15 de junio
Inconfundible
LAS RUEDAS PATINARON al parar ante la Historical Society y los frenos chirriaron con estruendo. El estrépito del motor se fue apagando poco a poco en la calle desierta.
—¿No podrías hacer un poquito de menos ruido por una vez? Nos van a oír —dije, aunque sabía que Link no cambiaría su estrafalaria forma de conducir.
Habíamos aparcado a pocos metros de la sede de las Hijas de la Revolución Americana. Observé que por fin habían reparado el tejado. Un huracán provocado por Lena lo había levantado poco antes de su cumpleaños El Jackson High también padeció las consecuencias del mismo temporal, pero imagino que las autoridades competentes pensaron que la rehabilitación del instituto podía esperar. En Gatlin, las prioridades estaban claras. En Carolina del Sur casi todo el mundo tenía algún pariente confederado, así que unirse a las Hijas de la Revolución era fácil. Para formar parte, sin embargo, era necesario un linaje que se remontara hasta una persona que hubiera combatido en la guerra de independencia. El mayor problema, no obstante, era demostrar ese linaje. Salvo que el pariente en cuestión hubiera firmado personalmente la Declaración de Independencia, puestos uno detrás de otro, los documentos acreditativos podían formar una fila de un kilómetro. E incluso en ese caso, en la sociedad sólo se ingresaba previa invitación, para lo cual era necesario lamerle el culo a la madre de Link y estampar tu firma en la solicitud que en esos momentos se trajera entre manos. Probablemente, en el Sur el proceso fuera mucho más engorroso que en el Norte, como si los sureños tuviéramos que demostrar que habíamos combatido en el mismo bando al menos en una ocasión. En la parte Mortal de mi pueblo reinaba tanta confusión como en la parte Caster.
Aquella noche, la sede de las Hijas estaba desierta.
—No creo que nadie nos oiga. Hasta que no acabe el Derby de Demolición, todo el mundo está en la feria.
Link tenía razón. Gatlin parecía un pueblo fantasma. La mayoría de sus habitantes todavía estaría en la feria. O en casa hablando por teléfono, relatando los detalles de cierto concurso de repostería que permanecería en la memoria colectiva de la comunidad durante décadas. Todos estaban convencido de que la señora Lincoln no había permitido que ningún miembro de la sociedad dejara de verla compitiendo con Amma por el primer puesto del concurso de tartas. Aunque, por otro lado, seguro que en aquellos momentos estaría preguntando por qué no se había presentado mejor al concurso de quimbombó en vinagre.
—No todo el mundo —dije. Me había quedado sin ideas ni explicaciones, pero sabía dónde conseguir ambas cosas.
—¿Seguro que esto es buena idea? ¿Y si Marian no está?
Link estaba nervioso. Ver a Ridley con una especie de Íncubo mutante no había sacado precisamente lo mejor de él. Yo, sin embargo, creía que no tenía nada de qué preocuparse. Era evidente que John Breed no andaba detrás de Ridley, sino de Lena.
Consulté la hora en el móvil. Eran casi las once.
—Es festivo y ya sabes lo que eso significa. Marian debe de estar en la Lunae Libri.
Así funcionaban las cosas en Gatlin. Marian trabajaba de bibliotecaria jefe de la Biblioteca del Condado de nueve de la mañana a seis de la tarde de lunes a viernes, pero los días festivos, era bibliotecaria jefe de la Biblioteca Caster de nueve de la noche a seis de la mañana.
Cuando la biblioteca de Gatlin estaba cerrada, la biblioteca de los Caster estaba abierta. Y en la Lunae Libri había una puerta que llevaba a los Túneles.
Bajé del coche mientras Link cogía una linterna de la guantera.
