Después
Las lágrimas de una Siren
RIDLEY ESTABA EN su dormitorio de Ravenwood, situado en el antiguo cuarto de Macon. En él todo había cambiado excepto el suelo, el techo y las cuatro paredes y, tal vez, la cama con dosel.
Cerró con llave, se volvió y se apoyó en la puerta para contemplar la estancia. Macon había decidido trasladarse a otro cuarto en la misma mansión de Ravenwood, aunque pasaba la mayor parte del tiempo en su estudio en los Túneles. Así que ahora aquella era la habitación de Ridley, que no había vuelto a abrir la trampilla que bajaba al estudio de Macon y la tenía tapada con una gruesa alfombra rosa. Las paredes estaban cubiertas de graffiti hecho con spray negro y rosa fluorescente con toques de verde eléctrico, amarillo y naranja. El graffiti no consistía en palabras exactamente, sino en formas, trazos y emociones. Ira embotellada en una lata de spray barato del Wal-Mart de Summerville. Lena se había ofrecido a ayudarla, pero Ridley insistió en pintar sola y al estilo Mortal. Las emanaciones de la pintura le dieron dolor de cabeza y la pintura lo manchó todo. Era precisamente lo que quería porque era precisamente lo que sentía.
Que lo había manchado todo.
Y nada de palabras. Odiaba las palabras. Mentiras en su mayor parte. Su reclusión de dos semanas en la habitación de Lena le había bastado para engendrar un odio a la poesía que le duraría de por vida.
mipalpitanteydolientecorazóntenecesita…
Qué porquería. Le daban náuseas. Evidentemente, aquella familia carecía del más mínimo sentido del buen gusto. Se apartó de la puerta y se dirigió al armario.
Abrió las puertas de madera blanca lacadas con un empujoncito y descubrió una colección de ropa que le había costado toda una vida reunir. El sello de identidad de una Siren.
Ahora, sin embargo, no era más que un recordatorio de lo que ya no era.
Arrastró la banqueta verde hasta el armario y subió, con dificultad, porque sus zapatos rosas de plataforma eran un poco holgados y se deslizaban atrás y adelante a pesar de que se había puesto sus medias de rayas rosas. Había sido un día poco frecuente en Gatlin. Las miradas de que había sido objeto en el Dar-ee Keen no tenían precio. Al menos, había echado la tarde.
Una tarde, pero ¿de cuántas?
Tanteó el estante superior hasta que encontró la caja de zapatos de París donde guardaba lo que estaba buscando. Sonrió y tiró de ella. Zapatos de terciopelo púrpura abiertos por delante con diez centímetros de tacón si no recordaba mal. Pero claro que se acordaba. Aquellos zapatos habían sido testigos de noches estupendas.
Vació el contenido de la caja en la colcha blanca y negra. Allí estaba, envuelto en seda manchada con un poco de tierra.
Se sentó en el suelo y apoyó los brazos en la cama. No era ninguna estúpida, sólo quería mirarlo, como había hecho todas las noches de las últimas dos semanas. Quería sentir el poder de algo mágico, un poder que ella ya no tenía.
No era mala chica en realidad. Además, si lo era, ¿qué más daba? No podía evitarlo. La habían dejado tirada como un cepillo de rímel viejo.
Sonó el móvil y lo cogió de la mesita. En la pantalla apareció una foto de Link. Pulsó el botón de apagado y tiró el teléfono sobre la interminable alfombra rosa.
Ahora no, Tío bueno.
Estaba pensando en otro Íncubo.
John Breed.
Se sentó cómodamente y ladeó la cabeza para observa la esfera, que empezó a emitir una luz sutilmente rosada.
—¿Qué voy a hacer contigo?
Sonrió porque por una vez la decisión estaba en sus manos y porque todavía no la había tomado.
tres…
La luz creció en intensidad hasta bañar la habitación con un luminoso resplandor rosa bajo cuyo fulgor todos los objetos desaparecían como rayas de lápiz parcialmente borradas.
dos…
Cerró los ojos… una niña soplando las velas de la tarta de cumpleaños para pedir un deseo…
uno…
Abrió los ojos.
La decisión estaba tomada.