16 de junio
Revelaciones
LLEGUÉ A MI HABITACIÓN casi al amanecer. A buen seguro, Amma no había terminado conmigo todavía y ese día todavía tendría que pasar por un infierno, pero intuía que Marian no me esperaba para trabajar. Temía más a Amma que a cualquier otra cosa en el mundo. Me quité los zapatos con los pies y me quedé dormido antes de apoyar la cabeza en la almohada.
Luz cegadora.
Me inundaba la luz. ¿O era la oscuridad?
Me dolían los ojos como si hubiera pasado un rato mirando el sol y veía manchas oscuras. Sólo distinguía una silueta y tenía miedo. La conocía íntimamente: su estrecha cintura, sus manos delicadas, sus largos dedos. Todos sus cabellos se enroscaban con el soplo de la Brisa Caster.
Se acercó y me tendió la mano. Paralizado, observé cómo sus manos salían de la oscuridad para entrar en la luz donde yo me encontraba. La luz fue descubriendo sus brazos y luego su cintura, sus hombros, su pecho.
Ethan.
El rostro seguía envuelto en sombras, pero ahora sus dedos me tocaban, ascendían por mis hombros, mi cuello y mi cara. Sostuve su mano en mi mejilla, pero me quemaba. No porque estuviera caliente, sino porque estaba helada.
Estoy aquí, L.
Yo te quería, Ethan, pero ahora tengo que irme.
Lo sé.
En la oscuridad pude ver los párpados abiertos y el brillo dorado. Los ojos de la maldición. Los ojos de un Caster Oscuro.
Yo también te quería, L.
Cerré sus ojos con suavidad. El frío que me había dejado su mano desapareció. Aparté la mirada y me obligué a despertarme.
Bajé dispuesto a hacer frente a la ira de Amma. Mi padre había ido al Stop & Steal a comprar el periódico y estábamos los dos solos. Los tres, en realidad, contando a Lucille, que miraba fijamente el reseco alimento para gatos de su cuenco de comida. Era, probablemente, la primera vez que veía algo así. Supongo que Amma también estaba enfadada con ella.
Estaba sacando una tarta del horno. Había puesto la mesa, pero el desayuno no estaba preparado. No había cereales ni huevos, ni siquiera una mísera tostada. La cosa estaba peor de lo que yo pensaba. La última vez que en lugar de hacer el desayuno se había puesto a cocinar fue el día después del cumpleaños de Lena, y antes de eso, el día después de morir mi madre. Trabajaba la masa como si le fuera la vida en ello. Su ira, al menos, serviría para hacer las galletas necesarias para dar de comer a baptistas y metodistas. La observé unos momentos con la esperanza de que la masa se hubiera llevado ya la peor parte.
—Lo siento, Amma. No sé qué quería de nosotros esa cosa.
Cerró la puerta del horno de un golpe y me miró.
—Pues claro que no lo sabes. Hay demasiadas cosas que no sabes, pero eso no te ha impedido bajar a un sitio en el que no se te ha perdido nada. ¿O sí?
Cogió un bol y removió el contenido con Amenaza Tuerta. Qué lejano me pareció el momento en que, el día anterior, había amedrentado a Ridley con aquel cucharón.
—Bajé a buscar a Lena. Lleva un tiempo saliendo con Ridley y creo que tiene algún problema.
Amma se volvió a la velocidad del rayo.
—¿Crees que tiene algún problema? ¿Tienes idea de lo que era esa cosa? ¿Eso que estaba a punto de arrebatarte de este mundo para llevarte al siguiente? —Siguió removiendo como una loca.
—Liv dice que se llama Vex y que lo convoca alguien poderoso.
—Poderoso y Oscuro. Alguien que no quiere que tú y tus amigos metan las narices en esos Túneles.
—¿Y quién iba a tener interés en que no bajáramos a los Túneles? ¿Sarafine y Hunting? Pero ¿por qué?
Amma dejó el bol en la encimera con un golpazo.
—¿Por qué? Y tú, ¿por qué siempre tienes que hacer tantas preguntas sobre cosas que no te incumben? Reconozco que es culpa mía por permitírtelo cuando no levantabas dos palmos del suelo —dijo, negando con la cabeza—. Pero estamos metidos en un juego de locos que nadie puede ganar.
Genial. Más enigmas.
—Amma, ¿de qué juego estás hablando?
Volvió a apuntarme con el dedo como la noche anterior.
