y apisonarlo bien para que los carros pudieran pasar sin hundirse.
—Pan comido —dijo Poldarn, cepillándose el barro de las rodillas—. No entiendo por qué armabais tanto jaleo, de verdad.
En cualquier otra circunstancia, una observación como aquélla podría haberle costado la vida. Sin embargo, esta vez sus compañeros de la casa Falx estaban demasiado ocupados o agotados para hacer otra cosa que no fuera mirarlo con cara de pocos amigos al escabullirse o alejarse cojeando de allí.
—Ha funcionado —dijo Falx Roisin.
Poldarn arrugó la frente.
—Parece sorprendido —dijo.
—Apuesta tu vida a que lo estoy —replico—. Estaba convencido de que se te iba a caer el arco entero sobre la cabeza. Pero ha funcionado, así que ¿a quién diablos le importa? Bien hecho, Te debo un favor.
Poldarn hizo un gesto de indiferencia.
—Solo pretendía ser útil. Creo que iré a quitarme todo este barro de las manos.
—¿Qué? Ah, sí. ¿Sabes?, lo que has hecho, me recuerda algo, pero ahora mismo no me acuerdo que es. Muy ingenioso, desde luego. Si necesitara un ingeniero para la casa, te daría el trabajo inmediatamente.
—Gracias —respondió Poldarn con recelo—. Me voy, si no necesita nada más.
Cayó la noche antes de que la casa volviera a la normalidad, y la cena acabo retrasándose. En vez de pasar una hora recibiendo felicitaciones por su inteligencia en el comedor, Poldarn se escabulló hasta la puerta trasera de la cocina, donde intentó camelar a una de las cocineras —una gigantesca mujer tan alta como él pero que casi lo doblaba en el peso— para que le diera media barra de pan, un buen trozo del queso más reciente y una pequeña jarra de cerveza. Se llevó los trofeos al establo y cenó tranquilo y en paz detrás de los comederos; devolvió la jarra y se marchó a su cuarto a dormir.
Falx Roisin lo estaba esperando. Había llevado una lámpara, un magnífico objeto de bronce pulido con forma de cerdo.
—Ya me acuerdo —dijo.
—¿Disculpe?
—Ese truco tuyo —dijo Falx Roisin—. Ya recuerdo dónde lo había oído. Es exactamente lo que hizo el general Cronan en Zanipolo.
Poldarn se quedó perplejo.
—¿Dos carros se quedaron atascados en la entrada?
Falx Roisin puso cara de pocos amigos.
—Illanzus llevaba dieciocho meses sitiando Zanipolo, y apenas le quedaba comida, la mitad del campamento había caído con la fiebre de los pantanos y los rebeldes se acercaban a toda prisa con fuerzas de refresco que doblaban en número al ejército leal. Entonces, Cronan era sólo capitán y trabajaba con los ingenieros porque a casi todos los oficiales los habían matado o habían muerto por las fiebres. Cronan hizo que cavaran un túnel hasta la salida; lo calculó con tanta precisión que aparecieron justo en medio de la garita. Unos minutos después habían abierto las puertas y todo se había acabado. Fue decisivo, por supuesto, en ningún momento miro atrás.
Poldarn se quedó pensativo durante un instante.
—Muy interesante —dijo—. ¿Y ha interrumpido su cena y se ha venido hasta aquí solo para contarme esto?
—No —replicó Falx Roisin molesto—. Quería preguntarme si has estado alguna vez en el ejército.
—Comprendo. ¿Por qué?
La respuesta le irritó todavía más.
—Contesta a la pregunta —dijo—. ¿Has estado o no en el ejército?
Poldarn suspiró. —No.
—De verdad. Estas seguro de lo que dices.
En el rostro de Poldarn se dibujó una sonrisa.
—¿Cree que podría olvidar algo así? Sí, estoy seguro. No, nunca he estado en el ejército. ¿Por qué lo quiere saber?
—Esta mañana ha venido un soldado —prosiguió Falx Roisin—, justo antes de que se armara el follón del patio. Tribuno militar de la guardia, por lo menos. Preguntaba por un desertor.
