Capítulo 24

Las Hermanas de las Tres Auroras no tardaron en bajar de su edificio y se reunieron con nosotros en el aparcamiento subterráneo. Se dirigieron con brío a una fila de elegantes deportivos biplaza, todas calzadas con sus botas puntiagudas. Malina y Klaudia se metieron rápido en un Audi TT Roadster; Bogumila y Roksana hicieron los propio en un Mercedes SLR McLaren; y Kazimiera y Berta, una pareja un tanto discordante, parecía que no fueran a caber en un Pontiac Solstice. A diferencia de las Hexen, ellas sí eran conscientes de la década en que vivían y sabían cómo vestir de negro. De hecho, Bogumila se había recogido el pelo en una cola de caballo más práctica, y en parte me quedé decepcionado al ver que no había ningún problema con la otra mitad de su cara. No tenía ninguna cicatriz horrenda, no le faltaban trozos de carne ni me miraba con la cuenca vacía del ojo, en la que se retorcía un gusano.

—El tiempo es crucial —explicó Malina, mientras el sistema de seguridad de su coche pitaba—. Creo que nos hemos protegido a nosotras mismas de los rituales de adivinación, pero si consiguieran vernos de alguna forma y se enteraran de que estamos indefensas, podrían repetir el maleficio que mató a Waclawa y aniquilarnos a todas de golpe. Estoy segura de que tienen a demonios preparados y dispuestos para ayudarlas.

—El tiempo apremia, ¿eh? ¿De cuánto disponemos?

A mí no me preocupaba que me encontrasen a través de la adivinación, pues gracias a mi amuleto la única que podía conseguirlo era Morrigan. Y Leif tampoco tenía de qué preocuparse, porque es muy difícil descubrir a los muertos con ese método y además tendrían que saber que él también estaba involucrado antes de intentarlo.

—Una vez que empiecen el ritual, es probable que de no más de veinte minutos. Seguidnos y vamos hablando por teléfono.

Leif sintió algo de envidia al comprobar que las brujas salían antes que él.

—Tienen unos juguetes muy bonitos. ¿Cómo se ganan la vida?

—Consultoría.

—¿En serio? ¿De qué tipo?

—Mágica, me imagino, en el sentido de que por arte de magia reciben un salario, sin que nadie les consulte nada en realidad.

—Qué inteligentes. Aunque supongo que no es tan diferente a lo que hacen los consultores de verdad.

—Malina hizo la misma observación —repuse, mientras girábamos a la izquierda por Río Salado y nos dirigíamos hacia la 202 este por Rural Road. Empezó a sonar Witchy Woman y dije—: Y hablando de ella, seguro que quiere consultar conmigo nuestro plan de ataque. —Abrí el móvil y contesté, con mi voz alzándose al final en tono de pregunta—: Hooooola.

—No parece que este enfrentamiento le preocupe demasiado —me dijo Malina, con el acento polaco más marcado. Ya empezaba a ponerse de mal humor.

—Me limito a vivir el momento y disfrutar. En el futuro inmediato nos aguarda una situación de vida o muerte, así que estoy sacándole jugo a la vida mientras puedo. A Leif le chifla su coche, por cierto.

Malina no hizo caso de nada de lo que le dije.

—Nos dirigimos a Gilbert y Pecos, así que nos desviaremos hacia el sur por la 101 justo después de entrar en la 202. Están en el piso más alto de un edificio vacío de tres plantas. Hay algo esperándonos en los dos pisos inferiores, pero no pudimos ver qué era.

—¿Así que usted y sus hermanas van a entrar mientras Leif y yo esperamos fuera?

Durante unos segundos, un silencio gélido fue la única respuesta que obtuve.

—No, será justo al contrario —respondió Malina al fin. Casi podía ver cómo le rechinaban los dientes.

—Vaya, qué rabia, porque pensábamos ir al Starbucks a comprar un par de cafés con leche mientras se ocupaban de todo el asunto.

—Ése con quien va en el coche es el famoso vampiro Helgarson, ¿verdad? ¿A él le gusta el café con leche?

—No lo sé. —Miré a Leif, que estaba sonriendo. Oía toda la conversación, claro, y le dije—: Malina quiere saber si te gusta el café con leche y yo quiero saber si eres famoso.

—No a las dos cosas —contestó, mientras acelerábamos por la entrada a la 202.

—Lo siento, Malina —dije al teléfono—. No es famoso.

—Quizá sería más adecuado decir «tristemente» famoso. En este momento no tiene importancia. Lo que sí es importante es que ni mis hermanas ni yo somos grandes guerreras. Si las fuerzas estuvieran igualadas y ellas no hicieran trampas con armas modernas, diría que sí podríamos llegar y ganar una batalla mágica contra la mayor parte de enemigos. Pero nos superan en número, son más de tres por cada una de nosotras.

—¿Cuántas son?

—Veintidós. Algunas tienen armas de fuego, pero ellas tampoco son buenas guerreras. Y aunque puedan estar esperándole a usted, señor O’Sullivan, no se esperarán que el señor Helgarson también se presente. Supongo que los dos juntos deben de ser impresionantes.

—Está elogiando nuestras habilidades marciales, Leif —le dije a él.

—Ahora ya me siento más viril —me contestó. Ya habíamos recorrido el corto trayecto por la 202 y estábamos saliendo por la 101 hacia el sur.

—Oiga, Malina, dígame cuánto le apetece vernos jugar con nuestras espadas.

Leif echó la cabeza hacia atrás y empezó a reírse. A Malina se le marcó tanto el acento que su forma de hablar se hizo casi indescifrable:

—¡Señor O’Sullivan! ¡Deje de hacer insinuaciones tan impropias ahora mismo! No alcanzo a comprender cómo alguien tan mayor puede actuar de forma tan inmadura. Intente volver a concentrarse en nuestro objetivo, por favor.

—Está bien, está bien. Le pido disculpas. —Sonreí, sin sentir el más mínimo arrepentimiento. Un día iba a lograr que se enfadase tanto que dejaría de hablarme en inglés y directamente se pondría a insultarme en polaco—. Supongo que lo que iba a explicarme es lo que harán usted y sus hermanas una vez lleguemos.

—Crearemos una ilusión óptica en el perímetro del edificio, para que los ciudadanos de a pie vean que no está pasando nada fuera de lo normal, aunque haya disparos y explosiones y Hexen saliendo disparadas por las ventanas. También evitaremos que alguna de ellas escape, si es que se les pasa por la cabeza huir de… sus espadas enormes y poderosas.

Leif y yo nos reímos a carcajadas al oír aquello y me imaginé perfectamente a Malina poniendo los ojos en blanco, a la vez que por el teléfono se oía un resoplido, señal de que esperaba que se nos pasara la tontería pronto, ahora que nos había hecho esa pequeña concesión.

—Una vez estemos allí, también nos encargaremos de la rubia —añadió Malina, cuando le pareció que ya nos habíamos tranquilizado lo suficiente como para prestarle atención.

—¿Eh? ¿Por qué no lo han hecho ya?

