Capítulo 11
La costumbre de las mujeres estadounidenses modernas de exclamar «¡Hooola!» en una octava propia de soprano y abrazarse al verse puede resultar desconcertante para aquellos que no están habituados a ella. Estaba claro que Laksha no estaba habituada a ella, a juzgar por cómo abrió los ojos y lo tiesa que se quedó cuando Granuaile la asaltó con su efusiva bienvenida.
Al menos, me imaginé que ésa sería Laksha: Granuaile estaba abrazando a una mujer joven de tez aceitunada vestida con un salwar kameez negro que tenía un brocado dorado en el cuello y las mangas. Reconocí el impresionante collar de rubíes engarzados en oro; era un artefacto mágico que ella aseguraba que estaba hecho por demonios. Laksha se había envuelto con pliegues complicados en un duppatta de gasa negra, también con brocados en los extremos, y Granuaile logró enredarse en él. Había visto abrazos más extraños en mi vida, pero pocos tan divertidos y que resultaran tan desconcertantes para el abrazado.
Granuaile por fin se dio cuenta de que era probable que Laksha no tuviera ni puñetera idea de lo que estaba pasando, y pasó del éxtasis a la vergüenza a unos cinco mach.
—Oh, lo siento mucho —se disculpó, mientras intentaba sin mucho éxito volver a colocar el duppatta de Laksha con sus elegantes pliegues—. Siempre se me olvida que todavía no estás hecha a las costumbres estadounidenses. Las mujeres siempre se ponen muy contentas cuando hace mucho que no se ven.
—Pero si nos vimos la semana pasada —dijo Laksha.
—Bueno, sí, pero como has estado tan lejos —explicó Granuaile.
—Entonces, ¿hay que tener en cuenta la distancia a la hora de decidir si saludas a alguien de esta forma?
—Mmm, no sé, nunca antes lo había pensado así, pero supongo que sí —contestó Granuaile, no demasiado segura.
Abrí el maletero del coche de Granuaile y sonreí a Laksha mientras cogía sus maletas.
—Bienvenida, Laksha. Tienes un aspecto magnífico.
—Gracias, señor O’Sullivan.
Me dedicó una sonrisa remilgada. Los labios del color del vino resaltaban en su cara con forma de corazón, enmarcada por una melena brillante de pelo negro. Tenía un hoyuelo en la comisura izquierda de la boca y un brillantito que relucía en la aleta derecha de la nariz. Llevaba las cejas bien depiladas con pinzas, o con cera, o con lo que sea con que los expertos en belleza hacen esas cosas. Sus ojos oscuros brillaban con expresión divertida y uno no tenía la impresión de que estuviera acostumbrada a hacer tratos con rakshasas y a transferir su alma de un cuerpo a otro.
—Le tengo bastante cariño a esta forma en concreto. —Levantó la mano izquierda, adornada con brazaletes dorados, y la admiró con el orgullo propio de quien es dueño de algo—. Estoy pensando que me gustaría conservarla un tiempo, sobre todo porque su propietaria anterior me la entregó con mucho gusto. No he poseído un cuerpo libre de deuda kármica desde aquél con el que nací y he de confesar que me resulta muy atractivo.
—¿No tiene ningún problema, cicatrices por el accidente de coche que sufrió la joven?
Laksha hizo un gesto breve con la cabeza.
—Nada externo. Se rompió algunos huesos, pero están todos curados. Perdió el bazo. El trauma craneoencefálico que la dejó en coma es algo que por ahora puedo evitar pero quizá, con el tiempo, pueda arreglarlo. Los músculos están atrofiados, claro, y todavía me canso enseguida, pero se pondrán fuertes con un poco de trabajo.
—Impresionante —repuse—. Seguiremos hablando en el coche. Será mejor que nos vayamos antes de que pongamos nerviosos a los de seguridad del aeropuerto.
Mientras Granuaile nos llevaba en dirección este por la 202, Laksha anunció que le apetecía un poco de comida mexicana.
