Capítulo 12

La gente que no vive en Scottsdale habla de ella con expresión despectiva y dice con sorna que es una «ciudad de pijos». Los que sí viven allí suelen decir que todos los demás están celosos. Tanto unos como otros tienen su parte de razón.

En Scottsdale hay más cirujanos plásticos per cápita que en ningún otro sitio, exceptuando Beverly Hills. Al terminar la secundaria, a algunos críos sus padres les regalan una operación por haberse graduado. Las anchas calles residenciales de casas perfectas compiten entre sí por aparecer en las revistas de arquitectura y diseño; y los coches elegantes y lujosos de los garajes potencian la testosterona de los hombres maduros que toman Cialis una vez al día para satisfacer a sus novias elegantes y lujosas. Es una ciudad turística en la que gran parte del terreno está ocupado por los campos de golf y los egos.

Muchos de esos egos jóvenes y hermosos suelen apiñarse en Satyrn, una de las discotecas de moda de la ciudad. Llevan ropa cara, se perfuman con algo francés, se acicalan y se cardan el pelo, se arreglan y se engalanan, siempre con el punto exacto de ostentación. Son los hijos y las hijas de la opulencia, están acostumbrados a los excesos y quieren más; en otras palabras, son las víctimas perfectas para las bacantes.

Después de mandar a Granuaile a casa, Laksha y yo cogimos un taxi hasta un Target para comprarme un par de bates de béisbol de madera. La cajera se quedó prácticamente agazapada mientras nos los cobraba y apenas levantó la mirada, aparte de para lanzarme algún que otro vistazo furtivo. Probablemente dudaba de mi estabilidad emocional, ya que llevaba una espada cruzada a la espalda y estaba comprando artículos deportivos por la noche. El personal de seguridad de la tienda tardó en darse cuenta de que estaba paseándome con un arma por su territorio, así que la cajera ya me estaba dando el ticket con mano temblorosa cuando aparecieron y me acompañaron desde las cajas hasta la salida. Les sonreí y les agradecí tanta amabilidad, para que no llamaran a la policía y complicaran más el resto de la noche.

El conductor del taxi decidió que éramos una pareja bastante extraña y no dejaba de hacernos preguntas. Le contamos que éramos expertos en artes marciales que estábamos en la ciudad por un congreso y se lo tragó. Dijo que hubo un tiempo en que él iba a ser un ninja, pero las cosas no salieron como esperaba. Le pedimos que nos dejara en el extremo más alejado del aparcamiento, lo más lejos posible de la entrada, rodeada por una cuerda de terciopelo. En la puerta no había segurata, una señal de mal agüero. La noche vibraba con el ritmo de una mezcla techno dance que prometía una iluminación azul oscuro y cuerpos girando en el interior.

—Ya sabes que no os van a dejar entrar con esas cosas, ¿verdad? —me dijo el taxista, cuando me bajé y le pagué.

—Me parece que ahora mismo uno puede entrar con lo que sea —contesté—. Gracias por el viaje. Cuídate.

Mientras se iba y yo tosía un par de veces por el humo del tubo de escape, Laksha levantó una mano hacia la entrada y dijo:

—¿Vamos a echar un vistazo?

—¿Antes no tienes que pronunciar ningún conjuro o sacrificar un gato callejero o algo así?

—No.

Me sonrió con suficiencia y echó a andar hacia el club.

La seguí, hablando a su espalda.

—Venga, ¿ni círculos, ni estrellas de cinco puntas, ni unas velas, ni nada?

Sabía que Laksha confiaba en su capacidad de resistencia contra la magia de las bacantes, pero lo que no sabía era cómo iba a protegerse. ¿El collar de rubíes podía tener el mismo poder defensivo que mi amuleto y más aún? Creía que por lo menos tendría que preparar algún tipo de conjuro. En cuanto a mí, no tenía más protección que mi amuleto y la férrea determinación de pensar en el béisbol; si no, podía terminar cayendo en su frenesí.

—Lo siento —me respondió por encima del hombro.

—Sólo un momento —dije cuando llegamos a la puerta—. No tengo muy claro si yo debería entrar. Podría ser vulnerable a su magia.

Laksha se volvió y me observó con curiosidad.

—¿No puedes controlar tu cuerpo?

—Hasta cierto punto, sí. ¿Ésa es tu defensa contra ellas? ¿Controlar tu cuerpo?

—Exacto. Tengo un control absoluto sobre el sistema nervioso de este cuerpo. En cierto sentido, estoy fuera de él. Recibiré el estímulo, todas esas cosas que he aprendido que se llaman feromonas y hormonas, pero no permitiré que mi cuerpo responda. No me excitaré a no ser que yo quiera que suceda.

—¿Las bacantes sólo utilizan eso? ¿Feromonas?