La descripción se ajustaba a ti perfectamente.
—¿Ah sí? ¿Qué dijo?
—De mediana edad, estatura normal, nariz larga, barbilla puntiaguda. Cabello que comenzaba a encanecer.
Poldarn sonrió.
—Sin ofender, pero a mí me parece que la descripción corresponde a usted. Quiero decir —continuó—, que debe de haber cientos de hombres en esta ciudad que se ajustan a esa descripción.
—Eso es lo que le dije —afirmó Falx Roisin—. Y no estaba pensando en ti cuando le respondí; bueno, tú llevas aquí muy poco tiempo y hay un montón de rostros que recordar. Pero luego dijo que este desertor era uno de los hombres de Cronan. De grado superior, mayor o algo así. No el tipo de hombre que se va sin permiso para correrse una juerga de nueve días. Así que imaginé que podía ser algo serio.
—Eso parece —dijo Poldarn, apoyándose sobre el pie que tenía más retrasado y saliendo del círculo iluminado por la lámpara de Falx Roisin—. Pero no tiene nada que ver conmigo.
Falx Roisin le observó un momento.
—Así que le presioné para que me diera mas detalles —prosiguió—, y contestó que no podía decirme gran cosa porque el asunto ha sido declarado secreto. Pero mencionó algo acerca del prefecto Tazencius; parece ser que intentó escapar, y tenía cómplices aguardándole en la carretera, en el tramo que va de aquí a Weal, dos personas en un carro. Me preguntaba si tampoco sabrías nada de eso.
—Dos personas en un carro —repitió Poldarn—. ¿Quiere decir los dos que iban por ahí haciéndose pasar por el dios?
Sea lo que fuere lo que Falx Roisin había estado a punto de decir, no lo dijo. En su lugar, enarcó las cejas, abrió la boca y la volvió a cerrar.
—No había pensado en eso —dijo por fin.
—Por lo visto, alguien lo ha hecho —replicó Poldarn—. Los han cogido y los han traído aquí. Los he visto al volver del centro. —Se detuvo, esperó un momento y continuó—. Ah, ya entiendo. Pensaba que éramos Gotto y yo.
—¿Qué? Oh, no, por Dios. Jamás se me pasó por la cabeza.
—Poldarn observó a Falx Roisin y estuvo seguro de poder ver la maquinaria trabajando detrás de sus ojos—. ¡Maldita sea!, si estás en lo cierto, todo encajaría ¿no? Quiero decir, se han dedicado a ir por ahí profetizando el fin del mundo, extendiendo el pánico y el ocaso y todo eso, y ahora la gente dice que tuvieron algo que ver con lo que ocurrió en Josequin. ¡Diablos! —añadió con una expresión de ferocidad en el rostro—. Cabrones. Durante todo este tiempo han sido carne y una con ese imbécil de Tazencius… y con los asaltantes, maldita sea, qué te parece. Sólo espero que los cuelguen bien alto, eso es todo, y a Tazencius también, aunque sea un miembro de poca monta de la familia real. ¡Qué asco!
—Lo mismo pienso yo. Por no mencionar el aspecto de la blasfemia. Si eso no es ir buscando líos, no sé que es.
—¿Blasfemia? Ah, ya entiendo lo que quieres decir. —Falx Roisin le echó una de esas dulces miradas de desprecio que los ateos dedican a los creyentes—. Bueno, claro —dijo—. Aunque, Dios mío, nunca lo habría pensado. El prefecto Tazencius con los asaltantes. Y pensar que una vez le serví una cena con cubiertos de plata.
Falx Roisin cogió la lámpara y se retiró, sacudiendo la cabeza y murmurando entre dientes acerca de las iniquidades del mundo. Poldarn cerró la puerta tras él, se quitó las botas de una patada y se tumbó sobre la cama. Entonces se dio cuenta de que todavía llevaba puesto el abrigo nuevo, que estaba cubierto de polvo y barro. Se levantó, se lo quitó, lo colgó en el respaldo de la silla y estiro la parte de la espalda, que estaba empezando a secarse y a endurecerse.