—Porque entonces sabrían que usted nos entregó el mechón de pelo. Es mejor que no estén seguras de si colaboramos o no hasta que ya sea demasiado tarde para que planeen algo al respecto.

—De acuerdo. Entonces nosotros nos encargaremos de veintiuna brujas. Además de todos los demonios que puedan andar por ahí.

—Correcto. A los que deben matar cuanto antes. Lo más seguro es que comiencen die Einberufung der verzehrenden Flammen en cuanto sepan que estamos abajo, confiando en que las defensas que tienen en los pisos inferiores resistan hasta que terminen.

—Se refiere al maleficio demoníaco que mató a Waclawa. Lo llama, ¿cómo? ¿La invocación a las llamas devoradoras?

—Sí.

—¿Podrían dirigir el ataque contra Leif, con ese ritual?

—Sin duda. El demonio que participa en la ceremonia es quien dirige el ataque. No necesitan pelo, sangre ni ninguna otra cosa para encontrar a alguien. Por eso no estoy muy segura de la eficacia de nuestra protección contra su adivinación.

Miré a Leif muy serio.

—Esa tontería que te he dado no te salvará de un ataque así —le dije—. Sólo funciona con el fuego del infierno cuando te lo lanzan habiendo línea de visión. Así que las campanas tañen por ti, amigo mío, si es que permitimos que tañan. Te consumirás como una bengala.

—Entonces, ¿la eficacia de nuestra defensa depende de lo rápido que nos libremos de ellas? —preguntó Leif.

—Eso es.

—¿La comparación con una bengala es precisa? ¿Qué pasa si logran su objetivo?

Le transmití la pregunta a Malina, disculpándome por pedirle detalles sobre la muerte de Waclawa.

—En eso no puedo ayudarle —me contestó—. No vimos cómo sucedió; nunca lo hemos visto. Sólo vemos las consecuencias. En este caso, recibimos el informe del agente Geffert.

—¡Geffert! —exclamé—. ¡Sabía que había oído ese nombre en algún sitio! Fue a verla a su piso, ¿verdad?

—Sí. ¿Lo conoce?

—Es el mismo que me ha estado molestando últimamente. Tiene su pelo en uno de los botes, ¿no?

—Sí —me confirmó Malina.

—Muy interesante. Podría resultar útil más adelante. Pero mire, respecto a ahora, nos moveremos rápido en cuanto estemos allí. Lanzaremos un par de granadas por las ventanas y, con un poco de suerte, así acabamos con unas cuantas. Después entraremos al piso de abajo.

—¿Ha dicho granadas?

—Sí, tenemos un par de lanzamisiles antitanque de mano, así que empezaremos con una explosión. Espero que su ilusión óptica resista las explosiones.

—¿Se puede saber dónde ha conseguido un lanzamisiles antitanque de mano?

—Los venden en un garaje al otro lado de mi calle —respondí.

Colgamos, para que Malina pudiera transmitir las novedades a sus hermanas. Leif hizo una llamada a Antoine, el líder de los necrófagos carnívoros de la zona, cuando ya salíamos por la autovía de Santan y nos dirigíamos al este hacia Gilbert Road.

—Antoine, voy a llegar a un bufet libre dentro de muy poco. Mete a los chicos en el camión. Es un edificio de tres plantas en la esquina de Gilbert con Pecos. En la carta hay veintidós brujas, algunas embarazadas de retoños de demonio.

Yo no tenía tan buen oído como Leif y no era capaz de escuchar todas y cada una de las palabras, pero por su tono de voz, Antoine parecía contento.

Después de salir de la autovía, en el extremo sur de Pecos, los edificios empezaron a mirarnos desde lo alto, si es que puede decirse que ningún edificio de Gilbert mire desde lo alto de nada. El área metropolitana de Phoenix tiende a crecer en extensión más que en altura, y que en aquel barrio de las afueras hubiera edificios de tres plantas era señal de que habría oficinas más o menos lujosas. Esa construcción se había concebido para que albergara varias empresas, pero con la llegada de la crisis no tuvo ni un solo inquilino. En cuanto a la arquitectura, tenía enormes paredes de cristal reforzadas cada cierto espacio con columnas de bloques de cemento. En algunas se apoyaban estructuras en forma de cuña que eran unas placas de yeso pintadas y rugosas, que daban cierta modernidad desenfadada al edificio y rompían la frialdad de la estructura cuadrada. La luz de las farolas revelaba que la mayoría de los elementos compactos estaban pintados en beis, gris y verde salvia; mientras que las cuñas eran del mismo color que los tomates secados al sol.

El edificio se encontraba en el extremo de la calle y al sur tenía un aparcamiento desierto. Aparcamos allí y no cabía duda de que nos habrían visto tan sólo con que contaran con el instrumento de vigilancia más rudimentario posible. La única entrada daba al aparcamiento, hacia la izquierda. Leif y yo nos pusimos los lanzamisiles al hombro y advertimos a las damiselas polacas que se mantuvieran alejadas de la parte trasera de las armas, en la retaguardia. Malina repuso que no nos preocupáramos; en ese mismo momento, ellas iban a separarse y a rodear el edificio lo mejor que pudieran. Lo único que teníamos que hacer era apuntar alto, para que no estuvieran en la línea de fuego. Yo elegí la esquina superior izquierda de la construcción, desde donde era probable que estuviera vigilándonos un vigía; y Leif se decantó por una pared de cristal en el tercer piso, a la derecha. Apuntamos con cuidado a través de los visores ópticos, y después apretamos el gatillo a la de tres. Los misiles silbaron por encima de las cabezas de las brujas y primero impactaron con un golpe sordo, seguido al poco tiempo por el estrépito de cristales rotos y la onda expansiva. Eso captaría su atención.

—El tiempo ya ha empezado a correr. Van a venir a por nosotros con ese maleficio, seguro.

Busqué a tientas las dos espadas en el maletero y adiviné por el tacto cuál debía de ser Fragarach. Me la crucé a la espalda y a Leif le di Moralltach.

—Vamos a dejarlas camufladas para que sea una sorpresa. En cuanto estén cubiertas de sangre, serán visibles, pero las dos primeras tipas a las que hiramos se preguntarán de dónde salen las estocadas.

Leif soltó una risita y pasó el brazo por la cinta.

—¡Hurra! —exclamó.

Teníamos que correr más de cincuenta metros para llegar hasta el edificio, porque habíamos aparcado un poco lejos. Ambos desenvainamos las espadas y avanzamos, y yo además me saqué una granada del bolsillo. A medida que corría, sentía el arranque de la locura de la batalla, una mezcla de adrenalina y testosterona, y cómo se me agudizaban los sentidos. En los viejos tiempos, los celtas se lanzaban a la batalla desnudos, vistiendo nada más que un torque al cuello. Yo ya había combatido así muchas veces —de hecho, la última hacía muy poco tiempo—, y había descubierto que corría más rápido cuando no llevaba los atributos agitándose entre las piernas. En esa ocasión llevaba incluso zapatos, porque de todas formas era imposible que pudiera conectarme con la tierra en aquel lugar. Todo mi poder mágico estaba guardado en el talismán del oso, y mi esperanza era que no hubiera necesidad de recurrir a él. Fragarach tendría que hacer el trabajo por mí.

