Capítulo 23

Leif se presentó en mi casa luciendo un peto de acero y una gran sonrisa.

—No he llegado hasta aquí para luego dejar que un puñado de brujas me claven una estaca esta noche —dijo, apoyándose en su Jaguar con aire despreocupado.

Bajo el peto llevaba una de esas camisas blancas de lino de hace mil años, con las mangas abombadas. Pero no se había puesto renacentista del todo, con bombachos y coquilla. En vez de eso, vestía unos Levi’s y unas botas doctor Martens con un exceso de hebillas.

—Yo creo que te queda otro punto débil —le dije—. Y tenemos que ocuparnos de él.

Su sonrisa desapareció.

—¿Tienen luz solar en una botella o algo así?

—No, pero es probable que dispongan de fuego del infierno. Ocho de ellas llevan un demonio en sus entrañas. Tú eres bastante inflamable, ¿verdad?

—Pues ahora que lo mencionas, sí.

—Yo tengo la solución, te lo presto sólo esta noche.

—De acuerdo. —Le di el talismán de Oberón y lo activé para que le protegiera. Me miró con expresión dudosa, toqueteando el amuleto que le colgaba del cuello—. ¿Este trozo de metal va a evitar que quede reducido a cenizas?

—Sentirás el calor, pero no deberías quemarte.

Enarcó las cejas y puso los ojos en blanco, como si quisiera expresar con la cara lo mismo que uno expresa al encogerse de hombros.

—Está bien. ¿Estamos listos para irnos? —me dijo.

—Antes tenemos que hacer un par de cosas más —contesté, e hice un gesto significativo con la cabeza, hacia la casa que había al otro lado de la calle—. ¿Te acuerdas de mi vecino curioso?

—Por supuesto.

—El otro día dejó caer que en su garaje tiene una granada impulsada por cohete. Me gustaría comprobar si decía la verdad y, si fuera así, liberarle de esa carga por el bien del valle oriental.

Leif no movió la cabeza, pero se le abrieron las fosas nasales.

—Ahora mismo está en casa.

—Ah, sí, y está mirándonos a través de las persianas.

—¿Qué propones que hagamos?

—Tú lo hechizas y haces que me abra el garaje. Yo entro con todo descaro y cojo lo que necesitemos, después le dices que lo olvide todo.

—Si tiene armas militares, deberíamos informar al departamento de armamento.

Suspiré, desesperado, y me pellizqué el puente nasal. ¿Quién iba a creer que un abogado chupasangres de verdad se preocupara por la ley?

—Vale, pero después de que hayamos cogido unas cuantas con las que divertirnos.

Más tranquilo, Leif preguntó:

—¿Ahora mismo nos está mirando? ¿Por la ventana?

Miré por el rabillo del ojo para comprobar si los listones de la persiana seguían separados.

—Sí.

Sin previo aviso, Leif volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente al otro lado de la calle, hacia las persianas. Un par de segundos después, se cerraron del todo.

—Lo tenemos —anunció Leif—. Procedamos. La puerta del garaje debería abrirse en unos segundos.

Cruzamos la calle a grandes zancadas y la pesada puerta empezó a abrirse con mucho ruido. Pensé que nunca la había visto abierta. El señor Semerdjian tenía un Honda CR-V, pero siempre lo aparcaba en la entrada.

Allí estaba la granada impulsada por cohete, una de las muchas que había, junto con una caja de granadas de fragmentación normales, varias cajas de armas automáticas y misiles superficie-aire portátiles. En la pared también había colgados unos cuantos chalecos antibalas.

—Guau. Es igual que mi garaje, pero mucho más exagerado —dije.

—Es evidente que todas estas armas no son para su defensa personal —añadió Leif desde el umbral. El señor Semerdjian estaba bajo su control, pero todavía no le había invitado a pasar por su propia voluntad. El tipo estaba ahí de pie, con la mandíbula un poco caída, junto a la puerta que daba a su casa. Leif se dirigió a él—: Señor Semerdjian, por favor, explíqueme por qué tiene todas estas armas aquí.

—Son para los coyotes —contestó.

Levanté la vista de golpe.

—¿Qué acaba de decir? ¿Qué coyotes?

Leif repitió la pregunta, porque Semerdjian no contestaría a nadie que no fuera él.

—Los coyotes. Las personas que pasan a la gente por la frontera mexicana.

—Ah, esos coyotes —dije yo—. Vale.

—Abastezco a dos bandas —continuó Semerdjian—. En estos tiempos, siempre necesitan algo extra para escapar de las patrullas de la frontera.

Leif le sacó más información sobre sus proveedores y sus clientes, mientras yo cargaba. Cogí un chaleco antibalas, al acordarme de que a die Töchter des dritten Hauses les gustaba llevar pistolas, después agarré un par de lanzamisiles antitanque de mano y me metí en los bolsillos cinco granadas. Los lanzamisiles los dejé en el maletero del Jaguar de Leif y después le llamé desde el otro lado de la calle para avisarle de que estaba listo para partir.

Granuaile y Oberón estaban en casa, entreteniendo a tres hombres lobo con la versión extendida de La Comunidad del Anillo. Uno de ellos era el doctor Snorri Jodursson y le pedí que me acompañara un momento al jardín trasero. Se interesó por mi salud, me dio las gracias por haber tardado tan poco en pagar su factura astronómica y después me subió a la rama del palo verde de mi vecino. De allí desaté a Fragarach y Moralltach, pero no les quité el camuflaje. Aquélla era toda la ayuda que podía esperar de la manada de Tempe, bajo las órdenes de Magnusson.

Después de dejar las armas en el maletero del Jaguar, ya estaba preparado de verdad para empezar a pelear. Aunque más bien debería decir para terminar con la pelea que die Töchter des dritten Hauses habían decidido tener conmigo.

—Vamos, Leif —lo llamé desde el otro lado de la calle—. Termina de una vez y ya le echarás el gancho más tarde con la policía. Vamos a buscar a las brujas buenas para ir a matar a las brujas malas.