—Conozco el sitio perfecto —dije, y le di a Granuaile las indicaciones para llegar a Los Olivos, un lugar muy conocido de Scottsdale desde la década de los cincuenta. Estaba de camino a Satyrn y así podríamos hablar.
Laksha estaba muy contenta, pensando ya en su divorcio con el señor Chamkanni.
—El haberme largado así, sin su valioso consentimineto de hombre, le hará comportarse de forma irracional —dijo, sonriente—. Pensará que ha perdido el control, como si alguna vez lo hubiera tenido, y sus amigos lo animarán para que me ponga en vereda. Cuando vuelva me planteará sus exigencias. Y entonces será cuando le notifique la demanda de divorcio.
—¿Ya la tienes, después de sólo una semana?
—Granuaile sugirió que comprobásemos su pasado antes de tomar el cuerpo de Selai. Había tenido una amante, como es de esperar en un hombre con su mujer en coma. Tenemos fotografías como prueba y un abogado con iguala. Creo que la casa me la quedaré yo —terminó de explicar con aires de suficiencia.
Ya en Los Olivos —en una sala de cristal azul y piedra gris, con el sonido de una fuente de interior como fondo—, tuvimos una agradable conversación sobre los múltiples atractivos de Carolina del Norte, mientras comíamos unas patatas con salsa. Con los platos de burritos de chile verde, al estilo de las enchiladas, la conversación se tornó tan seria como la comida.
—Está bien, señor O’Sullivan, dime qué quieres de mí —dijo Laksha.
—Quiero a las bacantes fuera de la ciudad.
La bruja lanzó una carcajada socarrona, e hizo un poco tarde el gesto de taparse la boca educadamente.
—Entiendo. Empecemos por la alternativa humanitaria. ¿Piensas que tengo tanto poder de persuasión?
—Esperaba que al menos te lo tomaras en serio, en vez de reírte del tema.
—¡El señor Chamkanni dijo justo eso mismo cuando estábamos en la cama, la primera noche que salí del hospital!
Granuaile casi lanza por los aires lo que estaba comiendo y dio varias palmadas sobre la mesa, tratando de controlar un ataque de risa. Apoyé los codos en la mesa, entrecrucé los dedos por encima de mi plato y, con paciencia, esperé a que las dos mujeres se tranquilizasen.
Por fin, Laksha habló con esa expresión reservada sólo para los niños pequeños o los idiotas.
—Ya sabes que no soy el tipo de bruja que cambia de idea. Soy de las que terminan con vidas. Por eso estoy aquí, ¿no?
—Sí.
De repente, Granuaile dejó de encontrar divertida nuestra conversación.
—Esperad. —Miró a Laksha y después a mí—. ¿Lo que quieres decir es que Laksha debería matar de alguna forma a las bacantes?
—Sabes perfectamente cómo trabaja —contesté.
—Atticus, ¿cómo eres capaz? —preguntó Granuaile muy escandalizada—. Eso sería asesinato.
—Por no mencionar el mal karma —añadió Laksha como si tal cosa.
Yo ya sabía que iba a producirse esa discusión y no sólo quería ganarla, sino también enseñarle a Granuaile qué podía y debía cuestionarme, sobre todo en temas de moralidad. Al igual que los Tuatha Dé Danann ven el mundo desde la perspectiva de la Era de Bronce, yo lo veo desde la de la Era de Hierro; y aunque mi punto de vista está templado por un montón de escrúpulos modernos y de siglos de experiencia, los valores originales de mi cultura celta no siempre encajan con las leyes y costumbres de Estados Unidos.
—Mira, ya no son humanas del todo —argumenté—. Son como portadoras de una enfermedad que va extendiendo la locura entre el pueblo llano. No tienen ni la más mínima posibilidad de convertirse en las personas que eran antes, ahora que son esclavas de Baco.
—Pero eso no significa que sean monstruos, ¿no? A mí me suena como si fueran víctimas de Baco o de su magia y no tendrían que recibir un castigo por eso.