Yo ya lo había sospechado, pero creía que tenía que haber algo más.

—Sí, creo que eso es lo único que hacen. Su magia se dirige al sistema límbico del cerebro de unas pocas personas que están cerca y entonces los cuerpos de esas personas… Creo que la expresión es «comparten su amor» con otras personas que tienen cerca, y eso se va propagando hasta que todos los que están en la zona son esclavos de sus deseos sexuales. El alcohol reduce la resistencia de los individuos, los desinhibe, hace que todo ocurra más rápido. Después, se alimentan de las feromonas y de la energía del grupo, se empapan de ella, y adquieren una fuerza increíble.

—Tiene sentido. —Asentí—. Es diferente a los súcubos. Pero eso quiere decir que yo no tendré ningún tipo de defensa. Yo no estoy fuera de mi sistema nervioso de la forma que describes.

Laksha resopló, impaciente.

—Vale. Por lo menos entra a echar una ojeada. Te acompañaré fuera en cuanto empieces a tocarte.

—¿Qué? Oye, no dejes que llegue tan lejos. No está bien.

A los labios de Laksha se asomó una sonrisa, pero desapareció en cuanto volvió al asunto que nos ocupaba.

—Deja los bates en la puerta. Lo identificarán como una amenaza.

—¿Y la espada no?

—Para ellas no es una amenaza. No quiero sacarlas de su éxtasis. Se convertirá en furia.

Después de obedecerla de mala gana, la seguí adentro, hacia el ritmo del bajo techno que te retumbaba en la cabeza y el efecto estroboscópico y multicolor de las luces secuenciales que había en una plataforma sobre la pista de baile, que quedaba a nuestra izquierda. La barra estaba a la derecha, con las copas de martini colgando encima y las botellas de las mejores marcas destacaban expuestas delante de un espejo. Había alguna cerveza de barril, pero como aquél no era el tipo de clientela que bebía cosas tan vulgares, el bar obtenía la mayor parte de sus beneficios con bebidas cursis. El suelo de la zona del bar era de baldosas laminadas blancas, jaspeadas con unas rayas tenues azul cobalto. Había unas cuantas mesas blancas altas repartidas por esa zona, sin sillas, y era imposible encontrar ni un solo taburete o asiento. Estaba claro que el Satyrn pretendía ser un antro donde nadie se sentara, y así era. Tres arañas de cristal con luz eléctrica colgaban sobre la zona del bar, muy altas, e iluminaban con una luz suave aquella parte de la discoteca. La zona de la barra y la pista de baile quedaban separadas por cinco enormes columnas de carga blancas y la pista de baile estaba totalmente a oscuras, excepto por los destellos casuales que llegaban desde la plataforma de luces. Todo el local, estrecho y largo, estaba lleno de cuerpos que se agitaban, en diferentes grados de desnudez y abandono. Incluso detrás de la barra, los camareros se meneaban y agitaban entre sí, en vez de agitar las bebidas de los clientes. Aun así, la gente de la zona de la barra se mostraba mucho más comedida que la de la pista de baile, donde la mayoría ya se había desembarazado de casi toda la ropa y no ponía impedimentos a la otra actividad de embarazar.

Yo mismo sentí las primeras punzadas de deseo y me puse a pensar en que los Diamondback necesitaban amenazar más con robar la base entre el primer y el segundo bateador, porque hasta que no lograran poner nerviosos a los lanzadores y sumar carreras, serían una presa fácil. No podían confiar en que sus bateadores, que tenían un juego desigual, ganaran suficientes puntos como para marcar la diferencia. Tenían que ser una máquina de… Una máquina de… No. Necesitaban un par de buenos jugadores entre los lanzadores de reserva, que pudieran lanzar dos o tres entradas impresionantes. No podían seguir perdiendo partidos porque el primer bateador tuviera un mal día.

—La falta de asientos es un inconveniente —se quejó Laksha—. Necesito un sitio donde dejar este cuerpo a salvo.

—¿Qué? ¿Por qué?

—¿Entiendes siquiera lo que voy a hacer?

—No lo tengo muy claro. ¿Expulsar sus almas de los cuerpos de alguna forma?

—No, eso sólo lo hago cuando tomo posesión de ellos. Lo único que quieres tú es que las mate. Haré una visita al cerebro de una de ellas y le desconectaré el hipotálamo, que se encarga de regular los latidos del corazón, y cuando se desplome me trasladaré a la siguiente, y así. Sus almas abandonarán los cuerpos de forma natural como consecuencia de su muerte. Me llevará menos de un minuto.

Fruncí el ceño.

—¿Qué le pasará a su cuerpo mientras está ocupada con eso?

—Este cuerpo se quedará desprotegido, en estado vegetativo, hasta que yo vuelva. Y por eso necesito un sitio donde sentarme.

