Capítulo 7
Por la mañana me tomé la molestia de prepararme un buen desayuno, ya que iba a salir a luchar contra demonios: una tortilla esponjosa de queso feta, tomate troceado y espinacas (aliñadas con tabasco), junto con una tostada con mermelada de naranja y un tazón de café bio de comercio justo bien caliente.
Después de consultarlo con la almohada, decidí que lo único que podía hacer respecto a las bacantes era conseguir que otra persona se librara de ellas. Tendría que pagar por ello —y muy caro, quizá—, pero al menos viviría para contarlo, y lo mismo se aplicaba a Granuaile. Había pensado utilizar armas de madera, o tal vez de bronce o de cristal, pero más allá del armamento, todavía tendría que vencer a doce o más mujeres increíblemente fuertes, sin nada que me impidiera caer en su misma locura.
Había llegado el momento de echar mano del teléfono. Primero llamé a Gunnar Magnusson, el macho alfa de la manada de Tempe y director de Magnusson y Hauk, el bufete de abogados que me representaba. A los hombres lobo no les afectaría la magia de las bacantes. Me atendió con frialdad y me despachó rápidamente.
—Mi manada no va a meterse en tus jueguecitos de a ver quién es el más fuerte por un territorio —me dijo—. Si tienes algún asunto legal que solucionar, no dudes en llamar a Hal o a Leif. Pero no pienses que mi manada es tu escuadrón personal de mercenarios sobrenaturales a los que puedes recurrir cada vez que te metes en problemas.
No cabía duda de que había estado pensando sobre las consecuencias de nuestra batalla contra Aenghus Óg y el aquelarre de Malina. Aquella noche habían muerto dos miembros de la manada, por intentar rescatar a Hal y Oberón. No tenía sentido discutir con él si estaba en ese plan, así que me limité a decirle:
—Ruego que me perdones. Que la armonía te acompañe.
Por lo visto, tenía muchos asuntos que solucionar con mis abogados. Llamar a Leif sería una tontería; por una parte, a esa hora del día estaría escondiéndose del sol y, por otra, querría que fuera a por Thor a cambio de ayudarme con las bacantes.
Aunque no quería, hice una llamada a Carolina del Norte, marcando el número que me había dado Granuaile cuando había vuelto de allí la semana anterior. Era el número de Laksha Kulasekaran, una bruja india que ahora respondía al nombre de Selai Chamkanni. El cambio de nombre era necesario porque ahora el espíritu de Laksha moraba en el cuerpo de Selai, una inmigrante pastún de Pakistán que había estado un año en coma después de un accidente de coche. Como Selai hacía años que se había convertido en ciudadana estadounidense y tenía todos los documentos necesarios y las cuentas bancarias en orden —y, lo que era más importante, ningún deseo de despertarse del coma—, Laksha se había deslizado de la cabeza de Granuaile a la de Selai, y de esa forma se había agenciado una casa y un marido.
El marido era la mayor preocupación de Laksha cuando le pregunté cómo estaba adaptándose a su nueva vida.
—Le molesta que haya salido del coma con un acento extraño y un nuevo sentido de la independencia. Pero, por lo visto, también he perdido todas mis inhibiciones sexuales, y eso lo tiene tan impresionado que está dispuesto a pasar por alto mi falta de respeto.
—Los hombres son tan predecibles, ¿verdad? —repuse con una sonrisa burlona.
—La gran mayoría. Hasta ahora, tú has logrado sorprenderme —contestó ella.
—Me gustaría que volvieras a Arizona por unos días.
—¿Ves? Eso es de lo más sorprendente.
—Al matar a Radomila y a la mitad de su aquelarre, ha quedado una especie de vacío de poder en esta zona y algunos indeseables tienen prisa por llenarlo. Me vendría bien tu ayuda, Selai.
—Por favor, cuando hablemos en privado, sigue llamándome Laksha. ¿A qué tipo de indeseables te enfrentas?
—Bacantes.
—¿Bacantes de verdad? —Su voz se volvió más aguda—. ¿Auténticas ménades del mundo antiguo?
—Vienen vía Las Vegas, pero sí, son de ésas.
—Ah, entonces esa espada tuya no sirve de nada contra ellas.
—Correcto —convine—. ¿Podrías coger un avión hasta aquí? Yo pago el billete.
—Vas a pagar mucho más que el billete —dijo Laksha—. Lo que quieres es que traiga el karma a esas bacantes, ¿me equivoco?