—Te repito que no se te ha perdido nada en los Túneles, ¿me oyes? Lena lo está pasando mal y lo siento muchísimo por ella, pero tiene que solucionar sus problemas sola. Tú no puedes hacer nada. Así que aléjate de esos Túneles. Ahí abajo hay cosas peores que un Vex —dijo, y echó el contenido del bol en el molde de la tarta. La conversación había finalizado—. Y ahora vete a trabajar y mantén los pies sobre la tierra.
—Sí, Amma.
Mentirle a Amma no me gustaba, pero, técnicamente, no le estaba mintiendo. Así, al menos, intentaba convencerme. Iba a trabajar. Después de pasar por Ravenwood, claro. Tras la última noche no quedaba nada y todo estaba por decir.
Necesitaba respuestas. ¿Cuánto tiempo llevaba Lena mintiéndome y engañándome con aquel Íncubo? ¿Desde el funeral, que fue la primera vez que los vi juntos? ¿O desde el día en que le hizo la foto en el cementerio? ¿Estábamos hablando de días, de semanas o de meses? Para un chico, la diferencia es importante. Hasta que no lo supiera, las dudas me corroerían a mí y al poco orgullo que me quedaba.
Porque el asunto era el siguiente: la había oído, en kelting y de palabra. Lo había dicho y la había visto con John. No quiero que estés aquí, Ethan. Lo nuestro se había acabado. Lo único que jamás se me pasó por la cabeza que podía ocurrir entre nosotros.
Aparqué junto a la verja de Ravenwood. Apagué el motor y me quedé sentado en el coche con las ventanillas subidas aunque el día era sofocante. El calor sería insoportable al cabo de un minuto o dos, pero en aquellos momentos era incapaz de moverme. Cerré los ojos y oí el canto de las cigarras. Si no me bajaba del coche, no lo sabría. No tendría que volver a atravesar aquella verja. Las llaves seguían puestas. Podía darme media vuelta y dirigirme a la biblioteca.
Y nada de lo que estaba ocurriendo ocurriría.
Arranqué el coche y se encendió la radio, aunque no estaba puesta cuando había apagado el motor. La antena del Volvo no era mejor que la del cacharro de Link, pero junto con las interferencias de la radio se oía la canción.
Diecisiete lunas, diecisiete esferas,
antes de tiempo, la luna que esperas,
los corazones se irán y las estrellas tras ellos,
uno está roto y el otro está hueco.
El motor se apagó y cesó la música. No comprendía la referencia a la luna, que no podía llegar antes de tiempo, pero no necesitaba que una canción me dijera quién de los dos había dejado la relación.
Finalmente, abrí la puerta. El agobiante calor húmedo de Carolina del Sur me pareció una brisa fresca en comparación. La verja chirrió al entrar y, ahora que Macon no estaba, cuanto más me aproximaba a la mansión, más triste y lúgubre me parecía. Me transmitió una sensación más sombría que en mi última visita.
Subí los escalones de la balaustrada y todos los tablones crujieron. Seguramente la mansión estaba en tan mal estado como el jardín, pero no me daba cuenta. Allí donde mirase, sólo veía a Lena: intentando convencerme de que volviera a mí casa la noche que conocí a Macon, sentada en las escaleras la semana anterior a su cumpleaños con su traje de color naranja carcelario. Una parte de mí deseaba seguir por el sendero hasta Greenbrier, hasta la tumba de Genevieve, para poder recordar a Lena acurrucada a mi lado con el viejo diccionario de latín mientras intentábamos descifrar el Libro de las Lunas.
Pero todas esas escenas se habían convertido en espectros del pasado.
Me fijé en las figuras grabadas sobre la puerta y encontré la familiar luna Caster. Pasé el dedo por la astillada madera del dintel y vacilé. No estaba seguro de ser bien recibido. Empujé la puerta de todos modos.
—¡Ethan! —Me saludó tía Del con una sonrisa—. Esperaba que vinieras antes de marcharnos —dijo, y me dio un abrazo.
El interior de la mansión estaba oscuro. Vi un montón de maletas junto a la escalera. Habían tapado con sábanas la mayoría de los muebles y las persianas estaban bajadas. Era verdad. Se marchaban. Lena no había vuelto a mencionar el viaje desde el último día de curso y con todo lo que había pasado desde entonces, yo casi me había olvidado. O eso me habría gustado. Lena no me había dicho que ya había hecho el equipaje. Eran tantas las cosas que ya no me decía.
