Capítulo 13

Reconozco que a veces siento que me merezco lo mejor. Después de haber vivido tanto tiempo —después de haber conseguido tantas veces el descuento para la tercera edad—, siento que debería poder despertarme tranquilo y disfrutar de ciertos placeres sencillos. La cola de Oberón meneándose en señal de saludo, por ejemplo. Los rayos del sol entrando en la cocina mientras hago el café. La música de fondo de una guitarra española mientras preparo una tortilla y unas salchichas en un momento. Y cuando me despierto después de haber pasado una noche fría sobre la tierra mojada, una ducha caliente. Si después el día decide torcerse, pues que se tuerza, pero que se me concedan unos breves minutos de armonía para empezar, para que así pueda recordar cómo era eso de vivir tranquilo. Cuando mis ojos se abren para recibir al amanecer, lo último que deseo es encontrarme con un cuervo enorme y sanguinario, que en mi tradición cultural siempre se interpretará como un presagio de muerte.

—¡Crau! —me graznó en toda la cara.

Me eché hacia atrás sobresaltado y es probable que se me escapara un gritito poco digno, mientras rodaba como un loco para alejarme de ese pico afilado. Dejé el hule atrás y mi cuerpo quedó cubierto de las gotas frías del rocío y de hierbas mojadas.

El cuervo echó la cabeza hacia atrás y se rió de mí. No era una risa de pájaro, sino una risa humana, un contralto gutural que salía de una puñetera ave.

—Por las piedras de oro de Lugh, druida —dijo el cuervo—, ¿has estado todo este tiempo aquí tumbado? Aquí te dejé hace semanas y es como si todo estuviera igual.

—Buenos días, Morrigan —respondí en un tono agrio, mientras me levantaba con esfuerzo y me sacudía unas hierbas del torso. Antes de que aquello fuera a peor, cuidé mi forma de hablar—: Y no, no he estado aquí tumbado todo el tiempo. Es sólo que ayer fue un día especialmente cansado. Si me das unos momentos para asearme, podré recibirte como te mereces.

—Claro. Tómate tu tiempo, Siodhachan —me dijo, llamándome por mi nombre irlandés original.

Voló hasta la mesa del patio aleteando ruidosamente y allí había un saquito de piel negra cerrado con un cordel de piel sin curtir. Lo más probable era que quisiera que le preguntara qué era, pero yo no iba a empezar a hablar hasta haberme lavado. Pasé caminando al lado como si no hubiera nada.

Atticus, ¿te he oído hablar con alguien?, me preguntó Oberón adormilado desde el sofá, cuando entré por la puerta trasera.

Sí, con ese cuervo enorme que está en el patio, contesté, haciendo un gesto hacia la ventana. No te metas con él, es Morrigan.

Ah. Me parece que me quedaré dentro.

Buena idea.

Sacudí la cabeza y suspiré mientras abría el grifo de la ducha y esperaba un minuto a que el agua se calentara. Si Morrigan había venido a comunicarme otro de sus augurios, me iba a costar disimular mi desdén. Pero a lo mejor había venido a contarme dónde había estado durante las últimas tres semanas. O quizá ya estaba preparada para trabajar en su versión personal de mi amuleto protector y en el saquito estaba el hierro frío.

Morrigan se deslizó en el baño, en su forma humana, cuando estaba a punto de meterme en la ducha. Estaba desnuda y preciosa; tenía los ojos entrecerrados y la mirada cargada de deseo, y yo pensé «Oooh, mierda».

Después de que matara a Aenghus Óg, Morrigan había expresado de forma muy gráfica que todo aquel episodio la había puesto caliente y había prometido que me «cogería» en cuanto pudiera. La gente de la Edad de Bronce, como ella, no era tímida en cuestiones de sexo y nunca se sentían obligados a disimular que querían hacerlo. Como hijo de la Edad de Hierro que era yo, era más o menos tan disoluto como ella, si es que ésa era la palabra para describirnos; pero, a pesar de su belleza, Morrigan no estaba entre mis compañeras de cama favoritas. En ese momento podía parecer una pin-up de ensueño, pero cuando adoptaba la forma de cuervo se comía a los muertos, y pensar en eso me provocaba náuseas. Esperaba que hubiera olvidado su deseo de seducirme, pero por lo visto continuaba decidida a conquistarme.