—En un tiempo pudieron haber sido víctimas, pero en lo que tienes que concentrarte es en lo que son ahora, y lo que son es una docena de mujeres sobrehumanas inmunes a las armas de hierro y al fuego. Esta noche pueden convertir a otra docena de mujeres en criaturas como ellas y echar a perder el potencial humano que tengan. Y la locura seguirá propagándose exponencialmente si nadie hace nada por detenerlas. —Pensé en una analogía moderna y se la expuse—: Es un poco como en esas películas de muertos vivientes. Los humanos de esas películas no se quedan mirando a los muertos vivientes que andan comiendo cerebros y los dejan marcharse porque son unas víctimas.
—Vale, muy bien, pero no son muertos vivientes, ¿no? Tiene que haber una forma mejor de detenerlas que matarlas —insistió Granuaile.
—¿Como cuál? ¿Meterlas en la cárcel? Imposible. Los mismos policías se verían arrastrados por su frenesí o morirían tratando de resistirse.
—Bueno, ¿y no puedes recurrir a alguna cosa de tu propia magia?
—Sí, ¿qué pasa con tu magia? —quiso saber Laksha con mucho interés.
—Mi magia se basa en la tierra. —Me encogí de hombros, mirando un trozo suculento de burrito—. Ellas estarán en un entorno completamente artificial y dudo de mi capacidad de resistencia al contagio de su locura. Sería tan propenso a ella como cualquier otro humano. Y, además, incluso aunque ése no fuera el caso, no tengo guardado en la manga un hechizo para volver a convertir a una bacante en una mujer normal.
—Pues entonces, ¿no puedes hablar con Baco o dirigirte directamente a Júpiter? Hablas con Morrigan y Flidais, ¿por qué no con estos otros dioses?
Le di un mordisco al burrito y sacudí la cabeza con tristeza hacia ella, mientras la carne, los chiles verdes y la tortilla se mezclaban en mi boca.
—Baco es el dios romano del vino y los romanos odiaban a los druidas a base de bien. En realidad, entre ellos y los cristianos nos mataron a todos, con la excepción del menda, y también habrían acabado conmigo de no ser por Morrigan. —Dejé el tenedor y me eché hacia atrás en la silla, limpiándome la boca con la servilleta—. Así que creo que Baco me asaría clavado en un palo antes de haber intercambiado tres palabras con él. Y si se enterara de que existo, por no hablar de que estoy involucrado en la muerte de sus bacantes esta noche, podría decidir presentarse en persona.
—¿No se presentará de todas formas? —preguntó Laksha.
—Lo dudo mucho. Sus adoradores fluctúan más que los de ningún otro. Crecen como si fueran un virus hasta que enfurecen a alguien con un gran ejército o, más probablemente, a practicantes de la magia que protegen un territorio como éste, y los exterminan sin compasión. Se harta de un exceso de adoración y después sobrelleva la resaca, igual que sus adoradores tienen que sobrellevar los efectos secundarios de su libertinaje.
—Entonces, si vamos a hacerlo —intervino Laksha—, tenemos que discutir sobre el pago.
—Espera. —Granuaile levantó las manos—. Todavía no entiendo por qué estamos discutiéndolo siquiera. Estáis hablando de matar a gente por dinero.
—Por dinero no. —Laksha negó con la cabeza.
—Por lo que sea. Está mal.
—Pensaba que ya lo habíamos aclarado. Es como matar zombis.
—Pero los zombis ya están muertos y quieren comerse tu cerebro. Las bacantes están vivas y sólo quieren emborracharte y tener relaciones contigo en la pista de baile. Es una diferencia importante. Haz el amor y no la guerra, ¿te suena?
Como Malina había hecho conmigo, le expliqué las graves consecuencias que tendría el permitir una bacanal en lo que ahora era nuestro territorio sin hacer nada al respecto. También le expliqué la creencia druídica de que el alma nunca muere; al matar los cuerpos, en realidad liberaríamos las almas de la esclavitud de Baco. La combinación de esos argumentos no la tranquilizó del todo, pero se calmó y aceptó la posibilidad de que yo hubiera elegido una forma de obrar razonable.
Laksha intervino entonces en esa discusión tan razonable con una exigencia de pago irracional.