—Por eso has venido, ¿verdad? —dijo tía Del bizqueando—. A despedirte…
Era una Caster Palimpsest, no podía discernir entre los estratos temporales, por eso siempre estaba un poco perdida. Era capaz de ver todo cuanto había ocurrido o iba a ocurrir en una habitación, pero lo veía todo al mismo tiempo. Me pregunté si cuando entré en el vestíbulo estaba viendo lo que sucedería después. Pero quizás fuera mejor no saberlo.
—Sí, he venido a despedirme. ¿Cuándo se marchan?
Reece estaba en el comedor rebuscando entre unos libros, pero aun así advertí que fruncía el ceño. Aparté la mirada, como tenía por costumbre. Lo último que me hacía falta era que Reece leyera mi rostro y supiera todo lo que había ocurrido la noche anterior.
—No nos vamos hasta el domingo, pero Lena ni siquiera ha hecho las maletas. No la distraigas —dijo, elevando la voz.
Dos días. Lena se marchaba al cabo de dos días y no me lo había dicho. ¿Acaso no pensaba despedirse?
Ladeé la cabeza y entré en el salón para saludar a la abuela de Lena. Sentada en su mecedora transmitía una fuerza inconmovible. Tenía una taza de té en una mano y el periódico en la otra, como si el ajetreo que reinaba en la mansión no fuera con ella. Sonrió y dobló el periódico por la mitad. Me pareció Barras y Estrellas, el diario oficial del ejército de los Estados Unidos, pero estaba escrito en un idioma que no reconocí.
—Ethan, me encantaría que vinieras con nosotras. Te voy a echar de menos y estoy segura de que Lena va a estar contando los días hasta que volvamos —dijo. Se levantó de la mecedora y me dio un abrazo.
Sí, tal vez Lena contase los días, pero por un motivo distinto al que pensaba la abuela. Su familia no estaba al corriente de lo que ocurría entre nosotros, ni siquiera de lo que le ocurría a Lena. Tuve la sensación de que no sabían que ahora frecuentaba locales del Subsuelo como el Exilio, ni que se movía de un lado para otro a lomos de la Harley de John Breed. Tal vez ni siquiera conocieran a John.
Recordé la primera vez que la vi, la larga lista de lugares en que había vivido, los amigos que nunca tuvo, los colegios a los que nunca fue. Me pregunté si estaría volviendo a ese tipo de vida.
La abuela me miraba inquisitivamente. Me acarició la mejilla. Su mano era suave como los guantes que las Hermanas se ponían para ir a la iglesia.
—Ethan, has cambiado.
—¿Perdón?
—No podría decir por qué, pero te veo distinto.
Aparté la mirada. Fingir no tenía sentido. La abuela acabaría por saber que entre Lena y yo ya no había nada. Si es que no lo sabía ya. Siempre era la persona con mayor autoridad allí donde se encontrara. Por la pura fuerza de la voluntad.
—No soy yo quien ha cambiado.
Volvió a sentarse y abrió el periódico.
—Tonterías. Todos cambiamos, Ethan. Así es la vida. Anda, sube a decirle a mi nieta que haga las maletas. Tenemos que marcharnos antes de que cambie la marea y no quiero que nos quedemos aquí varadas para siempre.
Sonrió como si yo comprendiera el chiste. Pero no lo comprendí.
La puerta de la habitación de Lena estaba entreabierta. Todo era negro: las paredes, el techo y los muebles. Las paredes ya no estaban pintadas con rotulador, ahora garabateaba sus poemas con tiza blanca. La misma frase cubría la puerta del armario: correrparaseguirenelmismositiocorrerparaseguirenelmismositiocorrerparaseguirenelmismositio. Entendí lo que decía separando las palabras como tantas veces había hecho al leer algo escrito por Lena. En cuanto lo hice, las reconocí: era un verso de un tema de U2. Comprendí cuanta verdad había en él.
Era lo que Lena llevaba haciendo todo aquel tiempo, cada segundo transcurrido desde la muerte de Macon.
Su primita, Ryan, estaba sentada en la cama. Lena apoyaba la cabeza en su regazo y Ryan le acariciaba la cara. Era una Thaumaturge y sólo empleaba sus poderes curativos cuando alguien pasaba grandes sufrimientos. Normalmente, su paciente era yo, pero aquel día le había tocado a Lena.
