Capítulo 25

Fuera, la situación era triste y desoladora. Primero rodeé el edificio por el norte, porque Klaudia había ido corriendo a buscar a Berta, Roksana y Kazimiera. No vi ni rastro de Leif. Bogumila yacía muerta en el asfalto y se la veía vieja y aterrorizada ante la muerte. Malina estaba furiosa, con toda razón. Mis primeros recelos respecto a la barba del rabino parecían justificados, porque presentaba todos los rasgos que uno podría asociar con un pariente lejano de Cthulhu, con cuatro tentáculos largos y peludos saliéndole de la mandíbula, dos a cada lado de la barbilla. Los dos de la izquierda apretaban con fuerza la garganta de Bogumila y en ese momento estaban intentando desenredarse de la mujer a la que habían asfixiado. Los otros dos trataban de atrapar a Malina, pero al tiempo que yo me acercaba, ella estaba levantando algún tipo de protección resistente.

Entonó cuatro versos en polaco y, como ya estaba lo suficientemente cerca como para oírla, los escuché con mucha atención para estudiarlos en el futuro. Cada vez que llegaba al final de uno de los versos, en su mano retumbaba una palmada acompañada de una espiral de destellos violetas, azules, rojos y blancos, que giraba alrededor de ella como las cintas de una gimnasta que ejecuta sus ejercicios en el suelo:

«Jej miłość minie ochrania,

Jej odwaga czyni mnie nieustraszona,

Jej potęga dodaje mi sił,

¡Dzięki jej miłosierdziu Zyę!»

Más tarde, Malina me los tradujo y me explicó que cada verso era un hechizo en sí mismo que le concedía «ciertas fuerzas y protecciones» a través de las bendiciones de las Zoryas. El significado de los versos era: «Por su amor estoy protegida, por su valor no conozco el miedo, por su poder conozco la fuerza, por su misericordia no muero».

Cuando terminó, alrededor de Malina se levantó un escudo translúcido pero impenetrable, y tenía pinta de que no acababa más que de empezar. Aquello superaba con mucho los conjuros cónicos que les había visto a Bogumila y a Klaudia.

El calamar de la barba del rabino Yosef había visto más que suficiente; los tentáculos temblaron y no avanzaron más. Comenzaron a retroceder y se enroscaron rápidamente alrededor de la cara del rabino, mientras éste reflexionaba sobre cómo ocuparse de esa bruja mucho más habilidosa. Entonces se sobresaltó y retrocedió un paso al verme llegar, cubierto de las tripas de brujas y demonios y de mi propia sangre, con Fragarach preparada en la mano. No vacilé, no saludé, sólo levanté la espada hasta su cuello y dije «Freagróidh tú». Se quedó inmóvil rodeado por el resplandor azul del hechizo y empezó a farfullar algo en ruso.

—Sólo hablará para responder a mis preguntas —ordené, y se quedó callado de inmediato.

—Gracias, Atticus, esto lo facilitará mucho —dijo Malina.

—No, quieta —le contesté, porque ya estaba preparándose para acabar con él—. Antes tengo que hablar con él.

—¡Tiene que pagar por la muerte de Bogumila! —se indignó Malina detrás de su escudo.

—Sí, pero antes me hablará con claridad por primera vez. ¿Cuál es el nombre de su organización, caballero?

Intentó resistirse, claro, pero terminó respondiendo.

—Los Martillos de Dios.

Ahora lo entendía. La «P» alargada de la empuñadura del cuchillo era un martillo.

—¿Dónde está el padre Gregory esta noche?

—En un avión de vuelta a Moscú.

—¿Cuántos miembros tiene la organización?

—No sé el número exacto.

—Aproximadamente, ¿cuántos podrían acudir para vengarle si usted desaparece esta noche?

—Por lo menos veinte luchadores cabalistas como yo. Es lo normal cuando desaparece uno de nosotros. Pero podrían enviar más, si consideran que la amenaza lo requiere.

Me volví hacia Malina con una sonrisa triste.

—Ha sido sensato pararse a hablar, ¿no?

—Aun así, tiene que pagar —insistió, justo cuando Klaudia, Kazimiera, Berta y Roksana llegaron corriendo y lo rodearon.

—¿Quiere enfrentarse a veinte o más como él?

—Está mintiendo.

Sacudí la cabeza.

—Usted misma ha probado este hechizo, Malina. No puede mentir. Quizá podamos hacerle pagar de otra forma, evitando más enfrentamientos que provoquen más bajas entre los nuestros.

Era evidente que aquella sugerencia no era del gusto de Malina. Quería cargárselo, en ese mismo lugar y en ese preciso momento.

—¿Qué propone?