Un gilipollas que apestaba a Dakkar Noir se acercó a Laksha por detrás, le pasó las manos por debajo de los brazos y le cogió el pecho. Sin perder un instante, ella le dio un buen pisotón, dio un paso hacia delante y se volvió hacia la derecha con el brazo levantado, de forma que le clavó el codo en la sien. El tipo se desplomó como si fuera un saco de harina. Laksha puso una mueca de asco y dijo:

—Tenemos que darnos prisa. Esto ya empieza a ser ridículo.

—¿Dónde están las bacantes? —le pregunté.

—Hay una allí, en el extremo de la pista.

Señaló a una mujer que llevaba algo parecido a un salto de cama blanco muy fino y que movía el trasero sinuosamente contra las caderas de un chico joven que tenía detrás. Él tenía una sonrisa de borracho en la cara y me pareció que sus dientes eran más afilados de lo normal. El aura de todo el mundo hervía en rojo por el deseo carnal.

De repente dejé de verla, pues una chica disoluta de tez aceituna se deslizó hasta mí y me besó en la boca, mientras con la pierna derecha me envolvía la pantorrilla. Después, metió su lengua entre mis dientes. En ese momento se suponía que yo tenía que estar pensando en un deporte de equipo, pero es que sabía a cerezas y a algo más…

Me la arrancaron de los brazos con un gritito de sorpresa y Laksha me cruzó la cara con una fuerte bofetada. Ah, sí, el béisbol. Un home run no estaría nada mal. ¿Dónde se había ido esa chica?

—Vamos a sacarte de aquí. Ya no vales para nada —dijo Laksha, obligándome a volverme hacia la puerta y empujándome para que caminara delante de ella. Volvimos a respirar aire fresco un segundo después, porque no habíamos llegado a adentrarnos mucho en el local, pero cuando quise pararme, Laksha me ordenó—: Sigue caminando. Si te quedas aquí, podrías tener la tentación de volver a entrar.

—¿Y qué pasa con mis bates?

—Cógelos, rápido.

Los recogí y Laksha me escoltó todo el camino hasta el final del aparcamiento. Anunció que ahí debería estar a salvo y allí me dejó, vacilante, sujetando dos bates de béisbol, con una espada cruzada a la espalda y mirando fijamente la entrada al club. No pensé que debía de tener pinta de desequilibrado hasta que un coche patrulla se acercó a mí por detrás, con las luces encendidas para que los otros coches lo esquivaran.

—Buenas noches, señor —gritó un policía.

Le hice un gesto de asentimiento y volví a mirar hacia la discoteca, maldiciendo mi estupidez. Ya tenía que haber aprendido la lección en Target, pero estaba tan obsesionado con cumplir el objetivo de la noche que no me preocupé de hacerlo con disimulo. Para un hombre de la Edad de Hierro, llevar una espada es algo natural, pero desde el punto de vista moderno implica que necesitas tratamiento.

—¿Qué está haciendo ahí? —preguntó el policía.

Oí el sonido de las puertas del coche al cerrarse. No tenía ni el tiempo ni la paciencia necesarios para aquello. Si esos tipos se quedaban merodeando por ahí, podían terminar metidos en problemas o ser un obstáculo para mí a la hora de lidiar con las complicaciones que podían aparecer por la puerta de la discoteca.

—Esperar a un amigo.

—¿Con una espada y un par de bates? ¿Está seguro de que es un amigo a quien está esperando?

Lamentando tener que utilizar un poco del poder que tenía almacenado, en voz baja pronuncié un hechizo de camuflaje para Fragarach y después respondí en voz más alta:

—¿Qué espada?

—La espada que… Oiga, ¿qué ha hecho con ella?

—No tengo ni idea de qué está hablando, agente. No tengo ninguna espada.

Oí cómo se cerraba la puerta del conductor cuando salió su compañero para reunirse con él, seguro que para rodearme por mi izquierda.

—Está bien, le diré lo que vamos a hacer. ¿Por qué no suelta esos bates y me enseña su documentación?

Envolví los bates con un hechizo de camuflaje y dije:

—¿Qué bates?

Claro, seguía sujetándolos con las manos cerradas, pero ahora parecía que estaba allí de pie sin más, con los puños en los costados. Tendría que haber empezado por hacer eso y así nadie habría llegado a llamar a la policía para alertar sobre mí. Pero ya sabía que ahora no me dejarían en paz. El hombre de las armas que desaparecían era un individuo demasiado extraño como para dejarlo sin más y, por otra parte, les había hecho quedar como a unos idiotas. Seguro que querían hacérmelas pagar.

—Déjeme ver su documentación —volvió a exigirme el poli.

Fue demasiado autoritario para mi gusto. En serio, yo estaba intentando ser un chico bueno en todo aquel lío. Seguro que en más de una ocasión he merecido que me hostigaran, pero aquel día no era el caso.