Estaba apenas reconocible, con aspecto de no haber dormido. Llevaba una camiseta negra gastada varias tallas más grandes. Debía de haberla usado a modo de camisón. Tenía el cabello enredado y los ojos enrojecidos e hinchados.
—¡Ethan! —En cuanto me vio, Ryan volvió a comportarse como una niña normal. Corrió hacia mí y la cogí en brazos, columpiándola a ambos lados—. ¿Por qué no vienes con nosotras? Nos vamos a aburrir mucho. Reece se va a pasar el verano dándome órdenes y con Lena no me divierto.
—Tengo que quedarme a cuidar de Amma y de mi padre, princesa —dije, y la dejé en el suelo con suavidad.
Lena parecía molesta. Se sentó en la cama sin hacer y cruzó las piernas.
—Vete, por favor —dijo, echando a Ryan de la habitación.
Ryan la miró contrariada.
—Vale. Si hacen alguna guarrería y necesitan que venga, me llaman. Estaré abajo.
Ryan me había salvado la vida en más de una ocasión en que Lena y yo habíamos ido demasiado lejos y la corriente eléctrica que surgía entre nosotros me había puesto al borde del infarto.
Lena nunca tendría ese problema con John Breed. Me pregunté si la camiseta que llevaba sería suya.
—¿Qué haces aquí, Ethan? —me preguntó Lena con los ojos clavados en el techo.
Seguí su mirada y me fijé en uno de los poemas de la pared. No podía mirarla. Cuando levantas la vista,/¿ves el cielo azul de lo que podría ser?/ ¿o la oscuridad de lo que nunca será?/ ¿Me ves a mí?
—Quiero que hablemos de lo que pasó anoche.
—¿Quieres decir que me vas a explicar por qué me estabas siguiendo? —me preguntó con aspereza. Me sentí ofendido.
—Yo no te seguía. Te buscaba porque estaba preocupado. Pero comprendo que eso te molestara si estabas ocupada enrollándote con John.
Apretó los dientes y se levantó. La camiseta le llegaba casi por las rodillas.
—John y yo sólo somos amigos. No nos estábamos enrollando.
—¿Y bailas así con todos tus amigos?
Se acercó. Las puntas de sus cabellos empezaron a rizarse. La lámpara del techo se balanceó.
—¿Y tú intentas besar a todas tus amigas? —me preguntó mirándome a los ojos.
Se produjo un fogonazo seguido de unas chispas y la habitación quedó a oscuras. Las bombillas de la lámpara estallaron y la cama se cubrió de trocitos de cristal. Por el golpeteo que provenía del tejado, supe que había empezado a llover.
—¿Dónde quieres…?
—No te molestes en mentir, Ethan. Sé lo que tú y tu amiga de la biblioteca hicisteis al salir del Exilio.
La oí también en mi cabeza. Me hablaba con dureza y amargura.
Os oí. Estabas hablando kelting. «Ojos azules y pelo rubio». ¿Te suena?
Tenía razón. Había hablado kelting. Y ella había oído todas y cada una de las palabras.
No pasó nada.
La lámpara se estrelló contra la cama a unos centímetros de mí. Tuve ganas de que me tragara la tierra. Me había oído.
¿No pasó nada? ¿Creías que no me enteraría? ¿Creías que no lo sentiría?
Era peor que mirar a los ojos a Reece. Lena podía verlo todo sin necesidad de poderes.
—Me volví loco cuando te vi con ese chico, con John, y no sabía lo que hacía.
—Puedes engañarte si quieres, pero todo ocurre por una razón. Estuviste a punto de besarla y lo hiciste porque querías.
Quizás lo único que quería era hacerte daño porque te había visto con otro chico.
Ten cuidado con lo que deseas.
La miré. Me fijé en sus orejas, en su tristeza. Pero no encontré los ojos verdes que tanto amaba… sino los dorados de los Caster Oscuros.
¿Por qué sigues conmigo, Ethan?
La verdad es que ya no lo sé.
Le cambió la expresión, pero recobró la compostura enseguida.
—Te morías porque te hiciera esa pregunta, ¿verdad? Ahora ya puedes irte con tu novia Mortal sin sentirte culpable. —Pronunció la palabra «Mortal» como si no pudiera soportar su sonido—. Supongo que estarás deseando llevártela al lago.
Estaba furiosa. Partes enteras del techo empezaron a caer donde había caído la lámpara. El dolor que pudiera sentir había sido eclipsado por la rabia.