—Córtale un par de ricitos del pelo mientras lo mantengo inmovilizado aquí. Así sabrá que está a su merced. Puede mandarle una diarrea explosiva o algo por el estilo, algo que sea doloroso y humillante pero que no se acerque siquiera a la muerte, y también puede preparar un encantamiento de hombre muerto, de forma que si ustedes mueren, él también muera. Y después le explicaremos, en pocas palabras, que mató a una bruja muy buena que nos estaba ayudando a matar a todas las brujas malas que estaban arriba, y que a partir de ahora él y sus Martillos de Dios deberían dejarnos en paz, porque tenemos el valle oriental bajo control.

Malina sopesó mis palabras. Sabía que era muy superior al rabino, pero éste había sido más fuerte que Bogumila. Veinte más como él contra los cinco miembros que quedaban en su aquelarre no era una buena proporción, y lo entendía. Aceptó, aunque de muy mala gana, y deshizo el remolino de luz que giraba a su alrededor. Sus hermanas no rechistaron ante su decisión, pero podía ver que tampoco les hacía ninguna gracia.

—Ahí está, rabino, ¿lo ve? —le dije—. Las brujas malvadas no dejan con vida a los gilipollas como usted. Eso sólo lo hacen las brujas clementes que, al igual que yo, comprenden que está intentando hacer el bien, pero que es demasiado idiota para entender qué es eso. Así que se lo vamos a enseñar. Justo después de que Malina le quite un poco de pelo.

Malina le tiró el gorro y le arrancó todo un puñado, que se metió en el bolsillo de la chaqueta de piel. Todos nos alegramos ante su dolor. Después liberé al rabino del hechizo de Fragarach, le amarré las mangas a la espalda, de modo parecido a como le había hecho ya en la tienda, y lo llevamos por el edificio explicándole que habíamos aniquilado por completo a die Töchter des dritten Hauses, un aquelarre que perseguía a los cabalistas como él desde hacía siglos. Mientras él estaba ocupado luchando contra Bogumila, la misma Malina se había encargado de un demonio carnero enorme y de otro in utero. Klaudia había terminado con otros dos. Leif y yo sumábamos el resto (comprobé que habíamos matado a veintidós), y el vampiro aborrecía de tal forma todo lo demoníaco que no había querido clavar sus colmillos en ninguna de las brujas.

Ante las acusaciones que escupía el rabino, contesté que sí, que solía disfrutar de la compañía de vampiros, hombres lobo y brujas, porque todos los que conocía eran increíblemente pulcros y tenían un gusto automovilístico ideal; pero a ninguno nos importaba luchar para vivir tranquilos en nuestro territorio y, de hecho, hasta el momento habíamos resultado mucho más eficaces que los Martillos de Dios.

—Así que hágame el favor, buen rabino, deje nuestra ciudad y váyase a la mierda.

Aceptó marcharse, pero refunfuñando y lleno de rencor. Pensé que lo más seguro era que volviera con más amigos. Nadie le deseó buen viaje.

Encontré los dientes que me faltaban y no me cupo la menor duda de que los podría poner en su sitio con una buena noche de descanso sobre la tierra. Recuperé a Moralltach y su funda, que estaban cerca del agujero del suelo. Sin embargo, de Leif no había ni rastro.

Malina se unió a mí en el punto por donde le había visto saltar del edificio. Miramos las piedras que había abajo y allí no se veía nada.

—Siento mucho lo de Bogumila —le dije en voz baja—. Y lo de Waclawa. —No dije nada sobre Radomila ni Emily, ni sobre las que habían muerto en las Superstition.

—Gracias —me respondió con una voz tan suave que casi no se oyó.

—¿No habrá visto por casualidad lo que sucedió con Leif?

—Lo vi caer —repuso Malina, con la voz un poco llorosa. Se secó el rabillo del ojo y asintió—. Estaba justo entre Bogumila y yo. No creo que el rabino se fijara siquiera, aunque no entiendo cómo se puede pasar por alto a un vampiro envuelto en llamas. Echó a correr por Pecos, en dirección este, eso fue lo último que supe. Me quedé en mi puesto, por si caían más Hexen.

Desvié la mirada hacia el este. Unas luces en la parte norte de la carretera indicaban la presencia de edificios, pero unos cuantos solares más allá por nuestra acera no había más que oscuridad.

—¿Hacia el este, ha dicho? ¿Por esas parcelas sin construir de por ahí? —Señalé.

—No lo sé —repuso Malina—. Deberíamos ir a comprobarlo.

