12 de junio

La chica de mis sueños

OSCURIDAD.

No veía nada y me faltaba el aire. No podía respirar. El aire estaba lleno de humo y tosía, me ahogaba.

¡Ethan!

Oía su voz, pero desde muy lejos.

Me rodeaba un aire caliente que olía a ceniza y a muerte.

¡Ethan, no!

Vislumbré el destello de un cuchillo sobre mí y oí la siniestra risa de Sarafine, aunque no podía verle la cara.

Estaba a punto de morir en la cripta Greenbrier.

Quise gritar, pero no pude emitir ningún sonido. Sarafine volvió a soltar una carcajada. Agarraba con ambas manos el cuchillo que yo tenía clavado en el vientre. Me estaba muriendo y ella se reía. Estaba bañado en sangre, me salía por lo oídos, la nariz y la boca. Tenía sabor a cobre y sal.

Los pulmones pesaban como si fueran de cemento. Cuando la sangre que inundaba mis oídos apagó su voz, me abrumó una familiar sensación de pérdida. Verde y oro, limones y romero. La fragancia de Lena me llegaba a pesar de la sangre, el humo y las cenizas.

Siempre pensé que no podría seguir viviendo sin ella y ya no tendría que hacerlo.

—¡Ethan Wate! ¿Por qué no he oído la ducha todavía?

Me senté en la cama con sobresalto. Estaba empapado en sudor. Metí la mano debajo de la camiseta y me palpé. No había sangre, pero toqué la leve hinchazón de la piel donde, soñando, me había cortado el cuchillo. Me subí la camiseta y me fijé en la rosada línea dentada. Una cicatriz cruzaba la parte baja del abdomen. Parecía una herida reciente de cuchillo. Había surgido de la nada. Había sido provocada por un sueño.

Pero era real y me dolía. No había vuelto a soñar desde el cumpleaños de Lena y no tenía idea de por qué volvía a hacerlo. Tiempo atrás amanecía con la cama manchada de barro o humo en los pulmones, pero aquella era la primera vez que el dolor me había despertado. Intenté no pensar en él diciéndome que en realidad no había pasado nada, pero sentía punzadas en el vientre. Miré la ventana abierta deseando que apareciera Macon para robar el final del sueño. Ojalá estuviera ahí, me dije. Tenía un buen montón de razones para desearlo.

Cerré los ojos e intenté concentrarme en ver a Lena, aunque sabía que no la vería. Yo siempre anticipaba su ausencia que en los últimos tiempos era lo más habitual.

—Si no vas al examen final —gritó Amma desde el pie de la escalera—, te prometo que te vas a pasar el verano sentado en tu habitación hasta que se te pelen las posaderas.

Lucille Ball me miraba desde los pies de la cama, como todas las mañanas. Al día siguiente de aparecer en el porche, la llevé a casa de tía Mercy, pero por la noche volvió a presentarse en nuestra casa. Luego, tía Prue convenció a sus hermanas de que Lucille era una desertora y la gata se quedó a vivir con nosotros. Me llevé una sorpresa cuando Amma dejó que Lucille se quedara, pero tenía sus motivos. «No pasa nada por tener gatos. Ven cosas que la mayoría no vemos, como seres del otro mundo cuando cruzan a este, sean buenos o malos. Y cazan ratones». Supongo que podría decirse que Lucille era la versión gatuna de Amma para el reino animal.

Me metí bajo la ducha y el agua caliente limpió las malas sensaciones. Pero la cicatriz no desapareció. Subí la temperatura, y tampoco. No podía concentrarme. Estaba atrapado en el sueño: el cuchillo, las carcajadas…

El examen final de lengua.

Mierda.

Me había quedado dormido estudiando. Si suspendía aquel examen, suspendería el curso por mucho que me hubiera sentado en el lado del Ojo Bueno la mayor parte de él. El segundo semestre no había obtenido unas notas precisamente brillantes, o lo que es lo mismo, había descendido hasta ponerme a la par con Link. Además, a diferencia de lo que siempre había ocurrido, no tenía el aprobado garantizado. La verdad es que, desde que Lena y yo no nos presentamos en la reconstrucción obligatoria de la batalla de Honey Hill, mi aprobado en historia pendía de un hilo. Si suspendía lengua, tendría que pasarme el verano en una escuela tan vieja que ni siquiera tenía aire acondicionado o me arriesgaba a repetir curso. Y aquel día había un particular y complicado problema al que todos los alumnos capaces de empuñar un bolígrafo tendríamos que responder: ¿rima asonante o consonante? Lo cierto es que estaba jodido.