Cuando llegamos a la entrada —dos puertas de cristal grandes con pomos de metal satinado—, sólo vimos el vestíbulo vacío. Las paredes eran de granito oscuro y había dos pasillos al fondo; lo más probable era que uno llevara a la escalera y el otro a los ascensores. Leif estaba preparado para romper el cristal con el puño, lo que sin duda habría sido un modo muy efectista de anunciar nuestra llegada, pero le pedí que esperara. Si me concentraba un poco y gastaba un poco de magia, podía abrir la puerta haciendo un amarre con el cerrojo en la posición de abierto. Después tiré de la anilla de la granada con los dientes, abrí la puerta sin hacer ruido y lancé la granada al pasillo del fondo a la derecha, donde imaginé que estarían los ascensores y quien fuera (o lo que fuera) que nos esperase allí emboscado. La granada rebotó en la pared trasera y, gracias al ángulo que llevaba, desapareció por el pasillo. Así estaríamos a salvo de la metralla una vez estallara.

Explotó sin problemas, pero no se oyó ningún grito consternado. Entramos y avanzamos arrastrando los pies, con las espadas levantadas en posición defensiva.

—¿Hueles a alguien? —le pregunté a Leif.

El vampiro sacudió la cabeza.

—En este piso, no. Sólo huele a polvo.

Eso me relajó un poco, y por esa misma razón casi me convierto en puré de druida. De lo alto cayó una columna enorme de basalto, mientras yo andaba concentrado en el pasillo cubierto de polvo. Únicamente gracias a mi visión periférica y a mis reflejos, pude echarme a un lado a tiempo. La estructura se derrumbó con mucho ruido sobre el suelo del vestíbulo, las baldosas quedaron destrozadas y llovieron las esquirlas de cerámica. Pero entonces la columna de basalto no se quedó quieta, como se espera de una piedra. Se movió, hacia atrás y hacia arriba, hasta que me di cuenta de que estaba unida a algo mucho más grande que se cernía sobre la nube de escombros. En concreto, se trataba del torso de un golem de basalto gigantesco, con los ojos como luces piloto clavados en lo profundo de la roca que hacía las veces de cabeza.

—¡Tienes otro detrás! —gritó Leif.

Y volví a rodar por el suelo justo cuando un segundo brazo enorme trituraba las baldosas sobre las que yo había estado un segundo antes, convirtiéndolas en totopos de cerámica. Aquél estaba esperando en el otro pasillo, vigilando el acceso a la escalera. Yo estaba apoyado contra otra pared de cristal en la que se abría una única puerta. Al otro lado se extendía una sala amplia y sin rematar. Con el suelo desnudo de hormigón, sin ningún tabique y los conductos del techo al descubierto, nos ofrecía espacio más que de sobra para esquivar a un par de golems.

—¡Necesitamos espacio! —grité, y me puse de pie como pude para empujar la puerta de cristal que llevaba a la sala.

Estaba abierta, pues no había nada que robar allí. Leif entró a la carrera justo detrás de mí y un segundo después los golems de basalto hicieron añicos la pared de cristal, persiguiéndonos. Sentí que se me clavaban algunas esquirlas en el chaleco antibalas y una me hizo un corte en el brazo izquierdo, pero no le presté atención mientras corríamos a toda prisa para poner un poco de distancia entre nosotros y los golems. En aquel edificio lo que sobraba era espacio para correr; calculé que serían casi unos dos mil metros cuadrados.

—Estos guardianes de piedra podrían suponer un problema —dijo Leif con ironía. Se movían con la misma elegancia y sigilo que un desprendimiento de tierras, los chirridos terrosos de sus articulaciones anunciaban el ruido atronador que hacía cada uno de sus pasos—. Carecen de venas jugosas que yo pueda desgarrar, las espadas no los traspasan y no van a detenerse a menos que nos vayamos.

—Tonterías —contesté—. Los golems no son más que hechizos cabalísticos… —Me quedé callado, al darme cuenta de que yo podía tener, literalmente, el toque mágico que necesitaban. Con mucho trabajo, podía deshacer la roca en los elementos que la componían, pero eso requería un tiempo con el que no contaba y una energía que no quería gastar. Disponía de una solución mucho más sencilla, gracias al rabino Yosef—. Oye, quiero intentar una cosa. Escoge a uno de los dos y carga contra él. Basta con que trepes hasta su cara o algo así, para que no me mire a mí. Yo lo remataré.

—¿Cuánto tiempo necesitas?

Leif frunció el ceño. Nos acercábamos muy rápido al extremo oriental del edificio y en poco tiempo tendríamos que volvernos y enfrentarnos a los golems de todos modos.

—Un segundo o dos, nada más —le expliqué, con el estruendo de los dos monstruos a nuestra espalda—. No dejes que te coja. Si justo después puedes hacer lo mismo con el otro, mejor que mejor.

—Vale. Allá voy.

Giró sobre un pie y pegó un salto hacia el golem que estaba más cerca, al tiempo que lanzaba uno de esos gritos roncos y sibilantes de los vampiros con los que anuncian a sus víctimas que no son más que un batido andante. Puso un pie con gran habilidad en la rodilla del golem y pegó otro salto hasta la cabeza. Le clavó el codo en la nariz y consiguió desprender unas cuantas piedrecillas, antes de impulsarse con el brazo por encima de la cabeza. Leif se quedó colgando con una sola mano del cráneo de piedra volcánica, llena de agujeros, hasta que el golem empezó a sacudirlo con los brazos. Eso también distrajo al segundo golem, que se desvió para intentar golpear a Leif, que colgaba de la espalda de su hermano. Aquélla era mi oportunidad. Me lancé hacia delante y apoyé la palma de la mano sobre el muslo del primer golem. Un momento después, dejó de revolverse y sus ojos se apagaron. El hechizo cabalístico se había desactivado al entrar en contacto con los conjuros unidos a mi aura. El monstruo cayó pesadamente hacia atrás, justo cuando Leif se separaba de él de un salto. El segundo golem seguía concentrado en Leif así que sólo tuve que ir corriendo detrás de él y repetir el proceso. Con sólo tocarlo un momento en la corva de piedra, fue suficiente para que cesara de moverse y se desplomara encima de su hermano.

—Por Hécate, ¿cómo has hecho eso? —quiso saber Leif—. Creía que íbamos a estar esquivándolos todo el tiempo.

—Pregúntate mejor cómo consiguieron crearlos las Hexen. No son cabalistas. De hecho, durante la guerra los mataban. Oh. Ésa es la respuesta. Robaban los hechizos de sus víctimas.

—Me lo cuentas luego —dijo Leif—. El tiempo corre.

—Vale. ¿Crees que podrías lanzar la cabeza de un golem a través del techo y abrir un agujero para que podamos subir al segundo piso? No me apetece volver ahí —hice un gesto hacia el lado occidental del edificio— y ascender por una escalera llena de trampas.