Me envolví con el camuflaje y pregunté:

—¿A quién le está hablando?

Después me alejé un par de pasos en silencio.

Se cagaron de miedo. Los dos se llevaron la mano a la pistola y se preguntaron uno al otro dónde me había metido. Mi camuflaje no me vuelve completamente invisible, pero por la noche prácticamente sí. Me aparté a la derecha unos diez metros mientras ellos miraban alrededor y me gritaban que volviera. El conductor propuso que pidieran refuerzos.

—¿Refuerzos para qué, Frank? —dijo el primer agente—. Aquí no tenemos nada.

—A lo mejor entró corriendo al club —sugirió Frank.

—¿Quieres que lo comprobemos?

No me gustaba nada el giro que estaban tomando las cosas. Mete un par de pistolas en una bacanal y tarde o temprano alguien las utilizará.

—Sí, vamos —contestó Frank—. Ese tipo tenía una pinta muy peligrosa.

¿Yo tengo una pinta muy peligrosa? En el club había algo peligroso, vale, pero no era yo. Tenía que hacer algo rápido, así que opté por la versión «Los tres chiflados», pues los dos policías se habían acercado uno al otro antes de ir a enfrentarse a una discoteca repleta de veinteañeros cachondos. A veces, la habilidad de los druidas de ver las conexiones entre todas las cosas naturales y poder unirlas favorece las travesuras. Normalmente yo hago ese tipo de cosas como diversión un tanto infantil, pero en esa ocasión les iba a salvar la vida. Murmuré un amarre entre dos grupos de células de la piel, de forma que no pudieran soportar ni un segundo más separadas. En concreto, uní las células de la piel de la palma de la mano derecha del primer policía y las células de la mejilla izquierda de Frank. Rompí el amarre en cuanto se consumó y la consecuencia fue que el primer policía le propinó una bofetada de las buenas.

Frank reaccionó como lo haría cualquier estadounidense que recibe una torta de su compañero sin esperarlo.

—¡Ay! ¡Eric, mamón! ¿Qué coño haces?

Ahora ya sabía cómo se llamaban los dos. Frank le pegó otra torta a Eric antes de que éste tuviera tiempo de explicarle de que había sido un espasmo muscular involuntario, y así empezó todo. Presenciar una pelea a base de bofetadas entre dos policías es una forma bastante divertida de pasar el rato cuando no tienes nada que hacer. Pocas veces había estado tan entretenido mientras esperaba a alguien.

Eric tenía ventaja en cuanto a alcance, pero Frank era mucho más rápido. Por cada bofetada de Eric, Frank le daba dos o tres. Después de medio minuto así, Eric ya había tenido más que suficiente. Su mano abierta se convirtió en un puño y se lo estampó a Frank en toda la nariz. Frank gritó y se bamboleó hacia atrás, llevándose una mano a la cara. Cuando la retiró, la tenía empapada en sangre.

—Mierda, Frank, lo siento —dijo Eric, levantando las manos.

—Que lo sientas no sirve de nada —gruñó Frank, antes de abalanzarse sobre su compañero como un toro y abrazarlo con un placaje de libro.

Eric logró girarse al caer, de forma que aterrizó sobre un hombro y no se golpeó la cabeza contra el cemento. Rodaron un poco, hacia delante y hacia atrás, sin que ninguno ganara ventaja sobre el otro, hasta que al final Frank se puso encima. La furia le ayudó a dominar a su contrincante, aunque fuera más corpulento. Le asestó un par de puñetazos contundentes en la cara y de ese modo los dos acabaron sangrando. Eric le dio un par de sopapos y lo tiró a un lado, pero no fue detrás de él. Ninguno de los dos estaba acostumbrado a recibir semejante tunda de palos, así que se conformaron con quedarse allí tirados sangrando, dedicarse unos cuantos insultos y acusar a sus respectivas madres de tener aventuras sexuales con diferentes animales. Qué buenos momentos.

Laksha todavía no había vuelto y en todo ese tiempo no había salido nadie de la discoteca. La música seguía vibrando en la noche a través de las paredes y me pregunté si debería empezar a preocuparme.

Los policías se levantaron poco a poco y decidieron que me echarían a mí la culpa de sus heridas. Contarían que yo les había golpeado con los bates de béisbol y les había roto la nariz y después había huido. Ellos recibirían una indemnización y a mí me pondrían en búsqueda y captura. Perfecto.

Cuando volvían al coche patrulla para contar sus mentiras por radio a la comisaría, oí algo que parecían unos gritos débiles provenientes del club, más agudos que el ritmo del techno. Laksha apareció con una sonrisa perversa y detrás de ella salió más gente, algunos sólo con ropa interior. Era evidente que estaban aterrorizados y huían para salvar la vida.