Quinto día consecutivo de desayunos súper gigantes. Llevábamos con los finales toda la semana y, según Amma, existía una correlación directa entre lo que un estudiante come y las notas que saca. Había perdido la cuenta de los huevos con beicon que me había zampado desde el lunes. No era de extrañar que me doliera el estómago y me acosaran las pesadillas. Con eso, al menos, procuraba tranquilizarme.

—¿Huevos otra vez? —protesté, pinchándolos con el tenedor.

Amma me miró de reojo.

—No sé qué estarás tramando, pero has de saber que no estoy de humor —dijo, sirviéndome otro huevo—. Te aconsejo que no pongas a prueba mi paciencia, Ethan Wate.

No pensaba discutir con ella. Ya tenía bastantes problemas.

Mi padre entró en la cocina y abrió la despensa en busca del Muesli.

—No le tomes el pelo a Amma. Este hijo mío es decididamente I.N.O.P.O.R.T.U.N.O. Como en…

Amma se le quedó mirando y cerró la puerta de la despensa de un portazo.

—Yo sí que te voy a importunar, Mitchell Wate, como no dejes de meter las narices en mi despensa.

Mi padre se echó a reír y yo habría jurado que vi sonreír a Amma. El momento se desvaneció como una pompa de jabón, pero yo había sido testigo. Algo estaba cambiando.

Todavía no me había acostumbrado a ver a mi padre compartiendo otra vez nuestra vida cotidiana. Me parecía increíble que tía Caroline lo hubiera internado en Blue Horizons tan sólo cuatro meses antes. Aunque no era exactamente un hombre nuevo como afirmaba mi tía, he de admitir que estaba irreconocible. Aún no me preparaba sándwiches de pollo, tomate y lechuga, pero cada vez pasaba más tiempo fuera del estudio y, a veces, incluso de casa. Marian le había conseguido un puesto de profesor invitado de lengua en la Universidad de Charleston, a la que llegaba tras dos horas de autobús porque todavía no estaba preparado para conducir. Casi parecía feliz, sin embargo, al menos en términos relativos: un hombre que se había pasado meses encerrado en una habitación haciendo garabatos tenía muy bajo el umbral de la felicidad.

Si mi padre se había transformado, si Amma era capaz de sonreír, ¿por qué para Lena no podían cambiar las cosas?

¿O era imposible?

El idilio había terminado y Amma estaba otra vez en pie de guerra. Me di cuenta nada más ver su expresión. Mi padre, que se había sentado a mi lado, echaba leche en el Muesli mientras Amma se secaba las manos con el delantal.

—Mitchell, más te vale comer esos huevos. Un tazón de cereales no se puede llamar desayuno.

—Buenos días para ti también, Amma —repuso mi padre sonriendo como un niño.

Amma lo miró de reojo y plantó un vaso de leche con cacao junto a mi plato, aunque yo ya casi nunca tomaba cacao.

—Me parece que te has puesto muy poco beicon —dijo, sirviendo en mi plato unas cuantas lonchas. Amma siempre me trataría como si tuviera seis años—. Pareces un muerto viviente. Lo que te hace falta es alimento para el cerebro. Tienes que aprobar los exámenes.

—Como usted diga, señora.

Bebí despacio el vaso de agua que Amma le había puesto a mi padre y Amma me amenazó con la Amenaza Tuerta, como yo lo llamaba, un cucharón de madera con un agujero. Era un objeto tristemente célebre. Cuando era pequeño y le daba una mala contestación, Amma me perseguía por toda la casa con él, aunque nunca llegó a darme. Yo, jugando, siempre esquivaba los golpes.