Es difícil decir que no a Morrigan cuando quiere algo en serio. Casi imposible, en realidad. Y nunca es buena idea ofender a la diosa de la muerte y la destrucción. Lo más diplomático —lo menos peligroso— sería darle lo que quería e intentar disfrutar. Y una vez Morrigan decidía que quería seducir a un tipo, podía utilizar todas las tretas de los súcubos sin todo ese rollo de encima acabar condenado. Reconozco que no me resistí demasiado. Creo que, como mucho, mi única protesta fue un «¡Oye!».

No obstante, Morrigan no es de las que se lo montan contigo poco a poco y con suavidad. A lo largo de las siguientes horas, creo que sólo hubo un momento en el que no me doliera nada. Fue el del primer beso, tierno y dulce hasta tal punto que pensé que hasta podía acabar disfrutando. Pero después me arañó, me abofeteó unas cuantas veces, me dio muchos más mordiscos de los que nunca antes nadie me había dado y en un momento dado perdí un puñado de pelo. Y si yo no hacía lo que ella esperaba que hiciera —como cuando me sonaba el teléfono e intentaba contestar, pensando que sería Granuaile para saber por qué no había aparecido por el trabajo—, sus ojos se encendían rojos y me hablaba como si fuera Sigourney Weaver diciéndole a Bill Murray: «Dana no existe, sólo existe Zuul». No hay forma de discutir si te ponen ese tono de voz. En otras palabras, estaba acojonado y así es como le gusta a Morrigan.

En la última hora, empezó a hablar en una lengua más antigua que yo mismo. Creo que era protocelta, pues distinguí un par de cambios vocálicos y de consonantes aspiradas que no tenían nada que ver con nada que yo reconociera. Como no parecía que esperara respuesta, la dejé que parloteara. Sonaba a algún tipo de ritual y poco a poco caí en la cuenta de que estábamos haciendo magia sexual de algún tipo, aunque no tenía ni idea de lo que quería conseguir. Por fin anunció que estaba satisfecha y me dio permiso para parar. Hacía mucho que nos habíamos trasladado al dormitorio y me derrumbé, entre jadeos, sobre las sábanas.

Después de practicar el sexo así, no puede hablarse del típico momento de paz poscoital: lo único que sientes es alivio porque has sobrevivido sin terminar desfigurado, además de la necesidad urgente de un Gatorade.

—Guau —dije en un susurro.

—De nada —respondió Morrigan riéndose.

—¿Por el dolor?

—No, por la oreja.

—¿Qué? —Me llevé la mano a donde tenía los trocitos de cartílago y con los dedos palpé algo bastante parecido a una oreja—. ¿Es de verdad?

—Claro que sí.

—¿Es lo que estabas haciendo con todos esos cánticos y demás?

—Sí.

Me invadió la gratitud. Había descubierto que regenerar la oreja que se me había comido el demonio quedaba muy lejos de mi alcance y ahora por fin volvía a sentir que estaba completo.

—Morrigan, ¡muchas gracias! Es tan amable por tu parte…

Me quedé sin aliento, pues Morrigan me estampó un puñetazo en el estómago que me levantó el diafragma.

—¿Qué es lo que acabas de decirme?

Me agarró por la mandíbula y me dio un tirón para que la mirara, y así pude ver sus ojos encendidos en rojo mientras trataba de recuperar el aliento.

—Que… que… maldita sea tu intromisión —logré decir resollando.

—Así está mejor —repuso, y me soltó. Me imaginé que no habría sesión de arrumacos.

Oye, Atticus, ¿has terminado ya? Tengo mucha hambre.

Vaya, Oberón, lo siento mucho. No me dejaba irme.

No pasa nada. ¿Estás bien? Porque sonaba como si te estuviera torturando ahí dentro.

Sí, apuesto lo que quieras a que ninguna caniche francesa te ha tratado nunca así.

Me volví hacia Morrigan y recordé que tenía ciertas obligaciones como anfitrión.