La sonrisa de Laksha desapareció en cuanto vio las luces del coche de policía en vez de a mí. Siguió caminando en línea recta para apartarse de la avalancha de personas y yo silbé para llamar su atención.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Utiliza tus otros sentidos. Estoy camuflado.

Laksha puso los ojos en blanco y entonces me descubrió a su izquierda.

—Ah, perfecto.

—¿Qué ha pasado? —dije, haciendo un gesto hacia el club.

—Maté a doce bacantes, como acordamos —me respondió muy amable.

—¿Por eso la gente está aterrorizada?

—En parte. Pero sobre todo se debe a que dentro quedan tres más y están descuartizando a todo el que pillan.

Como soy irlandés, normalmente estoy bastante pálido, pero aquel dato hizo que pasara del tono blanco cáscara de huevo al tono hueso. O Malina se había equivocado al hacer la adivinación o unas cuantas bacantes extra se habían unido a última hora.

—Bueno, ¿y por qué no mataste también a ésas? —quise saber.

—Porque lo acordado eran doce.

—En ese caso, me aseguraré de no traer ni una manzana de más. ¿Dónde están?

—Seguro que salen detrás de mí de un momento a otro. Son las que llevan un vestido ajustado blanco con manchas de vino y que tienen garrotes. Mirada sanguinaria, trozos de carne en los dientes; las reconoces seguro.

No estaba bromeando. Un chillido más penetrante que los demás hizo que mirara a la entrada, donde una mujer castaña diminuta con un camisón blanco había agarrado a una mujer mucho más corpulenta por el pelo y por la ropa, justo a la altura del culo. Mientras las miraba, aquella mujer minúscula, que no pesaría más de cincuenta kilos, levantó a la otra con un poco de esfuerzo, giró como si fuera una tiradora de disco y la lanzó. El cuerpo salió por los aires, describiendo un arco alto que cruzó todo el aparcamiento por encima de nuestras cabezas y aterrizó sobre el coche patrulla de Frank y Eric, con terribles resultados para el vehículo.

Casi me habría gustado que Granuaile lo hubiera visto; ya no habría pensado que las bacantes eran víctimas. Laksha se rió, pues de alguna forma debía de parecerle que la muerte de la pobre mujer era divertida. Me imagino que teníamos un sentido del humor diferente.

Ya no podía seguir manteniéndome al margen. Aparte de que estaba claro que Laksha no pensaba hacer más de lo que había hecho, ahora iba a involucrarse la policía. Tenía que eliminar la amenaza antes de que empezaran a silbar las balas y rebotaran contra la piel mágica de las bacantes. Ya no había peligro de caer atrapado en la orgía; pues había acabado la parte divertida para dejar paso a la locura.

Todavía con el camuflaje, cargué contra la bacante en miniatura, que ya se abalanzaba sobre otro discotequero despavorido. Una segunda bacante salió del local, cubierta de sangre y furiosa, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Agarró a un hombre de talla normal y le rompió la espalda, dándole un golpe con la rodilla, poniendo en práctica una de esas técnicas de lucha que no son sólo parte del espectáculo. Ya era demasiado tarde para salvar a ése, pero no al tipo al que perseguía la bacante diminuta. En el mismo momento en que ya lo agarraba por el cuello de su camisa Dolce & Gabbana, me acerqué con el bate en la mano izquierda y lo pasé por debajo de las piernas de la mujer, de modo que la hice caer de culo con poca elegancia. Emitió el mismo sonido que hace un gato si le pisas la cola y, ahora que estaba más cerca de ella, me sorprendió lo joven que era. Tenía pinta de haber sido guapa y de haberse llamado Brooke o Brittney, o quizá Stacy. Podía haber sido la capitana de las animadoras y la reina de su clase e iría al colegio en un descapotable rosa que le habría comprado su papá. Sin embargo, ahora tenía unas uñas que más bien parecían garras y los dientes muy afilados; de la boca le goteaba sangre que no era suya. Con fuerza, le estampé en la cara el bate que tenía en la mano derecha, antes de que le diera tiempo a volver a levantarse. Incluso le di una vez más, para asegurarme de que había terminado con ella, mientras me lamentaba por tener que hacerlo y pensaba que uno nunca acaba de acostumbrarse a machacar cráneos. Después levanté la vista para ver dónde había ido la otra bacante.