—Y será mejor que los apruebes todos porque no pienso llevarte a esa escuela de verano a la que van a ir los hijos de Petty. Vas a buscarte un trabajo como tú mismo prometiste —dijo, sorbiendo por la nariz y blandiendo la cuchara—. Cuando se tiene mucho tiempo libre, surgen los problemas y últimamente tú ya has tenido demasiados.

Mi padre sonrió por no soltar una carcajada. Apuesto a que Amma le decía lo mismo cuando él tenía mi edad.

—Como usted diga, señora.

Sonó el claxon de un coche. Era Link, que había venido a buscarme. Cogí la mochila y me levanté. Al instante, advertí la borrosa silueta del cucharón zumbando a pocos centímetros de mi espalda.

Me metí al coche y bajé la ventanilla. La abuela de Lena se había salido con la suya y su nieta había vuelto a clase hacía una semana. El primer día me acerqué a su casa para llevarla y pasé incluso por Stop & Steal para comprarle un bollo de frutas, la especialidad del local, pero cuando llegué a Ravenwood, Lena ya se había marchado. Prefería ir sola al instituto, así que Link y yo habíamos vuelto a las viejas costumbres e íbamos a clase en su vieja chatarra.

Link bajó la música, que atronaba en el vecindario.

—Cuando llegues a ese instituto, Ethan Wate, que no tenga que avergonzarme de ti. ¡Y tú apaga esa música, Wesley Jefferson Lincoln! Hasta a los tomates de mi huerta vas a asustar con tanto jaleo —bramó Amma.

Link contestó tocando el claxon.

Amma dio un golpe en el buzón del correo con el cucharón, puso los brazos en jarras y se calmó.

—Apruébame esos exámenes tuyos y a lo mejor te hago una tarta.

—¿De melocotón? —sugirió Link.

Amma resopló.

—Puede ser —respondió asintiendo con la cabeza.

Nunca habría llegado a admitirlo, pero al cabo de tantos años, Amma tenía debilidad por Link. Mi amigo pensaba que Amma sentía lástima por su madre tras lo ocurrido con Sarafine, una experiencia tipo ladrones de ultra cuerpos, pero no se trataba de eso. Lamentaba la situación de Link. «No puedo creer que ese chico no le quede otro remedio que vivir con esa mujer. Mejor sería que lo criaran los lobos», había dicho la semana anterior mientras envolvía para él una tarta de nueces.

—Lo mejor que me ha ocurrido nunca es que la madre de Lena conociera a mi madre —me dijo una vez Link con una sonrisa—, si no, Amma no me hace una tarta en su vida.

Fue su único comentario sobre el horrible cumpleaños de Lena, que no volvió a mencionar.

Y así, sin más, nos dirigimos al instituto. No añado nada nuevo al decir que, como de costumbre, llegamos tarde.

—¿Has estudiado lengua?

Era una pregunta retórica. Como yo sabía perfectamente, Link no abría un libro desde séptimo.

—No. Voy a copiar el examen.

—¿A quién?

—¿Y a ti que te importa? A alguien más listo que tú.

—¿Ah, sí? La última vez se lo copiaste a Jenny Masterson y te suspendieron.

—No he tenido tiempo de estudiar, he estado escribiendo una canción. A lo mejor la tocamos en la Feria de Condado. A ver qué te parece. —Link me cantó la canción entera. Fue muy raro, porque lo hizo al tiempo que en el equipo de música del coche sonaba una grabación con su voz—. Niña del chupachups, te fuiste sin decir adiós. Grité tu nombre, pero nadie me oyó.

Genial, otra canción inspirada en Ridley. Lo cual no debería haberme sorprendido, porque en los últimos cuatro meses, Link sólo escribía canciones sobre Ridley. Yo empezaba a pensar que se pasaría la vida componiendo canciones para la prima de Lena, a la que, por cierto, Lena no se parecía en nada. Ridley era una Siren y empleaba su poder de persuasión para conseguir lo que se proponía con sólo lamer un chupachups. En este caso, Link era el chupachups. Se había aprovechado de él y luego había desaparecido, pero Link no la había olvidado. De todas formas, yo no le culpaba. Debía de ser muy duro enamorarse de una Caster Oscura, porque a veces lo era y mucho estarlo de una Caster de Luz.