—A mí tampoco. Déjame ver cuánto pesan.

Yo podía tener tanta fuerza como Leif, si estaba en contacto con la tierra. Una vez lo habíamos comprobado, echando un pulso en un parque. Pero en ese momento tenía que ser él quien jugase a ser un Hércules, pues yo andaba escaso de magia. Levantó la cabeza del segundo golem, que debía de pesar su buena media tonelada, o más, y la sopesó en una mano. Parecía que le costaba tanto esfuerzo como a un malabarista manejar una uva.

—¿Y si la tiro en oblicuo y después lanzamos una granada?

—Un plan excelente —convine, sacando una granada—, pero luego también tendrás que impulsarme a mí por el hueco. Los druidas no saben saltar.

Sin decir nada más, Leif tiró la roca contra el techo. Se sintió un temblor tremendo, chirriaron las piezas retorcidas de acero y la piedra por poco atraviesa también el tercer piso. Me alegré de que no fuera así, porque no me seducía nada la idea de que las Hexen empezaran a dispararnos al azar.

Arranqué la anilla y arrojé la granada por el agujero, en dirección al hueco del ascensor y de la escalera, hacia el oeste, donde suponía que se concentraría la defensa de esa planta. En una zona tan abierta, la granada podía provocar daños enormes.

Por desgracia, con la explosión sólo murió una de las criaturas que nos estaban esperando. Leif me lanzó por el hueco, con la espada desenvainada, y al aterrizar de forma poco elegante me encontré con siete carneros demoníacos ensangrentados y furiosos, que venían de la escalera. Tenían cabeza de cabra, cuernos retorcidos y pezuñas hendidas, su torso y sus brazos eran como los de los espartanos de 300 y ni un millón de botes de Visine les quitaría el rojo de los ojos. Iban armados con lanzas, pero me fijé en que también llevaban unos cuchillos largos colgados en el costado derecho. No tenían disciplina; deberían haberme atacado en formación de cuña. El fuego frío estaba descartado, pues ninguno de nosotros estaba en contacto con la tierra. Tendría que despacharlos según el método tradicional.

A la vez que me lanzaba contra ellos, los conté rápidamente y me salieron ocho —siete, más uno que se estaba convirtiendo en un líquido asqueroso en el hueco de la escalera—; y habían sido ocho demonios, según nuestro primer cálculo, los que habían fecundado a die Töchter des dritten Hauses.

—¡Vamos, cabrones con cuernos! —grité, al tiempo que apartaba la punta de la espada del primero y después le clavaba la espada en la garganta.

Sus ojos a punto de salírsele parecían querer decir que no le parecía justo. Él había creído que atacaba a un hombre desarmado. Me fui hacia la izquierda dando saltitos, para obligarles a volverse y frenarlos. Los dos siguientes hicieron aparecer en su mano una bola de fuego del infierno con mucho escándalo y me las arrojaron a la vez que intentaban girar hacia mí.

Me abalancé directamente sobre ellos, sin prestar atención a las llamas de las que me protegía mi amuleto, y decapité a ambos con un solo movimiento. Fue entonces cuando los demás se dieron cuenta de que iba armado y se acercaron más despacio, con movimientos más cautelosos y tratando de rodearme, mientras yo retrocedía para esquivar las puntas de sus lanzas. Leif saltó por el agujero y aterrizó detrás de ellos. Dos más derribados. Cada uno de los dos que quedaban fue a por uno de nosotros. Uno de ellos me tiró la lanza al cargar contra mí. Me agaché para esquivarla y un momento después ya lo tenía sobre mí, con el cuchillo largo dispuesto. Ambos nos aferramos al brazo con el que nuestro enemigo manejaba la espada, al mismo tiempo que me derribaba. Rodamos por el suelo, ambos intentando ganar un poco de ventaja.

Sentía en la cara su aliento caliente —abrasador, de hecho— y aquellos músculos prominentes no eran ilusiones ópticas. Necesitaba absorber un poco de la fuerza del amuleto del oso si quería mantenerlo controlado.

—¡Tú mataste a mi padre! —exclamó con una voz atronadora de bajo profundo—. ¡Prepárate para morir!

—¿Íñigo Montoya? ¿Eres tú? —Por un momento, no tenía ni idea de a quién se estaba refiriendo, hasta que me di cuenta de que debía de estar hablando del carnero grande que se había escapado en la batalla de la Cabaña de Tony—. Ah, ya sé de quién me hablas —dije, mientras forcejeábamos—. Oye, que yo no lo maté. Fue Flidais, lo juro. La encontrarás en Tír na nÓg, o le puedo mandar un mensaje si quieres. ¿No?

Moralltach le cortó de un tajo la columna vertebral antes de que pudiera responderme, y cayó inerte sobre mí.

—Uf. Gracias —le dije a Leif, cuando me quitó el cadáver de una patada.

El demonio ya había empezado a reblandecerse y a deshacerse en una especie de lodo. Leif también se había encargado de que el otro carnero volviera al infierno.

—Venga, levanta —contestó mi abogado, impaciente—. Recuerda, el tiempo.

—Yo creo que ha dejado de correr. Me parece que estos tipos eran los demonios que se necesitaban para el ritual. Mira esa pared de ahí. —Señalé unas runas que brillaban con luz tenue, alrededor del hueco de la escalera—. Y fíjate en esas marcas en el suelo. Estos carneros estaban ligados a este lugar y, a juzgar por la cantidad de basura que se ve, llevaban aquí un tiempo.

—En el piso de arriba podría haber más —señaló Leif.

—Tienes razón. Más vale prevenir que curar.

—¿Cuántas granadas te quedan?

—Tres.

—Muy bien. Seguiremos el mismo procedimiento que antes —dijo Leif. Envainó a Moralltach y fue hasta donde había caído la cabeza del golem, que estaba hundiendo el suelo de forma peligrosa—, pero esta vez no te guardes nada.

Ya estaba a punto de lanzarla desde donde estaba, cerca del centro del edificio, pero le sugerí que tal vez fuera mejor que volviéramos un poco hacia el este y siguiésemos desde allí.

—Yo tiro todas las granadas hacia los ascensores y las escaleras, para despejar la parte del medio y, cuando subamos, primero nos aseguramos de que queden limpias las esquinas del fondo, para que no puedan atacarnos por la espalda. Si son listas, estarán apostadas en algún sitio por las esquinas.

—Por mí, guay —contestó el vampiro con gran formalidad, lanzando arriba y abajo la roca de media tonelada, como si fuera una pelota de tenis, mientras iba hacia el otro extremo del edificio caminando a mi lado.

—¿Ahora intentas ser molón, Leif, ahora? ¿En serio?

—Soy la hostia, tío, a tope.

—No. No me malinterpretes, lo que quiero decir es que estás haciendo un esfuerzo enorme, pero todavía tienes que pulir algunos detalles. Y tu tono de voz es tan formal, siempre parece que estás elogiando los postres de la cena del duque. Nadie se tragaría nunca que eres un tío de barrio. Pero ya nos ocuparemos de eso más tarde. Ahora mismo ahí arriba hay unas brujas que están esperando su merecido.