—El primer día del curso habrás vuelvo al equipo de baloncesto. Así ella puede unirse a las animadoras. Emily y Savannah la van a adorar.
El techo siguió agrietándose y cayó otro trozo a pocos centímetros de mí.
Sentí dolor en el pecho. Lena se equivocaba, pero yo sólo pensaba en lo fácil que sería todo si saliera con una chica normal, con una chica Mortal.
Siempre supe que eso era lo que querías. Ahora ya puedes tenerlo.
Más ruido de grietas y trozos de techo cayendo. Estaba cubierto de fino polvo blanco de escayola y a mí alrededor se esparcían trozos de techo.
Lena se esforzaba por contener las lágrimas.
No es eso lo que quería y tú lo sabes.
¿De verdad? Lo único que sé es que no tendría que ser tan difícil. Amar a alguien no tendría que ser tan difícil.
A mí eso nunca me ha importado.
Sentí que se me escapaba, que me expulsaba de su cabeza y de su corazón.
—Te corresponde estar con alguien como tú y yo debo estar con alguien como yo, alguien que comprenda por lo que estoy pasando. Ya no soy la misma de hace unos meses. Pero supongo que eso es algo que los dos ya sabíamos.
¿Por qué no dejas de castigarte, Lena? No fue culpa tuya. Tú no podías salvarlo.
No sabes de qué estás hablando.
Sé que te culpas por la muerte de tu tío y que torturarte es una especie de penitencia.
Lo que yo hice no tiene penitencia.
Se volvió.
No huyas.
No huyo. Ya me he ido.
Casi no oía su voz. Me acerqué a ella. No me importaba lo que hubiera hecho ni si todo había terminado entre nosotros. No podía ver como se destruía.
Tiré de ella contra mi pecho y la estreché entre mis brazos como si se estuviera ahogando y quisiera sacarla del agua. Sentía en mi cada centímetro de su frío abrasador. Rozó la punta de mis dedos con la punta de los suyos. Mi pecho se entumeció en el lugar donde apoyaba la mejilla.
No importa si estamos juntos o no. Tú no eres uno de ellos, L.
Tampoco soy uno de los tuyos.
Las últimas palabras las dijo entre susurros. Enredé los dedos en su pelo. Ni una sola parte de mí podía separarse de ella. Creo que ella lloraba, pero no me atrevería a afirmarlo. Levanté la vista. Alrededor del agujero que había dejado la lámpara empezaron a abrirse mil fisuras, como si el techo fuera a derrumbarse en cualquier momento.
Entonces, ¿eso es todo?
Lo era, pero yo no quería que me respondiera. Quería que aquel instante durase un poco más. Quería seguir con ella y fingir que ella todavía seguía conmigo.
—Mi familia se va dentro de unos dos días. Mañana cuando se despierten, me habré ido.
—L, no puedes…
Me tapó la boca con suavidad.
—Si alguna vez me has amado, y sé que sí, aléjate de mí. No voy a permitir que por mi culpa mueran más personas que quiero.
—Lena.
—La maldición me atañe sólo a mí. A nadie más que a mí. Deja que cargue con ella.
—¿Y si me niego?
Me miró. Su semblante se oscureció como si lo atravesara una sombra.
—No tienes elección. Si mañanas vienes a Ravenwood, te garantizo que no tendrás ganas de hablar. Y que tampoco podrás.
—¿Estás diciendo que me vas a lanzar un hechizo?
Era un pacto tácito entre nosotros que jamás había incumplido.
Sonrió y puso un dedo sobre mis labios.
—Silentium, que es un término latino que significa «silencio», es lo que oirás si intentas decirle a alguien que me voy mañana.
—No te atreverás.
—Ya lo he hecho.
Finalmente sucedió. Lo único que quedaba entre nosotros era el inimaginable poder que nunca había empleado contra mí. Sus ojos desprendieron destellos de oro. No había en ellos ni un mínimo matiz verdoso. Comprendí que hablaba en serio.
—Júrame que no vendrás —dijo, separándose de mí y apartando la mirada. No quería que viera sus ojos. Y yo no soportaba verlos.
—Te lo juro.
No dijo nada más. Asintió y se limpió las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Me marché bajo una lluvia de escayola.