Venía a por mí. No podía verme, pero sabía que algo acababa de cargarse a su hermana y que todavía estaba cerca. Aquélla no había sido guapa nunca. Tenía el pelo rizado de una manera que daba la sensación de llevar la cabeza envuelta en una alfombra de lana larga, y encima estaba apelmazado por la sangre y los restos de sus últimas víctimas. Más que nariz parecía que tenía pico y sobre ella destacaba una sola ceja, como si fuera una oruga peluda y malvada. Sus dientes eran afilados como los de la bacante más menuda. Los brazos eran fofos como piernas de cordero, pero escondían una fuerza sobrenatural. Lo sé porque, cuando balanceé uno de los bates con la mano derecha con la idea de estampárselo en la cabeza, ella lo sintió acercarse de alguna forma y lo partió con sólo hacer uno de esos movimientos de «dar cera, pulir cera» de The Karate Kid. Tal como me encontraba, sujetando medio bate con unas cuantas astillas afiladas en el extremo, tenía que ocurrírseme algo rápido. Ella seguía avanzando, intentando alcanzarme con su mano derecha terminada en garras, mientras me pasaba la izquierda por detrás del cuello. Si me agarraban esas manos, no duraría mucho de una sola pieza. Cogí el bate de otra forma, de manera que el pulgar me quedara abajo y no arriba, y cuando sentí el intenso dolor de sus uñas clavándoseme en el hombre izquierdo, le hundí las astillas cortantes del bate a un lado del cuello, hasta que llegué a la clavícula. Eso la retrasó un poco y lanzó un aullido al tiempo que me soltaba para concentrarse en lo que la hería. Deshice el camuflaje del bate, para que pudiera contemplar lo que le estaba causando ese dolor. Se lo arrancó a la vez que yo retrocedía y me cambiaba de mano el otro bate. Aunque empezó a sangrar a borbotones como si fuera una fuente, no daba muestras de sentirse mareada; más bien alcanzó un nuevo nivel de cabreo, cuando a mí ya me había parecido que jamás había visto a nadie tan furioso.

Me aparté hacia la derecha lo más silenciosamente que pude y la vi berrear la poca cordura que le quedaba. A pesar de la fuerza increíble que tenía, aquélla era una herida mortal y no podía durar mucho más perdiendo tanta sangre. Las bacantes no son buenas curanderas y no podía verme a través del camuflaje, así que creí que lo único que tenía que hacer era esperar un par de minutos y asegurarme de que no hacía daño a nadie más. Pero esa criatura asquerosa tomó aire para seguir gritando y entonces me olió.

El bate roto y cubierto de sangre de repente se convirtió en una estaca de madera que iba directa a mi corazón, después de que la bacante se volviera y me lo lanzara con un movimiento asombroso. Tuve que tirarme al suelo para esquivarlo y, antes de que me diera tiempo a rodar sobre mí mismo para alejarme, ya la tenía encima. Sin perder un segundo, empujé el bate hacia arriba para que le golpeara en el cuello formando la perpendicular, y además le quité el camuflaje, con la esperanza de que se agarrara a él en vez de buscar a tientas mi garganta. Si me cogía por la cabeza, me la podía arrancar de un tirón. Cayó en la trampa y se aferró al bate por los dos extremos, intentando quitármelo de las manos. Resistí un primer tirón espasmódico, pero a duras penas. No paraba de caerme encima su sangre; eso estaba echando a perder mi camuflaje y, aunque se suponía que a ella tenía que debilitarla, estaba claro que, en cuanto a vigor, era comparable a una yunta de bueyes. Hizo acopio de fuerzas para pegar un buen tirón y entonces me di cuenta de que tenía que terminar con esa situación, antes de que dirigiera toda esa potencia contra mí. Así que cuando pegó el segundo tirón, ni siquiera traté de oponerme, sino que solté el bate. Al no encontrar resistencia, terminó con las manos arriba por efecto de su propio impulso. Se quedó completamente desprotegida, tal como yo quería, así que absorbí la última fuerza que me quedaba en el amuleto del oso y la dirigí toda a mi hombro y brazo izquierdos. Me levanté, como si estuviera haciendo abdominales, y le propiné un puñetazo fuerte en la mandíbula. Con el golpe me rompí los nudillos de los dedos índice y corazón, pero también le partí a ella el cuello.

Aquello solucionó mi crisis más inmediata, pero me quedaban otros flancos abiertos. Ya se me había agotado toda la energía mágica y no podía empezar a curarme ni podía bloquear el dolor. Y todo el cansancio de haber conjurado antes el fuego frío volvió para instalarse pesadamente sobre mí, al igual que la bacante con la alfombra por pelo se había instalado pesadamente sobre mis caderas. Del Satyrn seguían saliendo clientes aterrorizados y Frank y Eric, los dos polis de la nariz rota, venían hacia mí pistola en mano. Para rematarlo, estaba tan exhausto que ya no podía mantener el hechizo de camuflaje y me volví visible del todo ante sus ojos. Aquéllos no eran el momento ni el lugar adecuados para luchar en esa batalla, y por eso la perdí.