—¡Que las joroben! —chilló el vampiro, agitando el puño. Pronunció cada sílaba con mucha claridad y proyectó la voz desde el diafragma, como si fuera un cantante de ópera profesional.

—Es «que las jodan», no «que las joroben»; pero sí, Leif, vamos allá, ¡abajo con ellas!

Leif se detuvo y arrugó la frente.

—¿No querrás decir «arriba con ellas»?

—No. Mira, si dices que arriba con algo, estás animando; pero si dices que abajo con algo, quieres acabar con ello.

—Aaaah. Pensaba que lo decías en un sentido literal.

—Discúlpame, por favor. Vamos arriba con ellas de forma literal, para que se cumpla un abajo con ellas figurado.

Leif tiró la roca hacia arriba. La lanzó con tanta fuerza que traspasó el tercer piso y, además, salió disparada por el tejado. No sé dónde cayó. Yo tiré las tres granadas a continuación, una a la izquierda, otra el centro y otra a la derecha y esperé a que explotaran. En cuanto lo hicieron —y esa vez oímos gritos y el ruido de más cristales haciéndose añicos—, Leif me impulsó a través del agujero y aterricé en el piso superior mirando hacia la esquina nordeste.

Allí me esperaba una bruja, como habíamos imaginado, y además resultó ser la castaña que había matado a Perry, a la que yo le había roto la nariz en casa de la viuda. Nada de intentar atacarme con un hechizo: me apuntaba con una pistola y empezó a dispararme sin más ceremonias, mostrando los dientes en una mueca cruel. Me tiré al suelo y encogí las piernas, mientras me protegía la cabeza con los brazos, y dejé que el chaleco antibalas se llevara todos los impactos. Pero el silbido de una bala a la izquierda de mi cabeza y el intenso escozor me anunciaron que me había hecho una herida superficial. Sentí la sangre caliente que me bajaba por el cuello y unos golpes fuertes en la espalda, y entonces una bala me atravesó el muslo izquierdo, antes de que la bruja tuviera que recargar siquiera. Bloqueé el dolor de la pierna y empecé a cerrar la herida con un poco del poder que tenía almacenado, aunque tuve que soportar el pinchazo punzante de la espalda y el escozor de la cabeza, mientras me ponía de pie. Levanté una mano para palpar la herida y me di cuenta con angustia de que me había arrancado la oreja izquierda. Con el subidón de adrenalina, no me había dado cuenta de la gravedad de la herida.

—¡Maldita seas, por los dioses, mira lo que has hecho! —grité. Ella se peleaba con el segundo cargador y yo me abalancé, con Fragarach desenvainada—. Si quiero que me crezca de nuevo, ¡tengo que soportar el sexo más terrorífico que uno pueda imaginarse! ¡Agh!

La bruja trataba de recargar la pistola, desesperada, pero aquel irlandés chiflado que se abalanzaba sobre ella con la espada cubierta de sangre negra de demonio ejercía una influencia negativa en su capacidad motriz. Con tan pocos miramientos como ella se había molestado en tener conmigo, le hundí Fragarach en el vientre hasta que asomó por el otro lado y raspé con la punta la pared de cristal. Se le cayeron de las manos la pistola y la munición, y de entre los labios se le escapó un suspiro profundo y suave. Giré la espada y se oyó un grito borboteante que me dejó mucho más satisfecho. Yo no soy de los que van anunciando «¡Esto es por esto y lo otro!» cuando doy su merecido castigo al enemigo, pero en ese caso tuve una tentación muy fuerte de decir algo. Sin embargo, ¿para qué molestarse? Ella sabía lo que había hecho. Envejeció ante mis ojos, al tiempo que le abandonaba la vida y su fachada superficial se deshacía. Tiré de Fragarach y le corté la cabeza, para asegurarme de que no volvía a ponerse en pie.

A mi derecha, Leif ya había subido y andaba peleando con alguien en la esquina más suroriental. Ojalá siguieran sin saber lo que era e intentaran atacarlo con el hechizo necrótico. Quizá, antes de que se las quitara de delante de un tajo, tuvieran tiempo de darse cuenta de que no se puede detener el corazón de un hombre que ya está muerto.

Todavía no había venido nada a atacarnos desde donde habían explotado las granadas, pero me di la vuelta para cerciorarme y descubrí que había un montón de polvo flotando y cascotes, así que era imposible adivinar lo que nos esperaba al otro lado. Me llamaron la atención unos destellos de color violeta provenientes de la calle. Bogumila estaba enfrascada en una batalla mágica contra un hombre de barba tupida que iba vestido según las normas hasídicas. Las luces salían de ella; tenía la mano derecha levantada por encima de la cabeza y alrededor se arremolinaba un toroide de color morado y lavanda que formaban un cono que la protegía.

La luz iluminó la cara del hombre: era el rabino Yosef Bialik, sin duda. Por fin había dado con una bruja. El problema era que estaba luchando contra la que no era. Su definición tan radical de lo que era blanco y lo que era negro le hacía atacar a amigos y enemigos, indiscriminadamente.

Por mucho que hubiera querido, no estaba en posición de ayudar a Bogumila, y no lo estaría hasta que no despejara aquel piso. Tenía que empezar a contar: la castaña ya había caído, quedaban veinte. Me alejé de la ventana de mala gana, para ver si podía ayudar a Leif a dejarnos las espaldas cubiertas antes de seguir avanzando. No había dado más que un par de pasos cuando le vi cortar a una mujer en dos mitades limpias con la ayuda de Moralltach. Mientras el tronco de la bruja se separaba de sus caderas y las dos mitades caían al suelo, Leif se volvió con un movimiento brusco, pues había notado que me acercaba, y sonrió al verme.

—Bonita oreja —me dijo—. ¿Quieres que te lama las heridas?

—Cierra la boca. ¿A cuántas te has cargado?

—A dos —contestó, haciendo un gesto hacia otro bulto inmóvil, ahora arrugado y gris, que tenía detrás.

—Vale, tres menos. Vamos. Tenemos que contarlas para asegurarnos de que acabamos con todas.

Activé mi descodificador feérico y escudriñé a través de la nube de polvo, en dirección oeste. Había unas figuras moviéndose en el lado más alejado, cerca del hueco de la escalera, apenas visibles a través de la niebla asfixiante. El aire que entraba por las paredes de cristal rotas al norte y al sur formaba una corriente que estaba despejándola un poco, pero tendrían que pasar unos minutos antes de que la visibilidad fuera buena.

«Figuras oscuras», había dicho Morrigan. Sí que iba a luchar contra unas figuras oscuras. Bueno, una de ellas no era humana, se distinguía el aura demoníaca. Me di cuenta de que, donde estaban, era fácil que se hubieran protegido de los lanzacohetes que habíamos utilizado y también de las granadas, si las habían oído rebotar en el suelo. Me agaché, tomé una bocanada profunda de aire y me adentré en aquella bruma sucia, suponiendo que Leif vendría detrás.