—Dado que voy a realizar un servicio que tú mismo no puedes realizar, quiero que me lo devuelvas en especie —dijo.
—¿Ese servicio se determinará más adelante o ya tienes algo concreto en mente?
—Oh, sí, tengo algo muy concreto en mente. —Sonrió, acariciando el borde de su vaso de agua con el dedo—. Quiero que me traigas las manzanas de oro de Idun.
Me eché a reír.
—No, en serio, ¿qué quieres?
—Hablo muy en serio. Eso es lo que quiero.
Se me deslizó la sonrisa de la cara hasta estrellarse contra el burrito.
—¿Cómo puede ser eso un pago en especie? Estamos en una escala completamente diferente.
—A mí no me lo parece. Una docena de bacantes fuera de sí que yo acallo por ti a cambio de unas pocas manzanas. No es para tanto.
—¡Sí que lo es cuando las manzanas están en Asgard!
—¿Asgard? —Granuaile me miró boquiabierta—. ¿Sabes cómo coño podemos ir a Asgard?
—Sí, los druidas pueden recorrer los planos, por eso me necesita… Oye, Granuaile, escucha, en este tema no hay nada de «nosotros». —Volví a la bruja india, que observaba divertida—. Laksha, esto es sólo entre nosotros dos. Mi aprendiza no tiene nada que ver con este trato, en ningún sentido, y mis deudas no pasarán a ella bajo ninguna circunstancia, ¿eso está claro?
Laksha asintió con un gesto perezoso.
—Entendido.
—Bien. Pues, como iba diciendo, esos servicios no son del mismo valor ni suponen el mismo peligro. Tú puedes matar a esas bacantes sin mucho temor de que Baco tome represalias, pero yo no puedo robar las manzanas de oro de Idun sin la total certeza de que todos los miembros del panteón nórdico querrán venganza. No sólo vendría a por mí Idun —dije, contando los dioses con los dedos de la mano—, también Freya, Odín y sus malditos cuervos y el mismísimo señor alto y rubio y relampagueante.
Laksha esbozó una sonrisa cómplice y se inclinó hacia delante.
—¿Sabes cómo llama Baba Yagá a Thor?
Me incliné hacia delante.
—No me importa. Estás yéndote por las ramas.
Granuaile se inclinó hacia delante.
—¿Conoces a Baba Yagá?
—¡Lo llama «musculitos follacabras»! —Laksha golpeó la mesa, se echó hacia atrás y se rió con ganas mientras nosotros la mirábamos perplejos.
En otro momento, lo podría haber encontrado gracioso, sobre todo porque yo mismo solía buscarme peleas con los escoceses llamándoles cosas por el estilo; pero no me divertía cuando estaba intentando mantener «Robo en Asgard» fuera de mi lista de cosas pendientes. Parecía que a Granuaile también le costaba encontrarle la gracia, concentrada como estaba en la revelación de que Baba Yagá era una persona de verdad que conocía la vida íntima de Thor.
Una señora mayor que estaba cenando en una mesa cercana llevaba todo el rato deseando tener una excusa para poder observar a esa mujer tan exótica del collar de rubíes, y Laksha acababa de dársela al reírse tan estrepitosamente. La bruja se percató de que la miraban y nos señaló con el dedo.
—Estamos hablando de follarse a cabras —explicó.
A la mujer casi se le salen los ojos de sus órbitas —lo mismo puede decirse de sus compañeros de mesa—, pero en vez de reprender a Laksha por ser tan grosera, se apresuraron a atacar sus enchiladas con las dentaduras postizas, con la vista clavada en los platos de queso fundido y salsa.
—Pareces un poco impaciente —se burló Laksha de mí cuando volvió a prestarnos atención—. Habría dicho que alguien tan sabio y erudito habría cultivado el amor por los vericuetos de una conversación.
—Éste es el tipo de conversación en el que me gustaría mantenerme en el camino principal, si no te importa.
Laksha tamborileó con los dedos sobre la mesa un par de veces e hizo una mueca de decepción.