El ruido era ensordecedor, pero yo iba pensando en Lena. Transcurridos unos minutos, la voz de Link se perdió bajo el tronar de mis pensamientos y empecé a oír Diecisiete lunas, sólo que la letra había cambiado:

Diecisiete lunas, diecisiete vueltas,

ojos oscuros que brillan y queman,

llega la hora, aunque uno es primero,

arrastra la luna y le prende fuego…

¿Llegaba la hora? ¿Qué quería decir eso? Todavía quedaban ocho meses para la Decimoséptima Luna de Lena. ¿Por qué había llegado la hora? ¿Quién era «uno»? ¿A qué fuego se refería la canción?

Link me hizo volver en mí con una palmada en la cabeza y dejé de oír la canción. Link tenía la música a todo volumen y hablaba a gritos.

—Si no puedo conseguir un ritmo más lento, va a sonar muy rockera. —Lo miré y me dio otra palmada en la cabeza—. No te preocupes tanto, hombre, que no es más que un examen. A veces pienso que estás más loco que una cabra.

Lo malo era que no iba desencaminado.

Ni siquiera al llegar al instituto tuve la sensación de que era el último día de clase. Para los alumnos de último curso no lo era, todavía les quedaba la ceremonia de graduación del día siguiente y una fiesta que duraba toda la noche y en la que normalmente más de uno acababa con intoxicación etílica. Pero los alumnos de segundo y tercero no nos quedaban más que un examen. Luego seríamos libres.

Nada más bajarnos del coche, Savannah y Emily pasaron a nuestro lado sin prestarnos atención. Llevaban unas minifaldas más cortas de lo habitual y unos tops bajo los que asomaban las cintas del bikini. El de Savannah era estampado; el de Emily, de cuadros rosa.

—¿Has visto? —dijo Link con una sonrisa—. ¡Empieza el verano!

Yo casi lo había olvidado, pero estábamos a un sólo examen de las tardes en el lago. Aquel día, todo el que era alguien en aquel instituto llevaba puesto el bañador, porque el verano no empezaba oficialmente hasta darse un baño en el lago Moultrie. Los alumnos del Jackson High solíamos darnos cita en un lugar llamado Monck’s Corner, donde el lago era más ancho y profundo y al nadar te daba la impresión de que estabas en el mar. Y, en efecto, salvo por los siluros y la maleza de las orillas era igual que el mar. El año anterior Link y yo habíamos ido al lago en la camioneta del hermano de Emory acompañados de Emily, Savannah y la mitad del equipo de baloncesto. Pero eso había sido el año anterior.

—¿No vas a ir?

—No.

—Llevo otro bañador en la parte de atrás, aunque no es tan fresco como este —me dijo Link levantándose la camisa para que pudiera ver su traje de baño, que era de cuadros escoceses naranjas y amarillos. Mi amigo siempre tan discreto.

—Yo no voy, paso.

Link sabía por qué, pero no quiso hacer ningún comentario. Prefería actuar como si nada hubiera cambiado. Como si entre Lena y yo todo siguiera igual.

—Estoy seguro —insistió Link, que al parecer no se daba por vencido—, de que Emily te tiene reservada la mitad de su toalla —dijo con ironía, porque los dos sabíamos que no era cierto. Nuestros compañeros habían iniciado ya hacía tiempo una campaña de odio y de lástima y supongo que en aquellos días Link y yo éramos blancos fáciles. El acoso no tenía ninguna emoción, era como pescar peces en un barril.

—Déjalo ya.

Link se paró en seco y me agarró del brazo. Aparté su mano y, con una mirada, le pedí que no siguiera. Sabía perfectamente lo que iba a decir, así que di por zanjada nuestra conversación antes de empezarla.

—Oh, vamos. Ya sé que su tío ha muerto, pero tienes que dejar de actuar como si lo hubieran enterrado ayer, sé que la quieres, pero…

Era algo de lo que no había querido hablar aunque los dos lo hubiéramos pensado. Pero no volvió a sacar el tema. Era Link, mi amigo, y se sentaba a mi lado en el comedor cuando nadie más lo hacía.

—No te preocupes, no pasa nada.