—¿Puedo ofrecerte algo? —pregunté—. ¿Algo para comer quizá, hasta donde mi limitada despensa lo permita?

—Aceptaré cualquier cosa que tengas a bien ofrecerme.

Las frases como ésa no pueden interpretarse de forma literal. Parecía que fuera a quedarse tan contenta con unas sardinas con pan, pero, en realidad, si no le ofrecía lo mejor que tuviera en casa, sería como un insulto.

Salí de la cama de puntillas, con cuidado, magullado, sangrando y sintiendo escozor donde el sudor entraba en contacto con las heridas. Me dolía todo porque se me había agotado todo el poder. Tendría que salir otra vez y absorber un poco de fuerza de la tierra para empezar a curarme, y me sentía como si lo único a lo que me dedicara fuera a reparar mi pobre cuerpo.

¡Por todas las peleas de gatos, Atticus! Te ha arañado de lo lindo, dijo Oberón, cuando salí de la habitación.

Sí, ha sido todo un festival de dolor. Deja que me cierre estos cortes y empiezo a preparar nuestro desayuno, que ya va siendo hora.

Ya que me había perdido por completo esa rutina matinal que tanto deseaba al despertarme, decidí que la iba a disfrutar como fuera, aunque ya fuera media tarde. Puse la cafetera y después salí un momento al jardín, para aliviar mi pobre piel dolorida. Cuando me sentí algo poquito mejor, volví dentro y puse el último disco de Rodrigo y Gabriela en el equipo, mientras preparaba un señor desayuno: tortillas de tres huevos con queso, tacos de jamón y cebolletas; un par de paquetes de salchichas con sabor a arce (la mayoría para Oberón); patatas rehogadas con cebolla blanca y pimientos rojos picados; y una tostada con mantequilla y mermelada de naranja.

Morrigan salió del dormitorio cuando ya estaba sirviéndolo todo. Acababa de lavarse y peinarse y seguía desnuda, y se sentó a la mesa de la cocina sin atisbo de timidez. Yo tampoco era tímido y me gustaba la idea de disfrutar de un rato en el que poder comportarme como un celta de nuevo, sin preocuparme por las costumbres sociales de los estadounidenses.

Morrigan estaba haciendo un esfuerzo tremendo por mostrarse afable mientras la servía. Me parece que hasta intentó sonreír educadamente cuando le di la taza de café (lo tomaba solo), pero fue un fracaso absoluto y fingí que no me había dado cuenta. En cuanto a Oberón, estaba comiéndose sus salchichas haciendo el menor ruido posible, lanzando miradas nerviosas a Morrigan para asegurarse de que no iba a por él con esas uñas.

Morrigan elogió la comida y se bebió cinco tazas de café mientras yo me tomaba la mía, además de un gran vaso de zumo de naranja y otro aún mayor de agua. También me pidió una segunda tortilla y dos tostadas más.

¿Dónde lo mete?, dijo Oberón, mientras observaba cómo se lo zampaba todo.

Ni idea. Venga, pregúntaselo si te atreves.

No, gracias. Quiero seguir con vida.

Cuando por fin anunció que estaba llena y se quitó de delante la segunda ronda obligatoria de agradecimientos, ya había cumplido con las costumbres más exquisitas y podía pasar a los negocios.

—¿Te has preguntado dónde he estado las últimas semanas? —me dijo.

—Sí, se me pasó por la cabeza.

—He estado ocupada en una guerra civil en Tír na nÓg. Las batallas han sido soberbias.

—¿Qué? ¿Quién luchaba contra quién?

—Los partidarios de Aenghus Óg decidieron sublevarse contra Brigid y contra mí, a pesar de que su líder hubiera caído y no hubiera logrado cumplir sus promesas. Después de la primera oleada, era necesario hacer una purga y eso fue lo que más tiempo llevó.

—¿Cayó alguno de los Tuatha Dé Danann?

Morrigan sacudió la cabeza.

—Eran todos Fae menores, hasta cierto punto. Pero tenían unas cuantas armas impresionantes, que les había legado Aenghus Óg. La nueva armadura de Brigid pasó una prueba muy dura.

—¿La mismísima Brigid tomó las armas?