—No —admití—. Mi viejo archidruida habría dicho que la única bacante buena es la bacante muerta.
—Pero si hago eso, mi karma malo aumentará, y ya tengo una cuantiosa deuda kármica tal como está ahora mismo. A cambio, me deberás un favor importante.
—Puedo pagarte una gran suma de dinero.
—No estoy hablando de dinero. Te pediré un favor, como tú estás pidiéndome un favor a mí.
—¿Qué tipo de favor?
—Del tipo que tú puedes hacer y yo no. Cuando llegue, te llamo desde el aeropuerto y te cuento. Seguramente no será antes de última hora de la tarde.
—Está bien. Me alegrará verte de nuevo, Laksha.
Intenté imaginarme qué tipo de favor podía necesitar de mí una aterradora bruja roba-cuerpos, pero unos segundos después lo dejé porque no eran más que especulaciones inútiles y tenía otras cosas que hacer. Llamé a mi aprendiza para darle instrucciones para la mañana.
—¿Atticus? ¿Estás bien? —me preguntó, después de llamarla—. Anoche me preocupaste un poco.
—Lo siento —contesté, ruborizándome y aliviado de que no pudiera verme—. Estaba histérico, después de enfrentarse al ataque de un demonio. Voy a ir a matar a otro, uno bien grande, con Coyote, pero debería estar de vuelta después de comer. Necesito que hagas un par de cosas. ¿Tienes para apuntar?
Granuaile cogió algo para escribir y apuntó el nombre y la dirección de Malina para el envío de la milenrama.
—No vayas tú, encárgate de que vaya un mensajero. —No quería que, sin saberlo, mi aprendiza dejara su pelo en uno de los frascos de cristal de Malina—. Después pídele a Perry que te enseñe dónde guardamos las solicitudes, necesito contratar a alguien más que ayude en la tienda. Échales un vistazo, haz un par de llamadas y concierta un par de entrevistas por la tarde. Si alguno sigue sin trabajo, tendría que estar disponible.
—¿En serio necesitas más ayuda? Esto está muerto.
—Yo voy a ausentarme más a menudo. Tengo que ocuparme de la tierra muerta alrededor de la Cabaña de Tony. Sin mi ayuda, no se recuperará en siglos.
Aenghus Óg había matado muchos kilómetros cuadrados de terreno al abrir una puerta al infierno y, aunque él lo pagaría ardiendo justamente allí por toda la eternidad, la tierra seguía yerma y clamaba ayuda.
—Ah, sí, claro. Pero ¿para eso no necesitarías un coche?
—No. Tú me llevarás, así que tú también te ausentarás más a menudo.
—Vale, ahora tiene sentido.
—Los senseis dan sentido a las cosas. Mientras yo esté fuera y eso siga muerto, estudia latín con el programa que te compré.
Después de colgar a Granuaile, era el momento de rebuscar en mi garaje. Allí había de todo menos un coche: estrellas ninja, espadas sai, un par de escudos, aparejos de pesca y un montón de herramientas para el jardín. También guardaba allí mi arco, un aparato moderno que estaba absurdamente duro. Yo nunca lograba disparar si no aumentaba mi fuerza por medio de la magia. Pensé que con eso podría darle al demonio un par de razones para aullar. También encontré un carcaj lleno de flechas de acero de carbono y lo dejé junto al arco, cerca de la puerta delantera.
Como tenía una hora muerta hasta que viniera Coyote, subí corriendo por la calle de Roosevelt con Oberón, para visitar a la viuda MacDonagh y cuidarle un poco el jardín.
No eran más que las nueve de la mañana, pero ya estaba sentada en el porche bebiendo a sorbitos una copa de Tullamore Dew con hielo y leyendo una novela de misterio de las duras. Su cara curtida se iluminó con una gran sonrisa cuando nos vio llegar al trote a Oberón y a mí, subiendo por el camino de entrada de su casa.
—¡Oh, Atticus, mi querido muchacho! —exclamó, dejando la novela pero no el vaso—. Eres como una flor de primavera en un día gris de otoño, y lo digo en serio.
Me eché a reír ante aquel recibimiento tan poético.
—Buenos días, señora MacDonagh. Usted podría alegrar el corazón de un hombre solitario a cincuenta leguas de distancia.
—¡Tesoro! Tendré que hacerte un bizcocho de chocolate a cambio de ese piropo. Tú sí que alegras los corazones. Ven aquí y dame un abrazo.