—Lo sé, lo sé. La biblioteca de Gatlin está cerrada y la biblioteca de los Caster está abierta toda la noche puesto que la mayoría de los clientes nocturnos de Marian no pueden salir durante el día —dijo Link iluminando la fachada de la Historical Society. Frente a nosotros apareció un letrero de bronce con la leyenda: HIJAS DE LA REVOLUCIÓN AMERICANA. De todas formas, sin mi madre, la señora Asher o la señora Snow supieran lo que se oculta en el sótano de su edificio…
Llevaba su pesada linterna metálica como si blandiera un arma.
—¿Estás pensando en tumbar a alguien con ese cacharro?
Link se encogió de hombros.
—Uno nunca sabe lo que puede encontrar por ahí.
Yo sabía en qué estaba pensando. Ninguno de los dos había vuelto a la Lunae Libri desde el cumpleaños de Lena. Y en nuestra última visita habíamos encontrado pocos diccionarios y mucho peligro.
Peligro y muerte. Aquella noche cometimos un error y las consecuencias se dejaron sentir allí mismo y en otros sitios. Si yo hubiera llegado antes a Ravenwood, si hubiera encontrado el Libro de las Lunas, si hubiera podido ayudar a Lena a luchar contra Sarafine… si hubiéramos hecho una sola cosa de otra forma, ¿seguiría Macon con vida?
Rodeamos el viejo edificio de ladrillo rojo para llegar a la parte de atrás, que bañaba la luz de la luna. Link apuntó la linterna a una ventana enrejada próxima al suelo, se acercó y se puso en cuclillas.
—¿Estás listo, tío?
La linterna temblaba en sus manos.
—¿Y tú? ¿Estás listo?
Metí la mano a través de la reja, que tan bien conocía, y desapareció como siempre, en la ilusoria entrada de la Lunae Libri. En Gatlin, pocas cosas eran lo que aparentaban a primera vista. Al menos, en lo que se refería a los Caster.
—Me sorprende que ese hechizo siga funcionando —dijo Link, observando cómo yo sacaba la mano intacta de la reja.
—Lena me dijo que no es de los más difíciles. Una especie de hechizo de ocultación típico de Larkin.
—¿Te has preguntado si no será una trampa?
La linterna temblaba tanto que el haz de luz casi no paraba quieto en la reja.
—Sólo hay una forma de averiguarlo.
Cerré los ojos y atravesé la reja. Si antes me encontraba entre los crecidos arbustos de la parte trasera del edificio, ahora estaba en la escalera de piedra que bajaba al corazón de la Lunae Libri. Sentí un escalofrío al cruzar el umbral encantado que daba paso a la biblioteca, pero no por el contacto con lo sobrenatural. El escalofrío, la incomodidad se debía a todo lo contrario, a que ya nada parecía diferente. El aire era aire a ambos lados de la reja por mucho que ahora la oscuridad fuera absoluta. Tampoco sentía ya el poder de la magia, ni en Gatlin ni debajo de Gatlin. Estaba magullado y furioso, pero también esperanzado. Estaba convencido de que Lena sentía algo por John, pero existía la posibilidad de que me equivocara, de que, sencillamente, John y Ridley estuvieran ejerciendo su influencia sobre ella. Merecía la pena haber cruzado otra vez al lado equivocado de la reja.
Link se tropezó al entrar en el mundo de los Caster y soltó la linterna, que cayó con un ruido metálico escalera abajo. Nos quedamos a oscuras hasta que las antorchas que iluminaban el empinado pasadizo empezaron a encenderse una a una.
—Lo siento. Esa cosa siempre me pone de los nervios.
—Link, si no quieres venir……
Entre las sombras no podía ver su rostro.
Hizo una pausa antes de responderme.
—Pues claro que no quiero, pero tengo que ir. Es decir, no digo que Rid sea el amor de mi vida, que no lo es, ¡menuda locura! Pero ¿y si Lena te ha dicho la verdad y Rid quiere cambiar? ¿Y si ese vampiro la ha hechizado también a ella?