Lena y yo teníamos que resolver nuestros problemas. No quedaba otro remedio.

Yo no sabía estar sin ella.

—Resulta doloroso verlo, colega. Te trata como…

—¿Cómo qué? —repliqué, desafiándole. Cerré el puño. Aguardaba a que Link me diera un motivo para estallar. Me resultaba muy difícil reprimir las ganas de ponerme a dar puñetazos.

—Como las chicas me suelen tratar a mí —dijo, y creo que esperaba que le pegase. Puede incluso que desease que lo hiciera si con ello podía ayudarme.

Pero se encogió de hombros. Yo aflojé el puño. Link era Link, por mucho que a veces me entraran ganas de darle una patada en el culo.

—Lo siento, amigo.

Se rio y echó a andar por el pasillo algo más deprisa de lo habitual.

—No pasa nada, psicópata.

Cuando subía la escalera hacia mi inevitable condenación, sentí la familiar punzada de soledad. Tal vez Link tuviera razón. La tensa situación que tenía con Lena no podía prolongarse durante mucho tiempo. Ya nada era lo mismo. Si hasta Link se daba cuenta, quizás había llegado el momento de afrontar la realidad.

Me empezó a doler la tripa. Coloqué las manos en los costados. Como si aprontando pudiera extraer la pena.

L, ¿dónde estás?

Me senté en mi mesa justo cuando sonó el timbre. Lena estaba en la mesa contigua, en el lado del Ojo Bueno, donde solía estar. Pero no parecía la misma.

Llevaba una camiseta con cuello de pico varias tallas más grandes y una minifalda negra muy corta que jamás se habría puesto tres meses antes y que, con la camisa de Macon encima, apenas se veía. También lucía el anillo de su tío, que él solía girar en el dedo cuando estaba pensando. Lo llevaba colgado de una cadena nueva —la vieja se había roto y perdido entre las cenizas la noche de su cumpleaños—, junto con el anillo de mi madre, que yo le había regalado por amor, un gesto que tal vez ella ya no apreciara. Por algún motivo, Lena cargaba fielmente con sus fantasmas y con los míos y se negaba a desprenderse de ellos. Mi madre muerta y su difunto tío atrapados con anillos de oro, platino y otros metales preciosos, colgando en su collar de amuletos, ocultos bajo prendas de ropa que había tomado prestadas.

La señora English empezó a repartir los exámenes y parecía que le agradaba mucho que la mitad de sus alumnos llevaran bañador o toalla de baño. Emily, naturalmente, no había olvidado ninguna de las dos cosas.

—Cinco preguntas cortas: diez puntos cada una; preguntas tipo test: veinticinco puntos; redacción: otros veinticinco puntos. Lo siento, pero esta vez Boo Radley no se puede quedar. Tema: El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde. Lo siento mucho, señores, pero todavía no ha llegado el verano.

En primavera habíamos leído Matar a un ruiseñor. Yo recordé la primera vez que Lena se había presentado en el aula con un ejemplar destrozado.

Boo Radley está muerto, señora English. Le han clavado una estaca en el corazón.

No sé quién de las amigas de Emily lo dijo, pero todos entendimos que se estaba refiriendo a Macon. Como en los viejos tiempos, la ocurrencia iba dirigida a Lena.

Cuando la oleada de carcajadas que recorrió la clase se disipó, me mantuve expectante esperando a que las ventanas se cerrasen de golpe o algo parecido, pero no se oyó ni un chirrido. Lena no reaccionó. Quizá no lo hubiera oído o quizá le diera igual lo que pudieran decir los demás.

—Apuesto a que el viejo Ravenwood ni siquiera está en el cementerio. Seguro que su ataúd está vacío. Si es que tiene ataúd, claro.

Lo dijeron lo bastante alto para que la señora English levantase la vista y mirase al fondo del aula.

—Cállate, Emily —dije yo entre dientes.

Esta vez Lena se volvió y miró a Emily a los ojos. Con eso fue suficiente. Emily echó un vistazo al examen, como si tuviera algo que decir de El doctor Jekyll y mister Hyde. Nadie se atrevía a enfrentarse a Lena, todos los demás, murmuraban sobre ella. Lena se había convertido en la nueva Boo Radley. Me pregunté qué habría dicho Macon al respecto.