—Que así sea. Esta noche yo despacharé a tus bacantes si me das tu palabra de que me conseguirás las manzanas de oro antes de Año Nuevo. Si no llegamos a ese acuerdo, te daré las gracias por la cena y la velada y regresaré junto a mi marido, que, sin duda, en este momento ya estará preocupado por su querida Selai.
—¿Por qué quieres las manzanas de oro en concreto?
Laksha enarcó las cejas e inclinó la cabeza a un lado, el equivalente facial a encogerse de hombros.
—Me gusta este cuerpo en el que estoy. No quiero que envejezca; no quiero tener que cambiar de cuerpo cada pocas décadas.
Nos quedamos en silencio mientras un hombre de camisa blanca nos volvía a llenar los vasos de agua.
—Hay otras formas de alargar la vida aparte de las manzanas de oro —dije en voz baja cuando se fue.
—Ah, ya. —La bruja asintió con aires de saberlo—. He oído hablar de esas vitaminas y puede ser que te alarguen la vida, pero no detienen el proceso de envejecimiento.
—No seas ridícula. Me refiero a brebajes milagrosos de verdad.
Laksha enarcó una ceja.
—¿Como cuál?
—La cerveza de Goibniu. El fabricante de la cerveza de los Tuatha Dé Danann. Sus brebajes dan la inmortalidad.
—Ah, ése es uno de tus dioses y te parece que será más fácil de conseguir.
—Me deben una recompensa por haber matado a Aenghus Óg. —Asentí, pensando que ya era hora de que Brigid cumpliera su promesa.
—Felicidades, pero no es un sustituto aceptable. Seguro que tengo que beber varias veces ese brebaje de Goibniu para conservar mi juventud, lo que quiere decir que mi vitalidad prolongada dependería de uno de tus dioses. No puedo confiar en un trato como ése. —Después de ese comentario, imaginé que tampoco estaría interesada en mi Inmortaliza-Té. No me importaba, de todos modos yo tampoco quería preparárselo.
—Con las manzanas es diferente —prosiguió Laksha—. Cuando las tenga, puedo plantar mi propio árbol con las semillas.
Me quedé asombrado.
—¿Crees que puedes plantar un árbol de Asgard aquí en Midgard? Es imposible. Estamos hablando de dos químicas de suelo completamente diferentes.
—Gilipolleces, como decís los estadounidenses.
—Él es irlandés —señaló Granuaile.
—Los irlandeses también dicen gilipolleces —replicó Laksha— y, de todos modos, ahora finge que es estadounidense. —Me señaló con el dedo y añadió—: No me vas a disuadir con juegos de palabras druídicos. La naturaleza ontológica de un árbol mítico no incluye especificaciones sobre la composición química del suelo. Es un árbol mágico, así que crecerá de forma mágica, sin importar el suelo.
Bruja lista.
—Puede crecer de forma mágica en cualquier sitio, de acuerdo, pero es probable que sólo si es Idun quien lo cuida.
—Ésa es una posibilidad diferente. —Laksha se encogió de hombros—. Pero eso no lo sabremos hasta que no lo intente.
Casi me supera la tentación de levantarme y marcharme de allí: aquélla no era mi lucha. Era la de Malina. Y si su aquelarre no podía solucionarlo, Leif podría destrozar a las bacantes, o Magnusson podía azuzar a sus chicos contra ellas después de que hubieran esquilmado a varios de sus clientes. Yo no había vivido dos mil cien años para presentarme voluntario en todas las peleas mágicas del barrio. Además, ahora tenía una aprendiza a la que enseñar y proteger. Granuaile y yo podíamos irnos a cualquier sitio y montar una tienda con una nueva identidad, y dejar que esos aquelarres y demás criaturas se destrozaran entre sí por el privilegio de cobrar buenos sueldos de consultores y de vivir en altos edificios de cristal. Estuve a punto de hacerlo; incluso se me movió una pierna y se me tensaron los hombros.
Pero.