Se levantó de la mecedora, con el vaso en la mano, y abrió los brazos en mi dirección. Llevaba un vestido blanco de algodón con un estampado de flores azules y se tapaba los hombros con un chal azul marino. Por fin estaba empezando el frío en Tempe y parecía que iba a caer un chaparrón que daría nueva vida al desierto. Me dio unos golpecitos en la espalda al darnos un abrazo breve y dijo:
—No se me ocurre ninguna razón por la que un muchacho tan buenmozo como tú pueda estar solo, pero, palabrita del Niño Jesús, me alegro mucho siempre que paras por aquí… Vaya, ¡hola, Oberón! Pero hay que ver qué ropa más colorida llevas. —Le rascó detrás de las orejas y la cola de Oberón empezó a golpear contra la baranda del porche—. Eres un perro bueno, ¿a que sí?
Dile que soy el Can de la Paz, pero creo que sus gatos están aliados con la Autoridad. Voy a luchar contra ellos.
—¿Puedo ofrecerte algo fresco para beber, Atticus? ¿Un dedo de irlandés, quizá?
—Oh, no, gracias. Dentro de un momento tengo que irme a luchar contra una criatura del infierno y debo estar en plenas facultades.
La viuda había descubierto de repente que yo era un druida, poco después de enterarse de que los hombres lobo no aparecían sólo en las leyendas. Cuando se enfrenta a un cambio de paradigma como ése a la mayoría de la gente se le quema el embrague y necesita una nueva transmisión mental. Sin embargo, la viuda apenas había perdido velocidad; se lo había tomado con calma e incluso me había mimado un poco cuando le enseñé que había perdido una oreja. Me dio un tubo de una apestosa pomada de Walgreens, sin darse cuenta de que yo era capaz de hacer cosas mejores que rascarme.
—Así que luchando contra más demonios, ¿eh? Vaya, ¿no se alegraría el padre Howard si oyera eso? —Se echó a reír.
Volvió a su mecedora y me invitó a sentarme a su lado.
—¿El padre Howard? —Arrugué la frente—. ¿Le ha dicho al cura que soy un druida?
—Todavía no estoy tan chocha, muchacho. Y aunque lo estuviera, tampoco me creería. Para él, no soy más que la fresca de Katie MacDonagh, la que todos los domingos va a misa un poco alegre. No me prestaría ninguna atención, le contara lo que le contase.
Ir a misa borracha, un poco alegre, quiero decir, eso sí que es dabuten. Apuesto algo a que, si ahora mismo apareciera por aquí el autobús mágico, ella se subiría.
—¿Cree que el padre Howard no la tiene en cuenta o que no valora su fe?
—¡Vaya cosas! ¡Claro que no!
—Está bien, lo siento, pero tenía que preguntarle.
La viuda puso la cara larga y se quedó mirando fijamente el jardín.
—Bueno, la verdad es que a lo mejor un poco sí. —Se volvió rápido hacia mí, agitando un dedo—. Pero sólo un poco, ¡cuidado!
—¿Y eso?
—Bueno, ya sabes que soy la feligresa más mayor que va a misa. Él es casi el más jovencito y está ahí para cuidar de todos los universitarios. Y aquí estoy yo, una viuda cuya alma ya está fuera del alcance de las tentaciones, así que, ¿para qué preocuparse por mí? Ya no hace falta que me preste atención. Ahora seguro que es mi vanidad la que habla, pero me parece que sería agradable sentir que intentan mantenerla a una en el redil.
—Por supuesto. Se merece sentirse valorada.
—Sobre todo desde el momento en que podría estar ayudando a que el universo siga funcionando, ¿verdad? ¿No era ésa la esencia de lo que intentabas decirme antes de irte corriendo para allá —hizo un gesto hacia las montañas Superstition— y de que te arrancaran la oreja?
—Lo siento. —Sacudí la cabeza, intentando aclarar su discurso sin pulir—. No entiendo muy bien por dónde va. Recuérdeme lo que dije.
—Dijiste que todos los dioses estaban vivos. Y los monstruos también.
—Ah, sí. Están todos vivos, menos los que están muertos.
Podrían darte el Premio Nobel de la Obviedad por esa frase, dijo Oberón.
—Y me dio la impresión de que están vivos porque nosotros creemos en ellos, ¿no?
—Mmm. A grandes rasgos, sí.
—Entonces, en cierto sentido, somos nosotros con nuestra fe quienes creamos a los dioses, no los dioses quienes nos crean a nosotros. Y, si es así, somos nosotros quienes creamos el universo.