Y aún seguía preguntándomelo cuando alguien gritó desde las últimas filas de la clase.

—¡Socorro! ¡Fuego!

Estaba ardiendo el examen de Emily, que lo dejó caer al suelo de linóleo y siguió gritando. La señora English cogió su suéter del respaldo de la silla, se dirigió al fondo del aula y ladeó la cabeza para mirar por su ojo sano. Tres buenas manotadas y sofocó el pequeño incendio. En el suelo quedó el examen humeante y carbonizado y una zona ennegrecida.

—Le juro que ha sido una combustión espontánea. Yo estaba escribiendo y empezó a arder.

La señora English cogió un pequeño encendedor del pupitre de Emily.

—¿De verdad? Recoge tus cosas, vete al despacho del señor Harper y se lo cuentas a él.

Emily salió del aula hecha una furia y la señora English regresó a su sitio. Cuando pasó a mi lado, advertí que el mechero estaba adornado con una media luna de plata.

Lena volvió a su examen y siguió escribiendo. Yo me fijé en su holgada camiseta blanca y en el collar que tintineaba debajo. Llevaba un peinado curioso, con el cabello recogido en un moño muy raro, otro cambio que no se molestó en explicar. La avisé dándole un toquecito con el lápiz. Dejó de escribir y me miró con una sonrisa llena de malicia. Lo mejor que en aquellos días fue capaz de dedicarme.

Yo le devolví la sonrisa, pero ella volvió a concentrarse en su examen como si prefiriera reflexionar sobre la asonancia y la consonancia en lugar de mirarme. Como si mirarme doliera o, peor, como si no tuvieras ganas de hacerlo.

Cuando sonó el timbre, fue como si el Jackson High se convirtiera en Nueva Orleans en pleno Mardi Grass de carnaval. Las chicas se quitaron las camisetas y echaron a correr por el aparcamiento en bikini, las taquillas se quedaron vacías y los cubos de basura abarrotados de cuadernos. Las palabras se convirtieron primero en exclamaciones y luego en gritos de celebración porque los alumnos de segundo curso pasarían a tercero y los de tercero a cuarto. Finalmente, todos habían conseguido lo que llevaban todo el año esperando: la libertad y un nuevo comienzo partiendo de cero.

Todos menos yo.

Lena y yo nos dirigimos a los coches. Al subir un bordillo, ella tropezó y nos tocamos un instante. Sentí electricidad de antaño, pero fría, como las últimas veces. Lena se apartó para evitarme.

—Bueno, ¿qué tal te ha salido? —dije, intentando entablar conversación como si no fuéramos más que dos extraños.

—¿El qué?

—Pues el examen.

—Supongo que habré suspendido. No he leído lo que mandaron.

Resultaba difícil creer que Lena no leyera ninguno de los libros obligatorios de lengua, sobre todo teniendo en cuenta que meses atrás había contestado a todas las preguntas a propósito de Matar a un ruiseñor.

—¿Ah, no? Pues a mí me ha salido genial. Robé una copia del examen de la mesa de la señora English la semana pasada. —Era mentira. En Casa Amma, antes suspender que hacer trampas. Pero Lena no me escuchaba. Agité la mano delante de sus ojos—. L, ¿has oído lo que estaba diciendo?

Quería comentarle mi sueño, pero primero tenía que lograr que me prestara atención.

—Lo siento. Tengo muchas cosas en qué pensar —me respondió.

Era poca cosa, pero más de lo que había conseguido en las últimas semanas.

—¿Qué cosas?

Vaciló.

—Nada.

¿Nada bueno o nada de lo que se pueda hablar aquí?

Se paró en seco y me miró. Comprendí que no quería que escuchase sus pensamientos.

—Nos mudamos, dejamos Gatlin.

—¿Qué?

No me lo esperaba, probablemente como ella pretendía. Me estaba cerrando el paso para que no pudiera ver su interior. Algo le estaba sucediendo, pero ocultaba los pensamientos que no deseaba compartir. Yo creía que necesitaba tiempo y no me había dado cuenta de que en realidad quería alejarse de mí.