Por el suelo había diseminados cuerpos ensangrentados y desmembrados, brazos putrefactos y rodillas nudosas dobladas en posturas imposibles; todos los encantamientos se habían borrado con la muerte. Más tarde haría el recuento. Delante de mí podía ver diez siluetas, reunidas en un círculo amplio. Algunas estaban sentadas en el suelo, entonando algo en voz baja, y casi todas mostraban signos reveladores del infierno. En cuanto procesé aquella información, eché a correr: las que estaban sentadas estaban en pleno ritual y el resto las estaban protegiendo, porque casi habían terminado. No tenía la menor idea de cuál era su objetivo, pero no quería que muriera nadie de nuestro bando sólo porque yo no había sido precavido.

Tan rápido como pude, conjuré un hechizo de camuflaje para mí mismo, porque recordé que durante la guerra no habían podido ver a través de él. A partir de ese momento, mi capacidad de reflexionar casi desapareció por completo y me convertí en una extensión de mi sistema endocrino.

Una de las figuras que estaba de pie —una silueta de mujer— tenía un arma automática y me oyó acercarme sobre los escombros. Disparó unas doce veces hacia donde yo estaba, sin apuntar; vi los fogonazos en la boca del arma, a la vez que sentía que las balas me sentaban de culo. Me quedé sin respiración, aunque me sentí afortunado por que mi vecino fuera un traficante de armas. A continuación, la mujer vio a Leif acercándose y descargó la pistola contra él, pero a él las balas le resultaban tan molestas como las picaduras de una abeja. Y, de todos modos, muchas rebotaron en el peto metálico. Dejé que él se ocupara de los guardianes, porque eran las figuras sentadas que estaban en pleno ritual las que tenían que morir en ese mismo instante.

Me puse de rodillas, agarré la empuñadura de Fragarach con ambas manos y la levanté por encima de mi cabeza, para lanzársela al primer cráneo que tenía a tiro. La espada voló certera, se clavó en la nuca de la bruja y le salió por la boca, hasta que la guarda la frenó. Leif decapitó a la del arma casi a la vez y le estaba amputando el brazo a otra guardiana, a la altura del codo, cuando se desató un pequeño infierno.

Detener un ritual demoníaco que está en pleno proceso suele acarrear consecuencias terribles para quienes participan en él, y eso le pasó a las Hexen. En vez de terminar el maleficio que iba dirigido a Malina o a alguna otra hermana de las Tres Auroras, las dos brujas que quedaban —una de ellas echada de espaldas, con las piernas abiertas— ardieron al instante en el mismo fuego abrasador que intentaban invocar. Entre esas llamas se alzó un demonio con forma de carnero enorme, más grande que los que habíamos visto en el segundo piso. Estaba riéndose de buena gana, porque lo habíamos sorprendido in flagrante delicto y la muerte de las brujas lo libraba de ataduras, le concedía la libertad en este plano. Todos, incluyendo a Leif, dejaron lo que estaban haciendo para ver qué iba a hacer él. El carnero nos observó a todos —a él no le engañaba con mi camuflaje— y llegó a la conclusión de que no le apetecía enfrentarse a nosotros; podía pasárselo mucho mejor en otras partes, donde la gente no podía defenderse. Volvió la cabeza hacia el norte y la bajó, antes de abrir otro agujero en la pared de cristal y tirarse a la calle. Extendió las pezuñas en la caída, para amortiguar el golpe con sus fuertes ancas.

Una huida así era justo lo que estaba esperando el aquelarre polaco. Me arrastré hasta el borde del edificio para asomarme abajo; Malina había tomado posiciones en la esquina noroeste y, a pesar de que había visto que estaban atacando a Bogumila en la esquina nordeste, no había abandonado su puesto, para que no pudiera escaparse algo como aquel carnero.

Lo atacó con ferocidad y tan deprisa como pudo, para acudir corriendo en ayuda de Bogumila. Gritó algo incomprensible en polaco, alzó con fuerza la mano derecha, en la que no tenía nada, y fue como si de la mano le saliera una especie de látigo rojo luminoso. Lo hizo chasquear con maestría antes de enroscarlo alrededor de las patas del carnero, que ya intentaba perderse en la oscuridad. El demonio aulló y lanzó una llamarada por la boca al caer sobre el asfalto de Pecos Road, pero Malina no había terminado. Gritando algo más en polaco, sacudió el mango del látigo con un movimiento que se transmitió hasta el extremo del suelo, describiendo una onda senoidal. Cuando llegó a las patas del carnero, la onda lo levantó por los aires, chillando, como si fuese tan ligero como un colibrí. Malina giró la muñeca y soltó el látigo, que voló en espiral tras el carnero y lo atrapó como si fuera una constrictor. El animal baló desesperado y, un segundo después, explotó en el aire. Se vio un anillo de fuego impresionante, naranja y verde.

La prueba de la destrucción del carnero subió hasta donde estábamos, un tercer piso, y detrás de mí oí unos cuantos gritos ahogados ante aquella demostración de poder de Malina. Me reí y me volví para mirar hacia las brujas alemanas.

—Me parece increíble que empezarais toda esta mierda contra ella, cuando no contáis más que con un truquito. Ella sabe sacar látigos de fuego del mismísimo aire —les dije en su lengua.

Siempre había sospechado que el aquelarre de Malina se guardaba unos cuantos hechizos serios bajo esas mangas de diseñador, pero hasta ese momento no habían tenido la oportunidad de demostrarlo. En la Cabaña de Tony, las manzanas podridas del grupo se habían enfrentado a hombres lobo y nada que supieran arrancar del aire les habría sido de ayuda contra la manada de Tempe, a no ser que fuera plata.

Las Hexen no estaban muy seguras de dónde salía mi voz, así que eché un vistazo más a Bogumila y el rabino Yosef antes de terminar lo que habíamos ido a hacer. La barba del rabino parecía mucho más larga de lo que era, y también se movía mucho más, pero por lo visto la espiral violeta de Bogumila la mantenía a salvo por el momento.

He oído que la gente que está a dieta siempre dice que los últimos cinco kilos son los más difíciles de perder. Resulta que, como en uno de esos enigmas que sacan de quicio a los sabios de barba blanca, las últimas cinco brujas también son siempre las más difíciles de matar.