Coincidencia, se dijo. Se trataba de una idea bastante básica, si no puedes alcanzar algo directamente o desde arriba, inténtalo desde abajo. Además, salvo el hecho de que ambos casos habían implicado un portón de entrada, y las similitudes no eran tan grandes. Aún suponiendo que lo fueran, y que la idea hubiera estado allí, en el fondo de su mente, y la hubiera puesto en práctica para la emergencia de la casa Falx, sólo porque la hubiese copiado, no significaba automáticamente que había estado en el ejército del general Cronan, o en cualquier otro ejército. Por lo que él sabía, Falx Roisin no había estado, pero sabía lo que habían hecho los ingenieros de Cronan. Si Falx Roisin se había enterado por informaciones o por cotilleos, lo más probable es que a él le hubiese ocurrido lo mismo, y la idea había quedado arrinconada en su memoria, junto con el resto de sus recuerdos.
Desechó todo aquel asunto de su mente y se sentó sobre la cama. Me pregunto qué estará haciendo Copis ahora, pensó; y la verdad es que no tenía ni idea. ¿Qué hacia la gente normal por la noche, los que no eran extraños sin nombre y sin recuerdos, los que no se ganaban la vida con el negocio de la muerte y las intrigas? Intentó descifrarlo a partir de principios básicos. Los que trabajaban duro todo el día se irían a casa y dormirían; si no estaban cansados, encenderían una lámpara y remendarían la ropa o repararían sus herramientas, cantarían, contarían historias, harían el amor, lo que sea. Por alguna razón, no podía imaginárselo, igual que no podía imaginarse lo que hacían los gigantes, los elfos o los dioses en su tiempo libre, cuando no eran leyendas. Era mucho más plausible suponer que en la oscuridad no existían, o que si no desaparecían, cuando nadie podía verlos se sentaban quietos y en silencio, inanimados, aguardando el amanecer y el comienzo de una nueva página.
Páginas. No estaba cansado; al menos no estaba muy cansado, y sabía perfectamente que no se dormiría. Pero el generoso y considerado Falx Roisin, a través de su debidamente nombrado agente, el intendente Eolla, había previsto tal contingencia y ordenado que se le entregara una lamparita de cerámica y un libro. Dos libros, en realidad. El hombre era todo corazón.
Encendió la lámpara, raspándose un nudillo con la caja de yescas durante el proceso, se acomodó en la silla y examinó los dos libros. Desde que los había recibido, no había vuelto a acordarse de ellos; ni siquiera los había abierto para ver el título o de qué trataban. Era un desagradecido.
El primero era bastante antiguo; la tinta estaba marrón y el pergamino casi translúcido en algunas partes, y crujía de una forma preocupante cuando lo abría. ¿Cómo se cuidan los libros?, se preguntó. ¿Se supone que hay que frotar las cubiertas con un buen aceite una vez al mes, como se hace con los arneses y las botas, o eso haría que se corriera la tinta? ¿Las costuras del centro se gastaban?, y si así era, ¿sería fácil sustituirlas?
Abrió una página al azar:
… Un kilo de puerros picados, tres tazas de vino blanco suave, medio kilo de pasas, medio kilo de apio fresco y seis huevos. Primero, cuelgue la liebre durante doce días. El decimotercer día, despelléjela y extraiga las tripas, córtela en filetes y enharínelos. Vierta el vino blanco en un recipiente…
Una rápida ojeada confirmó sus sospechas; era todo así.
Puso cara de fastidio, cerró el libro y lo dejó en el suelo. Uno para guardar, decidió, para cuando estuviera realmente desesperado. Todavía quedaba el otro, que no era tan antiguo, aunque algo más pequeño y delgado. Le daba un poco de aprensión abrirlo; si resultaba ser otro tostón, ¿podría devolvérselos a Eolla y pedir que le dieran otros dos, o tendría que cargar con ellos mientras durara su servicio? Se obligó a sí mismo a recordar que le habían dado a escoger entre todos los libros de la caja, y que había decidido elegir estos dos, sencillamente por una cuestión de tamaño. La culpa era sólo suya, y era típico, pensó, de la suerte que le acompañaba a la hora de tomar decisiones.