Había que devolver a la vida la tierra alrededor de la Cabaña de Tony. Ésa sí que era mi lucha —y una de vital importancia— y nadie más podía llevarla a cabo por mí. Se recuperaría por sí misma en otro millar de años, más o menos, pero si se curara ahora se borraría el rastro de todo lo que había hecho Aenghus Óg en el mundo, y no podía dejarlo así cuando yo había sido el responsable indirecto de que sucediera. Su mera existencia me molestaba, lo sentía a través de los tatuajes que me unían a la tierra. Era como una herida necrótica en el dorso de la mano, que tal vez deja que la extremidad siga funcionando, pero poco a poco perturba la sensación de salud y armonía que un alma necesita para tener paz. El problema era que tardaría años en recuperar la tierra, lo que significaba que tendría que quedarme en la ciudad y proteger el proverbial castillo.
Asimismo, significaba que tendría que portarme bien en la zona de juego y echar una mano a Malina cuando necesitara ayuda. Al menos ella estaba dispuesta a convivir en paz, mientras que die Töchter des dritten Hauses se habían empeñado en demostrar que no.
Otra cosa que tenía que tener en cuenta era la posibilidad de que me estuvieran vigilando y ya no me fuera tan fácil desaparecer como en el pasado. Estaba claro que el padre Gregory y el rabino Yosef me observaban de cerca o estaban en contacto con alguien que lo hacía. Me gustase o no, al matar a Aenghus Óg me había hecho mucho más notorio y si varios seres decidían que les apetecía probarse contra mí, más me valía defenderme en un lugar en el que había tenido años para colocar mis conjuros.
Pero ¿por qué parecía que la Fortuna me empujaba a una reyerta callejera con Thor? El robo de las manzanas de Idun lo haría levantarse tan rápido como si se hubiera sentado sobre un puercoespín.
—¿Has estado hablando con mi abogado, Leif Helgarson? —pregunté a Laksha—. ¿Un cabronazo de miedo, pálido y rubio, que lleva traje inglés?
—No. —Sacudió la cabeza y frunció el entrecejo—. Creía que tu abogado era el hombre lobo que rescatamos en las montañas.
—Y lo es. Tengo dos abogados, pero ambos odian a Thor. ¿Alguno de ellos te ha animado a hacer esto?
—Casi todo el mundo odia a Thor. —Laksha sonrió—. Pero no, no me han hablado de nada de esto.
—Entonces, ¿esto es tu propia manera de hacerme luchar contra él? Es como si todo el mundo quisiera sacarnos al ruedo y comprarse los asientos de primera fila.
—No, ésta es mi manera de conservar este cuerpo sin tener que aumentar mi deuda kármica.
Suspiré, para liberar un poco de tensión de los músculos, y me froté los ojos con los nudillos.
—Está bien. Vamos a pensarlo bien. Si tu objetivo es cultivar tu propio manzano de la súper mega fruta de la eterna juventud, en realidad no necesitas todas las manzanas de Idun, ¿no? Sólo necesitas una para conseguir las semillas.
—No. —Laksha volvió a sacudir la cabeza y dio varios golpecitos a la mesa para que quedase más claro—. Las quiero todas, por si me sale mal.
—Bueno, si voy a planteármelo, al menos me gustaría tener la posibilidad de salir con vida de todo esto. Si robo una manzana, podría escaparme sin que nadie se diera cuenta, porque el mito dice que guarda sus manzanas en una cesta que está siempre llena. Pero si las robo todas, hasta el último dios nórdico vendrá a por mí, y a por ti también, debo añadir. Sé razonable. Una sola manzana será suficiente.
—¿Cómo puedo estar segura de que la manzana que me traes es de Idun?
—Pues porque será dorada, para empezar, y porque después de morderla deberías sentirte de puta madre, si creemos lo que cuentan.
Laksha se rió.
—Está bien. En el pasado has demostrado ser un hombre de palabra. Doce bacantes muertas esta noche a cambio de una de las manzanas de Idun antes de Año Nuevo.
Nos dimos un apretón de manos mientras Granuaile meneaba la cabeza, perpleja.
—He oído conversaciones de lo más extrañas trabajando en el bar —dijo—, pero creo que ésta las supera a todas.