Los Tuatha Dé Danann evitan ponerse en peligro mortal, siempre que puedan conseguir que otro muera por ellos.

Morrigan asintió.

—Ajá. Y he de admitir que se las apañó muy bien. Sigue siendo un enemigo tan temible como siempre.

—¿O sea que ahora ya ha terminado todo?

Se encogió de hombros.

—La batalla sí, así que en lo que a mí concierne se ha terminado. Seguro que siguen politiqueando, pero eso ya no me interesa. Lo que sí me interesa —entrecerró los ojos y señaló mi amuleto— es ese collar asombroso que tienes. Tú y yo tenemos un trato y ya es hora de que empieces a cumplir tu parte.

Nuestro trato era muy sencillo: yo le enseñaría cómo hacer su propia versión de mi collar, que me protegía de la mayor parte de la magia cubriendo mi aura con hierro frío; y ella nunca jamás se llevaría mi vida. Eso no me libraba de sufrir heridas por accidente ni de las consecuencias del envejecimiento, pero siempre era agradable saber que no terminaría mis días de forma violenta, a no ser que Morrigan incumpliera su palabra.

—Estaré encantado de hacerlo. ¿Has traído algo de hierro frío?

—Sí. Un momento —contestó, y se levantó para ir a buscar el saquito de piel que había visto antes en la mesa del jardín.

Recogí los platos y le dije a Oberón que era el mejor perro que un druida pudiera tener jamás.

Esta mañana has sido muy paciente y te lo agradezco, le dije.

Sí, bueno, le tengo terror, así que cuando está en casa no me cuesta mucho quedarme sentado en un rincón.

Te entiendo perfectamente. Intentaré que se vaya cuanto antes.

Gracias, Atticus. Me parece que voy a ir a dormir la siesta al dormitorio, para no estar por aquí en medio.

Le rasqué la cabeza un par de veces cuando pasó tranquilo por mi lado y después volvió Morrigan. Aflojó el cordón del saquito y lo volcó sobre la mesa, donde se desparramaron varios trozos de meteoritos de hierro frío de diferentes tamaños y pureza. Ninguno era más grande que la palma de mi mano.

—¿Cuál podría utilizar? —me preguntó.

Me senté y los fui cogiendo todos, para examinarlos con atención.

—Bueno, como dijo una vez nuestro amiguito verde, el tamaño no importa —respondí—. Al menos en lo que a meteoritos naturales se refiere. Lo que buscas es que el amuleto sea lo más puro posible, sin sacrificar fuerza. El hierro puro del todo en realidad es más débil que el aluminio, así que tienes que alearlo con algo para conseguir una especie de acero. Estos trozos de aquí parece que están mezclados con iridio y no con níquel, son una buena opción. Ahora sólo tienes que fundirlos y ponerlos en un molde que te guste.

—¿Fundirlos? Perdóname, druida, pero ¿el amuleto no hay que forjarlo en frío?

—No, eso es una leyenda de los mortales. La fuerza del hierro frío no está en la temperatura a la que lo forjas. «Hierro celeste» sería un término más apropiado, porque su poder reside en su origen extraterrestre.

—Ah, ya lo entiendo —dijo Morrigan—. Si no está ligado a la tierra, repelerá o destruirá la magia mejor que el hierro extraído de Gaia.

—Exacto —convine—. Verás, mi amuleto pesa sesenta gramos —proseguí, mientras lo toqueteaba—, después de haberle hecho un agujero para colgarlo de la cadena.

—¿La cadena es de plata o de oro blanco?

—La mía es de plata, pero puedes hacer la combinación que más te guste.

—¿El amuleto será más potente si lo hago de más de sesenta gramos?

—Sí, te asegura mayor protección, pero también te impide que conjures tus propios hechizos. A mi entender, eso es un inconveniente muy serio. Tienes que encontrar el peso que consiga el equilibrio perfecto entre la protección y el flujo de la magia. En mi caso, son sesenta gramos. No sé si es una constante universal, tal vez a ti te vaya mejor un amuleto con otro peso. Yo llegué a ése después de muchas pruebas y errores.

—Puedo pedir a Goibniu que me haga un amuleto —dijo.