Cogió el segundo libro y decidió que no iba a morderle.
Esta vez empezó por la primera página:
El completo templo del saber
(Esto ya estaba mejor, pensó.)
Compendio exhaustivo de todos los libros escritos hasta el momento que merecen la atención de los eruditos, los soldados, los oficiales del gobierno y todos aquellos de alta cuna y estirpe, incluyendo pero sin limitarlo, a los libros de religión, ciencia natural, medicina, filosofía, derecho, técnicas y oficios; los mejores trabajos de los más destacados y aclamados teólogos, homilistas, comentaristas y gramáticos, historiadores, poetas y escritores de prosa; incluye además las tablas completas de pesos y medidas, tipos de cambio, derecho vigente, enfermedades corrientes y sus síntomas y curas, ayunos y fiestas, explicación de la prosodia y la métrica, días propicios y no propicios; se adjunta asimismo la completa guía del escritor de cartas, que comprende más de doscientos modelos de cartas para todas las ocasiones; explicación completa de la tabla de contar el ábaco y el contador; gramáticas y glosarios de todas las lenguas conocidas; el almanaque y calendario del granjero (recientemente revisado); la guía del marina con todas las cartas y tablas de las mareas, y un tratado completamente nuevo e íntegro de la práctica de la navegación astronómica; con más de un millar de ilustraciones, diagramas y mapas; escrito por un Erudito de Sansory. Copiado y encuadernado en el signo del Perro Marrón, en las dependencias del Templo Antiguo y el Nuevo, Sansory.
Precio: tres cuartos.
Lo último le defraudó un poco; tres cuartos por toda aquella sabiduría. Había que reconocer que el libro había sido vilmente copiado con una letra pequeña y apretujada sobre un papel vitela de poca calidad, raspado y rascado al menos tres veces, lo cual probablemente había contribuido a bajar el precio. Por otra parte, todas las respuestas a todas las preguntas del mundo, sin mencionar las diez páginas del índice y un marcador de libros, por el precio de una noche en una posada…; quizás eso era lo que valía la concentración de toda la sabiduría de la humanidad, lo cual explicaría muchas cosas.
Como no tenía nada mejor que hacer, buscó «Poldarn» en el índice. Había una lista, pagina 474; la hojeó y leyó:
Un oscuro dios del sur, ahora olvidado. Iconografía: un cuervo con un anillo en el pico. Tareas asignadas: guerra, fuego, varios oficios domésticos e industriales, el fin del mundo. Significado literario y cultural: ninguno. También conocido como Bolodan (sur), Polidan (lit.), el Evasor (fam.), Véase también: manieristas, Vida de Fthr Azonicus de Lomessa; pensamiento ilustrado; profecías; fin del mundo, el; asaltantes del Cielo y la Tierra, los; carros y carromatos.
Arrugó levemente la frente, colocó el marcador para señalar la página y busco Josequin (dos páginas, la mayor parte recomendaciones de posadas, tabernas y burdeles populares, así como puestos de alfombras), los Gremios, Sansory (ocho páginas, montones de tabernas), Mael Bohec, el imperio y varias cosas más, hasta que el cansancio hizo que se le cerraran los ojos y se durmió.
Se despertó una hora después (al abrir los ojos, le pareció ver a dos cuervos, maravillosamente tallados a partir de dos enormes pedazos de hulla, que cobraban vida y se alejaban batiendo las alas y graznando con resentimiento) con hormigueo en los pies y el cuello dolorido, justo a tiempo de apagar la lámpara antes de que consumiera las últimas gotas de su ración mensual de aceite. Dormir en sillas, decidió, no era lo suyo. Al incorporarse sintió algo debajo del pie (bastante doloroso, dadas las circunstancias) y, por la forma y el tamaño, se imaginó que sería el libro, que se le habría caído de las manos al dormirse. Intentó buscarlo a tientas pero no dio con él, así que lo dejó allí por el momento.