—No quería que lo supieras todavía. Sólo serán unos meses.

—¿Tiene algo que ver con…? —pregunté con un nudo en el estómago. Estaba empezando a acostumbrarme a la sensación de pánico.

—No tiene nada que ver con ella —respondió Lena agachando la cabeza—. La abuela y tía Del opinan que si me alejo de Ravenwood pensaré menos en… pensaré menos en él.

Que si me alejo de ti, fue lo que yo entendí.

—Las cosas no funcionan así, Lena.

—¿No funcionan cómo?

—Aunque salgas huyendo, no vas a olvidar a Macon.

Cuando mencioné a su tío se puso tensa.

—¿Ah, no? ¿Eso dicen tus libros? ¿Y en qué fase del duelo opinas que estoy? ¿En la quinta o en la sexta? ¿O ya he llegado a la última?

—No te pongas así…

—¿Recuerdas ese consejo que dice: déjalo todo y vete ahora que todavía estás a tiempo? Tal vez sea en la fase en la que me encuentro, ¿no?

Me paré en seco y la miré.

—¿Eso es lo que quieres?

Enroscó un dedo en el collar de los amuletos y torció la larga cadena de plata. De aquella cadena colgaban nuestros pequeños recuerdos, vestigios de lo que habíamos hecho y visto juntos. Siguió retorciéndola hasta que temí que se rompiera.

—No lo sé. Una parte de mí quiere irse para no volver nunca y otra no puede soportar la idea de marcharse porque él amaba Ravenwood y me lo legó a mí.

¿Esa es la única razón?

Esperé que completara su explicación, que dijera que no quería separarse de mí. Pero no lo dijo.

Cambié de tema.

—Tal vez por eso hemos soñado con aquella noche.

—¿De qué sueño estás hablando? —dijo. Por fin había logrado captar su atención.

—Del sueño que tuvimos anoche acerca de tu cumpleaños. Quiero decir, parecía tu cumpleaños hasta que apareció Sarafine y me clavó el cuchillo. Era todo tan real… Hasta me he despertado con esto —dije, levantándome la camiseta.

Lena se fijó en la cicatriz de mi abdomen, una línea dentada aún inflamada y sonrosada. Su estupor fue mayúsculo, tanto que me pareció que estaba a punto de desmayarse. Se quedó pálida, con expresión de pánico. Por primera vez en varias semanas, advertí una emoción auténtica en sus ojos.

—No sé a qué te refieres. Yo anoche no soñé nada.

Por su mirada y la seguridad con que lo dijo supe que hablaba en serio.

—Qué raro. Lo normal es que soñemos lo mismo —dije. Quería aparentar tranquilidad, pero me palpitaba el corazón. Lena y yo teníamos los mismos sueños incluso antes de conocernos. Esa había sido la razón de las primeras visitas nocturnas de Macon, que extraía de mis sueños algunas partes para que Lena no las viera. Macon había llegado a afirmar que entre Lena y yo existía un vínculo tan fuerte que ella soñaba mis sueños. Si ya no lo hacía, ¿qué podía significar?

—He soñado con la noche de tu cumpleaños. Te oía llamarme, pero al llegar a la cripta, me encontraba con Sarafine y me sacaba un cuchillo. —Lena parecía a punto de caerse redonda. Tendría que haber interrumpido mi relato, pero no pude. No sabía por qué, pero algo me obligaba a proseguir—. ¿Qué ocurrió aquella noche. L? No llegaste a contármelo. Tal vez por eso sueño con ello.

Ethan, no puedo, no me obligues.

No podía creerlo. Oía a Lena de nuevo dentro de mi cabeza, hablándome kelting otra vez. Quise entrar en su cabeza.

Claro que podemos hablar. Tú me tienes que hablar.

No sé qué sentía en aquellos momentos, pero no quiso contármelo. La puerta que comunicaba nuestras mentes se cerró de un portazo.

—Ya sabes lo que ocurrió. Te caíste al intentar trepar a la cripta y perdiste el conocimiento.

—Pero ¿qué le pasó a Sarafine? —pregunté.

—No lo sé —respondió agarrando con fuerza las correas de su mochila—. Había fuego por todas partes, ¿no te acuerdas?