El camión nevera de Antoine entró en el aparcamiento cuando nuestro pequeño convoy de deportivos salía por Pecos, esquivando con cuidado la cabeza del golem que Leif había lanzado a través del tejado. Acomodaron con delicadeza el cuerpo de Bogumila en el Mercedes de Roksana. Saludamos a Antoine y sus necrófilos con la mano y les deseamos que disfrutaran de la cena. Su pandilla dejaría el lugar impecable antes de que amaneciera, sin rastro de nada aparte de los daños en el edificio y un montón de piedras para que la policía hiciera sus especulaciones.

Yo iba con Malina y Klaudia en el Audi. Llevaba a Klaudia sentada en el regazo, con el tronco vuelto para mirarme y rodeándome el hombro con el brazo enfundado en piel. Con la otra mano me acariciaba la mandíbula rota con la yema del dedo, delicadamente. Dejaba escapar un arrullo solidario y yo era incapaz de dejar de mirar sus labios.

—Klaudia, para ya —dijo Malina—. No es el momento de jugar con el señor O’Sullivan.

Me despejé de golpe y me estremecí al ver la sonrisa sabia de Klaudia. Tenía un hechizo en los labios, como Malina hacía con su pelo.

Me alegré de que el viaje fuera corto, porque Klaudia ya había descubierto una fisura en nuestro pacto de no agresión. Era la segunda vez que me hacía efecto un hechizo de atracción de las brujas polacas. Mi amuleto había acabado desactivando el de Malina, y seguro que habría hecho lo mismo con el de Klaudia, pero en ambos casos habían durado lo suficiente como para que pudieran hacerme daño si hubieran querido.

—No pasa nada —contestó Klaudia con voz alegre—. Creo que él y yo nos entendemos. —Me dio una palmadita en el pecho con la mano con la que había estado acariciándome—. ¿Verdad que sí, señor O’Sullivan?

Asentí y aparté la vista hacia la oscuridad de afuera. Estaba haciéndome saber, para que no lo olvidara en el futuro, que ella era tan peligrosa como Malina.

A medio kilómetro al este por Pecos, encontramos el cuerpo renegrido y chamuscado de Leif, tirado bocabajo en una zona con gravilla, junto a una zanja de tierra abrasada. Era evidente que había logrado sofocar el fuego del infierno que lo envolvía y que se había arrastrado unos cuantos metros, pero por lo visto había llegado al límite de sus fuerzas.

—No está muerto —les dije a las brujas reunidas alrededor del cuerpo.

—Sí que lo está —lamentó Berta contradecirme.

—Bueno, sí, tiene razón, pero quiero decir que se pondrá bien. Seguirá muerto. Pero bien.

—¿Y usted? —preguntó Malina—. Parece como si le hubiesen dado con un ablandador de carne por toda la cara.

—Yo también me pondré bien —le aseguré. Ya me sentía un poco mejor, al estar en contacto con la tierra—. Sólo necesito que me ayuden a llevar a Leif a su coche.

A Leif se le desprendieron algunas partes, que salieron volando, al moverlo. Un dedo se deshizo, como la ceniza compacta de un cigarro liado a mano.

—¡Ep! —exclamó Kazimiera, al verlo.

—No pasa nada. Volverá a crecer, creo.

Palpamos los bolsillos de sus vaqueros chamuscados y recuperamos las llaves. Decidimos, por su seguridad y la mía, que regresaríamos a Tempe en el camión. Klaudia se ofreció voluntaria para volver más tarde y llevar el coche de Leif.

—Pero no le cuenten nunca que hicimos esto —dije, mientras lo metíamos en el maletero del Jaguar—. No creo que se lo tomara demasiado bien. —Berta disimuló una risita.

Me despedí de las brujas y les deseé que volvieran a crecer y ser fuertes. Ése era el lenguaje de la diplomacia y todos lo sabíamos, pero era el lenguaje adecuado para aquel sitio y momento.

El doctor Snorri Jodursson ya estaba en mi casa, viendo La Comunidad del Anillo con mi aprendiza, así que no fue difícil encontrar a quien pudiera encargarse de la recuperación de Leif. Snorri dijo que sólo tenía que hacer una incursión en el banco de sangre y fue muy amable colocándome los dientes, antes de que fuera a acostarme en el jardín trasero para curarme. Dijo que ni siquiera me cobraría.

Me estiré, agradecido, en esa hierba del jardín que me era tan familiar, con un Oberón preocupado arrimado contra mí, y deseé que el futuro más próximo me trajera un poco de tranquilidad. Estaba cansado de esas distracciones continuas y de la velocidad alarmante con la que parecía que perdía las orejas. Y si aquel caos accedía a desaparecer un tiempo, podría sanarme y llorar y concentrarme en lo que debía hacer después.

Había un campo que necesitaba mi atención, y ya llevaba demasiado tiempo negándosela.