No sólo era el mejor fabricante de cervezas mágicas, sino que también era el herrero más hábil de los Tuatha Dé Danann, después de Brigid.

—Buena idea. —Asentí—. Pídele que te haga todos los que pueda con el material que tienes. A ojo, diría que tienes suficiente para al menos dos, hasta cuatro a lo mejor. Me gustaría quedarme uno para mi aprendiza, si no te importa.

—Por supuesto. Me parece muy bien que hayas vuelto a formar a druidas. Deberías enseñar a más de uno, Siodhachan. Al mundo no le vendría nada mal una arboleda poderosa.

Eso se parecía demasiado a un cumplido para provenir de Morrigan. Incluso había hablado con amabilidad. No obstante, me pareció peligroso hacérselo notar, así que respondí con brío:

—Muchas gracias. Si se presentan los candidatos adecuados, me lo pensaré.

Morrigan volvió a centrarse rápidamente en lo que nos ocupaba:

—Digamos que ya he vuelto de donde Goibniu con un amuleto de hierro frío que pesa sesenta gramos y un cordón de plata. ¿Qué hago después?

—Después tienes que ligar el hierro frío a tu aura. A no ser que sólo lo utilices como talismán.

—Bah, ésos ya sé cómo hacerlos. Sólo sirven para las amenazas externas directas, y no influyen en el aura.

—Eso es. Mira mi aura. ¿Dónde ves el hierro?

Morrigan entornó los ojos y miró un poco por encima de mi cabeza.

—Parecen virutas dentro de la interferencia blanca de tu magia. Como un helado con trocitos de galleta.

—¿Qué? No tenía ni idea de que te gustara el helado.

Los ojos de Morrigan se iluminaron en rojo.

—Si se lo cuentas a alguien, te arranco la nariz.

—Vale, pues volvamos al aura. Esas virutas de hierro son en realidad nudos diminutos. He amarrado el hierro por toda mi aura, de forma que cuando un hechizo se dirige hacia mí o me localiza a través del distintivo aural, choca contra el hierro y se apaga. Tienes que poner mucha atención en distribuirlo bien, para que no quede ningún hueco en tu cubierta por donde puedan colarse los hechizos, y que sea tan tupido que los maleficios de cuerpo entero no puedan distinguir entre tú y el hierro. Eso me salvó la vida hace tan sólo dos días.

—¿Qué pasó?

—Unas brujas alemanas me lanzaron un maleficio infernal. Cuando funciona, ardes en llamas sin más. Pero como los amarres de hierro en mi aura son puntos virtuales que…

—Espera un momento. ¿Qué quieres decir con eso de «puntos virtuales»?

Hice una mueca al darme cuenta de mi estupidez.

—Lo siento, Morrigan, se me olvidaba que no estás acostumbrada a la jerga informática. Un punto virtual no es más que un archivo diminuto que dirige a otro archivo más grande. Es una representación, ya que simboliza una cosa real pero no es la cosa en sí. No iba a ir muy cómodo con una nube de virutas de hierro de verdad, ¿no? Es mucho más fácil vivir con una representación mágica de un amuleto de hierro frío de verdad.

—Qué ingenioso.

—Gracias. Cuando el maleficio me alcanzó, en vez de abrasarme el cuerpo, las representaciones de hierro ligadas a mi aura lo dirigieron hacia mi amuleto. —Le pegué un par de golpecitos para darle más énfasis—. Se calentó tan rápido que me hizo una quemadura. Si no lo hubiera llevado, habría terminado como una loncha de beicon. De hecho, el mismo maleficio convirtió en cenizas a una bruja de la ciudad.

—Impresionante. ¿Y eso dices que pasó hace dos días?

—Sí, eso es.

—No tuve ninguna premonición de que fueras a morir en esos días. —Sacudió la cabeza despacio, asombrada—. Estabas completamente protegido.

Me pregunté si también creería que estaba completamente protegido de las bacantes la noche anterior. Y entonces me pregunté si volvería a tener premoniciones sobre mi destino, ahora que se había comprometido a no llevarme nunca.

—Bueno, la quemadura fue una auténtica tortura. Como estar de público en la función de fin de curso de unos niños de diez años que intentan representar una obra de Wagner.