Vaya si se pusieron contentos de volver a verme. No sólo yo era visible, sino que también lo era la espada que había desaparecido antes y tenía encima de mí a una mujer con una herida sangrante enorme. Qué importaba que la espada siguiera dentro de su funda y estuviera debajo de mí; qué importaba que una inspección forense superficial valiera para descubrir que la herida no había sido hecha con una espada; para ellos, yo acababa de decapitar a la pobre mujer del peinado poco acertado.

Así que fue un «Manos arriba, aléjese de la mujer y túmbese bocabajo, abra las piernas, tire el arma». Un momento después, tenía unas esposas alrededor de las muñecas, mientras gente medio desnuda seguía huyendo, y no de mí, sino del horror que aún aguardaba dentro del Satyrn. Cuando ya me tenían reducido, poco a poco empezaron a darse cuenta de que yo no era una amenaza grave para la gente: todos corrían despavoridos por alguna otra causa. Frank pensó que a lo mejor debería echar un vistazo en la sala.

—No vayas, Frank. Una de ellas sigue ahí.

—Tú te callas —me dijo Eric, dándome en las costillas con su pistola. Una vez claro quién mandaba allí, preguntó—: ¿Una de quiénes?

—De esas señoras de blanco que han estado matando a la gente. Si vas a entrar, utiliza la porra, no la pistola.

—Claro —repuso Frank con aire sarcástico—. Señoras de blanco matando a la gente. Como esta señora de blanco muerta y requetemuerta que tenemos aquí. Pondremos mucha atención en seguir tu consejo.

Frank entró en la discoteca con la pistola por delante, mientras Eric intentaba alejar Fragarach de mí, pues estaba a mi lado sobre el asfalto. Tenía un hechizo para que no pudieran separarla de mi cuerpo más de metro y medio y, a diferencia del camuflaje, no era un conjuro que dependiera de mi fuerza del momento para mantenerse. Estaría ligada a mí hasta que yo deshiciera el amarre, así que Eric estaba a punto de perder una pelea contra un objeto inanimado. La primera vez se quedó tan sorprendido de que la espada tirara de él que se le cayó. Volvió a intentarlo y se le cayó de nuevo.

—¿Qué coño pasa? ¿Lo estás haciendo tú? —preguntó.

—¿Haciendo qué, agente? Estoy tumbado bocabajo en un aparcamiento con las manos esposadas a la espalda. ¿Qué tipo de balas utilizáis?

—Cállate. Balas encamisadas.

—Por favor, dime que el revestimiento es de cobre.

—Te he dicho que te calles. Es de acero.

—Me lo temía.

—Cállate.

Eric iba a volver a coger mi espada, pero le distrajo el sonido de un tiroteo dentro del club. Fueron nueve tiros de esas pistolas modernas que lleva la policía disparados a una bacante inmune al hierro. Y entonces oímos el grito espeluznante de un hombre por encima del ritmo techno.

—¡Frank! —exclamó Eric.

—No vayas. Espera a los refuerzos.

—¡Cállate, joder! ¡Es mi compañero el que está ahí dentro!

Ya no lo era. Su compañero ya estaría despedazado.

—¡Pues entonces usa la porra! ¡La pistola no va a servirte!

—¡Cállate y quédate aquí! Ahora vuelvo.

Suspiré. No iba a volver. Ya no salía más gente del edificio. Todo el mundo se peleaba por llegar al coche y salir pitando de allí, tocando el claxon y gritando a la gente que se quitara del medio. Yo me puse de pie como pude y, tambaleante, fui a la parte trasera del aparcamiento, esperando no terminar atropellado por un Audi turbo. Fragarach, muy obediente, me seguía arrastrándose un metro y medio por detrás, porque no podía cogerla.

Se oyeron más tiros en el club, pero Eric no consiguió disparar tantas veces como Frank antes de que se oyera su grito y después todo quedara en silencio. Se oyó el aullido de las sirenas en la noche, acercándose a la discoteca, y comprendí que no tenía mucho tiempo para esfumarme.

Había una franja estrecha de hierba entre la acera y el aparcamiento, donde crecían un par de palos verde junto a varios agaves azules. En cuanto llegué ahí, absorbí fuerza para mitigar el dolor punzante que sentía en los nudillos y empezar a unir los huesos. Después volví a cubrirme con el camuflaje y me puse a recargar el amuleto del oso. Les llegó el turno a las esposas. Me concentré en las cadenas moleculares de dos de las uniones entre las esposas y las debilité hasta que pude separarlas, contento por que siguieran haciéndolas de metales naturales obtenidos de la tierra. El aparcamiento se iba vaciando muy rápido y las sirenas cada vez se oían más alto. A Laksha no se la veía por ninguna parte; con su parte del trato cumplida, seguro que ya estaba camino del aeropuerto en un taxi.