Yo dudaba de que Ridley estuviera bajo el hechizo de nadie salvo el de ella misma, pero no dije nada.
Link no estaba allí ni por Lena ni por mí. Por desgracia, todavía llevaba a Ridley bajo la piel. Si enamorarse de una Caster era duro, no había nada peor que perder la cabeza por una Siren.
Lo seguí por aquella escalera oscura bajo la parpadeante luz de las antorchas en nuestro descenso a ese mundo que habita debajo del nuestro. Abandonábamos Gatlin para entrar en el mundo de los Caster, un lugar donde podría ocurrir cualquier cosa. No quise recordar los tiempos en que eso, que ocurriera algo, era lo que más deseaba.
Al atravesar el arco de piedra donde estaban talladas las palabras DOMUS LUNAE LIBRI, entramos en otro mundo, en un universo paralelo. Ciertos elementos de ese mundo me resultaban familiares: el olor de la piedra cubierta de musgo, el aroma a almizcle de pergaminos que se remontaban a la Guerra de Secesión y a épocas anteriores, el humo que se elevaba de las antorchas hasta el artesonado de los techos. Olía a humedad y se oía la caída ocasional del agua subterránea, que se abría paso hasta unos canalitos abiertos en el suelo. Pero había cosas a las que jamás podría acostumbrarme. La oscuridad al final de las estanterías, las secciones de la biblioteca que ningún Mortal había visto. Me pregunté cuánto habría conocido a mi madre de todo aquello.
Llegamos al pie de las escaleras.
—¿Y ahora qué? —Link encontró la linterna y apuntó con ella a la columna que tenía al lado. Un grifo le devolvió un gruñido de amenaza. Apartó la linterna y bajo el haz de luz aparecieron las fauces de una gárgola—. Si esto es la biblioteca, ¿cómo será la cárcel?
Oímos el rugido de unas llamas recién prendidas.
—Mejor que no lo sepas.
Una a una se fueron encendiendo otras antorchas y comprobamos que nos encontrábamos en una sala redonda. Había una columnata adornada con varias hileras de criaturas mitológicas Caster y Mortales que se enroscaban en torno a los pilares.
Link estaba asustado.
—Te lo digo en serio, amigo, este sitio es espantoso.
Toqué un rostro tallado en piedra, el de una mujer que se retorcía de agonía entre unas llamas. Link pasó la mano por otra cara con enormes colmillos.
—Mira qué perro. Se parece a Boo —comentó. Volvió a mirar y se dio cuenta de que era la cara de un hombre con enormes colmillos. Apartó la mano rápidamente.
En otra columna había un remolino que parecía de piedra y de humo a la vez. De sus pliegues y huecos emergía un rostro que me recordaba a alguien, pero me habría sido difícil concretar a quién porque la roca lo rodeaba por completo. Parecía luchar por separarse de la piedra, por acercarse a mí. Por un instante creí ver que movía los labios, como si tratara de hablar. Retrocedí.
—¿Qué demonios es eso?
—¿Qué demonios es qué? —Link estaba mi lado, observando la columna, que volvía a ser otro pilar adornado con ondas y espirales. El rostro había desaparecido bajo la piedra como si se lo hubiera tragado el mar—. No sé. El mar…… humo de un incendio. Qué más da.
—Olvídalo.
No pude olvidarlo. Aunque no lo comprendía: había visto el rostro de un conocido. Aquel lugar era misterioso e inquietante. Nos advertía de que el mundo de los Caster era otro sitio Oscuro, independientemente de en qué bando estuvieras.
Se prendió otra antorcha e iluminó estanterías de libros, manuscritos y viejos rollos de pergamino Caster. Salían de la rotonda en todas las direcciones, como los radios de una rueda, y desaparecían en la oscuridad. Se encendió la última antorcha y pude ver el mostrador de caoba redondo donde tendría que estar Marian.