—Me parece que eso sería dar un gran paso hacia el callejón sin salida del solipsismo. Pero entiendo lo que quiere decir, señora MacDonagh. Una persona como usted, con una fe tan profunda, no debería verse ignorada. En todo el mundo, las personas de fe han hecho ocurrir milagros.
—¿De verdad? ¿Cómo lo hacen?
—¿Ha oído hablar de la gente que ve apariciones de la Virgen María?
—Claro, muchas veces.
—Pues se forman con fe. Seguro que usted podría provocar una.
—¿Yo sola?
Asentí.
—Sin duda. Señora MacDonagh, cuando piensa en María, ¿cómo se la imagina? ¿Podría visualizarla para mí, describírmela con claridad?
—Pues claro que puedo. No sería una buena católica si no pudiera, ¿no te parece?
—Si María fuera a aparecer en la tierra ahora mismo, ¿cuál cree que sería su aspecto?
La viuda parecía orgullosa de que le preguntara.
—Ah, en sus ojos se reflejaría la paciencia de la eternidad, y las bienaventuranzas en su sonrisa. Me imagino que iría vestida de acuerdo con el mundo moderno, para pasar desapercibida, ya sabes. Algo de algodón y de color azul marino.
—¿Por qué azul marino?
—No lo sé, pero es el color que asocio con ella. No es de las que iría de turquesa ni otro color llamativo, ¿no?
—Está bien, siga. ¿Qué tipo de calzado?
—Algo cómodo y práctico. Pero con clase, ya sabes, nada de deportivas baratas hechas por alguna pobre niñita en una fábrica de explotadores en Asia.
—¿Llevaría uno de esos hábitos, uno de esos tocados tan complicados que siempre se ven en las iglesias?
—Yo diría que no. Eso ya no está de moda. Un sencillo pañuelo blanco que le apartara el pelo de la cara sería más apropiado.
—Y si viniera aquí, a Tempe, ¿qué cree que querría hacer?
—¿Una mujer piadosa como ella? Seguramente bajaría al bulevar Apache, para atender a los mendigos y a las putas y a los adictos a las metanfetaminas. ¿Cómo los llaman, en argot?
—Pastilleros.
—Eso es. Ayudaría a los pastilleros. Eso haría, allí, en el bulevar Apache.
¿Alguna vez te has fijado en cuánto se parece el bulevar Apache a Mos Eisley? «Nunca encontrarás un agujero tan lleno de escoria y vileza».
Cuando Oberón dice cosas como ésa, tengo que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no lanzarme a un concurso de frikis de Star Wars. Lo ignoré con gran decisión, porque tenía que llevar a la viuda al estado mental apropiado.
—Eso es precioso, señora MacDonagh. Seguro que podría hacer mucho bien en el bulevar Apache. Mire, si estuviera allí, podría ayudarme a matar a ese demonio del infierno, bendiciendo mis armas.
—Es verdad, podría ayudarte. ¿No sería divino?
Oberón y yo estudiamos su expresión y descubrimos la sombra de una sonrisa en su cara, plácida pero inescrutable.
¿Se habrá dado cuenta de que acaba de hacer un juego de palabras?, preguntó Oberón.
No lo sé, no sabría decirlo.
Colega, está riéndose de nosotros. Está más que subida en el autobús.
—Señora MacDonagh, quiero que se concentre o, mejor dicho, que medite sobre eso. No, mejor, quiero que rece para que hoy pase eso, ahora mismo, poniendo toda su fe en la capacidad de María de curar milagrosamente y en el bien que haría cuidando a los drogadictos del bulevar Apache. Imagínesela con tanta claridad como pueda.
—¿Y crees que si hago eso, después María bajará del cielo y caminará por el bulevar, liberando a la gente de su adicción y diciéndoles que vayan y no pequen más?
—Es perfectamente posible. Depende de cómo se sienta hoy.
—¡Se sentirá estupenda, claro! —me reprendió la viuda—. Es la madre de Jesús, ¡por el amor de Dios!
—Sí, pero María tiene libre albedrío, ¿no? No debería imaginársela como una esclava de sus plegarias. Ella decide por sí misma si le gustaría manifestarse con la imagen que usted le ofrece, si debería mediar o no. ¿Acaso todos los rezos no se basan en esa hipótesis?
—Sí, supongo que sí. Pero resulta tan extraño pensarlo así. Es todo al revés.