Mientras yo había estado preocupándome por la suerte de otros, una bruja se me había acercado con gran sigilo y me estampó un puñetazo a traición en toda la mandíbula, como en el disco de Pantera Vulgar Display of Power. Estaba claro que mi camuflaje había fallado. Perdí varios dientes y sentí en la boca el sabor a sangre, cuando me golpeé la cabeza contra el cristal y me desplomé en el suelo. Recibí un par de patadas crueles en el abdomen, antes de que me diera tiempo a procesar siquiera el dolor que sentía en la cabeza y a valorar el daño sufrido. Es probable que el chaleco antibalas fuera lo que me librara de un par de costillas rotas, porque los golpes se oían tan fuertes que me recordaron los efectos sonoros de las películas de los hermanos Shaw. Se me empezó a nublar la vista y miré desesperado a mi atacante. Su cara podía haber sido perfectamente una de esas señales amarillas que la gente pegaba en el coche; en la suya se leía «DEMONIO A BORDO». Los ojos enrojecidos y el aliento abrasador y pestilente que le salía de la boca anunciaban que no se andaría con bromas en eso de acabar conmigo. Consiguió endosarme otra patada, mientras yo bloqueaba el dolor de la cabeza y potenciaba mi velocidad, una aceleración de la función neuromuscular que siempre utilizaba para mantenerme a la altura de Leif en nuestras sesiones con la espada. Después de eso no iba a quedarme demasiada magia en el talismán del oso, pero esperaba que me ayudara a salir de donde estaba metido.

Cuando la bruja ya iba a darme otra patada en la cabeza, apoyé las manos y estiré una pierna para pasarle el pie por debajo y hacerle perder el equilibrio. Me incorporé de un salto y me dio un pequeño mareo, al tiempo que la bruja caía al suelo, dando gritos. Retrocedí hacia el oeste, aprovechando el tiempo que ella necesitaba para volver a ponerse en pie, y durante esos pocos segundos valoré la nueva situación táctica.

A aquellas cinco Hexen les faltaban meses para que les saliera un bebé demonio por entre las piernas, pero daba la impresión de que estuvieran disfrutando ya de todas las ventajas de dar a luz a un carnero. Quizá la repentina muerte de sus pequeños había agudizado sus cualidades. Tenían más fuerza y velocidad, sus sentidos veían a través de mi camuflaje y estrenaban la capacidad de lanzar fuego del infierno. Las otras cuatro brujas estaban ocupadas arrojando bolas naranjas de ese fuego, furiosas, a Leif. Él las esquivaba por instinto, retrocediendo hacia el este, pues delante de tanto fuego no recordaba o no confiaba en que el talismán que le había dado lo volviera incombustible.

Fragarach seguía clavada en la cabeza de una bruja muerta y si hubiera tenido tiempo, habría podido crear un amarre entre la piel de la empuñadura y la de mi mano y así habría venido volando hacia mí, como en uno de esos pasos de Skywalker. Sin embargo, mi atacante no parecía dispuesta a darme esa oportunidad. Se abalanzó contra mí lanzando un grito furioso, con las manos extendidas. Se veía claramente que sus dedos se estaban transformando en garras negras. Con esas garras me alcanzó el estómago, y menos mal que di un paso atrás en vez de confiar en que el chaleco antibalas las pararía, porque arrancó las dos primeras capas como si fueran de papel. Prefería no saber lo que esas garras eran capaces de hacer con unos intestinos, mucho menos con los míos.

No podía plantar cara a esas armas sin más ayuda que mis manos vacías. Mi contrincante no llevaba ropa de piel como muchas de las otras brujas. Todo lo que vestía era sintético, fibras muertas y ajenas a la naturaleza, así que no podía hacerla girar ni empujarla con un amarre. Lo mejor que podía hacer era quitarme del medio y esperar una ocasión para recuperar la espada.

Pero entonces la bruja describió un círculo y me cortó el paso. Detrás de mí se abría el extremo occidental del edificio y ahora a la izquierda me quedaba una peligrosa caída, pues estaba a la altura de la pared de cristal por la que se había arrojado el carnero. La bruja se abalanzó sobre mí, con una sonrisa malvada. Me intentó alcanzar en la cabeza y eso me obligó a retroceder hacia el borde de la ventana. Otro amago que esquivé agachándome, antes de escabullirme por la derecha, hacia la pared occidental. Pero fue rápida y me propinó una patada que me acertó de lleno en la oreja izquierda, sanguinolenta. Sentí un estallido de dolor que me lanzó tambaleante a la esquina. A través del pitido y el zumbido que me embotaban, oí los ecos de su risa. Por lo visto me tenía donde me quería tener: en el suelo, sin ningún sitio al que escapar.

Me rodearon las llamas, sábanas infladas de fuego como si una colada infernal estuviera secándose en el viento seco, y yo también me eché a reír mientras intentaba incorporarme dolorido, en medio de todo aquello. Hacía calor, no iba a negarlo, pero el amuleto me protegía. Me concentré —una tarea difícil, tal como me daba vueltas la cabeza— y busqué a mi contrincante a través del fuego. No estaba a más de metro y medio, el fuego le salía de las manos y un gesto demoníaco le deformaba el rostro. Me arrastré más cerca de ella, coloqué el pie izquierdo con cuidado —y me estremecí a causa de la herida en el muslo—, y después le lancé una patada karateka clásica al vientre, justo donde crecía el pequeño demonio, en su centro de gravedad. Retrocedió tambaleante, con un gruñido, y dejó de brotar fuego de sus manos. No cayó al suelo, sino que se quedó inmóvil unos segundos, confusa porque no me veía ni un poquito chamuscado, ni me había derretido. Me deslicé hacia la derecha, porque allí estaba mi espada, y para cuando logró procesar la información, ya le llevaba una buena ventaja. Estaba a punto de echar a correr detrás de mí, ya tenía los músculos tensos, cuando un látigo del infierno encarnado que ya conocía se coló por el agujero de la pared y se le enroscó alrededor de las caderas. La sacó del edificio chillando y ni siquiera me molesté en acercarme a mirar; sabía que Malina terminaría con ella y todavía quedaban cuatro Hexen de las que ocuparse.

Le estaban dando trabajo a Leif, demasiado, para ser justos. Había escapado de su fuego del infierno corriendo por todo el edificio, alrededor del enorme hueco que había abierto con la cabeza del golem y, en ese momento, cuando yo sacaba a Fragarach de la cabeza de la bruja con un «glup», las Hexen habían adoptado la táctica de atacarlo desde diferentes ángulos. El fuego del infierno envolvió a Leif por cuatro sitios y en esa ocasión no pudo hacer nada por esquivarlo. El grito inhumano que profirió hizo que me recorriera un escalofrío por la espalda y por un instante dejé de verlo en el centro de aquella enorme bola de fuego. Al momento reapareció y, aunque la mayor parte de su cuerpo seguía intacta, las mangas abombadas de la camisa de lino se habían prendido. Eso era lo que le estaba dando problemas, pues las llamas le lamían los brazos y empezaban a devorar su carne pálida de muerto viviente, muy inflamable. No vi que tuviera a Moralltach en ninguna mano, debía de haberla tirado por alguna parte. Echó a correr hacia el norte, directo al agujero enorme que había hecho la granada al explotar, y supe lo que pretendía hacer.

—No —le dije en voz baja, consciente de que no podía oírme—, eso es con tierra compacta.

Saltó a la calle desde el tercer piso, envuelto en llamas, seguido de su aullido. Buscaba una zona con tierra para sofocar el fuego. Esperaba que encontrase algún sitio entre el edificio y la acera; se suponía que la pelea no tenía que empujarlo a medidas tan desesperadas. Para apagar esas llamas necesitaba revolcarse sobre tierra seca y arcillosa, y, según recordaba, no tenía muchas posibilidades de conseguirlo.