Me paseé por los salones de Ravenwood por última vez. Cada sala que cruzaba era más oscura. Lena se iba, Macon ya se había ido. Todo el mundo se marchaba, el lugar se quedaba como muerto. Pasé la mano por la reluciente barandilla de caoba. Quería recordar el olor del barniz, la suave sensación de la madera, el levísimo aroma a los cigarros de importación de Macon, a jazmín confederado, a sanguinas y a libro viejo.
Me detuve ante el dormitorio de Macon. La puerta estaba pintada de negro mate y podía haber sido la puerta de cualquier otra estancia de la casa, pero era la del cuarto de Macon. Boo dormía a sus pies esperando a un amo que no volvería. Ya no parecía un lobo, sino un perro cualquiera. Sin Macon, estaba tan perdido como Lena. Me miró y movió la cabeza con gesto cansino.
Cogí el picaporte y empujé la puerta. La habitación de Macon estaba exactamente como yo la recordaba. Nadie se había atrevido a tapar ningún mueble. La cama con dosel del centro brillaba como si Casa o Cocina, los criados invisibles de Ravenwood, la hubiera lacado un millar de veces. Los postigos típicos de las plantaciones —aunque estos estaban pintados de negro— mantenían la estancia totalmente a oscuras para no distinguir el día de la noche. Unos enormes candelabros sostenían velas negras y del techo colgaba una enorme lámpara de hierro también negra en la que reconocí las filigranas de los Caster. Al principio no me di cuenta, pero al cabo de unos instantes me acordé.
Ridley y John las llevaban en la piel y también las había visto en el Exilio. El emblema de los Caster Oscuros, el tatuaje que todos compartían. Todas eran distintas, pero inconfundiblemente parecidas. En lugar de tatuadas parecían marcadas a fuego. Me estremecí.
Cogí un pequeño objeto de la parte de arriba del vestidor. Era una fotografía en la que Macon aparecía junto a una mujer, pero la imagen estaba muy oscura y sólo se distinguía el perfil de una silueta. Parecía una sombra. Me pregunté si sería Jane.
¿Cuántos secretos se habría llevado Macon a la tumba? Volví a colocar la foto en su sitio, pero había tan poca luz que calculé mal y se cayó. Me agaché a recogerla y advertí que una de las esquinas de la alfombra estaba doblada. La alfombra, además, era exactamente igual a la del estudio de Macon en los Túneles.
La levanté. Debajo había una trampilla lo suficientemente grande para que cupiera una persona. Otra puerta a los Túneles. Tenía una anilla. Tiré y se abrió. Daba al estudio de Macon, pero no tenía escaleras y había demasiada altura para saltar. Me podía romper la cabeza contra el suelo de piedra.
Recordé la puerta secreta de la Lunae Libri. Tenía que intentarlo, no había otra forma de averiguarlo. Me agarré a la cama y tanteé con el pie con mucho cuidado. Estuve a punto de caerme, pero entonces encontré algo sólido. Un escalón. Aunque no podía verla, tocaba la vieja escalera de madera con el pie. Segundos después me encontraba en el suelo de piedra del estudio de Macon.
No se pasaba todo el día durmiendo. Bajaba a los Túneles probablemente con Marian. Pensé en los dos revisando viejas leyendas Caster, discutiendo sobre la arquitectura de paisajes anteriores a la guerra mientras bebían té. Es probable que Macon hubiera pasado más tiempo con Marian que con nadie, exceptuando a Lena.
Me pregunté si no sería Marian la mujer de la foto y Jane su verdadero nombre. Nunca se me había ocurrido, pero explicaría muchas cosas. Por qué incontables paquetes de papel de estraza de la biblioteca se apilaban ordenadamente en el estudio de Macon, por qué una catedrática de la Universidad de Duke había acabado en una biblioteca de un pueblo apartado como Gatlin aunque fuera Guardiana, por qué Marian y Macon eran inseparables y pasaban tanto tiempo juntos.
Tal vez porque se amaban.
Miré a mí alrededor y vi la caja de madera que guardaba las reflexiones y los secretos de Macon. Estaba en el estando donde Marian la había dejado.
Cerré los ojos y la toqué…
Ver a Jane por última vez era lo que Macon más o menos quería. Hacía semanas que no se citaban, aunque muchas noches la había seguido hasta su casa desde la biblioteca, observándola desde lejos, deseando tocarla.
Pero no quería hacerlo cuando quedaba tan poco tiempo para la Transformación. Y, sin embargo, ella estaba allí aunque hubiera insistido en que no quería verla.