—No es más que una pequeña modificación de la causalidad. La fe es la base de todo. No funciona sin su fe. Ninguna religión funciona sin ella. Al ser un pagano que honra a un panteón completamente distinto, yo nunca podría provocar que María viniera.
—Pero, Atticus, ¿cómo podría mi sola oración…?
—¡Fe, señora MacDonagh! ¡Fe! Si busca una explicación científica, no puedo dársela. La ciencia no puede aprehender el milagro de la conciencia con el puño de la razón, al igual que yo no puedo convertir mi espada en una espada láser.
¡Eso sí que molaría! Te podrías poner una túnica marrón de ésas e intercambiar frases insulsas con tu Padawan, Granuaile.
Ahora no, Oberón.
Admítelo. Estás un poco decepcionado porque te llama sensei. En lo más profundo de ti, quieres que te llame «maestro».
Por los dioses de las tinieblas, ¡entra y ponte a perseguir a los gatos de una vez!
A la viuda le dije:
—Perdone, ¿le importaría que Oberón entrase un rato?
—¿Cómo? Claro que no, muchacho. Es un ejercicio muy sano para mis gatitos. Son unos buenos gatos temerosos del perro.
Oberón se puso contento.
Me gusta cuando me bufan y se erizan como una bola de pelo.
No rompas nada ahí dentro.
Siempre que se rompe algo es culpa de los gatos.
Lo dejé entrar por la puerta delantera y al momento se oyeron los alegres ladridos y el aullido aterrorizado de los gatos. La viuda y yo nos reímos juntos mientras yo volvía a sentarme y ella bebía otro sorbo de su vaso.
—¿Entonces le parece que podría rezar en mi nombre? —pregunté, cuando el alboroto de dentro se calmó un poco.
—¿Para que aparezca la Virgen María en el bulevar Apache? Claro que puedo, si eso te alegra el corazón.
—Sí que me lo alegraría. No olvide mencionarle que podría ayudarme a matar a un demonio escapado del infierno. Rece duro, si es que puede hacerse tal cosa, y concéntrese en cómo sería su aspecto y cuándo aparecería, que debería ser en el transcurso de las próximas dos horas. Y mientras está ocupada con eso, yo le daré una pasada a su césped.
—Buen chico —dijo, y me dedicó una sonrisa beatífica mientras yo me levantaba y bajaba del porche a buscar su cortacésped, que era de las que había que empujar.
La encontré en el garaje y la saqué para tener un poco de actividad enérgica, mientras la viuda cerraba los ojos y empezaba a mecerse con suavidad en la silla.
No sabía si aquello funcionaría, pero tenía la esperanza de que sí. María solía hacer muchas más visitas que el resto de los santos y ángeles cristianos; y en la docena de ocasiones, más o menos, en que me crucé con ella, siempre había sido como consecuencia de alguna plegaria que alguien había hecho en nombre de un grupo de personas para que intercediera por ellas.
Si no daba buen resultado, tampoco iba a preocuparme. Llevaría las flechas a una iglesia católica y le pediría a un sacerdote que las bendijera. La fe profunda de cualquiera sería eficaz contra el demonio, pero la bendición personal de María sería el golpe maestro, si podía contar con ella.
Después de terminar con la hierba, dejé la máquina cortacésped en su sitio en el garaje de la viuda y me uní a ella en el porche. Abrió los ojos un momento y los tenía llenos de lágrimas.
—Oh, Atticus, espero que de verdad me escuche y baje aquí como tú dices. Sé que ella ha estado cuidando de mi Sean, descanse en paz. —Se santiguó al decir el nombre de su difunto marido—. Pero no creo que a él le importe que salga un momento para ayudar a un puñado de almas que van por el mal camino aquí abajo. Aparezca o no, hace bien a mi corazón pensar que podría hacerlo y que queda esperanza para esas personas que viven en las tinieblas y que podrían encontrar a Dios en la ternura de su sonrisa. Gracias por animarme a rezar.
Tomé la mano pequeña y salpicada de manchas de la viuda y se la apreté un poco. Nos sentamos juntos en el porche y contemplamos las nubes de tormenta que se estaban formando por el este, hasta que llegó el momento de ir a reunirme con Coyote.
—En marcha —dijo la viuda cuando me despedí y avisé a Oberón de que ya tenía que dejar a los gatos tranquilos—. Dile a María que la quiero, si es que la ves. Ah, y Atticus, muchacho…
—¿Sí, señora MacDonagh?
—A lo mejor deberías llevar casco esta vez —se burló de mí—, por si acaso el demonio quiere mordisquearte la nariz o algo.