Y yo tampoco. Ahí estaba yo, un druida con la mandíbula probablemente rota, con una sola oreja, una herida en el muslo y muy poca magia a la que recurrir; enfrentado a cuatro Hexen que se alimentaban de la fuerza de los demonios. Se volvieron como si fueran una sola y me bufaron, pues comprendían que, de alguna forma, había eliminado a una de sus hermanas. Parecían mucho más fuertes y veloces de lo que yo me sentía.

«Bueno —pensé con ironía, mientras levantaba Fragarach y me preparaba para el ataque—, por lo menos cuento con mi espada enorme y poderosa».

Dejaron escapar unos gritos inarticulados, a la vez que se lanzaban a la carrera desde unos treinta metros de distancia. Klaudia eligió justo ese momento para aparecer por la puerta que llevaba a la escalera, empuñando una daga de plata en la mano izquierda y con pinta de haber pegado el polvo del siglo mientras subía. Levantó el brazo derecho por encima de la cabeza —en un gesto que parecía preceder a la mayoría de hechizos que su aquelarre conjuraba en combate— y dijo: «Zorya Vechernyaya chroń mnie od zła». Inmediatamente apareció un cono de luz púrpura que la envolvió, muy similar al de Bogumila, aunque quizá tuviera un aspecto un poco más sólido. Las Hexen detuvieron su carrera y desviaron su atención hacia Klaudia, en la que reconocieron a una de sus viejas enemigas. Dos de ellas soltaron el fuego del infierno que les crecía en los brazos como si fueran flores abriéndose a cámara rápida, pero Klaudia ni se inmutó cuando las llamas chocaron contra la luz púrpura sin encontrar la forma de atravesarla. Las otras dos optaron por insistir en el ataque físico y en ésas fue en las que se concentró.

Sus gestos lánguidos desaparecieron y de repente se movía con agilidad líquida. Se agachó y después giró sobre su pie derecho, mientras le pasaba la daga por los ojos a la primera bruja. Cruzó la pierna izquierda por delante de la derecha, giró y pegó un salto en redondo al estilo de Chun-Li, y la siguiente bruja recibió en toda la cabeza el impacto de una bota primero y el de la otra después. Las dos Hexen acabaron derribadas en cuestión de dos segundos, pero dudaba mucho que estuvieran muertas. El engendro de demonio las curaría en un abrir y cerrar de ojos.

De todos modos, tengo que admitir que me sorprendió; me quedé boquiabierto, incluso. Malina me había dicho que su aquelarre no estaba entrenado para combatir, pero Klaudia acababa de dar una muestra clara de lo contrario. Aunque después pensé que quizá ella fuera la excepción a la regla. Si el lado oscuro de su aquelarre hubiese peleado así de bien en la Cabaña de Tony, aquella noche habrían muerto más de dos hombres lobo.

Sacudiéndome el asombro de encima, me acerqué a ayudar, en el momento en que las dos Hexen caídas se incorporaban y las lanzallamas por fin se daban cuenta de que dentro del cono púrpura no se quemaba nada.

La solución para los enemigos que tienen la molesta costumbre de curarse demasiado rápido es siempre, siempre la decapitación. Ésa es la razón por la que las espadas nunca pasarán de moda. Fragarach se hundió en la garganta de una de las lanzallamas y le propiné también una estocada en el vientre para el pequeño, antes de que se desplomara. Eso hizo recordar a las otras tres que yo todavía andaba por ahí. Además de un tornillo, se les aflojó la mandíbula, pues empezaron a escupir rugidos abrasadores y pestilentes y se abalanzaron todas contra mí, olvidándose por completo de Klaudia. Al fin y al cabo, ella todavía no había matado a ninguna, mientras que yo ya era responsable de la muerte de unas cuantas.

Las últimas tres apenas mostraban signos de haber sido personas. Eran brujas muy, muy viejas y llevaban tanto tiempo vendiendo paquetitos de su alma al infierno que ya no les quedaba más que una sola caja de humanidad, a pesar de que en algún momento debieron tener un almacén lleno. Ahora su cuerpo lo ocupaba otra cosa, algo que les encendía la mirada y hacía crecer garras negras en sus dedos.

Cedí un poco de terreno antes de la carga, balanceando la espada delante de mí en estocadas defensivas. Una y después dos de esas caras malditas desaparecieron de mi vista, seguro que a consecuencia de las tácticas de guerrilla de Klaudia; pero todavía quedaba la última y era más rápida que yo.

Quizá yo me había vuelto más lento. El dolor de todas las heridas se intensificaba, pues no había llevado a cabo ninguna curación; había seguido luchando y era probable que eso hubiera empeorado mi estado. La bruja perdió la mano izquierda, víctima de Fragarach, por intentar atraparme con la derecha. Las garras destrozaron el chaleco a la altura de mi hombro izquierdo y no sólo arrancaron el material, sino que me llegaron a los músculos del pecho. Me caí hacia atrás y ella se aferró a mí para intentar hundir más las garras, girarlas por debajo de las costillas y provocarme daños serios en los órganos. Pero había dejado su costado izquierdo desprotegido y vulnerable. Le hundí Fragarach de lado, a la altura del vientre, aprovechando que la tenía sentada a horcajadas, y di vueltas a la hoja como un loco para asegurarme de que el demonio sentía el metal. La bruja se convulsionó y vomitó sangre antes de que sus ojos se apagaran y su cuerpo se desplomara, inerte. Encima de mí.

El brazo izquierdo no me respondía. Intenté moverlo y un dolor terrible cayó sobre mí. Utilicé la última magia que me quedaba para bloquearlo; era incapaz de pensar, embotado por aquel martirio. Arranqué a Fragarach del cuerpo de la bruja —algo bastante asqueroso— y la dejé en el suelo para poder zafarme de la bruja con la mano derecha. Me senté y miré si quedaba alguna de las Hexen.

Ninguna. Klaudia había destripado a las dos últimas, matando primero al engendro de demonio y cortándoles después el cuello, por si acaso. Ahora que había terminado la batalla, sus conjuros púrpura habían desaparecido y había recuperado sus maneras lánguidas. Éramos los únicos seres vivos en un piso salpicado de cadáveres y, sin embargo, ella lograba que todo pareciera un poco más cool, por el simple hecho de estar ahí. Incluso cubierta de sangre, tenía esa expresión soñadora y abandonada de las modelos de ropa interior.

—Gracias por ayudarme —dije—. ¿Dónde has aprendido a pelear así?

Se encogió de hombros.

—Vietnam.

—Estás de coña.

Sonrió y en sus ojos se iluminó una chispa de picardía.

—Sí.

Me estremecí, pues la adrenalina ya me estaba bajando y se apoderaba de mí el agotamiento. Pero cuando oímos un grito lejano y de repente el resplandor color lavanda que se veía por las ventanas del nordeste empezó a parpadear, echamos a correr hacia la escalera con la esperanza de no llegar demasiado tarde.