Morrigan no hizo caso de mi comentario.

—Pero tienes los medios para ocuparte de eso. Nunca llegaste a estar en peligro mortal. Y también te protege del fuego del infierno.

—Sí, incluso si lo lanza un ángel caído.

—¿Cómo ligas el hierro frío a tu aura? ¿El hierro no opone resistencia a tu magia?

—No cabe duda de que ésa es la parte más delicada. Después de tener la idea en el siglo XI, me pasé un par de décadas intentando hacerlo yo solo, pero no podía porque pasa lo que tú dices: el hierro frío se pitorrea de todos los intentos de modificarlo. Necesitas la ayuda de un elemental de hierro. En resumen, tienes que hacerte amiga de uno, porque a ellos también les supone mucho trabajo. Como te dije antes del asunto con Aenghus Óg, sólo el proceso de protección me llevó tres siglos.

Morrigan maldijo en esa lengua protocelta suya y sus ojos se inyectaron en rojo.

—¡Yo no soy una diosa de la forja! ¡No tengo ninguna habilidad con el hierro, y tampoco haciendo amigos!

—Tal vez podrías enfocarlo como una oportunidad de crecimiento personal, en vez de como un obstáculo. Como diosa de la muerte, supongo que hacer amigos no tiene sentido para ti, ya que tarde o temprano te los deberás llevar a todos. Pero también puedo guiarte a lo largo de ese proceso. No es tan difícil.

—Sí que lo es.

—Con todos mis respectos, no estoy de acuerdo. A los elementales de hierro les gusta comer criaturas feéricas. Seguro que puedes hacerte con unas cuantas.

—Eso es muy fácil —convino, asintiendo con la cabeza—. En Tír na nÓg se multiplican como ratas.

—Perfecto. Pues cuando el elemental de hierro te dé las gracias por las criaturas feéricas y sugiera que eres amable o agradable por haberle ofrecido un aperitivo tan sabroso, no le respondas con una amenaza violenta. En vez de eso, sonríe y contesta que no es nada. Incluso puedes comentarle que a ti te gusta tomarte un cuenco de helado de vez en cuando, y que te imaginas que para ellos las criaturas feéricas deben de ser algo parecido a los helados.

La cara de Morrigan sufrió una transformación curiosa. Las dos cejas se unieron en una y el labio inferior amenazaba con ponerse a temblar, pero después frunció el entrecejo y el brillo carmesí de su furia volvió a iluminarle la mirada. Tan pronto como apareció, se apagó, y la incertidumbre se apoderó de sus rasgos una vez más. Bajó la vista hacia la mesa, con el pelo de ala de cuervo tapándole la cara, y habló desde detrás de esa cortina negra:

—No sé hacer eso. Hacer amigos no va conmigo. La amabilidad no es un rasgo de mi carácter.

—Tonterías. —Palpé las formas perfectas de mi oreja derecha—. Aquí está tu amabilidad, en carne y hueso. La generosidad irlandesa crece dentro de ti, Morrigan.

—Pero eso fue sexo. No puedo practicar sexo con un elemental.

«Qué suerte tienen los elementales», pensé para mis adentros.

—Eso es verdad, pero hay otras formas de ser amable con la gente, y estoy seguro de que lo sabes. Creo que el problema es que nunca permites que la gente te corresponda con más amabilidad. Te diré qué vamos a hacer: te prepararé para que te hagas amiga de un elemental. Puedes practicar conmigo todas las dificultades que supone entablar una amistad. Sería un honor ser tu amigo.

Morrigan se levantó de golpe de la silla y volvió a meter los meteoritos de hierro en el saco de piel con movimientos bruscos, con la cara escondida detrás del pelo todo el tiempo.

—Gracias por el sexo, la comida y las instrucciones —me dijo con mucha formalidad—. Has sido el más gentil de los anfitriones. —Cerró el saquito apretando fuerte el cordón de piel—. Iré a ver a Goibniu y volveré cuando tenga los amuletos.

Sin decir una palabra más, adoptó la forma de cuervo allí mismo, sobre mi mesa, agarró el saquito con las garras y salió volando por la puerta trasera, que se abrió sola para dejarla salir.