Cuando estaba cruzándome Fragarach a la espalda otra vez, vi a la última bacante saliendo del Satyrn. Su vestido blanco estaba teñido casi por completo del rojo de la sangre de los policías y de quién sabe cuántas víctimas más, y en la mano derecha llevaba su tirso. Yo no tenía ninguna arma que pudiera utilizar contra ella aparte de la espada envainada, así que tendría que ser un combate de artes marciales cuerpo a cuerpo, y yo con una mano rota.

No obstante, ella no estaba interesada en pelear. Después de tomar una profunda bocanada de aire, vino directa hacia mí. Me esperé lo peor pues, por lo visto, lo que había hecho era olerme, y con una precisión tal que era como si yo no llevara el camuflaje.

—¿Quién eres? —dijo entre dientes—. Sé que estás ahí. Huelo la magia. ¿Eres una bruja? ¿Una de las polacas?

Era más alta que las otras bacantes y tenía un cuerpo hecho para el placer. Cuando no estuviera cubierta de sangre, estoy seguro de que debía de ser bastante atractiva, siempre que no enseñara los dientes afilados.

—No, no —respondí—. Te quedan dos oportunidades.

—¿Eres el vampiro Helgarson?

Vaya, ése sí que era un intento interesante. Además de demostrar que sabía quién era Leif, pensaba que él era capaz de conseguir algo parecido a la invisibilidad y de molestarse si unas cuantas bacantes se iban de juerga por Scottsdale.

—No, no. Todavía puedo caminar bajo la luz del sol.

—Entonces eres el druida O’Sullivan.

Menudo susto me llevé al oírle pronunciar mi nombre.

—Encantado de conocerte —contesté con mucha educación, y después lo estropeé añadiendo—: Bueno, tampoco tanto.

—El señor Baco tiene que enterarse de esto —murmuró, antes de darse media vuelta y echar a correr hacia el club a una velocidad que no era humana.

No volvió a entrar, sino que se escabulló por un callejón de un lateral del edificio.

—Hija de puta —se me escapó.

No podía hacer nada. En el aparcamiento no había raíces que la pudieran amarrar. No había tierra que la retuviera. Y yo no podía aspirar a alcanzar su velocidad, pues en ese momento ella estaba repleta de energía y yo exhausto.

Escupí en la acera e hice mi propia valoración de la noche. Lo había echado todo a perder. La mayoría de las bacantes estaban muertas, eso era verdad, pero la que se había ido seguro que volvía con más, y puede que hasta con el mismo Baco, para vengarse. Habían muerto dos polis, y por lo menos dos civiles que yo hubiera visto fuera y quién sabe cuántos más dentro del club. Aquélla iba a ser una noticia importante, a lo mejor hasta a nivel nacional.

Malina iba a cabrearse y con toda la razón. Se suponía que las peleas dentro de la comunidad paranormal no tenían que trascender a la opinión pública. Si la historia se difundía por todo el país, cualquiera que supiera cómo funcionaban las cosas en realidad podría leer entre líneas y entender que el valle oriental se encontraba en una peligrosa situación de inestabilidad.

Los coches de policía y los camiones de los bomberos frenaron con un chirrido cerca de allí. Uno de ellos bloqueaba la salida del aparcamiento, acorralando a los pocos testigos que quedaban. No iba a tener tiempo para llevar a cabo mi propia investigación dentro de la discoteca; lo único que podía hacer era borrar mis huellas dactilares de los bates desuniendo los aceites, irme a casa y recuperarme.

Eché a correr hacia el sur con ritmo cansino, dejando la carnicería a mi espalda, y cuando llegué al bulevar Shea empezó a llover otra vez. Había un centro comercial en una esquina al sudeste y llamé a un taxi desde Oregano’s Pizza Bistro para que me llevara a casa.

El taxista dudó, mirando mi espada y las esposas que me colgaban de las muñecas, pero le pagué en efectivo y por adelantado y no dijo nada. Por si acaso la policía lo interrogaba, le dije que me dejara cerca del Starbucks de la avenida Mill, volví a conjurar el hechizo de camuflaje y recorrí al trote lo que me quedaba hasta casa, bajo la lluvia.

Dejé a Fragarach en la cómoda de mi habitación, después de secarla y deshacer el amarre que la unía a mi cuerpo. En vez de a mí, la uní al mueble. Tenía mucho que reparar durante el transcurso de la noche, lloviera o no, así que me quité la ropa y me tumbé en el jardín trasero para curarme bien, con los tatuajes en contacto con la tierra y tapado con un hule que hacía las veces de refugio improvisado. Me puse en contacto con el elemental que merodeaba cerca de mi tienda para que viniera a comerse las esposas. Después de que la lluvia por fin cesara, mi mente encontró el descanso a la orilla del Leteo.