—Jane, tienes que marcharte. Aquí no estás a salvo.
Jane cruzó la habitación despacio.
—¿No comprendes que no me puedo marchar?
—Lo comprendo —respondió él y la abrazó y besó por última vez. Sacó algo de una cajita que guardaba en el armario. Era una esfera perfecta y completamente lisa. La puso en la mano de Jane y cerró sus dedos sobre ella.
—Después de la Transformación no podré protegerte —dijo con voz grave—, al menos no de lo que se supone la mayor amenaza para tu vida. De mí. —Se miró las manos, sopesando el objeto que tan cuidadosamente había ocultado—. Si ocurre algo y te ves en peligro, usa esto.
Jane abrió la mano. La esfera era negra y opalescente como una perla. Al mirarla empezó a brillar y a cambiar de color. Jane notó que vibraba.
—¿Qué es?
Macon retrocedió, como si, ahora que había cobrado vida, no quisiera tocar la esfera.
—Es un Arco de Luz.
—¿Para qué sirve?
—Si llega un momento en que me convierta en un peligro para ti, estarás indefensa. No podrás hacerme daño ni matarme. Sólo otro Íncubo podría.
La mirada de Jane se ensombreció. Habló con un hilo de voz.
—Yo nunca te haría daño.
Macon le acarició la cara con suavidad.
—Lo sé, pero aunque quisieras, sería imposible. Un mortal no puede matar a un Íncubo. Por eso necesitas el Arco de Luz. Es lo único que puede contener a los de mi especie. La única forma de detenerme si…
—¿Contener? ¿Qué quieres decir?
Macon volvió la cabeza.
—Es como una celda, Jane. La única en la que se nos puede encerrar.
Jane se fijó en la esfera negra que brillaba en la palma de su mano. Ahora que sabía lo que era, le pareció que horadaba su mano y su corazón. La colocó en la mesa de Macon. El objeto rodó hasta el otro lado y dejó de brillar.
—¿Crees que te voy a enjaular en esa cosa como si fueras un animal?
—Seré peor que un animal.
Jane derramó unas lágrimas que le corrieron por la cara hasta llegar a su boca. Cogió a Macon por el brazo para obligarlo a que la mirase.
—¿Cuánto tiempo estarías ahí encerrado?
—Probablemente para siempre.
Jane negó con la cabeza.
—No lo haré. Nunca te condenaría a algo así.
Aunque sabía que era imposible, Jane tuvo la impresión de que los ojos de Macon se llenaban de lágrimas. Macon no tenía lágrimas que derramar, pero ella habría jurado que las vio brillar en sus ojos.
—Si te ocurriera algo, si te hiciera daño, me estarías condenando a un destino, a una eternidad, mucho peor de la que podría encontrar aquí —dijo Macon cogiendo el Arco de Luz—. Tienes que prometerme que si llega el momento de usarlo, lo harás.
Jane se esforzó por contener las lágrimas sin lograrlo.
—No sé si… —dijo con voz temblorosa.
Macon apoyó su frente en la de Jane.
—Prométemelo, Janie. Si me quieres, tienes que prometérmelo.
Jane apoyó la cabeza en el frío hombro de Macon, respiró profundamente y dijo:
—Te lo prometo.
Macon levantó la cabeza, miró a un lado y dijo:
—Una promesa es una promesa, Ethan.
Cuando me desperté estaba tumbado en una cama. Entraba mucha luz por una ventana, así que no podía encontrarme en el estudio de Macon. Miré al techo, pero tampoco vi ninguna lámpara, de modo que tampoco estaba en su dormitorio de Ravenwood.
Aturdido y confuso, me incorporé. Estaba en mi propia cama, en mi habitación. La ventana estaba abierta y la luz de la mañana me daba en los ojos. ¿Cómo era posible que me hubiera desmayado en el estudio de Macon y despertado en mi cama horas después? ¿Qué había pasado en aquel intervalo con el tiempo y el espacio y todas las leyes físicas? ¿Qué Caster o Íncubo era suficientemente poderoso para hacer algo así?
Las visiones nunca me habían afectado. Tanto Abraham como Macon me habían visto. ¿Cómo podía ser? ¿Qué intentaba decirme Macon? ¿Por qué quería que tuviera precisamente esas visiones? No comprendía nada excepto una cosa. O las visiones estaban cambiando o, como Lena se había propuesto, era yo quien había cambiado.