Pero allí no había nadie. Aunque Marian siempre decía que la Lunae Libri era un lugar ni Luminoso ni Oscuro donde habitaba la magia, sin ella, la biblioteca me pareció sombría.
—Aquí no hay nadie —dijo Link. Estaba derrotado.
Cogí una antorcha de la pared y se la di. Cogí otra para mí.
—Están aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, eso es todo.
Avancé entre las estanterías como si supiera adónde me dirigía. El aire era denso y olía a los viejos libros y manuscritos de lomos doblados y gastados, a las polvorientas estanterías de roble combadas bajo el peso de cientos de años y de siglos de palabras. Acerqué la antorcha a la más próxima.
—Cabellos: para hechizar el de tu doncella. Cebolla: para vínculos y hechizos. Cortezas: para hechizos de ocultación. Debemos de estar en la «C».
—Destrucción de la vida Mortal, y este debe de pertenecer a la «D» —dijo Link y fue a coger el libro.
—No lo cojas. Te quemará la mano. —Yo lo sabía bien por culpa del Libro de las Lunas.
—Por lo menos podremos esconderlo, ¿no? Detrás del dedicado a la cebolla. —No le faltaba razón.
No habíamos avanzado ni tres metros cuando oí una risa, la risa de una chica, que me pareció inconfundible. Su eco me llegó a través de los techos.
—¿Has oído?
—¿Qué? —dijo Link, a punto de quemar unos rollos de pergamino con su antorcha.
—Ten cuidado, que en este sitio no hay salida de incendios.
Llegamos a una encrucijada. Volví a oír aquella risa musical. Era bonita y familiar y su sonido hacía que me sintiera seguro, que el mundo se volviera un lugar un poco menos extraño.
—Creo que es una chica.
—Tal vez sea Marian, que es una chica —sugirió Link. Me lo quedé mirando como si se hubiera vuelto loco. Se encogió de hombros—. En cierto sentido al menos.
—No es Marian.
Me aparté un poco para que Link oyera mejor, pero ya no se escuchaba nada. Avanzamos hacia el lugar de donde había provenido la risa. El pasillo describía una curva y terminaba en otra rotonda parecida a la anterior.
—¿Serán Lena y Ridley?
—No lo sé. Vamos por aquí.
Me costaba orientarme, pero sabía perfectamente a quién pertenecía aquella risa. Una parte de mí siempre había sospechado que encontraría a Lena sin importar dónde se ocultara. No podía explicar por qué, sencillamente lo sabía.
Tenía mucho sentido. Si nuestra conexión era tan intensa que compartíamos los sueños y nos hablábamos sin hablar, ¿por qué no iba a intuir dónde se encontraba? Era como cuando vuelves en coche desde el instituto o desde un lugar al que vas todos los días y sólo te acuerdas del momento en que sales del aparcamiento y del momento en que llegas al garaje, pero no tienes idea de cómo has llegado desde un lugar hasta el otro.
Lena era mi destino. Yo siempre iba en su busca, incluso cuando me separaba de ella, incluso cuando ella no iba en mi busca.
—Sigamos un poco más.
Tras la siguiente curva había un pasillo cubierto de hiedra. Sostuve en alto la antorcha y una lámpara de latón se encendió en mitad de las hojas.
—Mira.
La lámpara iluminó una puerta oculta bajo las enredaderas. Tanteé la pared hasta encontrar un frío picaporte metálico. Tenía forma de media luna, de media luna Caster.
Volví a oír la risa. Tenía que ser Lena. Hay ciertas cosas que un hombre sabe. Yo supe que era L. Y supe también que mi corazón no me engañaba.
Me palpitaba el corazón. Empujé la puerta, que era pesada y chirriaba. Daba paso a un estudio amplio y magnífico. Al fondo había una cama con dosel sobre la cual había una chica escribiendo en un cuaderno.
—¡L!
Me miró, sorprendida.
Sólo que no era Lena.
Era Liv.