—¿Desapareció así, sin más?

—No lo sé, no se veía nada. Lo único que sé es que cuando el fuego se extinguió, no estaba por ninguna parte. —Se había puesto a la defensiva, como si yo la estuviera acusando de algo—. ¿Por qué insistes tanto? Tú has soñado y yo no, de acuerdo, ¿y qué? No habrá sido un sueño como los otros. No querrá decir nada —concluyó alejándose.

Me interpuse en su camino y volví a levantarme la camiseta.

—Entonces, ¿qué explicación le das a esto?

La cicatriz tenía un color rosado, como si la herida se hubiera cerrado hacía muy poco. Lena abrió mucho los ojos, que captaron el esplendor del primer día de verano. A la luz del sol, sus ojos color avellana desprendían destellos dorados. No respondió.

—Además, la letra de la canción está cambiando. Y sé que tú también la oyes. «¿Llega la hora?». ¿Es que no vamos a hablar de ello?

Retrocedió, alejándose de mí. Era, supongo, su manera de responder a mi pregunta. No me importó. Nada podría detenerme.

—¿Qué está pasando, Lena? Dímelo, por favor —insistí. Lena negó con la cabeza—. ¿Qué está pasando?

No pude seguir porque Link se acercó a nosotros.

—Me parece —dijo, dándome en el hombro con la toalla—, que excepto ustedes dos, hoy nadie se va a dar un baño en el lago.

—¿De qué estás hablando?

—Ay, fíjate en las ruedas, maldito. Todas están pinchadas. Hasta mi montón de chatarra.

—¿Todos los coches?

Fatty, el conserje del Jackson, no podría dar abasto. Calculé mentalmente cuántos automóviles había en el aparcamiento. Suficientes para trasladar el asunto a Summerville o, quizás, a la oficina del sheriff. No, Fatty no podría dar abasto. Aquel incidente sobrepasaba sus competencias.

—Todos los coches menos el de Lena —dijo Link señalando el Fastback. Aquel era, en efecto, el nuevo coche de Lena, pero a mí todavía me costaba hacerme a la idea.

En el aparcamiento reinaba el caos. Savannah hablaba por el móvil, Emily se dirigía a gritos a Eden Westerly, el equipo de baloncesto no iría a ninguna parte.

Link chocó su hombro con el de Lena.

—La verdad es que no te culpo por los demás, pero ¿tenías que cargarte también mi estupenda chatarra? Últimamente ando escaso de fondos y no sé si me llega para comprar unos neumáticos nuevos.

Miré a Lena. Se había quedado estupefacta.

Lena, ¿has sido tú?

—No he sido yo.

Algo no marchaba bien. La Lena de siempre nos habría decapitado sólo por preguntar.

—¿Crees que habrá sido Ridley o…? —me interrumpí y miré a Link. No quería pronunciar el nombre de Sarafine.

—Ridley no ha sido —repuso Lena negando con la cabeza. Ni parecía ella ni parecía segura de sí misma—. Aunque no me crean, ella no es la única que odia a los Mortales.

La miré, pero fue Link quien preguntó lo que ambos estábamos pensando.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

En medio del desorden del aparcamiento se oyó arrancar una moto. Conducida por un hombre con camiseta negra, se paseó por entre los coches echando humo delante de las narices de las furiosas animadoras. Luego enfiló la carretera y desapareció. El hombre que la conducía llevaba casco, así que no pudimos verle la cara. Pero la moto era una Harley.

Sentí una punzada en el estómago, aquella moto me resultaba familiar. ¿Dónde la había visto? En el Jackson nadie tenía moto. El Quad de Hank Porter, que estaba en el taller tras volcar la última fiesta de Savannah, era lo más parecido. O esa al menos era la información que, ahora que nadie me invitaba a ninguna fiesta, había llegado a mis oídos.

Lena se quedó mirando la moto como si hubiera visto un fantasma.

—Vámonos de aquí —dijo y bajó las escaleras y corrió hacia su coche.

—¿Adónde? —dije yo yendo tras ella mientras Link se esforzaba por alcanzarnos.

—A cualquier sitio menos este.